El
tiempo que habita en mí
Graciela
De Mary
Yo esperaba el diagnóstico confiada, pensando
en salir pronto del sanatorio y seguir con mi rutina. El médico se puso los
anteojos. Acercó el informe del laboratorio a la lámpara. Le daba vueltas al
asunto. Ya no sonreía.
─¿Es cáncer? ─pregunté.
─Sí.
A partir de ese momento, las paredes
amarillas de mi escritorio y las cortinas con arabescos lilas convivieron sin
problema. Además, al margen de cualquier criterio de orden burgués, compré
adornos colgantes alineados como los chakras con los colores del arco iris. Los
cuarzos blancos, soberbios, se mezclaron con otras piedras sencillas, sin
linaje alguno. Todos guardan el secreto de las estrellas sobre mis muebles.
Era hora de despertar. Supe que algo resonaba
cerca. Me olvidé de mí misma y las historias vinieron solas a contarme cosas. Removí
los yuyos que cubrían las plantas de mi madre. Enderecé los tutores de las
enredaderas que ella había asegurado con hilo sisal. Al regarlas les hablé.
Creo que reconocieron el sesgo de su voz.
Metí las manos en la tierra. Planté gajos de
malvones como lo hacía mi abuela europea. Florecieron como nunca. Me dolió la
cintura como a mi bisabuela y a mi tatarabuela cuando cosechaban patatas y ajos
en la finca de Galicia. Ellas solas, porque los hombres estaban en la guerra.
Sentí el dolor de despedir a sus hijos para siempre. Las vi, gordas, vestidas
con luto perpetuo de pies a cabeza. Tiesas, posando según las normas del patriarcado.
Tristes. ¿Siempre estaban así o fue un pedido del fotógrafo? Y ¿Qué hay de las
otras, las anteriores, esas mujeres de mi sangre de las que nada sé? Ellas
habitaron reinos levantiscos. Tal vez vivieron al pie de algún castillo en lo
alto de los peñascos. A lo mejor buscaban agua en los ríos que lindaban con las
murallas. ¿Habrán visto alguna vez a una princesa? ¿Se habrán enterado que en
el sur, brillaban soberbias, las ciudades de los moros? Quizás hayan festejado
la entrada de los Reyes Católicos en Granada. O la llegada al Nuevo Mundo. Y al
mismo tiempo, del otro lado del océano misterioso, las otras mujeres de mi
sangre sembraron maíz en los terraplenes y abonaron el suelo con estiércol. Mis
huesos soportaron el peso de los bultos que ellas trasportaban y mi vientre se
desgarró con sus abortos secretos. Mis mujeres ancestrales fueron botín de
guerra de los conquistadores. Gestaron mestizos del color de la tierra. Sembraron quinoa y cocinaron sopa. Mi
bisabuela pastora escaló los andes con sus críos atados a la espalda con awayos
coloridos. Rápida. Segura. De mi abuela
huanca aprendí los secretos de las plantas sagradas. La sabiduría de las
pirámides truncadas, todo lo que fue negado. La ética de los originarios, con
menos oropeles que la griega, igual de profunda. Comprendí lo que late oculto en
las bibliotecas de los conventos, guardado bajo siete llaves.
Amé mi historia. Agradecí y empecé a sanar.
Entré al quirófano, tranquila.
─La intervención resultó mejor que lo esperado
─anunció el médico.
─¿Voy
a estar bien? ─pregunté.
─Sin
ninguna duda ─afirmó con una sonrisa.
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