Frio
deseo
Arlen Macías
Las
imágenes en mi mente están borrosas, como si fueran sólo fragmentos de un
espejo roto. Astillas de cristal, que en realidad no son más que escenas que prefiero
olvidar. Mujeres obligadas a dar a luz y a ver cómo el recién nacido era sometido
a una inhumana cirugía, primero lo desmembraban, luego reemplazaban las partes
con oxidadas prótesis usadas anteriormente en infantes que murieron por
débiles. Las mujeres no duraban más de tres meses en ese lugar lleno de
animales que se llaman a sí mismos personas. Hacían lo mismo con cualquier
presa que entrara allí, convertirlo en una máquina a base del dolor.
No
hace falta decir que los cadáveres eran tirados al mar o desmembrados y molidos
siendo comida para alguna bestia o para nosotros, los conejillos de indias.
La
alarma del laboratorio sonaba con urgencia acompañada de las luces rojas, en
realidad no sé qué pasó sólo recuerdo escuchar un fuerte estruendo detrás de mi
celda, una fuga de algo radiactivo dijeron. La explosión destruyó más de la
mitad de mi abdomen, sin embargo, no sentí dolor, en cambio, mi mente se
protegió dándome como resultado un desmayo.
Cuando
desperté un camino de sangre que al parecer mis pies iban marcando, me seguía,
estaba débil, rota, sin saber qué hacía allí, ¿Cuál era mi objetivo? ¿Porque
estaba viva?
Con
lentos pasos y mi mano derecha apoyada en la pared y terminé abriendo, por
accidente, la puerta de una habitación llamada Сладкие Мечты (dulces sueños)
viendo al fondo varias cápsulas hechas de cristal grueso con altura de cinco
metros y el anchor tan estrecho para un adulto, pero ideal para un infante. Vi
que algo se movía con violencia, no dejaban escapar algún sonido, estaban
diseñados para atrapar los gritos de auxilio y evitar cualquier autoridad
entrometida. Me acerqué un poco para ver con detalle, conforme me sumergía en
el cuarto, los movimientos fueron más lentos y la silueta se hacía cada vez más
pequeña. Entre todo el gas tóxico una cabellera blanca y una placa de metal
levemente curvada yacía en el suelo, debajo de esta una mezcla burbujeante y viscosa
color café se filtraba por debajo. Y salí de allí.
Un
par de cadáveres estaban al final de la que pensé que sería la salida. Imagina,
una niña de ocho años paseando por un lugar totalmente desconocido, del cual
sólo reconocía el chirrido de las oxidadas bisagras de las pesadas puertas de acero,
estaba desangrándome por la herida en mi estómago, recordando a cada paso el
día que me arruinó la vida para siempre.
La
tarde continuaba su marcha como todos los domingos: ir a la iglesia, fingir que
todos son felices juntos en una mesa comiendo algo que vale el sueldo de toda
una semana, en realidad ¿Qué importa? Es domingo, día sagrado.
La
comida llevaba su curso, su madre fingía una amabilidad con su padre que
cualquiera que no los conociera sería capaz de creerlo, lo curioso es que
después de haber llenado su plato por segunda vez hubo silencio. Un silencio
tranquilo, exquisito, me atrevo a decir que fue seductor, en el que hasta la
ave más feliz calló, la corriente del pequeño y puro arrollo se detuvo, miré a
mi madre y le sonreí, entonces la manecilla marcó el segundo que había pasado. Tumbaron
la puerta, varios hombres entraron a nuestro hogar, le dispararon a papá y
grité, me abracé a mi madre mientras ella sólo repetía: "déjenla ir...es
apenas una niña..." su súplica fue interrumpida por otro rugido de aquella
arma; entre sollozos me aferré a ella como un cachorro se aferra a su progenitora;
me negué a levantar la vista hasta que los hombres salieron de nuevo dejando el
paso a una mujer de pelo muy corto color blanco. Caminó hasta mí y se hincó a
mi altura, me observó con tanto detalle, parecía como si me dibujara con la
mirada tan dulce tan tranquila dejando ver esos orbes azules detrás de esos
delgados y oscuros lentes. El silencio era tal que podía escucharse los latidos
de mi corazón tratando de escapar de mi pecho.
Unos
momentos después se levantó y me jaló del brazo, ella era fuerte pero no lo
suficiente para alejarme de mi difunta madre, así que se acercó a mi oído y
susurró: “ La sueltas o ¿te corto los brazos?”, acto seguido le escupí y
sonrió, se limpió el rostro quitando lo poco de maquillaje que adornaba su mejilla lo que en realidad era una placa
de metal cubriendo parte de su quijada , después sacó un cuchillo de hoja corta
(que tenía la misma estrella roja en el mango que el uniforme blanco de la
mujer) del bolsillo de su saco, cerré los ojos con fuerza hasta sentir una
punzada en lo que fue mi mano derecha.
Esa fue la última vez que la vi, no me refiero a mi familia sino a la dama
quien luego de limpiar su arma, salió con paso firme y levantando los brazos
gritó “¡Bienaventurados los limpios de
corazón porque ellos verán a Dios!” regresó a su postura tranquila y susurró “y
que mejor que niños, aleluya” sonrío con alegría haciendo la señal de la cruz.
Dormida
por el dolor, mi cuerpo cedió al cansancio, sólo recuerdo ver mi mano debajo de
la silla de mamá mientras unos brazos me levantaban.
Ocho
años, cinco meses y doce días es lo que llevo de vida si es que puede decirse
que sigo viva. Luego de caminar por la nieve, la herida deja de sangrar, la
máquina dentro de mí trabaja bien y para cuando atravieso el bosque mi aspecto
de moribunda cambia a la de una niña inocente. El laboratorio junto a la
monstruosa base soviética termina de explotar. Sé que hay nieve bajo mis pies,
sin embargo, no tengo frío, mi temperatura es igual a que si estuviera en cama
enferma. Muy a lo lejos escucho risas y villancicos, la memoria y las partes
robóticas trabajan para adaptarme a la situación. Una notificación en mi cabeza
aparece, resultado de una breve investigación, es Navidad y tengo un solo
deseo: volver a ser humana.
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