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El demonio, el sabio, y el pájaro

 

Luis Felipe Ruano

 

Se encontraba el viejo sabio en la puerta del cementerio, deshilando una barba que era un sueño de entrecruzados infinitos. Agazapado tras unas tapias, solazándose con los alaridos de un recién sepultado, se ocultaba el demonio, y también deshilaba, pero un tapiz de elucubraciones infernales. La riqueza en la sombra era lo verde, y lo verde, desde el principio del conocimiento, representó la paciencia del sabio.

El viejo sabio advirtió un nuevo surco en la palma de su mano, y penetró el recinto sacramental cojeando de la pierna contraria. Era su método, y lo verde, al agrego de este tinte perturbador –su levita y sus guantes eran de un marrón escandaloso –, ya no lo fue tanto.

“Hace un calor del demonio”, dijo el sabio, y una gota de sudor corrió por su frente, resbalando hasta la punta de la nariz, y allí se detuvo ante una protuberancia de verruga que era un escollo de advertencia, entre lo grasiento, pero perfectamente transitable, y el abismo que comenzaba.

Fue concluyente. El sólo hecho de escuchar su nombre era motivo de sobra para sentirse invocado.

“Calor de infierno querrá decir usted, amigo mío” dijo el demonio, pero el viejo sabio no le oyó, porque en ese instante miraba, bizco, cómo la gota de sudor bordeaba las laderas de la verruga y se precipitaba finalmente al vacío.

“Digo, un calor de infierno, y me pregunto si alguien regresó alguna vez para testimoniarlo  repitió el demonio, y sólo sus manos se veían, crispadas, que aparecían y desaparecían una y otra vez detrás de las tapias, dando alas a sus criaturas, que alzaban el vuelo lanzando espantosos chillidos.

El viejo sabio, achacoso por el peso de tantos siglos de inconsistencias, se sentó al pie de un zócalo de piedra y recostó su huesuda espalda contra el mármol del monumento. Se trataba de una fría elevación que se alzaba por la memoria de antiquísimos héroes, los cuales, una hora antes de cierta decisiva batalla, decidieron, en caso de muerte, ser sepultados uno al lado del otro, en la fe de continuar también juntos la más trascendental de las partes de ese larguísimo viaje que comienza con la vida. Pero la vida es una extrema opción de la muerte, que es vasta como sólo ella puede serlo, y por ello el sabio escogió aquel recodo sombrío para su meditación.

Era la rumia de un esfuerzo de siglos por alcanzar ese pretendido estado de ataraxia que presupone toda verdad ideal, y era la espuma del mar cercano que ahora caía sobre el mundo permeada de sales, la indiferencia de milenios viciados de olvido para un universo definitivamente hostil que todo lo cuantifica e impone por sobre las cabezas de los dioses y los hombres.

El sabio meditaba. Afuera el viento batía con fuerza. Le llegaban olores conocidos, venidos de lejos, de otro mundo tal vez. Presagios, señales mezcladas a cenizas que otro viento cambiante y frío arremolinaba sobre la ciudad. Olor a carne quemada, sí, calcinada. Las piras, que a estas horas habrán extinguido ya sus últimos fuegos.

El sabio meditaba, trataba de poner en orden sus pensamientos, ahora extremadamente enrevesados y confusos. Él sabía cómo hacerlo. ¿Qué hizo durante toda su vida sino sistematizarlo todo? … No era ésta la primera vez que los hombres acudían al exterminio como solución final y definitoria. Para desgracia de sus discurrimientos, no era ésta la primera vez.

Vio una gruesa masa de humo que se elevaba detrás de las colinas, y comprendió qué era lo que arrojaba en esa dirección el olor insoportable. Pronto aparecerían los enterradores de la noche con su preciosa carga. O no... Tal vez todos murieron ya, y no queda nadie en condiciones de cumplir con esa honrosa y fértil tarea. Los muertos siempre ofrecen una esperanza de fruto. Él lo sabe bien. Esta vez, sin embargo, parece que todo será diferente: suprimida la persistencia, eliminada toda continuidad… nada de banderas o estandartes que otros puedan sostener en sus manos. Nada de insignias, lemas, consignas… La ideología perece cuando cesa el aliento del último hombre. Tampoco los sabios se encuentran preparados para sostener semejantes blasones: eso es cosa de hombres. Él es sólo un sabio, un pobre sabio que ahora suda, suda copiosamente con la espalda pegada al mármol frío. Viejo y achacoso, sin fuerzas siquiera para incorporarse. Su misión es contar la historia, que sus palabras sirvan de ejemplo a los demás… los que vengan después. Pero, ¿quién vendrá ahora?, y si viniese alguno ¿se encontrará en condiciones de escucharle?... Después de la catástrofe queda poco espacio a las palabras.

Lentamente fue cayendo la noche como un velo negro y áspero que una mano enorme de sombra echara sobre la tierra.

El sabio se incorporó. Empujó con dificultad la pesada puerta del cementerio y salió afuera. En el camino sintió voces, ruidos. Eran sombras que lo atravesaban, oscuros bultos que huían a campo traviesa. Llamó a grandes voces. Trató de alcanzarles. Él conocía algo que ellos debían saber. Pero, imposible, todos huían. Eran muchos. No podía creer que a esas alturas fueran tantos. Estiró sus brazos y en el último momento agarró uno, pero se le escabulló de entre las manos. Sólo su voz sintió, distante, que desde un filo de horror cortó el aire frío: “¡Todo está perdido!” le escuchó decir, y desapareció atravesando la húmeda intemperie. Pasaron. La última sombra, por encima de su cabeza, casi le roza el cráneo. Un momento después volvió el silencio.

El sabio se tendió entonces sobre la hierba y durmió, un cansancio largo que duró hasta que el sol le dio en la cara y le despertaron los graznidos. Abrió entonces los ojos y pudo ver al gran pájaro carroñero, noticiero de los dioses, que volaba en dirección a la ciudad. Lo vio cuando descendía en picada sobre ésta girando en espiral, y luego reaparecer, algún tiempo después, con el preciado trofeo enredado en las fauces de su pico enorme.

 

 

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