ANA
(Adagio)
Mi día comenzó con un hermoso sueño.
Figuré sola en una carretera entre montañas, abandonada, donde los girasoles se
habían apoderado del asfalto. El Sol brillaba en el horizonte e iluminaba
aquellas innumerables flores amarillas cuyo color se reflejaba en la piel pálida
y fría. Mi piel. Los palpé con las yemas de los dedos y una naturaleza suave y
sedosa se reveló a medida que el polen hacía de mi mano el vehículo de su
destino. Y qué decir de los olores mañaneros y el rocío que comenzaba a
evaporarse. Todo un escenario divino que colmaba mis sentidos de la más viva
sensación de plenitud. Me elevaba como vapor en ese gran flujo de aire que
arrastraba a su antojo polvo, ácaros y hormigas. Ascendí ingrávida en mis
pensamientos para luego caer como gota de lluvia en un ciclo angustioso.
Impacté contra ese asfalto por el que antes caminaba y mis jugos se esparcieron
hasta que el claxon de un auto alejó de mí tal ensueño maravilloso. ¡Qué tiranía la de este mundo!
Mis ojos se clavaron directamente en la
gran masa de edificios que cabía en la ventana. A la distancia doblaron las
campanas, que como siempre, marcan las ocho de la mañana. Bajé la mirada y
sobre la mesa habían regados unos cuantos papeles escritos y en una esquina un
lápiz sin punta. << ¿Acaso he dormido?- pregunté. >> Me levanté de
la silla que estaba calentita y estirando las extremidades arrojé un bostezo
bien alto.
En la casa no había nadie. Todo estaba
tranquilo y el ambiente frio todavía. Entonces recordé que hace tres días mis
padres habían marchado a una excursión al Pico Turquino. Aun así era un hábito
al levantarme, esperar el común ajetreo del desayuno que ya echaba en falta.
Encendí el gas. Puse en la sartén un
poco de grasa y partí un huevo que se regó hasta la uniformidad por el teflón
circular. Lo condimenté con sal y voltee hasta que cociera bien. Apagué el
fuego y con la sartén en la mano y un tenedor me senté en el sofá frente al
televisor. En la noticias no había nada interesante. Un documental de Animal Planet que seguía de cerca la
vida de una manada de leones en un clima semidesértico. Los pobres animales
estaban flacos. Se les notaba las costillas y el pelaje manchado con lodo,
peladuras de pulgas y garrapatas. << Pero son tan tiernos>> Los
cachorros, aunque maltrechos, jugaban y se abalanzaban uno sobre otros
mordiéndose. Hubo uno que osó morder la cola de una gran leona y esta se volvió
y lo tomó entre sus dientes por el pescuezo. ¡Le va a matar! No, solamente se
dignó a llevarlo a donde estaban los demás cachorros retozando.
Al terminar con aquel desayuno atípico
pasé por la cocina, dejé la sartén y el tenedor en el fregadero y entré al
baño. Lavé los dientes y enjuagué el sexo. Demoré más de lo acostumbrado. Al
parecer la regla se había adelantado ese mes. Me levanté del retrete y en el fondo
se podía ver una gran mancha de sangre coagulada. Tiré de la cadena y el
artefacto hizo su sonido bronco al llevarse los desperdicios.
Salí un poco acalorada así que abrí
todas las ventanas de la casa, una por una. Entraron toda clase de ruidos:
autos, taladros, el gentío en su chachareo diario, los niños en el patio del
colegio jugando y también una brisa fría muy reconfortante. Al entrar de nuevo
en el cuarto abrí el closet. Había un tumulto de ropa regada. Introduje la mano
en él y al cabo de unos segundos di con las prendas que quería ponerme. Me
deshice de la que traía encima. Cerré la puerta del closet. Me detuve frente al
espejo. Se desveló en él la silueta del cuerpo: los muslos, la pelvis, el
abdomen, los hombros y el pelo negro que caía en ellos. El cuello largo y la
cara. ¡Oh, esta cara que hoy me gusta! Mis ojos negros y en el labio un buen
magullón que ya estaba púrpura. Me acerqué un poco más al espejo. Observé
detenidamente el golpe. Lo palpé con las yemas de los dedos. << ¿Cómo te
hice esto? , ¿Cómo no puedes acordarte? >> Forcé la memoria escudriñando
todos los sucesos que en ella habían pero aquellos, los tres últimos días,
habían sido muy tranquilos y para nada había salido de casa. No hice mucho caso
a tales preocupaciones precisamente porque no tenía nada en que alarmarme. Así
que me vestí y senté en el lecho de la cama.
Un suspiro abandonó el cuerpo. Me pregunté el
porqué de aquella tristeza. La vista se perdió en los edificios viejos y
descoloridos más próximos que pude enfocar. En la azotea del más alto ondeaba
sereno un banderín blanco. Quedé ensimismada en ello hasta que unos segundos
más tardes un gorrión se posó en el asta que sostenía el pedazo de tela. Con el
pico acomodó las plumas y pronto alzó de nuevo el vuelo. Desapareció por el
extremo izquierdo de la ventana. << Qué estás haciendo aquí encerrada,
allá fuera hay un mundo emocionante – dije. >>. Bajé la cabeza y caí
tendida sobre la cama. Otro suspiro abandonó el cuerpo.
<< ¡Basta, basta, ya basta!-
murmuré. >> Entonces me encogí y abracé el torso hasta quedar hecha un
ovillo. La angustia desde lo profundo de mis pensamientos se hizo eco en las
emociones. Una lágrima se deslizó por la mejilla y cayó en la sobrecama. Se
fundió en ella y esfumó. Sequé la humedad de los ojos con la mano y yendo hasta
la mesa, ubicada frente a la ventana, me senté. Hinqué los codos en ella y
sostuve con las manos la cabeza.
-¿Por qué pesa más de lo normal?
-Te estas volviendo loca, eso es. Estás
loca…
-No, solo estás triste
-¿Cómo puedes estar triste y no saber
por qué?
-Estás loca…
-No lo estoy
-Sí, si lo estás.
Entonces solté una carcajada. ¡Menuda
conversación! Se sobrevino una lágrima, otra y otras más. También un poco de
moco y muchos sollozos. Recosté la cabeza en la mesa. No sabía por qué lloraba,
sin embargo sentía un profundo vació en el estómago, en los pensamientos. Algo
faltaba y ya era consciente de ello. Falta un recuerdo. Uno solo. Las lágrimas
seguían brotando y los escalofríos recorrían la espina dorsal. << Maldita
vida, porqué me haces esto – dije. >> Y, a medida que se acumulaban más
interrogantes sin respuesta, mas lloraba, peor me sentía, más asco
injustificado se juntaba en lo más profundo de las retorcidas emociones. Cuando
al rato pude hallar sosiego algunas gotas de lluvias comenzaron a caer y el Sol
se ocultaba detrás de un cúmulo cinéreo de nubes. Tomé en mi mano una de las
hojas de papel. Enfoqué el inicio de aquella redacción que decía:
<<
Querida familia (a la que queda):
En
memoria de mis queridos padres que trágicamente murieron en el accidente
aéreo…>>
Una tras otras, las imágenes se
desvelaron desde el rincón de la consciencia donde intencionalmente las había
escondido. Rasgué con furia todo aquel papel que no podía seguir leyendo. A
pesar de la enorme desolación, ya no brotaban lágrimas. Un nudo en la garganta
ahogó el alarido que proferí al viento, ese maldito que debía haberme llevado
junto con ellos. Recordé entonces lo que había sucedido durante los últimos
tres días. Imaginé a los dos abrazados, aferrándose a las ínfimas esperanzas de
vida.
- ¿Eso es lo último que se pierde
verdad?
- No, no, qué esperanzas de vivir se
puede tener cuando se cae desde semejante altura.
-¡Ninguna!
Entonces el avión impactó contra el
suelo en el instante que tomaron la última bocanada de aire. Llenaron los
pulmones, se miraron, quizás lloraron. El fuego los consumió hasta
carbonizarlos.
-¿Ya estaban muertos, ya se habían ido?
-No sufrieron, fue una muerte horrible
pero rápida.
-¿Qué habrán sentido?
- Qué se siente al borde de la muerte
sino la pura vida.
Dos oficiales vinieron y dieron la
noticia. Cuando cerré la puerta y di la espalda, fue tanta la tristeza que mi
cuerpo no podía sostenerse en pie. Intenté escribir una carta en la que
rememoraba su vida y en la cual explicaba lo orgullosa que estaba de haberlos
tenidos. Mi cuerpo comenzó a fallar y me desmayé sobre la mesa golpeándome
seguramente con el borde. Una vez despierta la realidad había cambiado.
- ¿Qué soy yo sin ellos?
-Una niña extraviada. ¿Eso?
-Sí, una niña perdida y sin familia.
Caminé despacio hasta su dormitorio.
Entré y otee toda la habitación. Sus olores, el sitio donde estaba ubicado casa
cosa. Ya no quedaba espacio para el pesar. Eché una última ojeada al mundo, su
mundo y el mío.
Me hallé junto con ellos a orillas de
un hermoso lago. La Luna se reflejaba nítidamente en el centro de aquellas
aguas negras. Lancé una piedra que se hundió rápidamente. Entonces las ondas se
esparcieron y desfiguraron aquella imagen circular blanca.
-¡Ana, que esperas, vamos! - dijo papá.
Me acerqué. Estaban abrazados y
acababan de darse un beso. Papa sujetaba a mamá por la cintura y desde una
pequeña elevación de tierra, me observaban.
-¡Ohh, mi querida Ana! - dijo mamá
mientras se agachaba y ubicaba sus ojos delante de los míos.
Pasó sus manos por mi cabeza. Lo hizo
delicadamente. Sentí un enorme gozo, la alegría de estar allí en aquel recuerdo
junto a ellos. Ella me aupó y sujetó con sus brazos en el pecho. Yo también le
di un beso. Sonrió.
Llené los pulmones de aire. Salté desde
una de las ventanas. Todo se volvió superfluo. Lancé un quejido. Aunque no
podía moverme observé un grupo de palomas que alzaban el vuelo asustadas. La
vista fue apagándose mientras un manto de penumbra apagaba paulatinamente los
últimos destellos de luz y allá, bien lejos, redoblaron las campanas que
siempre marcan el mediodía.
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