¿Quién quiere vivir para
siempre?
Diana John Meletiche
A la luz de la luna, vimos que el muerto
sonreía. Alec apartó los ojos y Niklaus lanzó una horrible carcajada. Sólo
Jonah lo miró de frente y susurró unas frases incomprensibles en yiddish. Yo
estaba paralizado. Siguiendo las órdenes del capitán H, cubrimos la fosa con
tierra y volvimos a la barraca en silencio. Una y otra vez miré hacia la tumba
sin marca. No podía aceptar que Mathias Kretschmer de verdad hubiera
muerto.
Le llamaban Africano, ya que su madre
nació en el continente negro, viajó con su esposo blanco a Alemania y allí tuvo
dos niños: Helene y Mathias. Ambos chicos fueron esterilizados bajo las leyes
del Reich y llevaron una vida miserable, antes de ser enviados a distintos
campos de concentración en 1943. Habían ido a buenas escuelas y recibido una
educación musical de lujo, pero eso no impidió que los embarcaran en trenes
igual que bestias de carga. Nunca vi a su hermana, pero soy consiente de que
Mathias, el Africano, sufrió toda clase de humillaciones desde su llegada. El
capitán H casi lo mató a golpes por negarse a bailar igual que un mono para los
guardias. Se recuperó tras varias semanas en la enfermería y lo enviaron a
trabajar en la cantera. Allí nos conocimos.
El Africano se negaba a hablar con
nadie. Era un sujeto desconfiado y brutal. Le arrancó la oreja de un mordisco a
un ruso que intentó robar su porción de comida. Esto aumentó su fama de
salvaje. Era temido por todos. Incluso los guardias más jóvenes decían ver una
clase de maldad en sus ojos. Pero yo jamás le temí. De hecho, lo
consideraba un igual. Habíamos visto lo peor del mundo y seguido adelante en
una sociedad que nos despreciaba. Para mí era lo más cercano a escupir en la
cara de Dios.
Mi nombre es Maurice, por cierto. Nací
en Francia, pero no tengo hogar. Antes del campo había estado varias veces en
prisión por delitos de robo e “indecencia”. No fue sorpresa que pusieran dos
triángulos, negro y rosa, en mi uniforme y me nombraran Kapo. Era su costumbre
dar poder a gente como yo, que
resultaban más fáciles de manipular. La verdad es que en los tiempos difíciles,
hubiera cambiado a mi madre por un trozo de pan.
Elegí al Africano para mi grupo de
trabajo en la cantera. Tenía brazos fuertes y una mirada inteligente. Sólo los
idiotas ignoraban su potencial. Cuando entramos en confianza, lo incluí en mi
red de tráfico de mercancías entre prisioneros. Era sencillo convencer a los
guardias de traer comida, tabaco y otras cosas, a cambio de una parte de las
ganancias. Muchos reclusos escondían oro y joyas en los lugares más
inesperados. Eran recuerdos de una vida pasada a los que se aferraban, pero que
al final debían usar como moneda de trueque.
El Africano superó mis expectativas. No
sólo llevaba el negocio de maravillas, sino que trajo nuevos distribuidores,
jóvenes e inteligentes como él. Uno era el vienés Alec, a quien conoció durante
su estancia en la enfermería. Fue uno de los doctores más exitosos de su
generación, pero ahora llevaba un triángulo rosa y se encargaba de los reclusos
enfermos, que lo despreciaban por marica. También estaba Jonah, el profesor
judío polaco, que se encargaba de llevar las cuentas en la fábrica de
utensilios. Era un tipo amable, pero su ingenuidad me hacía rabiar. Y el alemán
Klaus, un poeta con ideas hermosas y una imaginación desbordada, que no hubiera
sobrevivido ni una semana sin la ayuda de Mathias.
Alec y Jonah se unieron enseguida
al negocio de tráfico. Hacíamos circular cualquier cosa entre los presos. Klaus
tardó un poco más. Dejaba la piel trabajando en las canteras y se rehusaba a
comer nada que yo trajera. Pero Mathias lo forzaba a alimentarse. Luego supe
que eran amigos desde la infancia. Con el tiempo, el poeta dejó a un lado
sus escrúpulos y se entregó de lleno al trabajo de distribuidor.
Acostumbrábamos fumar en los baños. A
Klaus no le gustaba Alec, pero sí compartía las ideas comunistas de Jonah. Se
pasaban el rato hablando de Marx, Engels y otros rojos, mientras Alec, Mathias
y yo fantaseábamos con el futuro después de la guerra. El doctor aún pensaba
retomar su consultorio en Viena y Mathias, pianista, quería visitar New
Orleans, en busca de las raíces del jazz. Yo, más juicioso, o
quizá pesimista, me conformaba con salir vivo del campo de concentración.
Eran sueños, más o menos realistas, más o menos dolorosos. No puedo decir que
éramos felices, pero de alguna forma no perdíamos la cabeza. Jamás pensé en
llegar a ser amigo de aquellos sujetos, pero el Africano cambió las
cosas.
Sin embargo, muchos guardias aún estaban
resentidos por su rebeldía, sobre todo el capitán H. Lo humillaba y golpeaba
constantemente. La rabia ardía en los ojos de Mathias, pero nunca intentó
devolver un golpe. Apretaba los puños, se mordía el labio. A veces dejaba
escapar frases en el idioma ancestral de su madre, pero en susurros, como una
plegaria. No sabía entonces el basto alcance de su poder.
Una noche, antes de dormir, lo invité a
fumar. Era enero de 1945 y había rumores de una posible evacuación. Los
soldados estaban enloquecidos, quemaban papeles, destruían evidencias. En
cualquier momento nos iban a liquidar a todos. Estaba convencido.
─Todos vamos a morir. ─dijo Mathias.─Pero
no tiene que ser el fin.
─¿A qué te refieres?─le pregunté.
El chico expulsó el humo entre los
labios y respondió con una interrogante:
─Maurice, ¿y si pudieras vivir para
siempre?
Me encogí de hombros. Le dije que no
temía a la muerte.
─Pues yo no pienso dejar que esos hijos
de puta ganen. ─contestó Mathias. ─Los enterraré a todos.
Sonreí ante su delirio.
─¿Y cómo piensas lograrlo?
─No tardarán en llegar los soviéticos. ─dijo
Mathias. ─Sólo tenemos que vivir hasta entonces. Además...
Llevó una mano a su bolsillo y extrajo
un raro objeto. Tenía forma de muñeco hecho con ramitas y trapos.
─Aprendí un hechizo de mi madre. ─susurró.
─Nos lo dio a mi hermana Helene y a mí, en caso de ser capturados. Sólo
necesito poner unas gotas de sangre en ellos y atravesarlos con un alfiler.
Nadie podrá matarme.
Solté una carcajada.
─¡Eso está muy bien! ¿Puedes fabricarme
uno?
─Ya está hecho. ─me aseguró el Africano
con una gran sonrisa. ─Hay cuatro amuletos bajo las tablas de mi cama. Cuando
sea ejecutado, búscalos. Sería una pena que alguien los echara a la
basura.
─¿Crees que te matarán?
─Sí, desde luego. Están hartos de mí. Si
no fuera una bestia de carga tan eficiente, ya me habrían eliminado.
Asentí con la cabeza.
─En efecto, eres más útil que un judío
avaricioso, un rojo o un marica. Pero de ahí a que seas también mago... Vamos,
Matt, no me vengas con cuentos. Nadie sabe cuando va a morir.
─Es verdad. ─admitió Mathias. ─Desconozco
la fecha exacta, pero es un hecho. Klaus, Jonah, Alec y tú son mis únicos
amigos. No sólo aquí, sino en todo el mundo. Crecí en un país de blancos y,
excepto Klaus, mis padres y mi hermana, nadie me vio como un ser humano. Es
extraño que en un lugar como este encontrara verdaderos compañeros.
Boté la colilla del cigarro y la aplasté
con mi bota. Empezaba a perder las suelas.
─Vamos, no te pongas sentimental. ─le
dije.─Llevamos una relación de negocios, nada más.
Mathias sonrió.
─Ya sé que eres un tipo duro. No tienes
que ir con esa actitud de salvaje todo el rato. Déjame recordarte que llevas un
triángulo rosa justo encima del negro propio de los criminales. Y no por eso te
he menospreciado alguna vez. Es ridículo juzgar a la gente por semejantes
tonterías. Si a eso le llamas ser sentimental, entonces me declaro
culpable.
Escupí al suelo, sin mirarlo.
─Muy bien. Te van a matar, Africano. ¿Me
puedo quedar con tus botas? Usamos la misma talla.
Lo escuché reír y alejarse de vuelta a
la barraca. Fue la última vez que hablamos.
El capitán H siempre fue una bestia,
pero desde que era evidente el fracaso de la guerra, sus arranques de furia
iban empeorando. Una vez le disparó a un tipo que no se quitó la gorra lo
bastante rápido al verlo pasar. También le abrió la cabeza a golpes a una
chica... porque sí. Nadie estaba a salvo.
Esa noche nos reunió a los cinco en un
lugar apartado, acusándonos de robar mercancías. Con él venían unos soldados
muy jóvenes con fusiles y palas. Nos dieron una golpiza y más tarde el capitán
ordenó que caváramos una fosa.
─¡Entra, Africano!─le gritó a
Matt.
Él se arrastró como pudo hasta el
interior del hueco. El corazón me latía violentamente. “Vamos a morir”,
pensé.
─Ya estoy cansado de ver tu cara de
mono, Africano. ─dijo H y lanzó un escupitajo a la fosa.─Esta noche vas a morir
y tus amiguitos van a enterrarte.
Sentí alivio, luego pena. No podía
mirar el agujero. Alec me agarró la mano, pero lo aparté de un empujón. Klaus
no podía contener la risa. Le dio por eso al cabrón.
─Soldados, preparen armas. ─indicó el
capitán.
Los jóvenes soldados parecían más
nerviosos que el condenado. A uno se le resbaló el fusil de las manos y el
capitán le dio un puñetazo en el estómago. Con la respiración entrecortada, el
chico recuperó su arma y se alistó. Mathias Kretschmer los miró todo el tiempo
a los ojos.
─Apunten...
En el último instante, el Africano me
habló:
─¡Maurice, no olvides coger mis botas!
No lo miré.
─¡Fuego!
Hubo una descarga. Klaus se echó a
reír.
─¡Entiérrenlo y vuelvan a sus barracas!─gritó
H.─¡Y si vuelven a robar los mato!
Después se marchó. Los soldados a cargo
del fusilamiento se quedaron a supervisar el entierro. Uno de ellos vomitó. Su
compañero más cercano le dio una bofetada y murmuró:
─No seas marica, o te matará a ti
también.
Agarré la pala de forma mecánica y empecé
a echar tierra. No podía mirar la cara sonriente de Matt. Klaus lloraba entre
risas y se golpeaba a sí mismo con ambos puños. Lo sujetamos para evitar
que se lastimara y acabamos de cerrar la tumba. Después los soldados
nos escoltaron de vuelta a la barraca. Dejé a Klaus en brazos de Alec y fui a
buscar los extraños muñecos de Mathias. No sé por qué los guardé. Parecían
basura.
Días después me reuní con los muchachos
y les propuse realizar un pacto. Entregué a cada uno un muñeco de ramitas y les
indiqué ponerles su sangre.
─Mathias creía en la magia. ─dije. ─Será
una forma de honrarlo.
Jonah y Alec no dudaron en realizar el
encantamiento. Klaus, sin embargo, padecía temblores continuos. De alguna forma
consiguió pincharse el dedo con el alfiler y poner sangre en el muñeco. Yo hice
lo mismo. Completamos el hechizo atravesando los amuletos con nuestros
respectivos alfileres. No se me ocurría nada digno que decir, así que dije
simplemente:
─Por Mathias.
Los demás me secundaron alzando los
muñecos:
─¡Por Mathias!
Klaus no pudo soportarlo y se echó a
llorar. Alec lo arrastró a su barraca.
─¿Para qué es el hechizo?─preguntó
Jonah.
─Vida eterna.─respondí. ─Ahora somos
inmortales.
─Eso es una ofensa a Dios.
─No pensé que fueras religioso, siendo comunista...
─Se puede ser muchas cosas. Judío y
comunista. Criminal y marica. Negro y alemán.
Suspiré.
─Es cierto. ¿Crees que el capitán H sea
algo más que un hijo de puta?
Jonah escupió al suelo.
─Ese no tiene alma. Va a pagar con su
vida.
Se arregló los anteojos y volvió a la
oficina. Por ese entonces ya habían enviado a gran parte de los prisioneros a
diferentes campos, para ser ejecutados en masa en las cámaras de gas. Muchos
niños desaparecieron. Las madres culpaban a los guardias de haberlos tomado
durante la noche. Tanto la fábrica de utensilios como la cantera estaban
desiertas. Mis colegas y yo habíamos pagado por nuestras vidas con lo obtenido
en el negocio de tráfico, pero nada era seguro. En cualquier momento podrían
ejecutarnos.
En febrero comenzó la temida evacuación.
Escuché los disparos en mitad de la noche. Guardé el amuleto cerca del
pecho y corrí. Fuera de la barraca estaba el infierno. El fuego de las hogueras
devoraba papeles y cadáveres por igual. Los soldados ejecutaban a hombres,
mujeres y niños sin distinción.
La enfermería nunca fue segura. Sin
embargo, fue al primer lugar que entré. No había nadie. Alec estaba en el
suelo, acostado en posición fetal. Parecía dormir, aferrando el amuleto
entre sus dedos. Vi un charco de sangre alrededor. Lo agité suavemente.
─Despierta, chéri, despierta.
Pero no abrió los ojos. Maldije al
Africano y su estúpido hechizo. ¿En qué momento llegué a pensar que
funcionaría? Sostuve a Alec y le hablé, no sé por cuánto tiempo.
─Maurice...
Me volteé sin prisas. Estaba listo para
recibir un balazo. Pero no era un soldado, sino Jonah quien me hablaba. Estaba
en la puerta de la enfermería.
─Han matado a Klaus. ─dijo con voz
temblorosa. ─Lo encontré... en el suelo... no... no pude hacer nada.
Dejé a Alec en una de las camas y lo
cubrí con sábanas, no sin antes mirar su rostro por última vez. Luego caminé en
dirección a Jonah, que temblaba y parecía a punto de echarse a llorar.
─Puedes estar contento.─le dije.─La
magia no sirve.
El judío movió de un lado a otro la
cabeza.
─Allá afuera es
un infierno. ¡Nos matarán a todos!
─Así es. ─respondí.─Estamos
condenados.
─¿Qué vamos a hacer?
Mientras hablaba, comencé a buscar entre
los instrumentos de la enfermería. Hallé unos bisturíes. Tenía claro lo que iba
a hacer.
─Mataremos al capitán H.
Jonah tardó unos segundos en
reaccionar.
─¿Matarlo? ¿Con eso? No seas
ridículo.
─Sólo necesito una oportunidad. ─respondí.
─Un golpe y estará acabado.
─Es imposible, Maurice.
─No tienes que venir conmigo. Quédate
aquí. Han matado a Alec y a los enfermos. No volverán. Yo me encargaré de ese
hijo de puta. Adiós, profesor.
Jonah no se movió.
Atravesé corriendo el fuego y los
disparos, buscando al capitán. Algunos soldados me gritaron, pero no les hice
caso. “Mátenme de una vez, cabrones”, pensaba. Ni una bala acertó. Llegué ileso
hasta su dormitorio. No había guardias y la puerta estaba entreabierta. Era
difícil contener el temblor que me agitaba. La rabia largo tiempo contenida
estaba a punto de explotar. Abrí de una patada.
No había luz. Con la claridad que
llegaba del exterior, distinguí un charco de sangre y tripas. Me costó superar
las náuseas. El capitán colgaba del techo por los tobillos, desnudo, con el
torso abierto y las vísceras desparramadas. Tenía vacías las cuencas de los
ojos y la mandíbula desencajada.
─¡Hijo de puta!─gritó alguien.
Giré lentamente la cabeza. Era uno de
los soldaditos del fusilamiento. Se estremecía con salvajes temblores.
─¡Hijo de puta!─repitió y me apuntó con
el fusil.
─No fui yo. ─alcancé a decir, antes que
la bala me atravesara la garganta.
De espaldas, sobre las tripas aún
calientes del capitán H, recordé París, especialmente un club que me gustaba
mucho. Sentado a la mesa, entre el humo de los cigarrillos, sostenía una copa
de jerez en la mano izquierda, mientras que la derecha envolvía la cintura de
una hermosa jovencita. Vi a los juerguistas de siempre, cantando y bailando. En
vano quise recordar la canción que repetían a coro las voces. Alguien me besó
el cuello y una voz masculina susurró:
─C’est la vie, mon ami.
No hubo luz al final del túnel, ni Dios,
ni ángeles. Sólo oscuridad. Al menos ya no sentía dolor. Eso fue lo mejor.
Estaba muy bien allí, en la nada, sin recuerdos, sin pasado, sin futuro. Casi
sentí rabia cuando aquella voz me trajo de vuelta.
─Despierta, tipo duro.
Parpadeé muchas veces, hasta
acostumbrarme a la luz del sol. Estaba en el suelo, a la intemperie. Había un
gran revuelo: perros ladrando, voces gritando en ruso o ucraniano, disparos. Me
puse en pie con gran dificultad, en medio del hedor a carne y pelo quemado.
Junto a mí estaba Mathias Kretschmer, el Africano. Traía el uniforme manchado
de tierra y sangre. A su alrededor había un coro de niños flacos y harapientos,
que tiraban de él y le llamaban “hermano”. Quise hablar, pero no pude. Me toqué
la garganta, en el lugar donde había entrado la bala. Sentí la piel
cicatrizada.
─No te esfuerces. ─dijo Mathias. ─Alec
extrajo la bala, pero tardarás un poco en recuperar tus cuerdas vocales.
Le di un puñetazo, después lo abracé.
Quería llorar, pero mis ojos estaban secos. Alec y Klaus también estaban allí,
vivos. El primero miraba alrededor con el asombro de un recién nacido, mientras
que el otro se balanceaba en el lugar y movía los labios sin emitir sonido
alguno. Jonah, de rodillas, oraba en Yiddish. Observé que ninguno traía los
triángulos de colores en el pecho. Arranqué los míos de un tirón.
Los soldados rojos habían invadido el
campo y disparaban a los perros que los fascistas dejaron al huir. Se acercaron
para ofrecer ayuda, o algo así, no entendí nada. Por toda respuesta, Klaus
abrió los brazos y empezó a cantar:
─¡Florecieron manzanos y perales sobre
la niebla! ¡Iba la joven Katyusha sobre la empinada ribera! ¡Iba la joven
Katyusha sobre la empinada ribera!
El poeta tomó del brazo a Mathias y
comenzaron a bailar en círculos. Los soldados rojos estaban ocupados
en la tarea de buscar sobrevivientes y socorrer a los niños, pero unos pocos se
quedaron a mirar y burlarse. Jonah seguía orando y Alec estaba sentado con la
cabeza entre las piernas. Me dejé caer junto a él y tomé su mano.
El Africano bailaba. A nuestro alrededor, los
cuerpos carbonizados de niños, mujeres y hombres aún despedían
humo. ¿Podría haber fabricado mil, cien mil o un millón de amuletos?
¿Podría haberlos salvado a todos? ¿Acaso valían más nuestras vidas? Ahí
estábamos, escupiendo a la cara de Dios, pero la saliva era amarga y al canto
del poeta loco respondían las voces apagadas de los muertos.
Excelente cuento de una joven escritora
ResponderEliminarExcelente cuento
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