Crónica de las muertes
necesarias
Jesús Díaz Rojas
5.45 am. 31 de diciembre de 2008.
Acabo de salir del Hospital donde estuve ingresado por
una semana. Me encontraron tirado en la esquina del Hogar de Ancianos, con un
golpe en la cabeza, las manos llenas de sangre, sin un centavo en los bolsillos
y a menos de dos metros, el cadáver de un joven. Nos asaltaron, dicen que
confesé a la policía. Luego perdí el conocimiento.
Nadie averiguó nada, soy un viejo sin familias, dentro
de unos días cumpliré cien años y apenas puedo- en apariencia- con mi
esqueleto. Los investigadores se limitaron a interrogar al personal del Hogar y
al infeliz recogedor de basura que me encontró. En mi ni pensaron, pues el
doctor les advirtió que la contusión me mantendría aturdido por varias horas y
se lo agradeceré por los días que me restan; la sangre no era mía y el golpe no
fue para asaltarme, lo hizo el hombre muerto- estando aún vivo- en defensa
propia, un instante antes de que lo asesinara.
Desde que llegué al cuerpo de guardia, las enfermeras
pusieron todo el empeño posible en bañarme con agua tibia y borraron con
delicadeza todas las posibles huellas que hubiera cargado. Atónitas quedaron
ante el tamaño de mi pene. Si dormido es así imagínate despierta- dijo la
mulata bizca a la enfermera de los ojos verdes y esta acotó: Que lástima sea un
anciano. Me hice el dormido, no pueden imaginar que aún padezco de erecciones
continuas y una sed insaciable de sexo. El cerebro es del carajo.
Miré con discreción mi pene y le di las gracias por su
estado pasivo. Ha sido un don eso de hacerme el muerto estando tan vivo. Y por
ahora me conviene ser lo que aparento, un anciano a punto de morir.
Afloran las dudas cuando un centenario aparece
desmayado junto al cadáver de un hombre joven; ¿Qué rayos hacían estos dos, por
la madrugada, en esta esquina oscura? ¿Qué relación tenían? ¿serán familiares
que se citaron para aclarar el pasado? ¿son amantes? Un elemento más realza la
incertidumbre: ¿hacia dónde huyeron los asesinos, o el asesino, si no se
encontraron huellas distintas a las del viejo medio vivo y el joven muerto? El
tiro en el rostro del muchacho y un golpe dado con un objeto contundente al
señor del asilo, quedan como parte de un misterio a descifrar por la policía y
que rueda de boca en boca en un crescendo de chisme y crónica roja.
La piedra que apareció entre las manos del muerto,
cubierta de sangre, sus huellas en ella, lo acusaban de haberme golpeado. ¿Por
qué?, preguntaba una y otra vez el instructor pasadas las cuarenta y ocho horas
sin escuchar la solicitud del médico. Qué se yo, fue mi única respuesta. Dejen
al pobre viejo, intervino el director del centro asistencial.
Mis manos tiemblan desde los noventa años y lo que
nadie sabe es que todo no ha sido más que simulación; durante mucho tiempo he
fingido en espera de este momento. Algo me alertaba de la posibilidad de tener
que volver a matar. Nadie sospecha de un anciano, y más, cuando es un hombre
sin antecedentes, honrado, condecorado con tantas medallas que hasta fue capaz
de olvidarlas en una vitrina del museo municipal. Un hombre intachable que ha
profesado una devoción sin límites por la pedagogía y durante sesenta años
laboró en el Instituto de Segunda Enseñanza y aún aporta sus conocimientos a
los estudiantes de la Universidad Central repasándoles Derecho Romano. ¡Fíese
usted de las apariencias!
Como el tiempo pasa y no aparece el arma homicida por
ningún lado, se rumora que fue un ajuste de cuentas de cualquier proxeneta
venido de la capital y que por eso equivocó el “objetivo”. Al joven muerto le
descubrieron un fajo de dólares y alguien sostiene – sin ser testigo de los
hechos- que el viejito fue a socorrer al joven y el asesino, en su forcejeo
provocó el golpe con la piedra que apareció entre las manos del asesinado; por
tanto, estoy libre y nadie me inculpa.
Quién podría imaginar la realidad a pesar de la rabia
que podía delatar mis intenciones. Con un amigo de la policía supe que el
muerto era de Cienfuegos y que había heredado misteriosamente una casa cercana
al estadio de pelota. Entonces qué carajo hacía por esta zona. Luego supe lo
que supe y que sabrán a su debido tiempo. Lo cierto es que desde que apareció
algo en él me resultó sospecho.
Durante una semana estuve tragando en seco y
estudiando las costumbres sus costumbres sin que se percataran mis compañeros
de cuarto. Conté los pasos que daba entre la puerta de entrada y la esquina de
la cuadra, incluso las veces que respiraba. Su puntualidad lo perdería para
siempre, me dije al comprobar que cada madrugada aparecía proveniente de los
ejidos con una canción y un cigarro a medio consumir entre los labios, cigarro
que invariablemente lanzaba al contén antes de doblar la esquina. Olía a puta,
a sexo recién disfrutado. De dónde venía poco me importaba, lo importante era
que pasaba a una hora determinada.
La paciencia es un arte. Dentro de los efectos
personales que pensaba donar al museo, estaba la pistola que compré cuando las
protestas contra el gobierno de Gerardo Machado. Durante setenta y cinco años
ha sido mi fiel compañera. La saqué de su estuche, la desarmé, la limpié pieza
por pieza hasta dejarla como nueva. Practiqué en mi memoria cada paso para
lograr un disparo certero. Lo que bien se aprende no se olvida. Me precio de
tener una buena puntería pues mi primer gran amor, puso todos los empeños del
mundo en ello. Para que me salves de la muerte sino me matas por tanto sexo- me
decía, cuando amanecíamos desnudos sobre las arenas de la playa que para
nosotros era la más bella del mundo. No lo maté sobre ningún lecho, aunque
murió entre mis brazos el 3 de agosto del 33, asesinado por un capitán que
luego me encargué de matar aprovechando una huelga de comerciantes y
estudiantes del Instituto de Segunda Enseñanza. Con esa pistola le agujereé la
cabeza -fueron tres disparos al estilo cowboy- desde el tercer nivel de la
torre de la iglesia mayor y que dios me ampare por utilizar su morada. Supe,
años después, que me vieron los miembros de la lucha clandestina de aquel
entonces y se hicieron al silencio cómplice. Poco antes del Triunfo me colgaron
la primera de mis tantas medallas. Fue en el sótano del templo masónico y
bautizaron el movimiento con el nombre de mi primer gran amor.
Esta es mi cuarta muerte y a pesar de ello no me
considero un asesino en serie. El tiempo entre las muertes así lo determina. He
matado porque me han cortado el amor de raíz y me asumo como un vengador
solitario. Ese muchacho que murió mirándome a los ojos fue el causante de que
mi último amor muriera atravesando la selva colombiana y les aseguro que él
nunca quiso marcharse del país. Es verdad que hablaba mal del gobierno, ¿quién
no ha hablado mierda una vez en su vida?, pero él tenía su justificación… se
sentía frustrado pues al terminar la arquitectura vino el período especial y
cerraron todas las obras y se vio obligado a vender dólares frente a las
“shopping” en un juego a los escondidos con los inspectores y la policía; ambos
con sus amenazas y sobornos que limitaban sus ganancias.
Yo no soy enemigo de nada ni de nadie… simplemente
quiero vivir. Me confesó una mañana después de desayunar tras una madrugada en
que pude animar mi sexo hasta el agotamiento del cuerpo y la cantidad de aguardiente.
En uno de los descansos mientras partíamos el pan para untarlo con café me
dijo: Ayer nos impusieron una multa por desacato. Uno del grupo se defecó en la
progenitora – fueron sus palabras- del alcalde del pueblo mientras hacía
campaña electoral para este simulacro de elecciones. No le comenté nada y
prosiguió sin esperar mi respuesta. Te reitero, no me considero un enemigo,
simplemente estoy cansado. Si estaba en el grupo es porque no sé dónde carajo
estar. No sé si quisiera estar sobre la tierra. Tal vez le comentó lo mismo al
que maté y este lo interpretó como que quería marcharse del país. No lo
conocía. Muchas veces se juzga una frase de manera ligera o mal intencionada.
Pudo haberse enamorado del maldito muchacho de la cara
de buitre que le propuso largarse del país atravesando medía América, lo cierto
es que le hizo caso y vendió sus exiguas propiedades para comprase el boleto de
avión y hasta yo le presté el dinero para que lo completara. Para qué... a
última hora el socio del alma se echó para atrás y él se marchó solo rumbo a
Surinam. Lo demás es una historia de coyotes, estafas, amenazas, sobornos,
lanchas, mares, ríos, selva, albergues de tránsito, llamadas a la casa… hasta
su muerte ocurrida en “extrañas circunstancias”.
Pensé que el alma no dolía por etérea. El alma me
duele y me duele por ratos haber vivido tanto. Si cuento los pormenores de esta
muerte es para que entiendan mis motivos.
Cuando la razón se pone por encima de la pasión o el odio, la mano
vengadora no tiembla tengas la edad que tengas. El sonido del disparo se perdió
entre los voladores que a esa hora quemaban los del barrio del Carmen en las
famosas parrandas de nuestra villa. Lo vi caer, lento, como si no quisiera
morirse a esa hora de la madrugada. Entré al Hogar- el custodio dormía
plácidamente- lancé el arma por el respiradero de la fosa y nuevamente salí a
la calle, para disfrutar su muerte. me detuve frente a él y agonizaba. El
disparo no penetró por donde apunté, sino por debajo del ojo derecho y se
desvió hasta salir por detrás de la oreja. Se quedó quieto, con los ojos
abiertos tratando de taladrarme el remordimiento. Le di la espalda y lo dejé
por difunto. Supongo que medio muerto o medio vivo, se incorporó y caminó dando
tumbos hasta la esquina del bar Milagros- casi media cuadra. Algunos lo vieron
-según comentarios- y lo imaginaron un borracho. Con el humo no distinguieron
la herida de bala. Cayó de bruces contra el contén. Algo me hizo regresar y
cuando me le acerqué pude gritar para que vinieran en su auxilio, pero no sé de
dónde sacó las fuerzas para incorporarse con la piedra en las manos, solo atiné
a sonreírle con desprecio al tiempo que me pegaba con las pocas fuerzas que le
quedaban. El golpe me hizo retroceder y caí sobre el rastro de sangre. El
esfuerzo lo debilitó, y antes de desmayarme, lo vi morir.
La certidumbre de su muerte me alivió por dentro y me
dormí hasta que nos encontraron en pleno amanecer. Alguien de paso me dejó los
bolsillos y las manos libres de los objetos de valor- el anillo de mi primer
gran amor, la billetera de piel de cocodrilo y en ella las fotos de los amores
eternos, también las barajas españolas que me servían para ilusionar a los
tontos del asilo que creen en el Tarot. EL muchacho traía los dólares ocultos
en las medias, liados con una cinta roja y el ladrón andaba apurado – afirmaron
los peritos mientras buscaban evidencias que aclararan los hechos. Los vi en su
búsqueda y me hice el desmayado.
Dos muertos en un asalto; reportaron para una
televisora extranjera los chismosos de la wifi. Salí en una foto que circuló
por todo el mundo como si estuviera muerto. Con eso de las redes sociales uno
está más que desnudo, expuesto constantemente y algunas noticas se dan
precipitadas y resultan falsas. Pura crónica roja.
Estoy vivo. Nadie reclamó el cadáver del joven y fue
trasladado a Medicina Legal en espera de la identificación que le ponga nombre
y lo entregue a una familia. Resulta que no era de Cienfuegos ni había heredado
nada. Tenía una amante que no se puede develar, me dijo el amigo policía ante
mis reclamos. Eso no me interesa, si te requiero es porque te creí un amigo, le
dije y entonces me reveló el nombre de la susodicha con la promesa de no comentarlo.
Calladito me veo más bonito… no era ella, era un él… y es un tipo importante,
tan importante que quema decir su nombre.
Cuando me dieron el alta del hospital, en el Hogar me
esperaron con un cake, refrescos, globos en colores, y un payaso me recordó el
desprecio que sentía por ellos cuando niño.
Qué bueno es el viejito; aseguran las enfermeras del
centro asistencial y me atienden mejor que antes. Me observan desde lejos con
tanta ternura, que a veces tengo ganas de gritar que no soy el que imaginan y
tengo la certeza de que a pesar de mi confesión no lo creerían. Debió ser un
hombre hermoso, con una pila de mujeres detrás; suspira la enfermera negra que
huele a crisantemo y flor de muerto y otra asegura que debí ser un pichidulce
del carajo pa`lante y la auxiliar de limpieza comenta con el camillero: Se ve
que es un hombre a prueba de bombas, sus ganas de vivir es lo que lo mantiene
vivo, ahí donde lo vez el cáncer se lo está comiendo.
Morir, lo que es “guardar el carro” no estuvo nunca en
mi pensamiento. Tendré que morirme de un momento a otro y es lo normal. Tengo
la certeza de que allá, a lo lejos, tras los vitrales que llenan de colores
cada amanecer me espera la muerte, la mía, la intransferible y muy puta. Sucede
que la muerte nunca fue mi tipo.
El cáncer en los pulmones que me diagnosticaron hace
un par de años no vino para matarme, llegó para demostrar mi fortaleza. Se
asombran cuando renazco de mis crisis con una sonrisa y la canción Pianoman,
entre los labios. El personal que me atiende piensa que desvarío y me tocan la
frente e imaginan que tengo fiebres pues me arde la cabeza y me cubren con la
frazada y las enfermeras entibian mi cama con sus caricias de nietas
amantísimas. No saben que mi temperatura sube por la rabia contenida al recordar
a mis amores asesinados pues ni aún con las muertes de los asesinos se borra el
dolor de perderlos.
24 de enero de 2009
Hoy se cumple un mes de la muerte del muchacho. Sin
esperar el desayuno- no me acostumbro a la leche en polvo- salgo a la calle
todos los días y camino por los ejidos para estirar las piernas y entibiarme la
sangre. El sol de cada amanecer me
devuelve mi temperatura habitual- treinta y cinco grados. En casa de Morales me
sirven un vaso repleto de café y me ingiero unas rosquitas con mucha azúcar.
Tengo crédito abierto hasta el día que salde mi deuda con la vida y realice una
travesura más; irme del planeta sin pagar.
Luego desando algunas calles al azar y me detengo en
cada parque a tomar aliento, a veces descanso en una acera. Regreso al Hogar
pasado la hora del almuerzo- la seño del lunar en la frente me guarda los
alimentos junto a las brasas -con esto del ahorro energético cocinan, para
suerte mía, con carbón vegetal-, pues sabe que se me hace poco menos que
insoportable comer mirando a los viejitos botar los alimentos por las comisuras
de los labios, babeándose, escupiendo y cuanta asquerosidad se les deslice al
perder la coordinación necesaria entre músculos y cerebro.
Es duro presentir que ese también puede ser tu futuro.
Los años me apretujan contra la posibilidad real de que me vuelva un montón de
calamidades y me duele la vida al reconocer que puedo hasta olvidar los años
que pasé en el Instituto viéndolo aparecer- me refiero a mi único y gran amor-
entre los muchachos que cada día entraban a las aulas cargados de sueños y
ávidos de aventuras. Él todavía ilumina mi existencia.
Soy un poseso. Vivo porque él vive en mí y porque lo
fui multiplicando en cada amor que tuve, como se cultivan las flores y sus
aguijones. ¡Juan Marcos!, suspiro y la seño de los ojos de mar piensa que
duermo y no sabe que estoy más despierto que nunca y le tomo las manos y le
agradezco el beso tibio que pone en mis labios. Ella tiene lástima de mí y de
alguna manera especial me ama. Yo la imagino de niña, dormida entre los brazos
de la abuela, aquella mujer, profesora de Literatura inglesa, que aguardaba
tras la puerta del patio, los tres toques y el canto del gallo, para negar al
esposo y volverse mía hasta el agotamiento. Ella pudo ser la nieta que nunca tuve,
pero no lo es, soy estéril y por otra parte nunca entregué mi esencia a mujer
alguna por respeto al primer amor de mi vida.
4 pm. Cafetería La joven China
Las historias deben tener un orden cronológico si es
que se pretende sean entendidas. Todo comenzó el 31 de diciembre de 1908, en la
calle del Sol, en una casa de dos pisos, justo al lado del prostíbulo La Ronda.
Ese día cayó sobre el techo de la casa un águila muerta que traía entre sus
garras un corderito y el estruendo provocó el parto de mi aterrada madre, que
vislumbró en aquello, la desgracia que caería sobre el infortunado ser que le
nacía. Nadie se preguntó qué carajo hacia un águila sobrevolando los cielos de
Cuba. Mi madre, casi sin fuerzas, se incorporó de la cama para hincarse de rodillas
y rogarle al patrón del día, la protección divina y me bautizó, como Silvestre,
olvidada del Esteban que desde meses atrás había decidido ponerme. Al final
nunca me llamaron por mi nombre y todos me apodaron “elinocente”.
Pronto descubrí que la historia del águila y el
corderito era una mentira, y si la mantengo es porque de alguna forma me
emparenta con los emperadores romanos en eso de águilas y augurios y otras
mierdas que supe utilizar en mi beneficio cuando una situación enmarañada me
ponía contra la pared.
La sobreprotección a la que fui sentenciado fue una
cárcel. Mi vida en aquella casa de dos pisos fue un verdadero infierno de
limitaciones y observaciones. La calle se transformó en el horizonte, una línea
imposible de alcanzar. La escuela resultó un anatema en la conversación
familiar ¡imagínense quedaba a diez cuadras! y quién le aseguraba a mi madre
que no me fulminaría el mal de ojo, que me raptaran a cambio de un rescate o
que tuviera el accidente que las mujeres del suplicio veían en sus pesadillas
de solteronas y viudas insatisfechas. Para mi madre, yo estaba destinado a algo
grande y debía cuidarme en extremo.
Mi padre murió tuberculoso en mi cumpleaños número
tres y la casa se puso patas arriba con la economía, entonces mi santa y traumatizada
madre salió a buscar trabajo y lo encontró en un despalillo de tabaco, a donde
le advirtieron que no podía llevar muchachos; entonces me encerraba en el
cuarto de los altos hasta las doce, hora en que su hermana, me traía un plato
casi siempre de frijoles recalentados y un pedazo de pan y; de nuevo el
encierro hasta las cinco cuando me llamaban al comedor y tenía la posibilidad
de conversar con las mujeres de mi familia, reunidas en torno a la mesa sobre
la que destacaba una tetera y seis tazas humeantes de té, que no era tal, sino
una tisana que sabía a rayos. Yo rezaba al dios de los desamparados para que me
librara de aquel suplicio y como nunca me escuchó supuse que era sordo. Luego
de una cena mal cocinada por lo insípida, iba cabizbajo y cansado de no hacer
nada hasta la cama. No recuerdo sin me aseaba.
Antes de los siete años comencé a levantarme alrededor
de las nueve de la mañana y abría las ventanas de par en par y me sentaba en el
dintel a mirar los caprichosos enredos que formaban las nubes al intentar
dibujar las figuras de los libros que me traían las amigas de la casa, «para el
niño tan solito que es bueno que se cultive». Lo único bueno es que aprendí a
leer con aquellas señoras caritativas y a los catorce años me había devorado la
biblioteca de mi difunto padre, un abogado venido a menos que tenía una familia
real en otro sitio pues la de mi madre era “la otra”.
No recuerdo el día que -entre libro y libro- busqué otro paisaje que no fuera el techo de
mi cuarto, las nubes blancas del cielo y las vi, estaban en el patio, alrededor
de la llave de agua, se lavaban las bocas, se afeitaban las piernas y las de
pelo largo, después de lavarse el cabello, se lo desarrendaban con la ayuda de
grandes peinetas. Lo deslumbrante era que recorrían los portales y el patio
interior casi desnudas y cuando miré a los ojos de la primera- una mulata china
de senos que supuraban chocolate- me gritó eufórica: «¡Al fin niño te bajaste
de las nubes!» Yo creía que aquello era el paraíso y me palpé la cara para
saber si estaba muerto. Estas más vivo que nunca mijo, escuché y la sonrisa de
la mulata me ratificó que lo estaba. Desde entonces fui cómplice de sus risas y
me lanzaban besos que atrapaba y depositaba en mis cachetes redondos con tanta
inocencia que las muchachas reían hasta el llanto. Una mañana improvisaron una
escalera y descendí al mundo por primera vez, fui su juguete, el muñeco de
carne tierna que se turnaban para acariciar y soñar como si fuera fruto de un
amor verdadero. Todas se disputaban la posibilidad de que fuera de una de
ellas, pues mi padre era asiduo visitante de la Casa y mi delgada y enclenque
madre era frígida, palabra esta que descubrí años después buscando el sinónimo
de la palabra yerma en una obra de Lorca. Ay, tu padre bendito, que clase de
macho, suspiraba La prieta, con sus ojos retintos y su melena abultada y
exuberante hasta la cintura mientras hablaba con mi pene. No lo olvido pues fue el primer cuerpo desnudo que
vi sobre una cama.
Mil veces lamenté no haberme ido con tu papa, me
confesó la Maruca, una mañana de abril cuando entre sus exiguas cosas descubrí
una foto de mi viejo y al mirarnos al espejo- no sé si fueron alucinaciones
mías, vi llanto en sus ojos que tanto se parecían a los míos y salí corriendo y
cuando retorné al día siguiente me dijeron las muchachas que se había marchado
para siempre dejándome un beso en un cofre repleto de notas, cartas, papelitos
de citas y reencuentros, más un puñado de dinero; monedas de plata que aún
conservo en un rincón oculto hasta para mis recuerdos.
Nunca más volví a sentirme bien con las mujeres de mi
familia, por mentirosas y comprendí la rabia de la mujer que me crio, contra
las muchachas del burdel. No era mi madre verdadera… mi padre me trajo envuelto
en pañales aun con la sangre del parto cubriendo mi cuerpo desnudo con la
frase: este en nuestro hijo y debes criarlo. Comprendí que no solo lo del
águila fue un cuento. Ya no me sentí nunca más en familia entre aquella gente
mentirosa y simuladora.
Mi estrategia fue mantener un perfil bajo. Entre
ellas, mi comportamiento fue normal, no daba motivos para que sospecharan que
tenía un refugio en el prostíbulo al que descendí un día y otro durante cinco
años. Con aquellas mujeres- cuyos nombres
no eran los del bautizo-, leí todo lo leíble, aprendí a vestirme y rasurarme, a
caminar con donaire; tienes que dar la impresión de que eres el dueño del
mundo, me aseguraban. Y supe de poesía, de historia, geografía, de leyes, de
cantos y trova con profesores, abogados, doctores, banqueros y, de trampas y
juegos al prohibido con tránsfugas y similares; hasta que el despalillo ardió
una madrugada y la ácida mujer que me criaba quedó sin trabajo. Ya era un
adolescente con una cultura amplia, de la vida y de las asignaturas que
impartían en los colegios privados, pues aparte del pago por los placeres las
muchachas exigían a sus hombres traerme libros que devoraba al regresar a mi
cuarto. Me realizaban los exámenes del Instituto pues era matricula del mismo
sin haber nunca pisado el recinto. Era el hijo del burdel, el duende de las
putas, como me bautizó un malogrado poeta que tras un vómito de sangre murió
sobre la barra, frente a un trago inacabado de aguardiente y un poema sin
final.
Todo se cortó al otro día del incendio, mi supuesta
progenitora me sorprendió sentado en el dintel, primero pensó que quería
lanzarme, escapar, luego descubrió a las muchachas y vino la paliza entre
amenazas de infierno y enfermedades incurables. Los alaridos de la frígida
mujer reiteraban una y otra vez la misma cantaleta: no permitiré que seas un
enfermo mental como tu padre degenerao bastardo.
Poco me importaron las amenazas de calderas de aceite
hirviendo, azufre y tridentes pues entendí claro que aquellas mujeres eran las
de la vida, todo lo contrario a ella y mis tías, que debían ser las de la
muerte; siempre enfundadas en vestidos negros abotonados hasta el cuello, con
un rosario entre las manos y encerradas en la iglesia oscura, húmeda y con
aquel olor raro que me provocaba la falta de aire gracias a lo cual me libraba
de las misas en latín del padre Galdeano, más verdugo que religioso.
Aquellas mujeres putas fueron mis únicas maestras en
todos los aspectos de la vida y seguí asistiendo en contra de la voluntad de
las honradas de mi familia. No hubo castigo que me detuviera, incluso ni la
permuta que me llevó hasta la finca de un tío, distante veinte kilómetros, me
impidió el contacto con las mujeres del burdel y a los diecinueve años, libre
de la tutela familiar me mudé a la casa de Rafle, el dueño de La Ronda, el
primer pájaro de mi vida. El primero en brindarme su corazón y sus nalgas, el
primero en muchas cosas. El ser que me pagó los estudios y me dejó en herencia
esta casona que es el Hogar de ancianos y que a principio de los noventa doné
al Ministerio de Salud para que refugiaran en él a los viejitos desamparados.
Este gesto me valió otra medalla.
6.45 pm. mismo día
A cierta edad los días comienzan a contase de regreso.
La mayoría de las gentes se limitan a esperar la muerte. Yo no espero la
muerte, en realidad si me hubiera interesado me hubiera suicidado y punto. Yo
espero la vida; desde que nací fui destinado para agotar cada veinticuatro
horas la cuota de vida que me asignara la naturaleza mientras dios volvía el
rostro apenado por mis pecados. Desde que me liberé de la tutela de las mujeres
frígidas, fui bebedor de buenos licores, de alcoholes refinados en lugares
clandestinos, fumador de tabaco, opio, marihuana y otras cosas prohibidas y hoy
me considero el último bugarrón auténtico pues ahora los extremos se tocan.
Siempre me gustaron los hombres, hechos y derechos, y poseerlos era mi máximo
deseo. Un hombre bigotudo y fuerte que me pidiera durante el acto que le
hundiera mi verga hasta el centro del cerebro. Me gustan los hombres, no los
pájaros; y que me perdone la organización LGTBI. Los pájaros no los soporto. De
acostarme con uno de esos frágiles seres que imitan a las mujeres me acuesto
con una de verdad. No me gusta lo falso.
Nada me demerita. Después de graduarme en la
Universidad de La Habana en Derecho civil -estudios pagados por mis divinas
putas- me entregué en cuerpo y alma al magisterio en el Instituto de Segunda
Enseñanza. Sesenta años buscándome el sustento honradamente. Dije honradamente
durante ese tiempo pues debo acotar que en los últimos tiempos robar era una
necesidad vital y mi condición de custodio de un almacén mayorista -sin un
departamento económico interesado en salvaguardar la legalidad- me permitieron
surtir los negocios particulares de cuanta mercancía se oculta a los ojos del
ciudadano común. El trabajo me lo resolvió, después del retiro, un amante
clandestino dirigente político importante.
De nada me avergüenzo, en cada momento hice lo que
estimé correcto, incluso mi vida privada no fue nunca comidilla recurrente en
corredores, bares, ni iglesias. Mi vida privada fue eso; absolutamente mía.
No soy ciego ni sordo y tuve, como tantos, mis
temporadas en que pude figurar en la boca de algunos seres más interesados en
la vida ajena que en organizar la suya, pero mi personalidad era un valladar
para el chisme. Mi temple imponía respeto.
La primera vez que maté, fui acusado y al final absuelto
pues las pruebas presentadas las fui desbaratando una tras otra- ejercí mi
propia defensa- y logré que el juicio
fuera todo un espectáculo con ribetes de comedia- ya que al final los
acusadores terminaron pagando mi estancia en la cárcel y una indemnización que
me valió para terminar el año en un hotel de la capital con uno de mis amantes
reciclado.
La justicia, sin ofenderla, es otra prostituta- ya lo
pienso de la muerte- y hoy se viste de limosnera para rogarme que al menos
acepte la condena de la muerte natural como sentencia por mis asesinatos.
El joven Abrahán era mi última oportunidad para materializar
el rostro de mis tres grandes amores, no en el bronce hipócrita que en los
parques cagan las aves, sino en la realidad concreta de un ser humano. Cuando
lo vi, descubrí que bajo su mirada estaba, al fin, la felicidad a que tenía
derecho al final de mi vida y le tomé las manos, y volaron por mis venas, con
alas robustas, los pájaros, que creía presos. ¡Libre! ¡Al fin libre del
recuerdo porque los hacia tangible!
Ahora la muerte, prostituta de ojos de cristal
transparente, me mira por primera vez de frente y me exige que te cuente mi
vida, como el que se entrega a una confesión, pero me rinde el sueño y te pido
regreses mañana.
al otro día. 10:35 am. A la entrada del centro escolar “Pablo Tomás
Quesada”
La imagen de mi gran amor – revivido en cada nueva
relación- se encuentra repetida por el pueblo, y ha ido, con el tiempo, como
todo recuerdo, dejando de parecerse a la real para ser, como todas las imágenes
de héroes, una representación difusa de la original. Su retrato de tanto
repetirse, no se parece al modelo. Y resulta la copia de la copia de la copia
de cientos de copias que han transformado sus ojos grandes, azules y
suplicantes, en la mirada ceñuda de un militar acostumbrado a la tortura. Su
rostro de ángel es un remedo de la imagen que se exhibe. Pablo Tomás ha sido
convertido en un agitador de masas y no en el muchacho tímido que pretendía
conquistar a la gente mediante el amor al prójimo y el respeto al otro como
divisa fundamental de la convivencia entre humanos.
Reviso las fotos para adentrarme en el pasado. Ese que
está ahí, en una pancarta enarbolada por un estudiante que masca las consignas
con desgano y apatía, no es él y eso me devuelve- al final- la tranquilidad… él
no se habría dejado utilizar. De tan límpida conciencia solo salía luz y jamás
se prestaría para servir de pedestal a estas peroratas de hoy.
Lo primero que conocí de él, fue su voz, profunda y
armoniosa, como un susurro al oído, un secreto dicho con el ánimo de hacerte
volar los pensamientos hasta transformarte en un ser inmortal. Su voz de líder
sin un llamado a la rebelión por las armas, sino por la paz. La paz se ha de
conquistar con un ejército de almas puras y honradas, les decía a sus
condiscípulos, cuando yo estaba a punto de entrar al aula y me detuve para que
terminara. La paz es la otra mejilla, es la mano franca, y sin miedo. Si eres
transparente en tus obras lograrás que te sigan. La verdad te hará creíble.
Entré en ese momento sublime y se hizo silencio y todos escondieron el rostro
de una u otra forma y el quedó mirándome a los ojos, y sentí la paz que
debieron sentir los discípulos de Cristo la primera vez que le escucharon
hablar con la mirada. Estaba parado al frente al aula, la pared blanca, el
pizarrón esmeralda, la luz de la mañana entrando tibia por la ventana y sus
labios rojos, sus cachetes rosas y su pelo lacio y negro contra el azul de su
mirada. Siéntese, le dije y mi voz también fue un susurro. Cerré la puerta
detrás de mí y sentado en el borde de la mesa, desde el atrio que me elevaba
sobre los alumnos lancé mi primera pregunta.
-
¿Qué
es un tirano?
Si el silencio se acumulara, si cada silencio
individual pudiera sumarse. Cuarenta silencios era un silencio conservador. El
tiempo se hizo vacío.
Aún no se había sentado:
-
El
presidente actual es un tirano. - dijo sereno, como quien dice una verdad
absoluta.
-
Muchos
le apoyan - le comenté.
-
Muchos
más le temen… el terror es lo que lo mantiene en el poder…
-
Y tú, ¿no temes?
-
Tanto
miedo genera valor…
Esa noche hicimos el amor sobre las páginas de los periódicos
del día donde en primera plana una foto del tirano elevaba los ojos al cielo y
juraba fidelidad al pueblo si era electo democráticamente en las votaciones que
se preparaban y, en la esquina inferior, en una nota escueta se anunciaba el
fin de la Segunda Guerra Mundial. Al otro día en plena calle central, en medio
del bullicio y gritos de abajo el tirano, no al sufragio, un disparo en la
frente le apagó los ojos azules que toda la noche había besado y le acalló la
voz que me había confesado mientras me lamía el glande: mi amor a la patria me
llevará a la tumba… nací para volar libremente… me alegra el triunfo de la
URSS… soy comunista y pido me perdones por ello. Lo besé con toda la ternura
del mundo. La ideología no nos separará… soy un libre pensador y para mayor
felicidad te amo, le dije y vacié en sus entrañas toda mi esencia.
Pasada una semana en el aula, descubrí los ojos del
delator, los ojos de miedo que le caracterizaban y juré limpiar aquella costra.
Al mes, el carro con la familia del engendro: una hermana menor, la madre
secretaría del ayuntamiento y el padre, capitán de la policía volaba en mil
pedazos sobre el puente del río. A par de kilómetros del pueblo.
Desgraciadamente él no iba en el carro.
Al entierro de las “víctimas del acto terrorista”
llevé a todos los alumnos del año- ninguno por miedo fue al de Pablo Tomás.
Todos cantamos el himno, y ellos, mis alumnos
comprendieron que lo hacían, no por los que en lujosos féretros descendían a la
fosa sino por el condiscípulo asesinado.
Esa misma madrugada di caza al delator. Entre a su
cuarto y le abrí las venas sobre la cama donde intentaba calmar su ansiedad en
brazos de la marihuana. Me reconoció y el muy cabrón me brindó sus nalgas.
Murió, lo sé, virgen de tan maricón.
frente a la tarja que indica al hogar donde nació Lucas José.
UNA SEMANA DESPUÉS.
El ciclón había dejado una estela de muertes, casas
derruidas y árboles derribados. El escombro se amontonaba por las calles y el
mal olor de los animales muertos arrojados a los solares yermos hacia
insoportable el transitar por el pueblo. Lucas José llegó asustado, con el
paraguas deshecho por las últimas ráfagas y la ropa pegada al cuerpo endeble.
Sus ojos verdes estaban nublados. Trae los documentos y periódicos del movimiento
revolucionario y me ruega los esconda: me persigue el delator me dice, y corre
calle abajo y se me pierde entre los portales.
Eh, profesor, váyase para su casa que esto se pondrá
en candela. Me indica Martínez el capitán, seguido de una escuadra de policías.
Doy la espalda y me marcho apretando en el bolsillo los malditos papeles. No
miro para atrás cuando siento la voz del capitán en lontananza: Sal con las
manos en alto… que se te acabó el tiempo. Sentí que me iba a morir y contrario
a mis deseos de escapar me quedé sembrado sobre la acera. Esperaba verlo pasar
custodiado por la policía y tal vez se los hubiera arrancado entre las manos,
pero no era él, no fue a él al que detuvieron aquel día. Al llegar a mi casa,
él estaba sentado al piano e interpretaba un Chopin que me remitió a la gloria.
Acaricié sus manos blancas y grandes con las cuales
lograba notas sorprendentes y la noche trascurrió entre poemas de Cernuda y
Lezama a los cuales tenía colgados en su pecho. Por la tarde nos despedimos en
el andén con un apretón de manos que debió ser un beso apasionado. Se fue para
la capital a concluir los estudios de Derecho. No había pasado una semana y en
la prensa un titular escueto: suicidio en Ambos Mundos, sin abundar en los
hechos y su foto con la cabeza reventada contra el pavimento al caer del último
piso del Hotel, nada se decía de los siete disparos en el pecho.
Amanecía con una lluvia fina y mucho calor pese a la
fecha del año, 22 de diciembre. Los toques en la puerta, fuertes e insistentes
me hicieron presentir lo peor y qué peor cosa que los compañeros de Lucas José
no hayan logrado subir a las lomas o al menos encontrar a los alzados que tan
cerca estaban de la ciudad. Abrí y el rostro ácido del cabo Lara, acompañado de
dos soldados me sonrío con sorna: Tendrás que acompañarnos. No sé de qué rayos
me hablas, me hice el sorprendido. Ya lo sabrás cuando te hagamos cagar pelos.
El primer guardia, un mulato de casi siete pies de
alto me tomó por un brazo y por primera vez sentí miedo, no miedo a la muerte
que es una puta amante y devota, si no a la tortura, a las uñas sacadas y la
electricidad en los testículos y la sal y el limón en las heridas. Miedo de
confesar lo que no había hecho con tal de verme libre del maltrato. Un piñazo
en la nuca, o un culatazo me hizo abrir los ojos en el calabozo del cuartel. Y
sentí la sangre en los labios, y mi cabeza dentro de un tanque de agua sucia
con peste a orine y mierda. Habla maestrico pájaro, que te la arranco aquí
mismo, Lara me zarandeaba y otro me golpeaba en las costillas. A rastras me
llevaron por las calles hasta el cuartel. Me encerraron en una celda metálica
con una enorme bombilla en lo alto. Un horno. Una escuadra se turnó para
golpearme. Entre desmayos y cubos de agua no distinguía los cuerpos, no era
capaz de esquivar los golpes, me lo impedía una cortina purpura tras la cual
las cosas se sucedían a gran velocidad o en cámara lenta. Creo que la voz de
Martínez más de una vez contuvo al que venía a matarme. No pude contar los
días, hasta que por fin escuché los disparos y pensé que iba a morir, sin
embargo, algo raro pasaba, vi el miedo en el rostro de mis captores, olí su
terror -el miedo apesta. No obstante Lara continúa golpeándome esta vez
impulsado por el miedo a dejarme vivo. Cuando estaba a punto de confesarle que
sí, que había matado al teniente Mendiola y que lo volvería a hacer con toda la
razón que le asiste al hombre que le arrancan un amor puro y limpio y dulce y
joven, una voz potente que no logro distinguir por el zumbar de los oídos
detiene el interrogatorio. De seguro estaba tras los cristales.
Mendiola debía morir. Se fue para La Habana tras los
pasos del joven y le asesinó sin compasión con el apañamiento de las
autoridades de allá. Rata de militar que al enterarse de que a menos de cinco
kilómetros de la ciudad se apostaban los rebeldes en espera de la ocasión
propicia para el asalto al cuartel se esconde donde nunca debió esconderse: ¡en
el prostíbulo La Ronda! El muy cobarde asesino piensa que la Marucha lo
protege. Ella lo mete en la misma habitación que tantas veces de niño me sirvió
de escondite ante las amenazas de la mujer que me crio y en la que he visto desfilar
a decenas de mujeres jóvenes, cuya primera noche siempre fueron mías. A veces
soy bisexual, solo a veces.
Con sigilo entro por la ventana y el hombre ronca en
el lecho como lo que es, un cerdo y la muchacha previamente avisada camina por
la plaza en busca de quien le regale una flor que nunca tendrá. Resultaba fácil
matarlo dormido, pero pienso que no merece pasar al otro mundo sin conocimiento
de causa y lo despierto con un beso en la oreja, un beso peor que el de Judas y
se mueve y reclama a la Marucha que le sonreirá a un barbudo oculto tras el
Parque de las Madres el día 25.
Lo llamo por su nombre y con la mano tantea el colchón
en busca de la acompañante. Hace por incorporarse y la borrachera se lo impide.
Se caga en dios. Por fin logra sostenerse
en pie y al verse en el espejo se descubre desnudo. Pierde el tiempo en
intentar cubrirse. Al verme se queda estático. Su pene es un diminuto gusano
blanco. Es una mierda de hombre.
¿Cómo matarlo? Fácil escritor de pacotilla. Le apuntas
a la cabeza y lo ves temblar como una alimaña. Se irá desnudo como los hijos de
la mar, sonríes poéticamente. Suda tanto que pudiera exprimirse. Balbucea algo
que no escuchas. Disparas ante tanta cobardía y te lo imaginas disparando sobre
el cuerpo frágil del muchacho que amaste con pasión renacida y disparas una y
otra vez hasta vaciar el arma. Cae sobre la cama y puedes ver como la mierda
brota de su ano inmundo y cubre toda la habitación. Sales del burdel como si fuera
lo más natural del mundo y la Magdalena te envuelve en una bufanda el cuello –
hay frío afuera, te dice-, te coloca el sombrero de paño hundido hasta las
cejas, como ha visto en las películas de gánster y te da un beso deseándote que
vayas con dios, con ese maldito dios que por una vez más te arrebatara al amor
y que acaba de darte la oportunidad de vengarlo. Dios tiene sus cagadas
conmigo, pero al final es bueno, te dices y no puedes sonreír pues la peste a
mierda no se te aparta de las fosas nasales.
Tres días en el cuartel y cuando los rebeldes entran
te enteras por qué no te mataron. El capitán Martínez era colaborador y aunque
no pudo impedir que te magullaran pudo evitar tu asesinato.
7.00 pm. Cafetería El Louvre
Contra la prescripción del oncólogo debo de estar
borracho. El escritor que me entrevista se fue, como dicen, en cuatro patas, y
yo sigo aquí, enhiesto y firme hablándole a una grabadora que tiene batería
para un año. Frente a mí, la tercera botella de Bacardí, un platillo repleto con
queso amarillo, algunas aceitunas y lonjas de jamón para repletar un león.
Enciendo la pipa y me deleito en las figuras que forma el humo. Un extranjero
intenta comunicarse conmigo en un español de mil demonios sin preguntarme
primero, si hablo su idioma. Al final desiste y le informo lo que desea en el
más puro idioma de Shakespeare y no le queda más que sonreír y agradecerme y
hasta disculparse. Bebo lento, y pongo en cada trago una sed de mis recuerdos.
Al fondo del local, un óleo intimida con la navaja que abre en dos mitades un
ojo humano; dicen que lo pintó mi padre y que por extraño cause -las
casualidades o las circunstancias- lo arrastraron, digo, lo colgaron en esta
cafetería.
Fue con una navaja afilada, con la habilidad de un
barbero y la paciencia de un orfebre que le corté las venas a mi segunda
víctima. La vida insiste en amargar, con la
persistencia de un tirano, los días que vamos consumiendo. Siempre imaginé la
existencia una larga hilera de personas de todas las edades frente a un taller
pintado de rojo donde un mecánico te desactiva la cuerda y se te escapa en un
aletear de mariposas el alma, o la energía que mueve el robot que somos. Algún
desperfecto en nuestro mecanismo determina que el hacedor de muñecos nos
condene al reciclaje y es lo que llaman reencarnación. ¡El hacedor me libre de
tal destino! Nacer, por tanto, es marcar
el turno para morir. Matar- pensaba hace setenta años- no constituía delito.
Matar era servir de mano a la muerte que señala el próximo. Si la muerte no es
una asesina por qué ha de serlo el que ejecuta su mandato. Me preguntaba. Matar
es colar a alguno delante de la larga fila. Adelantarle lo inevitable.
Tres muertes y ahora una cuarta sobre mis espaldas, no
es un peso suficiente para sentirme culpable, muy por el contrario, estimo que
se me escaparon otras oportunidades de servir a la justicia- digo a la muerte
que es decir a la vida y a Dios- y les aseguro que no siento el mínimo de
arrepentimiento pues me considero un sanador.
Fui un hombre enamorado que ante la disyuntiva que le
puso la vida- de tener lo deseado o resignarse a perderlo por la crueldad de la
política– opté por enviar al otro lado de la existencia a quien amenazaba mi
estabilidad. La ley, siempre al servicio del astuto se desentendería de mí-
respetado abogado, profesor del Instituto de Segunda Enseñanza y amigo de los
que se mueven por los bajos fondos de la sociedad. La Legislación la conciben
desde el Poder y por ello mira para abajo con el placer y la sagacidad de las
águilas. La política es el águila y, ¡vuelve el águila a sobrevolar mi vida!
Tal vez yo sea el águila. Desde mi cumbre en la
sociedad pude matar, y maté porque me privaron de los amores de mi vida, que no
eran los amores clásicos de un Romeo por Julieta o Calixto por Melibea o
Sigfrido por Isolda-. No, era un amor más allá del género. Fue mi amor- no
amores, que amor es uno solo- por Juan
Marcos, Pablo Tomas y Lucas José, ahora mártires que brindan sus nombres a una
escuela, un hospital y a una casa de cultura y, por Abrahán, mi último amor,
ese arquitecto al que se lo tragó la selva.
Por las muertes llegaron a condecorarme, y me llaman héroe,
por lo que imparto conferencias y hablo en actos patrióticos y me comparan con
celebridades de la historia que ahora me miran con rostro ceñudo desde sus
bronces u óleos. Por este último asesinato
– que son todos- nadie me dará ni tan siquiera palmaditas en el hombro. Las
circunstancias son otras.
La vejes me iguala a todos los mortales y el
aburrimiento me convierte en una mierda sobre la cama del asilo donde nadie
viene a verme. Muero más que del maldito almanaque, de soledad- no por estar
privado de compañeros, y hasta de amigos ganados con el tiempo- sino la soledad
de los que esconden una verdad que quisieran se hiciera pública para ser quien
se es y no el que uno ha simulado ser; por eso he decidido contarle todo a este
escritor de segunda que anhela un premio para salir del anonimato a que lo
condena su mediocridad. Solo le puse una condición, no puede cambiar ni una
coma de lo que le cuente por más irracional que le parezcan a él y al editor o
porque muchas de las cosas que se afirman de mi -honradez, integridad, recato y
otros adjetivos- se vayan a la mierda y el relato gire en ciento ochenta grados
mi imagen, provocando una revisión de la historia, digo, mi historia.
Hice mártires y eliminé esbirros. Hice héroes para la
patria irredenta y revestí con lodo a quienes descubrí como asesinos. Yo
asesinando asesinos me hice de una historia que ahora me permite andar por las
calles con la cabeza erguida. Pero cuando, por las noches, me introduzco bajo
el mosquitero- que el enfermero de manos de ángel me trajo para el “abuelo de
la pinga de palo”, me arde la existencia y se me revuelve el estómago y la
conciencia. ¿Matar al que mata es ser un criminal y debo, a la larga, pagar por
ello?
A nadie le importará la historia construida por mis
contemporáneos y por aquellos a quienes les convenía presentarme como un
combatiente por la emancipación del país. El oportunismo no fue solo de mi parte.
Hubo muchos interesados en mostrarme como lo que nunca fui. Los diarios se
encargaron de sacar las fotos y en grandes titulares perpetuaron los nombres –
incluyendo el mío- que nadie hubiera conocido.
He decidido vaciarme de los recuerdos como quien vierte
al mar el vino o el veneno que lo devora con la certeza de que al caer la
última gota ha de morir, pues lo que lentamente lo mataba, era lo que lo hacía
vivir.
Ya el escritor lo dejó todo pagado- me asegura el
cantinero, le doy las gracias y un enfermero que pasaba me reconoce y carga
conmigo hasta el Hogar.
seis meses después, domingo, 6:15 am.
Estoy en la terraza, sentado en uno de los cómodos
sillones que, desde la década del veinte del pasado siglo, balanceaban a los
socios de La Tertulia. Este asiento es mi única posesión, adquirido cuando la
intervención del 68 dejó a merced de los contrabandistas los medios básicos de
la Sociedad de Recreo. Conservado en la habitación de la calle del Sol, justo
en el edificio donde nací y que gracias a la gentileza del administrador del
Hogar traje conmigo y puedo guardar en el cuarto de desahogo, un sitio oscuro y
poblado de ratas y otros animales que se alimentan de cuanta mierda olvidan o
esconden de los inspectores. El administrador, un alumno excelente que perdió
los estudios universitarios por las tetas estrujadas de una puta diez años
mayor que lo hizo responsable de los jimaguas que traía en el vientre, ahora es
un anciano de sesenta y cinco años que espera el retiro como quien espera la
sentencia de muerte y ve en mí, el recuerdo de la mujer, muerta de cáncer y
asesinada por los celos desde el día en que se casaron.
A mí costado derecho, el parque central de esta villa
en ruinas amanece repleto de gorriones y ancianos que aguardan el
periódico. Cristóbal, el loco, deambula
entre los jardines en busca de las botellas y latas vacías que arrojan los que
salen del cabaret Las Leyendas al
concluir el show. A veces entre ellas y los paquetes vacíos de pastillas
sicotrópicas encuentra un billete, de cualquier denominación y lo cambia al
chino traficante. Compra un tabaco a un anciano apostado en la acera de Los siete Juanes, se da un buche de café
clandestino en casa de Dominga y, si le sobra alguna “calderilla”, apuesta un
número a la bolita, para reiterarse la mala suerte cuando anuncien la centena
ganadora, a las ocho de la noche por Radio Martí.
La plaza es un hervidero de gentes, como piojos en una
cabeza. Es que el tedio, la abulia y la desidia de una ciudad pequeña va
generando una fauna inagotable de ladrones, mirones, escrutadores de retretes,
carteristas, traficantes y otros etcéteras que cada mañana vienen a cobijarse
bajo los framboyanes, para revisar las listas de apuestas, calcular pérdidas y
ganancias, hablar mal del gobierno, las mujeres y los amigos, y concluyen
alabándose los vicios sin el menor recato.
En fin, todos ellos: los ancianos, los niños que pasan
arrastrados por sus madres hasta sus respectivas obligaciones, los jóvenes en
uniforme rumbo al estudio, el trabajo o el fusil, no solo están más viejos que
ayer, si no que están más muertos. Tan muertos como Pancho, el español que
gustaba jugar ajedrez en la Academia y que faltará para siempre porque terminó
de sucumbir ayer, frente a mi cama, en el Hogar que compartíamos con un centenar
de viejos que esperan lo mismo; reitero, la muerte.
Dentro de unas horas, a las 5.40 am de mañana cumpliré
cien años y no he dormido con la algarabía de los vecinos que esperan al hijo
que llega de los EEUU – ya no es un delito comunicarse con los familiares de
los estados Unidos- para bautizar a la
sobrina. Un padrino en la Yuma es garantía para que a la criatura no le falte
nada - piensan. Dios tiene sus cagadas. ¿Nada? ¿qué cosa es nada?
En este mismo sillón esperaré el amanecer. Hoy se
cumple el segundo aniversario de mi primer ingreso hospitalario en la sala de
Oncología donde me aseguraron que estaba muy mal. Sé que moriré de un momento a
otro y por ello no he dejado de fumar, ni de beberme a escondidas mis buenas
petacas de aguardiente acompañadas de mis empellas de cerdo. No es el
medicamento, no lo será, lo que me mantiene vivo.
El cáncer en los pulmones está en su fase terminal
-hizo metástasis por todo el cuerpo – y me repletaron las venas con sueros y
radiaciones. La semana pasada, después de perder el conocimiento en la plaza
del mercado, me ingresaron para hacerme un chequeo y concluyeron que, a pesar
del tumor, por mi estado de ánimos, siempre en positivo, podía llegar a ciento
veinte. ¡La mente lo es todo! ¡Qué clase espíritu! ¡Qué ganas de vivir! Todavía
se asombran cuando el equipo de doctores llegó a la conclusión de que soy un
tipo duro de pelar. Otro en su estado estuviera desde hace ratos en el más
allá, pudieron pensar por sus rostros asombrados.
Este nuevo e inútil estudio lejos de desanimarme me
dio vida. Cuando me ingresaron sentí la cama más fría que la del Hogar; luego
se tornó tibia cuando entre sueños distinguí una presencia, no sabía si de
muchacha o muchacho, no era lo importante, para mí nunca ha sido importante. Lo
digo sin ruborizarme pues en primer lugar las arrugas del rostro no me permiten
ese privilegio y en segundo porque el tiempo de amar, producto de las pérdidas,
lo creí marchito. Al amanecer del segundo día – con análisis por hacerme- abrí los ojos y comprobé el verano que
reinaba a mí alrededor en pleno inicio del invierno. Vestido de blanco, parecía
un ángel, y más celestial aun cuando sus manos me tomaron el brazo para
colocarme el termómetro y su sonrisa de niño dibujó en su cara la beatitud.
¿Cómo te llamas ángel mío y dime si estoy en el cielo? le pregunté cursimente.
Ángel, me llamo Ángel y me dicen arcángel. Sus dientes se mostraron en todo su
esplendor y su risa fue como el agua tibia y sentí en el pecho que mi corazón, en
apariencia cansado de latir por tantos años, se encabritaba y quería escapar,
gritar que podía cabalgar otros cien años si ángel como ese se ocupaba de las
riendas.
Ahora, al borde de los bordes… no pediré perdón por
mis actos. No quiero que me comprendan ni que me perdonen.
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