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Crónica de las muertes necesarias

Jesús Díaz Rojas

 

5.45 am. 31 de diciembre de 2008.

Acabo de salir del Hospital donde estuve ingresado por una semana. Me encontraron tirado en la esquina del Hogar de Ancianos, con un golpe en la cabeza, las manos llenas de sangre, sin un centavo en los bolsillos y a menos de dos metros, el cadáver de un joven. Nos asaltaron, dicen que confesé a la policía. Luego perdí el conocimiento.

Nadie averiguó nada, soy un viejo sin familias, dentro de unos días cumpliré cien años y apenas puedo- en apariencia- con mi esqueleto. Los investigadores se limitaron a interrogar al personal del Hogar y al infeliz recogedor de basura que me encontró. En mi ni pensaron, pues el doctor les advirtió que la contusión me mantendría aturdido por varias horas y se lo agradeceré por los días que me restan; la sangre no era mía y el golpe no fue para asaltarme, lo hizo el hombre muerto- estando aún vivo- en defensa propia, un instante antes de que lo asesinara.

Desde que llegué al cuerpo de guardia, las enfermeras pusieron todo el empeño posible en bañarme con agua tibia y borraron con delicadeza todas las posibles huellas que hubiera cargado. Atónitas quedaron ante el tamaño de mi pene. Si dormido es así imagínate despierta- dijo la mulata bizca a la enfermera de los ojos verdes y esta acotó: Que lástima sea un anciano. Me hice el dormido, no pueden imaginar que aún padezco de erecciones continuas y una sed insaciable de sexo. El cerebro es del carajo.

Miré con discreción mi pene y le di las gracias por su estado pasivo. Ha sido un don eso de hacerme el muerto estando tan vivo. Y por ahora me conviene ser lo que aparento, un anciano a punto de morir.

Afloran las dudas cuando un centenario aparece desmayado junto al cadáver de un hombre joven; ¿Qué rayos hacían estos dos, por la madrugada, en esta esquina oscura? ¿Qué relación tenían? ¿serán familiares que se citaron para aclarar el pasado? ¿son amantes? Un elemento más realza la incertidumbre: ¿hacia dónde huyeron los asesinos, o el asesino, si no se encontraron huellas distintas a las del viejo medio vivo y el joven muerto? El tiro en el rostro del muchacho y un golpe dado con un objeto contundente al señor del asilo, quedan como parte de un misterio a descifrar por la policía y que rueda de boca en boca en un crescendo de chisme y crónica roja. 

La piedra que apareció entre las manos del muerto, cubierta de sangre, sus huellas en ella, lo acusaban de haberme golpeado. ¿Por qué?, preguntaba una y otra vez el instructor pasadas las cuarenta y ocho horas sin escuchar la solicitud del médico. Qué se yo, fue mi única respuesta. Dejen al pobre viejo, intervino el director del centro asistencial.

Mis manos tiemblan desde los noventa años y lo que nadie sabe es que todo no ha sido más que simulación; durante mucho tiempo he fingido en espera de este momento. Algo me alertaba de la posibilidad de tener que volver a matar. Nadie sospecha de un anciano, y más, cuando es un hombre sin antecedentes, honrado, condecorado con tantas medallas que hasta fue capaz de olvidarlas en una vitrina del museo municipal. Un hombre intachable que ha profesado una devoción sin límites por la pedagogía y durante sesenta años laboró en el Instituto de Segunda Enseñanza y aún aporta sus conocimientos a los estudiantes de la Universidad Central repasándoles Derecho Romano. ¡Fíese usted de las apariencias!

Como el tiempo pasa y no aparece el arma homicida por ningún lado, se rumora que fue un ajuste de cuentas de cualquier proxeneta venido de la capital y que por eso equivocó el “objetivo”. Al joven muerto le descubrieron un fajo de dólares y alguien sostiene – sin ser testigo de los hechos- que el viejito fue a socorrer al joven y el asesino, en su forcejeo provocó el golpe con la piedra que apareció entre las manos del asesinado; por tanto, estoy libre y nadie me inculpa.

Quién podría imaginar la realidad a pesar de la rabia que podía delatar mis intenciones. Con un amigo de la policía supe que el muerto era de Cienfuegos y que había heredado misteriosamente una casa cercana al estadio de pelota. Entonces qué carajo hacía por esta zona. Luego supe lo que supe y que sabrán a su debido tiempo. Lo cierto es que desde que apareció algo en él me resultó sospecho.

Durante una semana estuve tragando en seco y estudiando las costumbres sus costumbres sin que se percataran mis compañeros de cuarto. Conté los pasos que daba entre la puerta de entrada y la esquina de la cuadra, incluso las veces que respiraba. Su puntualidad lo perdería para siempre, me dije al comprobar que cada madrugada aparecía proveniente de los ejidos con una canción y un cigarro a medio consumir entre los labios, cigarro que invariablemente lanzaba al contén antes de doblar la esquina. Olía a puta, a sexo recién disfrutado. De dónde venía poco me importaba, lo importante era que pasaba a una hora determinada.

La paciencia es un arte. Dentro de los efectos personales que pensaba donar al museo, estaba la pistola que compré cuando las protestas contra el gobierno de Gerardo Machado. Durante setenta y cinco años ha sido mi fiel compañera. La saqué de su estuche, la desarmé, la limpié pieza por pieza hasta dejarla como nueva. Practiqué en mi memoria cada paso para lograr un disparo certero. Lo que bien se aprende no se olvida. Me precio de tener una buena puntería pues mi primer gran amor, puso todos los empeños del mundo en ello. Para que me salves de la muerte sino me matas por tanto sexo- me decía, cuando amanecíamos desnudos sobre las arenas de la playa que para nosotros era la más bella del mundo. No lo maté sobre ningún lecho, aunque murió entre mis brazos el 3 de agosto del 33, asesinado por un capitán que luego me encargué de matar aprovechando una huelga de comerciantes y estudiantes del Instituto de Segunda Enseñanza. Con esa pistola le agujereé la cabeza -fueron tres disparos al estilo cowboy- desde el tercer nivel de la torre de la iglesia mayor y que dios me ampare por utilizar su morada. Supe, años después, que me vieron los miembros de la lucha clandestina de aquel entonces y se hicieron al silencio cómplice. Poco antes del Triunfo me colgaron la primera de mis tantas medallas. Fue en el sótano del templo masónico y bautizaron el movimiento con el nombre de mi primer gran amor.

Esta es mi cuarta muerte y a pesar de ello no me considero un asesino en serie. El tiempo entre las muertes así lo determina. He matado porque me han cortado el amor de raíz y me asumo como un vengador solitario. Ese muchacho que murió mirándome a los ojos fue el causante de que mi último amor muriera atravesando la selva colombiana y les aseguro que él nunca quiso marcharse del país. Es verdad que hablaba mal del gobierno, ¿quién no ha hablado mierda una vez en su vida?, pero él tenía su justificación… se sentía frustrado pues al terminar la arquitectura vino el período especial y cerraron todas las obras y se vio obligado a vender dólares frente a las “shopping” en un juego a los escondidos con los inspectores y la policía; ambos con sus amenazas y sobornos que limitaban sus ganancias.

Yo no soy enemigo de nada ni de nadie… simplemente quiero vivir. Me confesó una mañana después de desayunar tras una madrugada en que pude animar mi sexo hasta el agotamiento del cuerpo y la cantidad de aguardiente. En uno de los descansos mientras partíamos el pan para untarlo con café me dijo: Ayer nos impusieron una multa por desacato. Uno del grupo se defecó en la progenitora – fueron sus palabras- del alcalde del pueblo mientras hacía campaña electoral para este simulacro de elecciones. No le comenté nada y prosiguió sin esperar mi respuesta. Te reitero, no me considero un enemigo, simplemente estoy cansado. Si estaba en el grupo es porque no sé dónde carajo estar. No sé si quisiera estar sobre la tierra. Tal vez le comentó lo mismo al que maté y este lo interpretó como que quería marcharse del país. No lo conocía. Muchas veces se juzga una frase de manera ligera o mal intencionada.     

Pudo haberse enamorado del maldito muchacho de la cara de buitre que le propuso largarse del país atravesando medía América, lo cierto es que le hizo caso y vendió sus exiguas propiedades para comprase el boleto de avión y hasta yo le presté el dinero para que lo completara. Para qué... a última hora el socio del alma se echó para atrás y él se marchó solo rumbo a Surinam. Lo demás es una historia de coyotes, estafas, amenazas, sobornos, lanchas, mares, ríos, selva, albergues de tránsito, llamadas a la casa… hasta su muerte ocurrida en “extrañas circunstancias”.     

Pensé que el alma no dolía por etérea. El alma me duele y me duele por ratos haber vivido tanto. Si cuento los pormenores de esta muerte es para que entiendan mis motivos.  Cuando la razón se pone por encima de la pasión o el odio, la mano vengadora no tiembla tengas la edad que tengas. El sonido del disparo se perdió entre los voladores que a esa hora quemaban los del barrio del Carmen en las famosas parrandas de nuestra villa. Lo vi caer, lento, como si no quisiera morirse a esa hora de la madrugada. Entré al Hogar- el custodio dormía plácidamente- lancé el arma por el respiradero de la fosa y nuevamente salí a la calle, para disfrutar su muerte. me detuve frente a él y agonizaba. El disparo no penetró por donde apunté, sino por debajo del ojo derecho y se desvió hasta salir por detrás de la oreja. Se quedó quieto, con los ojos abiertos tratando de taladrarme el remordimiento. Le di la espalda y lo dejé por difunto. Supongo que medio muerto o medio vivo, se incorporó y caminó dando tumbos hasta la esquina del bar Milagros- casi media cuadra. Algunos lo vieron -según comentarios- y lo imaginaron un borracho. Con el humo no distinguieron la herida de bala. Cayó de bruces contra el contén. Algo me hizo regresar y cuando me le acerqué pude gritar para que vinieran en su auxilio, pero no sé de dónde sacó las fuerzas para incorporarse con la piedra en las manos, solo atiné a sonreírle con desprecio al tiempo que me pegaba con las pocas fuerzas que le quedaban. El golpe me hizo retroceder y caí sobre el rastro de sangre. El esfuerzo lo debilitó, y antes de desmayarme, lo vi morir.

La certidumbre de su muerte me alivió por dentro y me dormí hasta que nos encontraron en pleno amanecer. Alguien de paso me dejó los bolsillos y las manos libres de los objetos de valor- el anillo de mi primer gran amor, la billetera de piel de cocodrilo y en ella las fotos de los amores eternos, también las barajas españolas que me servían para ilusionar a los tontos del asilo que creen en el Tarot. EL muchacho traía los dólares ocultos en las medias, liados con una cinta roja y el ladrón andaba apurado – afirmaron los peritos mientras buscaban evidencias que aclararan los hechos. Los vi en su búsqueda y me hice el desmayado. 

Dos muertos en un asalto; reportaron para una televisora extranjera los chismosos de la wifi. Salí en una foto que circuló por todo el mundo como si estuviera muerto. Con eso de las redes sociales uno está más que desnudo, expuesto constantemente y algunas noticas se dan precipitadas y resultan falsas. Pura crónica roja.  

Estoy vivo. Nadie reclamó el cadáver del joven y fue trasladado a Medicina Legal en espera de la identificación que le ponga nombre y lo entregue a una familia. Resulta que no era de Cienfuegos ni había heredado nada. Tenía una amante que no se puede develar, me dijo el amigo policía ante mis reclamos. Eso no me interesa, si te requiero es porque te creí un amigo, le dije y entonces me reveló el nombre de la susodicha con la promesa de no comentarlo. Calladito me veo más bonito… no era ella, era un él… y es un tipo importante, tan importante que quema decir su nombre.

Cuando me dieron el alta del hospital, en el Hogar me esperaron con un cake, refrescos, globos en colores, y un payaso me recordó el desprecio que sentía por ellos cuando niño.

Qué bueno es el viejito; aseguran las enfermeras del centro asistencial y me atienden mejor que antes. Me observan desde lejos con tanta ternura, que a veces tengo ganas de gritar que no soy el que imaginan y tengo la certeza de que a pesar de mi confesión no lo creerían. Debió ser un hombre hermoso, con una pila de mujeres detrás; suspira la enfermera negra que huele a crisantemo y flor de muerto y otra asegura que debí ser un pichidulce del carajo pa`lante y la auxiliar de limpieza comenta con el camillero: Se ve que es un hombre a prueba de bombas, sus ganas de vivir es lo que lo mantiene vivo, ahí donde lo vez el cáncer se lo está comiendo.

Morir, lo que es “guardar el carro” no estuvo nunca en mi pensamiento. Tendré que morirme de un momento a otro y es lo normal. Tengo la certeza de que allá, a lo lejos, tras los vitrales que llenan de colores cada amanecer me espera la muerte, la mía, la intransferible y muy puta. Sucede que la muerte nunca fue mi tipo.

El cáncer en los pulmones que me diagnosticaron hace un par de años no vino para matarme, llegó para demostrar mi fortaleza. Se asombran cuando renazco de mis crisis con una sonrisa y la canción Pianoman, entre los labios. El personal que me atiende piensa que desvarío y me tocan la frente e imaginan que tengo fiebres pues me arde la cabeza y me cubren con la frazada y las enfermeras entibian mi cama con sus caricias de nietas amantísimas. No saben que mi temperatura sube por la rabia contenida al recordar a mis amores asesinados pues ni aún con las muertes de los asesinos se borra el dolor de perderlos. 

 

24 de enero de 2009

Hoy se cumple un mes de la muerte del muchacho. Sin esperar el desayuno- no me acostumbro a la leche en polvo- salgo a la calle todos los días y camino por los ejidos para estirar las piernas y entibiarme la sangre.  El sol de cada amanecer me devuelve mi temperatura habitual- treinta y cinco grados. En casa de Morales me sirven un vaso repleto de café y me ingiero unas rosquitas con mucha azúcar. Tengo crédito abierto hasta el día que salde mi deuda con la vida y realice una travesura más; irme del planeta sin pagar.

Luego desando algunas calles al azar y me detengo en cada parque a tomar aliento, a veces descanso en una acera. Regreso al Hogar pasado la hora del almuerzo- la seño del lunar en la frente me guarda los alimentos junto a las brasas -con esto del ahorro energético cocinan, para suerte mía, con carbón vegetal-, pues sabe que se me hace poco menos que insoportable comer mirando a los viejitos botar los alimentos por las comisuras de los labios, babeándose, escupiendo y cuanta asquerosidad se les deslice al perder la coordinación necesaria entre músculos y cerebro.

Es duro presentir que ese también puede ser tu futuro. Los años me apretujan contra la posibilidad real de que me vuelva un montón de calamidades y me duele la vida al reconocer que puedo hasta olvidar los años que pasé en el Instituto viéndolo aparecer- me refiero a mi único y gran amor- entre los muchachos que cada día entraban a las aulas cargados de sueños y ávidos de aventuras. Él todavía ilumina mi existencia.

Soy un poseso. Vivo porque él vive en mí y porque lo fui multiplicando en cada amor que tuve, como se cultivan las flores y sus aguijones. ¡Juan Marcos!, suspiro y la seño de los ojos de mar piensa que duermo y no sabe que estoy más despierto que nunca y le tomo las manos y le agradezco el beso tibio que pone en mis labios. Ella tiene lástima de mí y de alguna manera especial me ama. Yo la imagino de niña, dormida entre los brazos de la abuela, aquella mujer, profesora de Literatura inglesa, que aguardaba tras la puerta del patio, los tres toques y el canto del gallo, para negar al esposo y volverse mía hasta el agotamiento. Ella pudo ser la nieta que nunca tuve, pero no lo es, soy estéril y por otra parte nunca entregué mi esencia a mujer alguna por respeto al primer amor de mi vida.

 

4 pm. Cafetería La joven China

Las historias deben tener un orden cronológico si es que se pretende sean entendidas. Todo comenzó el 31 de diciembre de 1908, en la calle del Sol, en una casa de dos pisos, justo al lado del prostíbulo La Ronda. Ese día cayó sobre el techo de la casa un águila muerta que traía entre sus garras un corderito y el estruendo provocó el parto de mi aterrada madre, que vislumbró en aquello, la desgracia que caería sobre el infortunado ser que le nacía. Nadie se preguntó qué carajo hacia un águila sobrevolando los cielos de Cuba. Mi madre, casi sin fuerzas, se incorporó de la cama para hincarse de rodillas y rogarle al patrón del día, la protección divina y me bautizó, como Silvestre, olvidada del Esteban que desde meses atrás había decidido ponerme. Al final nunca me llamaron por mi nombre y todos me apodaron “elinocente”. 

Pronto descubrí que la historia del águila y el corderito era una mentira, y si la mantengo es porque de alguna forma me emparenta con los emperadores romanos en eso de águilas y augurios y otras mierdas que supe utilizar en mi beneficio cuando una situación enmarañada me ponía contra la pared.

La sobreprotección a la que fui sentenciado fue una cárcel. Mi vida en aquella casa de dos pisos fue un verdadero infierno de limitaciones y observaciones. La calle se transformó en el horizonte, una línea imposible de alcanzar. La escuela resultó un anatema en la conversación familiar ¡imagínense quedaba a diez cuadras! y quién le aseguraba a mi madre que no me fulminaría el mal de ojo, que me raptaran a cambio de un rescate o que tuviera el accidente que las mujeres del suplicio veían en sus pesadillas de solteronas y viudas insatisfechas. Para mi madre, yo estaba destinado a algo grande y debía cuidarme en extremo.

Mi padre murió tuberculoso en mi cumpleaños número tres y la casa se puso patas arriba con la economía, entonces mi santa y traumatizada madre salió a buscar trabajo y lo encontró en un despalillo de tabaco, a donde le advirtieron que no podía llevar muchachos; entonces me encerraba en el cuarto de los altos hasta las doce, hora en que su hermana, me traía un plato casi siempre de frijoles recalentados y un pedazo de pan y; de nuevo el encierro hasta las cinco cuando me llamaban al comedor y tenía la posibilidad de conversar con las mujeres de mi familia, reunidas en torno a la mesa sobre la que destacaba una tetera y seis tazas humeantes de té, que no era tal, sino una tisana que sabía a rayos. Yo rezaba al dios de los desamparados para que me librara de aquel suplicio y como nunca me escuchó supuse que era sordo. Luego de una cena mal cocinada por lo insípida, iba cabizbajo y cansado de no hacer nada hasta la cama. No recuerdo sin me aseaba. 

Antes de los siete años comencé a levantarme alrededor de las nueve de la mañana y abría las ventanas de par en par y me sentaba en el dintel a mirar los caprichosos enredos que formaban las nubes al intentar dibujar las figuras de los libros que me traían las amigas de la casa, «para el niño tan solito que es bueno que se cultive». Lo único bueno es que aprendí a leer con aquellas señoras caritativas y a los catorce años me había devorado la biblioteca de mi difunto padre, un abogado venido a menos que tenía una familia real en otro sitio pues la de mi madre era “la otra”.  

No recuerdo el día que -entre libro y libro-  busqué otro paisaje que no fuera el techo de mi cuarto, las nubes blancas del cielo y las vi, estaban en el patio, alrededor de la llave de agua, se lavaban las bocas, se afeitaban las piernas y las de pelo largo, después de lavarse el cabello, se lo desarrendaban con la ayuda de grandes peinetas. Lo deslumbrante era que recorrían los portales y el patio interior casi desnudas y cuando miré a los ojos de la primera- una mulata china de senos que supuraban chocolate- me gritó eufórica: «¡Al fin niño te bajaste de las nubes!» Yo creía que aquello era el paraíso y me palpé la cara para saber si estaba muerto. Estas más vivo que nunca mijo, escuché y la sonrisa de la mulata me ratificó que lo estaba. Desde entonces fui cómplice de sus risas y me lanzaban besos que atrapaba y depositaba en mis cachetes redondos con tanta inocencia que las muchachas reían hasta el llanto. Una mañana improvisaron una escalera y descendí al mundo por primera vez, fui su juguete, el muñeco de carne tierna que se turnaban para acariciar y soñar como si fuera fruto de un amor verdadero. Todas se disputaban la posibilidad de que fuera de una de ellas, pues mi padre era asiduo visitante de la Casa y mi delgada y enclenque madre era frígida, palabra esta que descubrí años después buscando el sinónimo de la palabra yerma en una obra de Lorca. Ay, tu padre bendito, que clase de macho, suspiraba La prieta, con sus ojos retintos y su melena abultada y exuberante hasta la cintura mientras hablaba con mi pene. No lo  olvido pues fue el primer cuerpo desnudo que vi sobre una cama.

Mil veces lamenté no haberme ido con tu papa, me confesó la Maruca, una mañana de abril cuando entre sus exiguas cosas descubrí una foto de mi viejo y al mirarnos al espejo- no sé si fueron alucinaciones mías, vi llanto en sus ojos que tanto se parecían a los míos y salí corriendo y cuando retorné al día siguiente me dijeron las muchachas que se había marchado para siempre dejándome un beso en un cofre repleto de notas, cartas, papelitos de citas y reencuentros, más un puñado de dinero; monedas de plata que aún conservo en un rincón oculto hasta para mis recuerdos.

Nunca más volví a sentirme bien con las mujeres de mi familia, por mentirosas y comprendí la rabia de la mujer que me crio, contra las muchachas del burdel. No era mi madre verdadera… mi padre me trajo envuelto en pañales aun con la sangre del parto cubriendo mi cuerpo desnudo con la frase: este en nuestro hijo y debes criarlo. Comprendí que no solo lo del águila fue un cuento. Ya no me sentí nunca más en familia entre aquella gente mentirosa y simuladora. 

Mi estrategia fue mantener un perfil bajo. Entre ellas, mi comportamiento fue normal, no daba motivos para que sospecharan que tenía un refugio en el prostíbulo al que descendí un día y otro durante cinco años.  Con aquellas mujeres- cuyos nombres no eran los del bautizo-, leí todo lo leíble, aprendí a vestirme y rasurarme, a caminar con donaire; tienes que dar la impresión de que eres el dueño del mundo, me aseguraban. Y supe de poesía, de historia, geografía, de leyes, de cantos y trova con profesores, abogados, doctores, banqueros y, de trampas y juegos al prohibido con tránsfugas y similares; hasta que el despalillo ardió una madrugada y la ácida mujer que me criaba quedó sin trabajo. Ya era un adolescente con una cultura amplia, de la vida y de las asignaturas que impartían en los colegios privados, pues aparte del pago por los placeres las muchachas exigían a sus hombres traerme libros que devoraba al regresar a mi cuarto. Me realizaban los exámenes del Instituto pues era matricula del mismo sin haber nunca pisado el recinto. Era el hijo del burdel, el duende de las putas, como me bautizó un malogrado poeta que tras un vómito de sangre murió sobre la barra, frente a un trago inacabado de aguardiente y un poema sin final.

Todo se cortó al otro día del incendio, mi supuesta progenitora me sorprendió sentado en el dintel, primero pensó que quería lanzarme, escapar, luego descubrió a las muchachas y vino la paliza entre amenazas de infierno y enfermedades incurables. Los alaridos de la frígida mujer reiteraban una y otra vez la misma cantaleta: no permitiré que seas un enfermo mental como tu padre degenerao bastardo.

Poco me importaron las amenazas de calderas de aceite hirviendo, azufre y tridentes pues entendí claro que aquellas mujeres eran las de la vida, todo lo contrario a ella y mis tías, que debían ser las de la muerte; siempre enfundadas en vestidos negros abotonados hasta el cuello, con un rosario entre las manos y encerradas en la iglesia oscura, húmeda y con aquel olor raro que me provocaba la falta de aire gracias a lo cual me libraba de las misas en latín del padre Galdeano, más verdugo que religioso. 

Aquellas mujeres putas fueron mis únicas maestras en todos los aspectos de la vida y seguí asistiendo en contra de la voluntad de las honradas de mi familia. No hubo castigo que me detuviera, incluso ni la permuta que me llevó hasta la finca de un tío, distante veinte kilómetros, me impidió el contacto con las mujeres del burdel y a los diecinueve años, libre de la tutela familiar me mudé a la casa de Rafle, el dueño de La Ronda, el primer pájaro de mi vida. El primero en brindarme su corazón y sus nalgas, el primero en muchas cosas. El ser que me pagó los estudios y me dejó en herencia esta casona que es el Hogar de ancianos y que a principio de los noventa doné al Ministerio de Salud para que refugiaran en él a los viejitos desamparados. Este gesto me valió otra medalla. 

 

6.45 pm. mismo día

A cierta edad los días comienzan a contase de regreso. La mayoría de las gentes se limitan a esperar la muerte. Yo no espero la muerte, en realidad si me hubiera interesado me hubiera suicidado y punto. Yo espero la vida; desde que nací fui destinado para agotar cada veinticuatro horas la cuota de vida que me asignara la naturaleza mientras dios volvía el rostro apenado por mis pecados. Desde que me liberé de la tutela de las mujeres frígidas, fui bebedor de buenos licores, de alcoholes refinados en lugares clandestinos, fumador de tabaco, opio, marihuana y otras cosas prohibidas y hoy me considero el último bugarrón auténtico pues ahora los extremos se tocan. Siempre me gustaron los hombres, hechos y derechos, y poseerlos era mi máximo deseo. Un hombre bigotudo y fuerte que me pidiera durante el acto que le hundiera mi verga hasta el centro del cerebro. Me gustan los hombres, no los pájaros; y que me perdone la organización LGTBI. Los pájaros no los soporto. De acostarme con uno de esos frágiles seres que imitan a las mujeres me acuesto con una de verdad. No me gusta lo falso.

Nada me demerita. Después de graduarme en la Universidad de La Habana en Derecho civil -estudios pagados por mis divinas putas- me entregué en cuerpo y alma al magisterio en el Instituto de Segunda Enseñanza. Sesenta años buscándome el sustento honradamente. Dije honradamente durante ese tiempo pues debo acotar que en los últimos tiempos robar era una necesidad vital y mi condición de custodio de un almacén mayorista -sin un departamento económico interesado en salvaguardar la legalidad- me permitieron surtir los negocios particulares de cuanta mercancía se oculta a los ojos del ciudadano común. El trabajo me lo resolvió, después del retiro, un amante clandestino dirigente político importante.   

De nada me avergüenzo, en cada momento hice lo que estimé correcto, incluso mi vida privada no fue nunca comidilla recurrente en corredores, bares, ni iglesias. Mi vida privada fue eso; absolutamente mía.

No soy ciego ni sordo y tuve, como tantos, mis temporadas en que pude figurar en la boca de algunos seres más interesados en la vida ajena que en organizar la suya, pero mi personalidad era un valladar para el chisme. Mi temple imponía respeto.

La primera vez que maté, fui acusado y al final absuelto pues las pruebas presentadas las fui desbaratando una tras otra- ejercí mi propia defensa-   y logré que el juicio fuera todo un espectáculo con ribetes de comedia- ya que al final los acusadores terminaron pagando mi estancia en la cárcel y una indemnización que me valió para terminar el año en un hotel de la capital con uno de mis amantes reciclado.

La justicia, sin ofenderla, es otra prostituta- ya lo pienso de la muerte- y hoy se viste de limosnera para rogarme que al menos acepte la condena de la muerte natural como sentencia por mis asesinatos.

El joven Abrahán era mi última oportunidad para materializar el rostro de mis tres grandes amores, no en el bronce hipócrita que en los parques cagan las aves, sino en la realidad concreta de un ser humano. Cuando lo vi, descubrí que bajo su mirada estaba, al fin, la felicidad a que tenía derecho al final de mi vida y le tomé las manos, y volaron por mis venas, con alas robustas, los pájaros, que creía presos. ¡Libre! ¡Al fin libre del recuerdo porque los hacia tangible!

Ahora la muerte, prostituta de ojos de cristal transparente, me mira por primera vez de frente y me exige que te cuente mi vida, como el que se entrega a una confesión, pero me rinde el sueño y te pido regreses mañana.

 

al otro día. 10:35 am. A la entrada del centro escolar “Pablo Tomás Quesada” 

La imagen de mi gran amor – revivido en cada nueva relación- se encuentra repetida por el pueblo, y ha ido, con el tiempo, como todo recuerdo, dejando de parecerse a la real para ser, como todas las imágenes de héroes, una representación difusa de la original. Su retrato de tanto repetirse, no se parece al modelo. Y resulta la copia de la copia de la copia de cientos de copias que han transformado sus ojos grandes, azules y suplicantes, en la mirada ceñuda de un militar acostumbrado a la tortura. Su rostro de ángel es un remedo de la imagen que se exhibe. Pablo Tomás ha sido convertido en un agitador de masas y no en el muchacho tímido que pretendía conquistar a la gente mediante el amor al prójimo y el respeto al otro como divisa fundamental de la convivencia entre humanos.

Reviso las fotos para adentrarme en el pasado. Ese que está ahí, en una pancarta enarbolada por un estudiante que masca las consignas con desgano y apatía, no es él y eso me devuelve- al final- la tranquilidad… él no se habría dejado utilizar. De tan límpida conciencia solo salía luz y jamás se prestaría para servir de pedestal a estas peroratas de hoy.

Lo primero que conocí de él, fue su voz, profunda y armoniosa, como un susurro al oído, un secreto dicho con el ánimo de hacerte volar los pensamientos hasta transformarte en un ser inmortal. Su voz de líder sin un llamado a la rebelión por las armas, sino por la paz. La paz se ha de conquistar con un ejército de almas puras y honradas, les decía a sus condiscípulos, cuando yo estaba a punto de entrar al aula y me detuve para que terminara. La paz es la otra mejilla, es la mano franca, y sin miedo. Si eres transparente en tus obras lograrás que te sigan. La verdad te hará creíble. Entré en ese momento sublime y se hizo silencio y todos escondieron el rostro de una u otra forma y el quedó mirándome a los ojos, y sentí la paz que debieron sentir los discípulos de Cristo la primera vez que le escucharon hablar con la mirada. Estaba parado al frente al aula, la pared blanca, el pizarrón esmeralda, la luz de la mañana entrando tibia por la ventana y sus labios rojos, sus cachetes rosas y su pelo lacio y negro contra el azul de su mirada. Siéntese, le dije y mi voz también fue un susurro. Cerré la puerta detrás de mí y sentado en el borde de la mesa, desde el atrio que me elevaba sobre los alumnos lancé mi primera pregunta.

-        ¿Qué es un tirano?

Si el silencio se acumulara, si cada silencio individual pudiera sumarse. Cuarenta silencios era un silencio conservador. El tiempo se hizo vacío.

Aún no se había sentado:

-        El presidente actual es un tirano. - dijo sereno, como quien dice una verdad absoluta.

-        Muchos le apoyan - le comenté.

-        Muchos más le temen… el terror es lo que lo mantiene en el poder…

-         Y tú, ¿no temes?

-        Tanto miedo genera valor…  

Esa noche hicimos el amor sobre las páginas de los periódicos del día donde en primera plana una foto del tirano elevaba los ojos al cielo y juraba fidelidad al pueblo si era electo democráticamente en las votaciones que se preparaban y, en la esquina inferior, en una nota escueta se anunciaba el fin de la Segunda Guerra Mundial. Al otro día en plena calle central, en medio del bullicio y gritos de abajo el tirano, no al sufragio, un disparo en la frente le apagó los ojos azules que toda la noche había besado y le acalló la voz que me había confesado mientras me lamía el glande: mi amor a la patria me llevará a la tumba… nací para volar libremente… me alegra el triunfo de la URSS… soy comunista y pido me perdones por ello. Lo besé con toda la ternura del mundo. La ideología no nos separará… soy un libre pensador y para mayor felicidad te amo, le dije y vacié en sus entrañas toda mi esencia.    

Pasada una semana en el aula, descubrí los ojos del delator, los ojos de miedo que le caracterizaban y juré limpiar aquella costra. Al mes, el carro con la familia del engendro: una hermana menor, la madre secretaría del ayuntamiento y el padre, capitán de la policía volaba en mil pedazos sobre el puente del río. A par de kilómetros del pueblo. Desgraciadamente él no iba en el carro. 

Al entierro de las “víctimas del acto terrorista” llevé a todos los alumnos del año- ninguno por miedo fue al de Pablo Tomás.

Todos cantamos el himno, y ellos, mis alumnos comprendieron que lo hacían, no por los que en lujosos féretros descendían a la fosa sino por el condiscípulo asesinado.

Esa misma madrugada di caza al delator. Entre a su cuarto y le abrí las venas sobre la cama donde intentaba calmar su ansiedad en brazos de la marihuana. Me reconoció y el muy cabrón me brindó sus nalgas. Murió, lo sé, virgen de tan maricón.     

 

frente a la tarja que indica al hogar donde nació Lucas José. UNA SEMANA DESPUÉS.  

El ciclón había dejado una estela de muertes, casas derruidas y árboles derribados. El escombro se amontonaba por las calles y el mal olor de los animales muertos arrojados a los solares yermos hacia insoportable el transitar por el pueblo. Lucas José llegó asustado, con el paraguas deshecho por las últimas ráfagas y la ropa pegada al cuerpo endeble. Sus ojos verdes estaban nublados. Trae los documentos y periódicos del movimiento revolucionario y me ruega los esconda: me persigue el delator me dice, y corre calle abajo y se me pierde entre los portales. 

Eh, profesor, váyase para su casa que esto se pondrá en candela. Me indica Martínez el capitán, seguido de una escuadra de policías. Doy la espalda y me marcho apretando en el bolsillo los malditos papeles. No miro para atrás cuando siento la voz del capitán en lontananza: Sal con las manos en alto… que se te acabó el tiempo. Sentí que me iba a morir y contrario a mis deseos de escapar me quedé sembrado sobre la acera. Esperaba verlo pasar custodiado por la policía y tal vez se los hubiera arrancado entre las manos, pero no era él, no fue a él al que detuvieron aquel día. Al llegar a mi casa, él estaba sentado al piano e interpretaba un Chopin que me remitió a la gloria.

Acaricié sus manos blancas y grandes con las cuales lograba notas sorprendentes y la noche trascurrió entre poemas de Cernuda y Lezama a los cuales tenía colgados en su pecho. Por la tarde nos despedimos en el andén con un apretón de manos que debió ser un beso apasionado. Se fue para la capital a concluir los estudios de Derecho. No había pasado una semana y en la prensa un titular escueto: suicidio en Ambos Mundos, sin abundar en los hechos y su foto con la cabeza reventada contra el pavimento al caer del último piso del Hotel, nada se decía de los siete disparos en el pecho.

Amanecía con una lluvia fina y mucho calor pese a la fecha del año, 22 de diciembre. Los toques en la puerta, fuertes e insistentes me hicieron presentir lo peor y qué peor cosa que los compañeros de Lucas José no hayan logrado subir a las lomas o al menos encontrar a los alzados que tan cerca estaban de la ciudad. Abrí y el rostro ácido del cabo Lara, acompañado de dos soldados me sonrío con sorna: Tendrás que acompañarnos. No sé de qué rayos me hablas, me hice el sorprendido. Ya lo sabrás cuando te hagamos cagar pelos.

El primer guardia, un mulato de casi siete pies de alto me tomó por un brazo y por primera vez sentí miedo, no miedo a la muerte que es una puta amante y devota, si no a la tortura, a las uñas sacadas y la electricidad en los testículos y la sal y el limón en las heridas. Miedo de confesar lo que no había hecho con tal de verme libre del maltrato. Un piñazo en la nuca, o un culatazo me hizo abrir los ojos en el calabozo del cuartel. Y sentí la sangre en los labios, y mi cabeza dentro de un tanque de agua sucia con peste a orine y mierda. Habla maestrico pájaro, que te la arranco aquí mismo, Lara me zarandeaba y otro me golpeaba en las costillas. A rastras me llevaron por las calles hasta el cuartel. Me encerraron en una celda metálica con una enorme bombilla en lo alto. Un horno. Una escuadra se turnó para golpearme. Entre desmayos y cubos de agua no distinguía los cuerpos, no era capaz de esquivar los golpes, me lo impedía una cortina purpura tras la cual las cosas se sucedían a gran velocidad o en cámara lenta. Creo que la voz de Martínez más de una vez contuvo al que venía a matarme. No pude contar los días, hasta que por fin escuché los disparos y pensé que iba a morir, sin embargo, algo raro pasaba, vi el miedo en el rostro de mis captores, olí su terror -el miedo apesta. No obstante Lara continúa golpeándome esta vez impulsado por el miedo a dejarme vivo. Cuando estaba a punto de confesarle que sí, que había matado al teniente Mendiola y que lo volvería a hacer con toda la razón que le asiste al hombre que le arrancan un amor puro y limpio y dulce y joven, una voz potente que no logro distinguir por el zumbar de los oídos detiene el interrogatorio. De seguro estaba tras los cristales. 

Mendiola debía morir. Se fue para La Habana tras los pasos del joven y le asesinó sin compasión con el apañamiento de las autoridades de allá. Rata de militar que al enterarse de que a menos de cinco kilómetros de la ciudad se apostaban los rebeldes en espera de la ocasión propicia para el asalto al cuartel se esconde donde nunca debió esconderse: ¡en el prostíbulo La Ronda! El muy cobarde asesino piensa que la Marucha lo protege. Ella lo mete en la misma habitación que tantas veces de niño me sirvió de escondite ante las amenazas de la mujer que me crio y en la que he visto desfilar a decenas de mujeres jóvenes, cuya primera noche siempre fueron mías. A veces soy bisexual, solo a veces.

Con sigilo entro por la ventana y el hombre ronca en el lecho como lo que es, un cerdo y la muchacha previamente avisada camina por la plaza en busca de quien le regale una flor que nunca tendrá. Resultaba fácil matarlo dormido, pero pienso que no merece pasar al otro mundo sin conocimiento de causa y lo despierto con un beso en la oreja, un beso peor que el de Judas y se mueve y reclama a la Marucha que le sonreirá a un barbudo oculto tras el Parque de las Madres el día 25.

Lo llamo por su nombre y con la mano tantea el colchón en busca de la acompañante. Hace por incorporarse y la borrachera se lo impide. Se caga en dios.  Por fin logra sostenerse en pie y al verse en el espejo se descubre desnudo. Pierde el tiempo en intentar cubrirse. Al verme se queda estático. Su pene es un diminuto gusano blanco. Es una mierda de hombre.

¿Cómo matarlo? Fácil escritor de pacotilla. Le apuntas a la cabeza y lo ves temblar como una alimaña. Se irá desnudo como los hijos de la mar, sonríes poéticamente. Suda tanto que pudiera exprimirse. Balbucea algo que no escuchas. Disparas ante tanta cobardía y te lo imaginas disparando sobre el cuerpo frágil del muchacho que amaste con pasión renacida y disparas una y otra vez hasta vaciar el arma. Cae sobre la cama y puedes ver como la mierda brota de su ano inmundo y cubre toda la habitación. Sales del burdel como si fuera lo más natural del mundo y la Magdalena te envuelve en una bufanda el cuello – hay frío afuera, te dice-, te coloca el sombrero de paño hundido hasta las cejas, como ha visto en las películas de gánster y te da un beso deseándote que vayas con dios, con ese maldito dios que por una vez más te arrebatara al amor y que acaba de darte la oportunidad de vengarlo. Dios tiene sus cagadas conmigo, pero al final es bueno, te dices y no puedes sonreír pues la peste a mierda no se te aparta de las fosas nasales.  

Tres días en el cuartel y cuando los rebeldes entran te enteras por qué no te mataron. El capitán Martínez era colaborador y aunque no pudo impedir que te magullaran pudo evitar tu asesinato.

 

7.00 pm. Cafetería El Louvre

Contra la prescripción del oncólogo debo de estar borracho. El escritor que me entrevista se fue, como dicen, en cuatro patas, y yo sigo aquí, enhiesto y firme hablándole a una grabadora que tiene batería para un año. Frente a mí, la tercera botella de Bacardí, un platillo repleto con queso amarillo, algunas aceitunas y lonjas de jamón para repletar un león. Enciendo la pipa y me deleito en las figuras que forma el humo. Un extranjero intenta comunicarse conmigo en un español de mil demonios sin preguntarme primero, si hablo su idioma. Al final desiste y le informo lo que desea en el más puro idioma de Shakespeare y no le queda más que sonreír y agradecerme y hasta disculparse. Bebo lento, y pongo en cada trago una sed de mis recuerdos. Al fondo del local, un óleo intimida con la navaja que abre en dos mitades un ojo humano; dicen que lo pintó mi padre y que por extraño cause -las casualidades o las circunstancias- lo arrastraron, digo, lo colgaron en esta cafetería.

Fue con una navaja afilada, con la habilidad de un barbero y la paciencia de un orfebre que le corté las venas a mi segunda víctima. La vida insiste en amargar, con la persistencia de un tirano, los días que vamos consumiendo. Siempre imaginé la existencia una larga hilera de personas de todas las edades frente a un taller pintado de rojo donde un mecánico te desactiva la cuerda y se te escapa en un aletear de mariposas el alma, o la energía que mueve el robot que somos. Algún desperfecto en nuestro mecanismo determina que el hacedor de muñecos nos condene al reciclaje y es lo que llaman reencarnación. ¡El hacedor me libre de tal destino!  Nacer, por tanto, es marcar el turno para morir. Matar- pensaba hace setenta años- no constituía delito. Matar era servir de mano a la muerte que señala el próximo. Si la muerte no es una asesina por qué ha de serlo el que ejecuta su mandato. Me preguntaba. Matar es colar a alguno delante de la larga fila. Adelantarle lo inevitable. 

Tres muertes y ahora una cuarta sobre mis espaldas, no es un peso suficiente para sentirme culpable, muy por el contrario, estimo que se me escaparon otras oportunidades de servir a la justicia- digo a la muerte que es decir a la vida y a Dios- y les aseguro que no siento el mínimo de arrepentimiento pues me considero un sanador.

Fui un hombre enamorado que ante la disyuntiva que le puso la vida- de tener lo deseado o resignarse a perderlo por la crueldad de la política– opté por enviar al otro lado de la existencia a quien amenazaba mi estabilidad. La ley, siempre al servicio del astuto se desentendería de mí- respetado abogado, profesor del Instituto de Segunda Enseñanza y amigo de los que se mueven por los bajos fondos de la sociedad. La Legislación la conciben desde el Poder y por ello mira para abajo con el placer y la sagacidad de las águilas. La política es el águila y, ¡vuelve el águila a sobrevolar mi vida!

Tal vez yo sea el águila. Desde mi cumbre en la sociedad pude matar, y maté porque me privaron de los amores de mi vida, que no eran los amores clásicos de un Romeo por Julieta o Calixto por Melibea o Sigfrido por Isolda-. No, era un amor más allá del género. Fue mi amor- no amores, que amor es uno solo-  por Juan Marcos, Pablo Tomas y Lucas José, ahora mártires que brindan sus nombres a una escuela, un hospital y a una casa de cultura y, por Abrahán, mi último amor, ese arquitecto al que se lo tragó la selva.

Por las muertes llegaron a condecorarme, y me llaman héroe, por lo que imparto conferencias y hablo en actos patrióticos y me comparan con celebridades de la historia que ahora me miran con rostro ceñudo desde sus bronces u óleos.  Por este último asesinato – que son todos- nadie me dará ni tan siquiera palmaditas en el hombro. Las circunstancias son otras.

La vejes me iguala a todos los mortales y el aburrimiento me convierte en una mierda sobre la cama del asilo donde nadie viene a verme. Muero más que del maldito almanaque, de soledad- no por estar privado de compañeros, y hasta de amigos ganados con el tiempo- sino la soledad de los que esconden una verdad que quisieran se hiciera pública para ser quien se es y no el que uno ha simulado ser; por eso he decidido contarle todo a este escritor de segunda que anhela un premio para salir del anonimato a que lo condena su mediocridad. Solo le puse una condición, no puede cambiar ni una coma de lo que le cuente por más irracional que le parezcan a él y al editor o porque muchas de las cosas que se afirman de mi -honradez, integridad, recato y otros adjetivos- se vayan a la mierda y el relato gire en ciento ochenta grados mi imagen, provocando una revisión de la historia, digo, mi historia. 

Hice mártires y eliminé esbirros. Hice héroes para la patria irredenta y revestí con lodo a quienes descubrí como asesinos. Yo asesinando asesinos me hice de una historia que ahora me permite andar por las calles con la cabeza erguida. Pero cuando, por las noches, me introduzco bajo el mosquitero- que el enfermero de manos de ángel me trajo para el “abuelo de la pinga de palo”, me arde la existencia y se me revuelve el estómago y la conciencia. ¿Matar al que mata es ser un criminal y debo, a la larga, pagar por ello?

A nadie le importará la historia construida por mis contemporáneos y por aquellos a quienes les convenía presentarme como un combatiente por la emancipación del país. El oportunismo no fue solo de mi parte. Hubo muchos interesados en mostrarme como lo que nunca fui. Los diarios se encargaron de sacar las fotos y en grandes titulares perpetuaron los nombres – incluyendo el mío- que nadie hubiera conocido.

He decidido vaciarme de los recuerdos como quien vierte al mar el vino o el veneno que lo devora con la certeza de que al caer la última gota ha de morir, pues lo que lentamente lo mataba, era lo que lo hacía vivir.

Ya el escritor lo dejó todo pagado- me asegura el cantinero, le doy las gracias y un enfermero que pasaba me reconoce y carga conmigo hasta el Hogar.

 

seis meses después, domingo, 6:15 am. 

Estoy en la terraza, sentado en uno de los cómodos sillones que, desde la década del veinte del pasado siglo, balanceaban a los socios de La Tertulia. Este asiento es mi única posesión, adquirido cuando la intervención del 68 dejó a merced de los contrabandistas los medios básicos de la Sociedad de Recreo. Conservado en la habitación de la calle del Sol, justo en el edificio donde nací y que gracias a la gentileza del administrador del Hogar traje conmigo y puedo guardar en el cuarto de desahogo, un sitio oscuro y poblado de ratas y otros animales que se alimentan de cuanta mierda olvidan o esconden de los inspectores. El administrador, un alumno excelente que perdió los estudios universitarios por las tetas estrujadas de una puta diez años mayor que lo hizo responsable de los jimaguas que traía en el vientre, ahora es un anciano de sesenta y cinco años que espera el retiro como quien espera la sentencia de muerte y ve en mí, el recuerdo de la mujer, muerta de cáncer y asesinada por los celos desde el día en que se casaron.

A mí costado derecho, el parque central de esta villa en ruinas amanece repleto de gorriones y ancianos que aguardan el periódico.  Cristóbal, el loco, deambula entre los jardines en busca de las botellas y latas vacías que arrojan los que salen del cabaret Las Leyendas al concluir el show. A veces entre ellas y los paquetes vacíos de pastillas sicotrópicas encuentra un billete, de cualquier denominación y lo cambia al chino traficante. Compra un tabaco a un anciano apostado en la acera de Los siete Juanes, se da un buche de café clandestino en casa de Dominga y, si le sobra alguna “calderilla”, apuesta un número a la bolita, para reiterarse la mala suerte cuando anuncien la centena ganadora, a las ocho de la noche por Radio Martí. 

La plaza es un hervidero de gentes, como piojos en una cabeza. Es que el tedio, la abulia y la desidia de una ciudad pequeña va generando una fauna inagotable de ladrones, mirones, escrutadores de retretes, carteristas, traficantes y otros etcéteras que cada mañana vienen a cobijarse bajo los framboyanes, para revisar las listas de apuestas, calcular pérdidas y ganancias, hablar mal del gobierno, las mujeres y los amigos, y concluyen alabándose los vicios sin el menor recato.

En fin, todos ellos: los ancianos, los niños que pasan arrastrados por sus madres hasta sus respectivas obligaciones, los jóvenes en uniforme rumbo al estudio, el trabajo o el fusil, no solo están más viejos que ayer, si no que están más muertos. Tan muertos como Pancho, el español que gustaba jugar ajedrez en la Academia y que faltará para siempre porque terminó de sucumbir ayer, frente a mi cama, en el Hogar que compartíamos con un centenar de viejos que esperan lo mismo; reitero, la muerte.

Dentro de unas horas, a las 5.40 am de mañana cumpliré cien años y no he dormido con la algarabía de los vecinos que esperan al hijo que llega de los EEUU – ya no es un delito comunicarse con los familiares de los estados Unidos-  para bautizar a la sobrina. Un padrino en la Yuma es garantía para que a la criatura no le falte nada - piensan. Dios tiene sus cagadas. ¿Nada? ¿qué cosa es nada? 

En este mismo sillón esperaré el amanecer. Hoy se cumple el segundo aniversario de mi primer ingreso hospitalario en la sala de Oncología donde me aseguraron que estaba muy mal. Sé que moriré de un momento a otro y por ello no he dejado de fumar, ni de beberme a escondidas mis buenas petacas de aguardiente acompañadas de mis empellas de cerdo. No es el medicamento, no lo será, lo que me mantiene vivo. 

El cáncer en los pulmones está en su fase terminal -hizo metástasis por todo el cuerpo – y me repletaron las venas con sueros y radiaciones. La semana pasada, después de perder el conocimiento en la plaza del mercado, me ingresaron para hacerme un chequeo y concluyeron que, a pesar del tumor, por mi estado de ánimos, siempre en positivo, podía llegar a ciento veinte. ¡La mente lo es todo! ¡Qué clase espíritu! ¡Qué ganas de vivir! Todavía se asombran cuando el equipo de doctores llegó a la conclusión de que soy un tipo duro de pelar. Otro en su estado estuviera desde hace ratos en el más allá, pudieron pensar por sus rostros asombrados. 

Este nuevo e inútil estudio lejos de desanimarme me dio vida. Cuando me ingresaron sentí la cama más fría que la del Hogar; luego se tornó tibia cuando entre sueños distinguí una presencia, no sabía si de muchacha o muchacho, no era lo importante, para mí nunca ha sido importante. Lo digo sin ruborizarme pues en primer lugar las arrugas del rostro no me permiten ese privilegio y en segundo porque el tiempo de amar, producto de las pérdidas, lo creí marchito. Al amanecer del segundo día – con análisis por hacerme-  abrí los ojos y comprobé el verano que reinaba a mí alrededor en pleno inicio del invierno. Vestido de blanco, parecía un ángel, y más celestial aun cuando sus manos me tomaron el brazo para colocarme el termómetro y su sonrisa de niño dibujó en su cara la beatitud. ¿Cómo te llamas ángel mío y dime si estoy en el cielo? le pregunté cursimente. Ángel, me llamo Ángel y me dicen arcángel. Sus dientes se mostraron en todo su esplendor y su risa fue como el agua tibia y sentí en el pecho que mi corazón, en apariencia cansado de latir por tantos años, se encabritaba y quería escapar, gritar que podía cabalgar otros cien años si ángel como ese se ocupaba de las riendas.

Ahora, al borde de los bordes… no pediré perdón por mis actos. No quiero que me comprendan ni que me perdonen.  

 

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