Cuando no hay nada que
escribir
Walter Caicedo
No sé, por cuanto tiempo he estado sentado en la silla de
madera con espaldar de cuero, rodachinas de goma, y con los codos apoyados en
mi viejo escritorio de metal de grandes gavetas negras y manecillas de nácar
blanca, tratando de escribir un relato para el periódico El Universal de la
ciudad de Cartagena, pero no he encontrado como evitar observar la hoja en
blanco que me tiene exorcizado.
Por más que he intentado con varios temas y situaciones
cotidianas, nada me ha llevado a decidir cuál de todas puede ser una buena
idea. A ratos, he tomado el lapicero transparente que deja ver en su interior
la tinta negra que parece no tener ninguna intención de salir. Otras veces, me
he parado frente a la ventana de madera pintada de blanco, con barrotes
torneados, propios de la arquitectura del siglo XVIII, para observar como
entran los barcos a la bahía, y las lanchas y pequeñas embarcaciones
artesanales haciendo su recorrido matutino, justo con el sol en su proa; las
gaviotas y alcatraces en su faena de pesca, zambulléndose en las aguas del mar
Caribe, sacando con sus largos picos peces de diferentes colores, mientras
sacuden sus cuerpos abrazados por el azul del agua salada.
Pero aun así, continúo pensando que no encuentro un solo
motivo para iniciar un relato que me salve de este estado de amnesia, ni aunque
me quite el sombrero de paja blanca y amarilla tejida por los habitantes de las
riberas del rio Sinú, ni tampoco recorriendo el casi kilómetro del pasillo que
atraviesa la casona de la vieja Rosa y las cuarenta y cinco puertas que
protegen las habitaciones, que en los últimos años no han sido habitadas. Tampoco
me inspiran los helechos colgados de las cornisas, ni mucho menos las
guacamayas con sus plumas multicolores y sus miradas tristes a través de los
alambres retorcidos de las viejas jaulas.
Creo que este día mi hoja en blanco está destinada a quedarse
sin una historia para cumplir mi encargo dominical.
Entonces, salgo al balcón y observo como el sol se va
escondiendo en la línea interminable del mar y recorro la distancia con una
mirada, tratando de robar esos secretos para la historia que no han sido
contados. En un momento, me he detenido a contemplar cómo quedan esparcidas en
la arena, las huellas de una mujer de piel morena que va caminando, mientras se
pasa las manos por el vientre y alcanzo a ver en ella decenas de gotas
transparentes que bajan de su cuello y se pierden en su cintura y su cabello
negro alisado hasta los hombros, alborotado por la brisa marina, mientras
camina con el movimiento único de caderas que sólo pueden producir las olas de
un mar embravecido cuando una tormenta se acerca. Observo también su vestido de
baño blanco, sujetado con dos pequeños nudos de corbata, que va haciendo sombra
sobre cientos de granos de arena que en el suelo dibujan la figura de unos
senos como un par de montañas cuando son cubiertas tímidamente por oscuras
nubes. En este estado de cosas, las palmeras, con sus cocos maduros, se dejan
mover al ritmo cadencioso del viento.
Y justo en ese instante levanto la mirada al cielo para
agradecer por vivir frente a este mar milenario, mientras sigo observando esa figura
de piel canela, ojos negros, largas pestañas y cejas pobladas, sin olvidar sus
labios gruesos y carnosos que me permiten soñar con su espalda y sus piernas
largas y torneadas y su diminuto vestido de baño que tapa esa parte que ella
quiere ocultar y que a mí me gustaría observar.
Y entonces, después de haber pasado cuatro horas queriendo
encontrar un motivo, he decidido dejar la hoja en blanco y no escribir nada
hoy…
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