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Los rezos perdidos

 

Salvador Palma Hernández

 

 

Tengo noventa años, más dos no vividos, la mitad de ellos los he pasado esperando tu regreso, no hay tarde sin que vaya al templo a pedir por tu regreso, pero ni eso ha servido para que te vuelva a ver, son rezos desesperados, se meten en los oídos del señor San José que está en la capilla donde hiciste la primera comunión una tarde de otoño cuando el sol se ponía en el horizonte con su amarillo anémico transparente. San José no me oye, sólo mira, no habla, como que sabe algo, pero no lo puede decir y parece recargarse en su callado, intentando consolarme.

Esa tarde de la primera comunión llegaste con el traje blanco que conseguí con la tía Anselma, pero antes de prestármelo,  advirtió que no lo trajeras puesto mucho tiempo, porque entonces podría pasarte lo mismo que a su hijo Rutilio, el que se murió ahogado en la noria cuando fue por agua, al pobre niño lo sacaron después de tres días, estaba todo descolorido, con los ojos  y la boca abierta, creo estaba así, porque le dio mucho miedo cuando caía a la noria y nadie escuchó que gritaba, ¡qué fea debió haber sido su muerte y cuánto gritó sin que lo escucharan! Dicen que los muertos gritan desde el más allá, tal vez todavía siga gritando y aquí ya nadie lo escucha, ¿es que los vivos somos sordos para los muertos o los muertos mudos para los vivos?, eso los sabré cuando me muera.

Dos años después, el agua de la noria sabía a lágrimas, terminó por secarse, pero en el borde, entre las piedras, crecieron unas plantas con flores rojas que parecían llorar. El lunes de Pascua, Hilarión, el loco del pueblo, las cortó, cuando bebió sus lágrimas se alivió de la locura, pero sólo vivió una semana en completa lucidez, murió pidiendo ser sepultado junto al niño ahogado, para platicar sus penas el día de los muertos.

Cliserio Cardón, te sigo recordando, eres mi hijo, saliste de mis entrañas, cuidé de ti, tomaste de mi leche, te arrullé, consolé tu llanto. No hay modo de que este dolor se calme, no se calmará nunca, tampoco se compara con el dolor del parto en esa tarde de enero cuando no alcancé a llegar al hospital, entonces viniste al mundo en medio del campo, como que tenías prisa por conocer esta vida, ¿será que sabías que no ibas a durar mucho? O era un anuncio de tu vida corta, una vida toda con apuraciones, no lo sé, sólo recuerdo que doña Rita, esposa de don Leoncio, quien murió de hipo, te fue a cortar el ombligo, me dijo al oído que te parecías a mi padre, más tarde llegaron unas gentes asombradas porque naciste en el campo, platicaron con doña Rita sobre un asunto de mujeres.

Cliserio, mis labios no volverán a saborear aquel mole del día de tu bautizo, ese mole hecho por mi comadre Josefina, quien no paraba de llorar cuando lo estaba guisando, tal vez presentía cual era tu destino, comenzó a cocinarlo antes de que saliera el sol, porque según ella, así tendría más sabor, mi comadre Josefina todavía un día antes de su muerte, me vino a ver, preguntó por ti, luego lloró, entonces dijo:

 ¡Ya no te volveré a ver al niño!

  Así fue, al otro día, murió señalando el camino por donde te fuiste, tal vez será que los muertos siguen el camino de los que ya se fueron o ven las marcas de los pasos de los que quisieron tanto y murieron primero que ellos, eso no lo sé, pero presiento algo de verdad en todo eso.

 Cómo me acuerdo de ti mi Cliserio, cuando de niño te reías, me pedías tortilla y atole de mezquite, con esa carita inocente me decías:

─Más atole mamita.

Corrías de alegría con tu jarro en la mano, dando carcajadas de risa, asustando a la calandria que venía todas las mañanas a visitarnos. El atole me enseñó hacerlo tu abuela, quien nos quiso tanto, a veces la miro todavía sentada en su fogón, tiene los ojos tristes,  nada más me mira, sale de la cocina sin decir una palabra, se pierde por muchos días o meses, después regresa sin avisar, acompañada de tu tío Rómulo, al que los cristeros enterraron entre pencas de nopal, yo pienso que también ella te recuerda, no sé porque los muertos recuerdan a los muertos, tal vez no han hecho lo ordenado por nuestro señor,  “dejen que los muertos entierren a sus muerto”.

 Cliserio, mis años están llegando a su fin, no te he vuelto a ver, ni siquiera sé si volveré hacerlo. Duelen tus palabras, como las campanadas de los dobles de difuntos, duelen desde cuando dijiste que te ibas de bracero para el norte, a los Estados Unidos, de mojado, a alcanzar a tus amigos, que lo hacías porque aquí ya no había nada para ti, porque la muchacha que amabas se casó sin dejar de quererte… ni tu a ella, me lo dijiste llorando, casi te ahogabas en tu llanto, hasta empapaste el rebozo que usé el día de la feria cuando  mataron a un hombre afuera de la cantina, te cubrí con él para que no miraras como le había quedado la cabeza al muerto por tantos golpes.

Te dolió mucho que esa muchacha se casara, porque fue tu novia casi 3 años, aunque pienso que lo que más te acabó fue que se casara con tu amigo, el que llegó del norte con un carro nuevo, no le importó que fuera tu novia, según era tu amigo, déjame te platico, todos en el pueblo saben que ellos no viven juntos, él es  borrachín, ella ya no es bonita, tiene cara de amargada, el hijo que tuvieron  se parece tanto a ti.

Tu amigo vino de visita, platicamos un momento, en sus palabras noté la desesperación de un traidor, así se va a morir como perro con rabia, tal vez quiso preguntar si el niño de verdad será de él.

Hijo mío, te digo que todas las tardes he rezado por ti, tu papá se quedó sin voz desde el día que dijeron que habías muerto, a veces intenta hablar, pero tu nombre se le queda atorado en la garganta, yo siento que el norte robó una parte mía y aunque no conozco ese lugar, lo aborreceré hasta la muerte.

Han venido a preguntar por ti, cada vez que lo hacen, siento abrirse en mi alma una herida que no cierra, en ocasiones oigo el llamado tuyo, escucho tu risa entre los órganos del campo, los pájaros me consuelan, me invade la tristeza, a los rezos desesperados se les acaba la esperanza, las cuentas del rosario no alcanzan para consolar la pena que llevo ensartada en el alma, se entierra cada vez más, hiere demasiado, no sangra, punza en el corazón hasta causarme el más terrible de los dolores del cual nadie sabe. Siento la muerte cada tarde, si supieras hijo mío, no hay dolor más grande parecido a tu ausencia, la ausencia tuya no se cura, no tiene más remedio, sólo la muerte.

Quiero que sepas, en la casa tus hermanas siguen esperando el regreso, ponen siempre tu retrato junto a los santos, piden mucho a San Judas Tadeo para que te encuentre, en estos días se fueron a pedir por ti hasta su templo, tu hermana la mayor llegó de rodillas hasta su presencia, vi cómo le quedaron sangradas, pero ya se puso sábila en las heridas. Los hermanos siempre quieren a los hermanos, es porque vienen del mismo vientre, allí aprendieron a quererse.

Dicen que moriste, no he visto tu cuerpo, las noticias en el radio hablan de muchos muertos, los que intentaron cruzar la línea fronteriza, los asesinados por la migra, los abandonados en el desierto. Yo no aceptaré tu muerte hasta que no me demuestren la verdad, no vaya a ser que pase lo de Don Ponciano “El Güero”, de quien dijeron se había muerto en el norte, pero cuando se dieron cuenta solamente se había casado con una mujer para arreglar sus papeles y por eso lo dejaron de ver por mucho tiempo, hasta que llegó al pueblo un viernes de Dolores.

 Todos murmuran de tu muerte, hablan entre los caminos como si supieran la verdad, acaso no saben que para las madres un hijo no se muere nunca hasta que lo vemos con los ojos, los mismos que lo miraron en el parto.

Seguiré esperando tu regreso, algunos que han vuelto del  norte cuentan que te atropellaron en Los Ángeles, otros dicen que te perdiste en las drogas y el alcohol debajo de los puentes de San Francisco donde te mataron las pandillas, hay quienes juran haber visto como la migra te golpeó hasta matarte en las calles de un lugar llamado Sacramento, algunos más murmuran que padeciste una enfermedad desconocida, que de un hospital en Texas ya no saliste, aunque digan todo eso no habrá tarde sin ir al templo a pedir a nuestro Dios para que vuelvas, a llorar hasta cansarme,  él  escuchará, lo hará, tengo fe en eso, pero si no te vuelvo a ver, si mis ojos los cierra la muerte con su brazo frío, cuando me hable al oído con ese aliento helado, podrido para decir que debo ir con ella, mi señor me juntará contigo en donde te encuentres, no importa que aseguren que mis rezos, son rezos perdidos.

 

  

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