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El cuento que faltaba

José Gutiérrez Cabanas

     Caminaba contento. La visita a su viejo amigo Enrique no solo había sido fructífera, también le había trasmitido una fuerza que agradecía. Y no le importaba tener que caminar alrededor de una hora hasta su casa, peor era esperar una guagua con la incertidumbre de cuándo pasaría. Aunque estaba al caer la noche, tampoco le afectaba ser sorprendido por un apagón en el camino. Hacia una semana que había terminado de escribir un cuento, pero no avanzaba en armar el siguiente. La noche anterior no logró garrapatear una línea, era incapaz de hacerlo y conocía bien la razón, no tenía el cuento, y cuando intentaba ponerlo sobre el papel, huía, se escapaba una y otra vez como animal travieso que no se dejaba atrapar, sin permitirle siquiera acercarse. Y encima de eso Nora, su mujer, con sus reclamos, repentinos e inéditos, no le había dejado ni tiempo ni espacio para seguir en su intento. La crisis la tenía trastornada. Ni siquiera admitía que la llamaran con aquel calificativo increíble, hipócrita, de periodo especial, como si aquel nombre tuviera algún significado positivo. A él le hubiera gustado añadir al cuaderno otros cuentos pero faltaba poco tiempo para cumplirse la fecha límite del concurso y se conformaba al menos con uno más y lo buscaba desesperadamente, pero no aparecía.  Nunca le había sido fácil escribir, armar una historia, a pesar de que las ideas llegaban a raudales, pero eran solo eso, imágenes. Un cuento era harina de otro costal. Su trabajo en una escuela secundaria como profesor de español no le dejaba tiempo de su horario laboral para, subrepticiamente, dedicarlo a la escritura. Y menos en ese momento cuando varios de los profesores compañeros suyos habían dejado el plantel, para irse a trabajar en donde ganaban más o podían resolver algún producto con el cual entrar al mercado negro y sortear mejor la crisis, y él y los otros que permanecían firmes debían impartir más clases. Pero él no podía irse, no sabía hacer otra cosa. Bueno, también sabía escribir y lo principal, le gustaba hacer ambos trabajos, aunque esas dos actividades no le remuneraban ni siquiera para comer decentemente. En la escuela no había nada útil de que apropiarse para ayudar a su economía, ni siquiera papel para escribir sus cuentos. Era su esposa, quien trabajaba en una oficina, la que procuraba el papel escrito por una de sus caras y amarillento por lo antiguo para sus borradores.

     La tarde anterior cuando terminó la jornada en la escuela  se fue, como siempre, directamente a la casa, se bañó y se vistió solo con un pantalón desgastado, con las patas cortadas por encima de las rodillas y agarró sus papeles y su lápiz y empezó su peregrinar: de la mesa del comedor al sillón de la sala y de ahí a la cama, en busca del lugar donde estaba concentrada la energía de la inspiración , y así escribió un renglón, puso una nota al margen de lo que vendría después, tachó parte de lo escrito, y no  oyó el sonido de la cerradura ni de la puerta cuando entraron a la casa Nora y Alejandro, el hijo de ellos de nueve años que en cuanto salía de la escuela se iba para la oficina de la madre. Solo cuando levantó la vista de los papeles que reposaban sobre la cama vio a Nora parada frente a él, silenciosa para no molestarlo, a la espera paciente de que él saliera de su ensimismamiento. La notó cansada y quizás hasta un poco triste. No se acercó a él para darle un beso ni preguntó cómo le había ido el día. Señaló que había pasado por todos los establecimientos cercanos de ventas de comida: bodegas, cafeterías, restaurantes,  pescaderías, quioscos, mercados, panaderías y no había podido conseguir nada para traer a casa y estaba frustrada porque siempre que hacía el recorrido lograba algún pequeño trofeo alimenticio, quizás algunas croquetas de pura harina de pan, o un par de plátanos, o algún aguacate o tomates, o una cabeza de ajo, en fin un acompañante para los consabidos arroz y frijoles: el pan nuestro de cada día; casi siempre estos últimos colorados, pellejudos y amargos; o chícharos, granos que con la poca sazón y ninguna carne o al menos un hueso, hacían de la comida una experiencia desagradable. Y cada día se hacía más difícil conseguir alimentos, y los pocos que podían adquirir estaban a precios inalcanzables para ellos que recibían solo sus sueldos miserables y no tenían otra entrada ni hacían ninguna tarea extra que les aportara un dinero adicional. Nunca había oído a Nora hablar de aquella manera, y sus palabras podían encerrar una crítica a su trabajo como escritor, por el cual nunca había recibido un centavo, era verdad, pero también era cierto que estaba en los inicios y necesitaba tiempo, práctica y dominio de un oficio tan difícil. Después, cuando fuera reconocido (y el primer paso lo daría cuando ganara ese concurso), vendrían las publicaciones, los premios y quien sabía si algún viaje al extranjero. Pero él no dijo nada; siguió mirando a Nora desde la cama en donde permanecía sentado frente al indomable y vacío papel. Estaba aburrida, siguió Nora, de comer todos los días lo mismo, y lo peor, en cantidades que no satisfacían el apetito. A ojos vistas ellos habían perdido peso, estaban flacos, podían enfermarse, y hasta el niño, en su inocencia lo había notado y se lo había dicho a ella. Y dónde estaba el niño, preguntó él, que hasta entonces solo había escuchado con la esperanza de que cuando ella hubiera descargado el lastre que la hundía, lo dejara continuar en su labor de cazar un cuento. El niño se había ido al patio a jugar con el perro, dijo ella; otro más a quien había que alimentar. Prefería ver al perro antes que, a él, se dijo; la falta de tiempo siempre se compensaba desatendiendo a los afectos, y pensó que era una buena sentencia, quizás le sirviera para un cuento. Porque al fin y al cabo la comida no era solo una necesidad para mantenerse vivo, sino también un gusto cotidiano, sencillo, una satisfacción que ayudaba a enfrentar el cansancio, la rutina y las contrariedades del diario bregar. En eso ella tenía razón, dijo, aunque al comienzo de aquella escasez rampante, habían acordado que no se iban a atormentar, la pasarían con lo que apareciera, las personas como ellos no necesitaban mucho, les era suficiente con apreciar los dones de la vida, porque comer o vestirse bien no era lo más importante. Aquello había sido la teoría, dijo ella, pero ahora estaban parados frente a la realidad, la carestía se había enquistado. El niño cumplía año en dos días. Era verdad, no se había olvidado, aseguró él. Debían hacerle una comida diferente, sabrosa, para celebrar el acontecimiento. Él la escrutó en busca de alguna señal en su rostro para saber si estaba tomando al niño como escudo, pero volvió a encontrarse con la tristeza que permanecía ahí, imbatible. El niño nunca había protestado y a pesar de las dificultades mantenía la alegría, porque ellos o más bien Nora, tenía que reconocerlo, se ocupaba de procurar y reservar para él lo mejor y el hecho de que no hubiera perdido peso como ellos así lo corroboraba y quizás no sabía con certeza lo que ocurría y esa era la diferencia entre ellos.

     Nora dejó de hablar. Ya había completado su ejercicio de desahogo, su exorcismo. Al fin podía enfrentarse de nuevo a su enemigo que reposaba en la cama y se burlaba de él con su cara inmaculada. La vio iniciar un movimiento y tuvo la esperanza de que fuera hacia la puerta, pero fue solo un leve balanceo del cuerpo, una pausa, un reacomodo porque la vio afincarse sobre sus pies como buscando firmeza. Teníamos que hacer algo, dijo ella y su voz era imperativa, firme. Se sintió sorprendido, a la defensiva y solo pudo encontrar la respuesta que consideró era un hecho irrebatible; él hacía lo que podía y lo que sabía hacer, y se sintió satisfecho. Pero Nora estaba decidida a no ceder terreno, necesitaban conseguir comida, no solo de alimento espiritual vivía el hombre, dijo y no pudo evitar ser irónica. No se esperaba el ataque, ella le había invertido la antigua sentencia que él solía utilizar: no solo de pan vive el hombre. Nunca antes le había reprochado por el tiempo que dedicaba a escribir, hasta podía decir que lo apoyaba en silencio, aunque nunca había leído uno de sus cuentos, pero tampoco leía otros libros. ¿Qué vamos a hacer?, preguntó Nora y dio un paso hasta pegarse a la pielera de la cama, y quedó más cerca de él, que permanecía estático sentado en medio del lecho con las piernas cruzadas como un buda. La mirada de ella venía de arriba, relampagueante, y a él le pareció una situación extraña, quizás buena para utilizarla en un cuento. De nuevo ella insistió: ¿qué decía? Se le ocurrió contraatacar respondiéndole con otra pregunta: ¿qué se podía hacer?, dijo con la esperanza de que ella no tuviera una respuesta a la mano. Pero sí la tenía. La había subestimado, y de pronto se dio cuenta de que lo tenía todo planeado cuando indicó que podía empezar por ir a ver a Enrique. De inicio le costó trabajo saber de cuál Enrique se trataba, pero ella lo ayudó: se refería a su amigo, el poeta, que ahora administraba un restaurante. Para él fue insólito escuchar aquella propuesta. Nunca se atrevería ir a molestar a Enrique a quien hacía algún tiempo que no veía. Cómo iba a aparecer ahora y pedirle que le resolviera, pensó. ¿Cómo hacerlo?, se preguntó en voz alta, y Nora respondió; como lo hacía todo el mundo, hablaban de literatura que a él le gustaba el tema, de la familia, le dejaba un par de cuentos para que los leyera y otro día le diera su opinión, y finalmente le decía, como quien no quiere las cosas, lo difícil que resultaba conseguir comida. Quizás dijera que no podía hacer nada en ese momento, pero habría uno más adelante, todo era cuestión de restablecer la relación. Casi siempre la gente que disponía de recursos, los utilizaba para resolver sus problemas, pero también ayudaba a las amistades. Y debía recalcarle que su opinión sobre los cuentos que le había llevado era sumamente importante para él. Qué se creía Nora, no sabía acaso que los cuentos eran una mercancía sin valor de cambio para aquel mercado. Pero ella pareció no oír su razón, y en un reclamo inapelable dijo:

      ─Vas a ir mañana después que termines en la escuela.

      Salió del cuarto; ya era tarde y tenía que ir a la cocina. Él guardó la hoja de papel en la gaveta de su mesa de noche, no podía darse el lujo de desecharlo, y se fue al patio, a jugar con el niño. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo.

     La caminata le hacía bien, las ideas sobre el nuevo cuento le llegaban decididas, como la carrera de tortugas recién nacidas, pequeñísimas, que emergían de los nidos enterrados en la arena y corrían hacia el mar, a enfrentar lo ignoto, atendiendo a un llamado atávico. Lo había visto hacía poco tiempo en un documental y se había conmovido ante aquella imagen plena de movimiento y vida.

     Después que Nora interrumpió su trabajo creativo la noche anterior, y él se fue a la cama preocupado, bajo el ataque de la angustia, el día se le había presentado dócil desde su llegada a la escuela. Antes de comenzar las clases habían anunciado a los profesores y empleados del plantel la buena noticia de que les venderían ese día maíz tierno a bajo precio.

     No quiso esperar hasta llegar a la casa para comunicarle a Nora que ya tenía en sus manos veinte mazorcas de maíz tierno y la llamó por teléfono a la oficina. La había percibido demasiado irritada la noche anterior y quería aliviarle la tensión. Tenían asegurada una buena tamalada. Era más, se daría el lujo de comprar una libra de carne de puerco para hacer tamales de verdad, dijo optimista. Del otro lado la voz de Nora le sonó neutral, sin entusiasmo, pero era solo el comienzo.

     Si el camino seguía desbrozándose, el día podía terminar mucho mejor, se dijo mientras se dirigía a encontrar a Enrique; quizás con él pudiera resolver, y su pensamiento se detuvo en ese punto porque la dichosa palabra que no le gustaba pronunciar se le iba pegando como una lapa persistente y estaba otra vez ahí. Quizás, retomó la idea, con él pudiera conseguir (era lo mismo que resolver o no) la carne de puerco para los tamales. Decidió ir a pie. Era lejos pero como no sabía dónde encontrarlo, le hacía camino llegar primero a su casa, y si no estaba allí, iría después al restaurante que administraba desviándose un poco de su ruta.

     Estaba de suerte: Enrique se encontraba en su casa. Lo recibió con una sonrisa y un destello de alegría que cruzó por su mirada, sin euforia, medido pero sincero, concluyó tras un análisis rápido de la primera impresión después de tanto tiempo sin verse. El rompecabezas se iba armando pieza por pieza, solo faltaban algunas pocas por encajar. Después del saludo entraron al tema obligado de la literatura para responder a una pregunta de Enrique: sí, estaba armando un cuaderno de cuentos y buscaba, incansable, una buena historia para completarlo. Enrique en cambio llevaba mucho tiempo sin escribir, la falta de tiempo o cualquier otra justificación que se inventaba (era lo mejor que hacían los escritores: crear excusas para argumentar su esterilidad) lo tenían alejado de la creación, aunque confesaba que muchas veces cruzaban buenos versos por su cabeza, pero los perdía porque no los anotaba en el momento preciso. Y cómo le iba el trabajo, preguntó Enrique. Bueno, seguía en la escuela, de profesor como siempre, aunque en aquellos tiempos no era un trabajo muy gratificante, dijo para ir acercándose al tema de su interés, pero los estudiantes eran los únicos que no tenían culpa de eso. Y a él, ¿cómo le iba? De súbito lo vio apagarse, ennegrecerse, perder la jovialidad que trasmitía su rostro, transmutarse en un ser ríspido, dispuesto a atacar no sabía a quién. lo habían sacado del trabajo, dijo con rabia que se transformó de pronto en una profunda tristeza. Había sido una injusticia, explicó. Era verdad que él le resolvía a algunas personas, porque hacían lo propio con él, y también a los trabajadores del restaurante, pero con medida. No quería buscarse problemas, solo resolver (otra vez la palabra) la situación difícil en la cual se vivía, no como la mayoría que lo hacía por lucro. Pero la cajera del restaurante no se conformaba con lo que él le daba, quería más, y lo acusó de defalcar la caja; faltaban más de diez mil pesos. Como no había pruebas contra él ni contra nadie, pero era el administrador, y por tanto el responsable, su jefe, que además era su amigo, a quien él también le resolvía (palabra infinita), le propuso un arreglo: reponía el faltante, se iba para su casa y no hacia la denuncia a la policía. Estaba seguro de que la cajera hija de puta era quien había metido la mano y le había tendido la trampa por envidia, rencor, ambición y otras razones miserables que tanto crecían en aquellos tiempos. Por suerte no estaba preso; pero se había quedado sin un solo peso y sin trabajo. Y lo peor, ya no tenía quién le resolviera nada, sus antiguos socios le habían dado la espalda, porque amigos nunca habían sido. Ya no contaba con alguna forma de conseguir nada, tenía que creerle, ni siquiera alguna comida para la familia.

     Había sido una historia conmovedora y lo había marcado profundamente. Ver a un amigo sumido en aquella desesperación era para no pensar en nada más. Pero después de salir de su casa y caminar a la suya, el egoísmo lo había ganado, y la compasión por el poeta fue relegada por las ideas sobre el nuevo cuento que empezaron a llegar sin aviso. Se sentía culpable por aquella alegría que lo iba poseyendo, contaba a Nora quien ya estaba en casa cuando él llegó, y lo miraba en silencio, sin hacer comentarios, y lo interrogaba con la mirada como si no le interesara aquella historia, sino otro asunto más importante para ella. ¡Qué pena!, dijo al fin cuando él terminó de hablar, y no estaba seguro si lo sentía por Enrique, el poeta, o por la oportunidad fallida de conseguir comida con él, o por las dos cosas. Él le había dejado sus dos cuentos, y lo había instado a escribir porque era una buena cura para la tristeza y también había prometido que volvería a visitarlo.

     El mohín de fastidio de Nora le pareció una falta de sensibilidad. Su mirada escrutadora que lo traspasaba de arriba abajo tal si estuviera viendo un bicho en vías de extinción lo molestaba y aturdía. Y el maíz tierno en dónde lo había dejado, preguntó al fin Nora con una dureza desconocida para él. Pues Enrique estaba tan triste y necesitado que para ayudarlo a salir de ese trance y hacer patente su apoyo, se lo había regalado, y podía creerle, el gesto le había levantado el ánimo. Había sido un acto de magia sin trucos y Enrique, efusivo, lo había abrazado.

     Él no estaba bien de la cabeza, oyó la queja de Nora. Al parecer ella no quería entender su mensaje, que, gracias a aquella historia de Enrique, ya tenía el cuento que le faltaba: el del administrador de un restaurante quien pierde su trabajo y se queda sin socios que le resuelvan.

     ─Y cómo celebramos el cumpleaños al niño mañana─ espetó Nora fuera de sí con un grito de estreno.

      Y él cayó en cuenta de qué se trataba la rabia de ella e intentó calmarla; no debía preocuparse, él ya vería al día siguiente cómo lo arreglaba. Pero ella no se tranquilizó y su rabia crecía imparable, porque no sabía cuándo él iba a entender, de una vez y por todas, que los cuentos no servían para comer.

 

 


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