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Tacto-pacto-canto

(Memorias de una sentencia a muerte)

 

Luis Daniel Ortega Soto

 

 

 I hear the train a comin'

It's rolling round the bend

And I ain't seen the sunshine since I don't know when

-Johnny Cash

 

 Transformación, señor oficial, transformación. ¿Quiere armar el rompecabezas? No siga, va en retroceso─ decía desde su celda.

 

Juntó sus manos, se juntó a sí mismo, como si hubiese estado en pedazos, como si haber estado en pedazos durante todo ese tiempo hubiese sido lo mejor. Pensó un instante en la mirada, en una de las tantas que lo hacían sentir culpable, esas que destruían el equilibrio de un hombre.

"Las transformaciones son cosa de cuentos y programas de televisión". Se decía para sí mismo, mientras rasguñaba su rostro carcomido por la desesperación. Entonces se podían ver las venas de sus brazos; eran como caminos hechos por el andar de los pies, esos que van deteriorando la tierra infértil, como las palabras que se desgastan, que se destruyen y vuelven a nacer para darle vida a un nuevo lenguaje, un lenguaje para una sola persona.

 Juntó sus manos, sintió como si éstas arrancaran su rostro, pero eso no daba paso a una nueva cara, sólo exponía lo que ocultaba la deteriorada carne. Comenzó a gritar, como si su piel expuesta fuese cortada por el viento casi inexistente que se filtra en su nueva casa. Bajó la vista hasta que se pudo encontrar, después se empeñó el volverse a perder. Perderse es encontrarse y encontrarse un nuevo motivo para volver a la destrucción.

 Se recargó en la pared de un mundo que no era distinto al suyo, en el cual yo estaba atrapado igual que él. Me miró, lo sentí, como si esa mirada fuese confidente de toda una vida.

 Escalofrío, dolor fuerte, abundaba un algo que se subía desde el pecho hasta los ojos, después éstos se humedecían y las ideas se abstraían hasta la confusión. Sólo existía el reloj que cada segundo emitía un tic, tic, tic... sonido que ya había memorizado. Las acciones que efectuaba ya parecían planeadas y repetitivas.

 Me perdí en la mirada que penetraba desde el exterior, en la extrañeza, como si ser culpable fuese una deformación. Deformación que llevaba al cuerpo dañado, por dentro y por fuera, a un nuevo plano de conciencia en donde las miradas eran los elementos comunicativos y los desgraciados que debían seguir viviendo no lograban entender. Ellos sólo daban por hecho que un hombre que estaba a punto de morir tenía que actuar de forma normal, sin preocupación, sin tristeza. Ese era el mundo en la mirada de un hombre que perdía sus últimos alientos en el cuarto de concreto, en la abstracción de sus propias ideas que se diluían en la melancolía que le provocaban los acontecimientos y las palabras que rebotaban en su cabeza que estaba esperando, esperando, esperando...

 Esos ojos no eran suyos, esos ojos eran míos.

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