Café Don Pepe
José Antonio Martínez
Coronel
—Y lo que falta —agrega Yulianna.
Mariví escucha las voces de sus amigas mientras la
muchacha, en la otra mesa, vuelve a acariciarse el pelo ante su celular. El
sonido del ventilador cabecea cerca de la fuente sin agua. Le gusta aquel
ajiaco de azulejos, la expresión ausente del león por cuyas fauces hace años sólo
brota silencio.
—Ay, ¿ustedes se imaginan que nos ganemos un Obie?
Las dos miran a Yulianna.
—Serás tú, si logras subir —dice Andrea—. ¿Olvidaste
qué le pasó a la Fornés con Balseros?
—Mariví observa a la muchacha borrar de nuevo en lo que escribe. Llama a la
mesera, pide otra piña colada y sigue inclinada sobre el táctil.
Le gustaría caminar en Miami Beach. Sentir cómo el
oleaje borra sus huellas que también se borran en Ancón, la soledad de ir hasta
donde el mangle ya no deja avanzar y vuelve hacia la mole escalonada que había
visto crecer mientras el barco avanzaba de Casilda a la península, aquel
poblado de pescadores entonces sin paladares, sin un Martí orlado de wifi y las
ruinas de Santa Elena, luego el carata, pasar entre patios y portales junto a
la carretera, el cementerio, la escuela donde estudió para trabajar en el hotel
hasta que se cansó y volvió a la escena en la escena de una ciudad que no es la
de operación Jaula ni el cine Guamuhaya.
La mesera la observa. Le recuerda aquella del
Folies-Bergère. Su tatuaje diminuto en la muñeca aguarda el fin de la pandemia,
sin tantas mesas vacías en temporada alta. Le gustan los ojos de la muchacha,
con esa profundidad a lo Medea envuelta en el vellocino que desea Jasón.
Sonríe. Las voces de sus amigas emergen bajo la mata de mango, su tronco
cubierto de filodendros, los crotos en el cantero tras el muro de Boca y
Cristo:
—Un Obie por La
emboscada.
Yulianna remueve su tasa de café:
—Un Off-Off Broadway por La emboscada.
—¿La obra de teatro o la película?
—Cuando lo logres, me avisas.
—¿Y si la estreno en Bagdad, o Dublin?
—Mira, mejor actualizamos el montaje, ahora que La
Caridad volvió a ser teatro, y a ver cómo logramos que los turistas sepan que,
además de salsa y guaguancó en La Escalinata, también estamos nosotros, bajando
Rosario.
Recuerda la otra Plaza Mayor, cuando salir de su
casa en Chiquinquirá era un viaje por la ciudad antigua, sin rooms for rent y pocos grupos. Hasta sus
primos de Cienfuegos rechazaban ir allí sólo a ver casas viejas y una playa que
preferían en Rancho Luna, con la leyenda de la Dama Azul en Pasacaballos,
mientras subía Cañada, Cristo, Rosario y los arcos de la iglesia se unían a los
del Museo Romántico en la soledad de Terpsícore, el campanario de los
franciscanos, los flamboyanes en la plazuela del Cristo, con Topes de Collantes
allá lejos, sus piedras en las chinas pelonas hasta las losas bremesas de la
acera de los Zerquera, oír pasos tras el grueso muro de la casona que bordea
para subir Boca a Amargura en aquel silencio sin reguetón ni la trilogía de los
bares turísticos y estudiar en casa de su amiga era el pretexto que le permitía
disfrutar la inmensidad de la noche al cruzar la Plaza Mayor, bajar Rosario,
mirar la fachada del cine que fue teatro, las estrellas en su techo simulando
un cielo, derruido luego, el tornapunta con peligro de caer, por fin
restaurado, de nuevo teatro, sede de su grupo.
—¿Y tú crees
que a mucha gente le interese ver La emboscada
hoy? —Yulianna la observa.
—No sé si a mucha gente, pero es un testimonio. Sólo
que hasta los testimonios necesitan que les cambien el prisma para entenderlos
mejor. Mi tío combatió en Banao contra las bandas y ahora el que está en Miami
es él, porque uno de los que persiguió, después de cumplir, se quedó aquí y
sigue en las lomas de Banao.
Escucha la voz de la muchacha. Contempla el reloj en
la torre de los franciscanos. La esfera sur, rajada por el huracán, parece un péndulo.
—La vida, el metatexto de un hipotexto donde cada
esquina es la fractalidad de rostros tras la máscara —dice Andrea.
—El problema es cuando la máscara se convierte en
rostro.
Andrea y Yulianna sonríen.
—El problema de Aristodemo no es tanto la muerte de
Aretea sino que la suerte de Mesenia depende de cómo Theon manipula a los
sacerdotes de Apolo, y que hasta el propio Cleonte miente —Mariví revuelve su
café cortado—. Medea, al menos, traiciona por amor, pero Jasón es un jinetero
de la historia.
Andrea ríe. La mesera la mira.
—Yo quisiera ver la cara de quien se angustia por un
file de huevos a quinientos pesos y setenta una libra de frijoles mientras tú viajas
a la Cólquide, también luchando malanga y el puesto de vianda pero con este
cable a tierra del arte —la voz de Andrea simultánea al traqueteo de un
carretón tras el muro.
—Por eso, la puesta en escena debe ser el trabajo de
mesa y los ensayos, precisamente aquí, tan cerca de ese museo —y señala el
campanario de los franciscanos.
La muchacha ríe.
—Ojalá que su novio se la lleve —dice Yulianna.
—¿De dónde es?
—Creo que es un noruego… Da igual Granada que Oslo.
La cosa es irse y no seguir con sus clases de salsa por la izquierda después
del espectáculo folklórico. No es fácil salir de un balcón en Polvo Rojo a
menearte lo mismo con Ochún que Oyá y a ver qué te toca cuando se repartan la
propina del mes, más lo que paga el contrato.
—Suerte que es de aquí. ¿Te imaginas esa gente
alquilada? No digo yo si tienen que luchar paladares y clases no de salsa,
hasta de bembé y danzón si da la cuenta.
—Y Julio, ¿por fin viene? —Andrea enciende otro
cigarro.
—Está loco por venir. Quiere ir conmigo al Cobre.
Pero vivir de pcr en pcr no le hace gracia. Mira, ahora mismo, una de las que
toca en la Banda de Concierto dio positivo.
—Esto pica y se extiende.
Los crotos se entretejen a la mata de mango.
Recuerda las veces que entró allí cuando era un patio de familia y hablar con
Carlos Joaquín y Teresita resultaba un libro infinito, el anecdotario inmenso
que no escribió, su historia de las familias trinitarias, las del poder y las
que construyeron el patrimonio tan fotografiado a golpes de mojito y
explicaciones, volver a Chiquinquirá después de vivir en Cienfuegos, actuar en
el Terry, sentarse en la glorieta de Punta Gorda o ir a casa de una amiga en
Punta Gotica, el bramido de la termoeléctrica, la estatua de la Patria y la
Purísima Concepción en la fachada de la catedral ante un parque Martí solitario
hasta que el wifi creó islotes de visualidad promiscua a un archipiélago
existencial en la otra orilla de esa mirada que reconoce en la de la muchacha
hablando al táctil mientras acaricia su pelo laciado.
—No te preocupes. Las penas saben nadar…
—Perro huevero
aunque le quemen el hocico.
—¿Cualquier
lugar menos este?
—No tanto, aunque esto sea morir del cuento —Andrea envuelve un sándwich que la mesera acaba
de traer—. Este es para mi mamá. La niña hoy no va a almorzar. Su novio la
invitó a La Boca con sus padres.
—Le ha salido bueno —Yulianna revisa un mensaje.
—No me puedo quejar. Para como están las cosas…
—¿Y están? —Yulianna escribe. Luego, les enseña unas
fotos—: Esto es de antes de la pandemia, en Topes. Le encanta caminar. Bajamos
al Caburní. Yo pensé que me moría, pero cuando estás allí se te olvida el
tiempo. Llegaron dos grupos de turistas. Los pobres, pagan por estar solos en
el monte y siguen mirándose las caras en las pocetas que hace treinta años
veían sólo cubanos.
Andrea observa los azulejos en la fuente seca:
—¿Y él sigue de guía allá?
—Sí, gracias a Dios. Lo que más hace son las
excursiones a los cayos o los pantanos. Termina tarde, pero da la cuenta.
—Por eso, yo, cada vez que puedo, hago mis
excursiones. Total, ¿quién no mete una izquierda?
—Excursiones, cuando vuelvan las cigüeñas. Esto es
una pasmadera. Todo cada día más caro, o en mlc, que no es lo mismo pero es igual.
—¿Qué no está caro?
Andrea contempla la calle, los flamboyanes en la
plazuela del Cristo, sus bancos sin grupos cantando la guantanamera, el Chan
Chan, la canción del Che. Se sorprende al asomarse un turista, que vacila al
ver tan poca gente, se ajusta el nasobuco, pasa y se sienta bajo los crotos. La
muchacha lo mira, le sonríe, sigue susurrando al celular. Pasa un hombre con
una balita de gas al hombro.
—¿Qué haremos con el debate? —Mariví observa a la
mesera, que aguarda junto al extranjero.
—No estamos en el 68 —Andrea recuerda el patio, hace
un año rebosante de turistas.
—Precisamente. Ni teatro de escena ni al aire libre.
Nuestro montaje es el montaje, qué sucede mientras montamos la obra. Y si a
Domingo no le gusta, que se acostumbre.
—¿Y si lo contamos desde la madre? Después de todo,
quien sigue viva es ella y en el mismo lugar, que no es el mismo… Anoche vi de
nuevo La emboscada. Qué película.
—El silencio de Sísifo.
—Sí, pero hasta Sísifo se cansa de pan y cebolla —Yulianna mira a la
muchacha—. Esta cantimplora tiene huecos. Y seguimos en la vitrina, con tantas
orillas que tiene esta repisa. No aspiro a trabajar en el New Theatre de Coral
Gables, va y ni camino por la Quinta Avenida, pero me sentaré en la playa de
Broselianda, el mar, siempre el mar, entre el oleaje y los pantanos, extrañando
a Santa Dolores de Cabarnao y este café con sabor a patio.
—Entonces no te vayas. Tú sabes lo difícil que es
meterse en el mundo del gran espectáculo, y menos ahora que hasta los reality shows ni los miran con tantos
callejeros por el mundo.
Andrea observa las pinturas en las paredes. El naïf
de la mujer con el jarro de aluminio al hombre en el taburete, ajeno a la
mirada de ella que fluye por la ventana.
—Va y entro de animadora en un hotel. Él tiene
contactos.
—Una cosa es con guitarra…
—Y otra, que me dé un tareco de tanto luchar en
marcha atrás —Yulianna llama a la mesera—. Hoy invito yo.
El cantinero empieza a preparar el mojito del recién
llegado. Un totí se posa en el arco conopial de la ventana próxima.
Mariví desliza sus manos por la mesa. Se limpiará
con el gel antibacteriano, pero disfruta las irregularidades de la madera en
las que siente su mano al volver de la escuela y acariciar la pared de embarro
junto a su casa en Chiquinquirá. La recordaba en la curva de Gloria, el único
lugar donde Cienfuegos resulta oblicua, entre la carretera de Junco Sur y la
Calzada de Dolores, el camino al Jardín Botánico al que tanto llevara a su hija
y ahora es abuela y su nieta juega bajo los árboles del parque Villuendas, las
mismas caobas y pérgolas cuando gratuidades y subsidios no eran excesivos ni
indebidos.
—¿A qué hora nos vemos? —Andrea organiza el sándwich
en el bolso.
—Igual que siempre —Mariví se despide de la
cocinera, afanada en el pedido del turista.
—Ojalá no falte nadie.
—El que falte, se lo pierde —Yulianna abre una
carpeta.
—¿Te quedas? —Mariví desplaza un poco el taburete.
—Sí, a ver si le escribo algo… También quiero
descargar unas cosas de Escambray y La Yaya, y una entrevista a Jodorowsky.
Andrea va al baño. Mariví se acerca a la fuente. La
mirada del león parece un lamento. Se pregunta cómo será estar en la fuente
Pirene, sin Belerofonte ni el templo de Sísifo cerca del Ágora de la Plaza
Mayor, Pirene y Guanaroca en la amniótica bahía de la memoria, siempre entre el
Cristo de Veracruz y el de la Humildad y la Paciencia, de nuevo Rosario, Jigüe,
Cañada, Colón, hasta Chiquinquirá, donde dicen que vivió Plácido, en este urbanismo
de plato roto sobre misa fundacional y caneyes primigenios.
Se abre la puerta del baño. Andrea recoge el bolso,
mira el ventilador, dice algo de su edificio en La Reforma. Se acomoda el
nasobuco. La muchacha del táctil hace un gesto mohíno, al comprobar que
Yulianna no se va.
Una brisa baja de la montaña.
Las tres levantan la mirada hacia los árboles.
—Qué bueno —dice Andrea—, parece que va a llover.
Enero 25, 2021
Güines, Cuba
😍😍😍😍
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