Nado sincronizado
Marianela
Labrada Hernández
El muchacho salió del río. Señaló hacia la cámara
de camión en la que se había ido a pescar con otros dos amigos, y los que
estábamos en la orilla corrimos hacia él. Su agitación y sus temblores no le
permitían hablar.
En cuanto se calmó dijo que nunca había visto
tantas clarias juntas, ni tan grandes, ni tan organizadas. Decir que eran muchos,
de unos peces capaces de agruparse por miles en un metro cúbico de agua, no era
para extrañarse. Desde que escaparon de los criaderos artificiales andan por
todas partes. Yo mismo saqué una de la tubería del baño que llevaba meses
obstruida. Diana, mi esposa, no estaba en casa, y al saberlo comentó:
— ¡Cuánto tiempo perdido!
Hablaba de sus colegas.
Biólogos que, como ella, invirtieron años estudiando cómo lograr que las
clarias, fueron menos agresivas con su entorno.
El cierre de los
laboratorios la puso triste. A mí, la verdad, me alegró que abandonaran los
experimentos y cerraran los criaderos. Desde entonces ella pasa más tiempo
conmigo, y estaba tan cansada como yo con el atasco del baño. Por eso había
conseguido una cinta metálica larga, y me instó para que con ella limpiara la cañería.
Lo hice, y junto con la cinta salió un pez claria negruzco. Sin dudas era el causante de
la tupición, y me miraba chorreando lodo
de fosa. Así fue: sentí que aquel pez me miraba y emitía algún sonido bajo,
como un silbido.
Los muchachos
habían salido de madrugada para amanecer en el río. Como algo natural que
estuviera flotando allí desde siempre. Cuando el sol empezó a subir ya habían
tirado los anzuelos. Esperaban que en cualquier momento se tensaran los
cordeles, que empezara el forcejeo y al final, que el pez mordiera el anzuelo y
no pudiera soltarlo.
Era buen tiempo
para la pesca y luego de una hora se hacía extraño que no hubieran picado. Que
no pique un buen pez así a la primera no es tan raro. Ellos también tienen sus
recelos y nosotros nuestra paciencia. Esperamos a que se cansen de darle
vueltas a la carnada, hasta que se la traguen. Pero era tan extraño que a tanto
rato no picaran, que uno de ellos se puso la careta y se tiró al agua.
El que se tiró
nadaba bien y tenía buenos pulmones. En otras circunstancias se forzaba a pasar
largos minutos bajo el agua. Quería impresionar a las muchachas que más que a
bañarse, iban al río para verlos a ellos. Jóvenes y osados. Tirándose al agua
desde un barranco, o columpiándose en un bejuco, para que ellas gritaran de
asombro y se taparan los ojos, o se pusieran nerviosas cuando no los veían
emerger.
Pero las muchachas
no estaban en la balsa. Solo estaban ellos que sabían calcular el tiempo que
aguantaba bajo el agua, y empezaron a llamarlo. Iban a tirarse cuando el
manchón rojo y algunos despojos de la ropa que vestía, salieron a flote.
Después de
contar aquello el muchacho se cruzó de brazos, obligándose a dejar de temblar. Dijo que estaban horrorizados mirando los
girones de tela que flotaban en el agua, cuando un grupo de clarias formadas en
triángulo, emergió frente a ellos.
Eran muchas. Todas grandes, negras, haciendo un ruido extraño y
mirándolos. En la punta de la formación venía una con la cabeza y los ojos más
unidos que los de las otras. Cuando dijo aquello se me nubló la vista y me
dieron náuseas. Pensé en mi mujer que estaba sola en la casa, y me convencí de
que tenía razones para sentir miedo del pez que había sacado de la cañería.
Hay momentos en
la vida que son determinantes. Pueden ser unos gestos o unas palabras que te
hacen prestar atención, y te confirman lo que no querías entender. Aquel fue uno
de ellos. Aunque aún el muchacho no había dado ningún detalle porque estaba
sollozando otra vez y no le salían las palabras.
Pensé en Diana. En
lo escéptica que se puso cuando le comenté lo de los ojos del pez. Preguntó que
si además de mirarme la claria me
había hablado. Quiso saber si era una macrocephalus o una gariepinus:
— ¡Hiciste el
descubrimiento biológico del quinquenio: la mutación de la claria, del estado
puramente animal al raciocinio! — Aunque después afloró la
curiosidad propia del biólogo, y dijo que era una lástima que la hubiera
matado.
— ¡No dejaste nada para estudiar! —Reí con ella y me alegré de no haberle comentado lo
del silbido.
Pero en la noche, cuando fue a bañarse y demoró más de lo acostumbrado
sentí miedo y fui al baño. Me puse nervioso de saber que se había sentado en la
taza porque algo le había caído mal. Ya estaba bañándose cuando entré. Como
otras veces me aló hasta la ducha. Quería que lo hiciéramos allí mismo, pero
salí de un salto y me fui a esperarla en el cuarto. Hasta que dejó caer la
toalla y se me montó encima, no dejé de ver los ojos negruzcos de la maldita
claria.
Durante toda la semana tuve pesadillas con aquellos ojos que había
aplastado con un peñasco. Le exploté medio cuerpo dejando fuera solamente la
asquerosa cola negra y serpenteante. Y aun así, me pareció que seguía
mirándome. No con los ojos de cristal vacíos de una claria. Sino con una mirada
que tenía algo de inteligencia, o al menos de entendimiento; del que sabe que
le viene la muerte y la espera con rabia, maldiciendo el no poder escapar. Por
si acaso, allí mismo la cubrí de tierra. Más que todo, para no verla.
Escuchando al muchacho comprendí
lo que me había parecido extraño en aquel pez: tenía los ojos tal y como él los
describía. Estaban más unidos de lo normal. No en los costados de su cabeza
donde los habían tenido siempre, como el par de bolas semiciegas que eran.
El muchacho siguió diciendo que aquel pez los miró, y a un coletazo
suyo, las otras clarias deshicieron el triángulo y rodearon la balsa. Ellos
gritaron pidiendo auxilio. Escuchamos algo, pero no entendimos de qué se
trataba. Estaban lejos de la orilla y desde acá les hicimos saludos con las
manos y seguimos en lo nuestro. Pensamos que eran cosas de jóvenes, que más que
a pescar venían a divertirse. No como nosotros, que aún estábamos alistando las
balsas y poniendo la carnada en los anzuelos.
Ahora todos le prestábamos atención. Dijo que el que mandaba se movió
hacia atrás quedando fuera del círculo. Las otras nadaron haciendo un remolino
con la balsa en el centro, mientras ellos trataban sin éxito de golpearlas con
los remos. Ya no gritaban ni pedían auxilio.
No sabe qué tiempo pasó entre que les rompieran los remos y dejaran de
hacer el remolino. Después se hundieron y ellos pensaron que estaban
satisfechas. Volvieron a pedir auxilio. Porque, aunque unos buenos nadadores
como ellos habrían alcanzado la orilla, se quedaron estáticos, con los pies recogidos
sobre la balsa.
Transcurrió una eternidad hasta que el líder apareció en la superficie
y los miró. Volvió a coletear el agua mojándolos como no es capaz de mojar una
claria común. Al instante la balsa se levantó al empuje de las otras, y volvió
a caer. La sacudieron hasta que se volteó. El muchacho nadó tan rápido como
nunca antes lo había hecho. Todo eso dijo, y señaló el punto donde había
ocurrido aquello.
Enseguida la
orilla se llenó de gente. Después llegó la policía. Nos prohibieron meternos en
nuestras balsas y alistaron unos botes. Ya los estaban echando al agua cuando
por un costado del río las vimos salir. Al frente, deslizándose lentamente,
venía una particularmente grande. Con la cabeza más aplastada que las demás,
con los ojos unidos y los bigotes largos. Tan grande como nunca habíamos visto
una claria.
Por un momento
nos quedamos paralizados. Ellas siguieron detrás de su líder; arrastrándose
hacia nosotros, chorreando agua, silbando, zigzagueantes, mirándonos. Y estaban
organizadas, tal como dijo el muchacho.
Genial esta historia de apocalipsis acuático inminente. Me gustó mucho. Ciertamente a esta especie invasora le queda muy poco para subir en la cadena alimenticia. Mis saludos y felicitaciones a la autora.
ResponderEliminarGenial esta historia de apocalipsis acuático inminente. Me gustó mucho. Ciertamente a esta especie invasora le queda muy poco para subir en la cadena alimenticia. Mis saludos y felicitaciones a la autora.
ResponderEliminarMe encantó la historia. Me despertó terror y eso muestra la excelencia de la obra al cumplir exitosamente su objetivo. Creo que efectivamente las clarias despiertan esas emociones y que biológicamente comp otros tantos animales podrían continuar evolucionando y llegar al raciocinio tal cual la especie humana.
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