Matanzas
Juan de Dios Maya Avila
Al poeta rebelde René Morales y a
mi amada Chula Prieta
¿Quién no
es malo en este mundo? ¿Y cuántos no quisieran ser buenos? O como dijo alguna: ¿de
noche, quién es dios? En esa noche oscura como la grupa de un potro ¿quién peor
que un matancero, el verdadero injuriador, el terror de lo vivo? ¿Es un hilo el que se corta, una luz la cual
se apaga? ¿Y la piedad y la lástima? No hay peor matancero que ése quien sintió
lástima por su víctima. La dubitación alarga la agonía. Se dobla en los
músculos el cuchillo del piadoso y de su piedad provendrá entonces el peor de
los dolores, uno que le hará al animal gemir en su mente: por favor, ya acaba;
por favor, mátame sin miramientos. Maldigo el caso contrario: al corazón frío,
a quien juega con sus víctimas haciéndolas sufrir gratuitamente, a quien veja
un moribundo. Pero más maldigo a quien pone como su primer pensamiento ante la
muerte al dinero. Salvo que la inocencia los exculpe. Y aún así dudo del que se
presume inocente, pues con sus cinco sentidos bien despiertos ¿qué tanto es de
verdad inocente el hombre? Lo he visto fácilmente huir hacia su inconsciente
por ser éste un escenario mejor para acometer sus atrocidades. El inconsciente
y la vigilia son dos pliegues de un mismo biombo, salimos de la luz, entramos a
la oscuridad y viceversa a veces con los ojos demasiado abiertos ¿entonces qué
es lo que no vemos? Come tu parte y no pienses demasiado en las palabras, no
vaya a ser que te atragantes, decían los maestros matanceros. Yo mato
demasiado, así que mi tiempo libre lo dedico a buscar amor. Por eso amo a las
mujeres. Y cuando termino de amar, lavo mis manos por si quedó sangre, miro al
cielo y suspiro fuerte, disfruto sentir el aliento divino que mantiene alerta
mis sentidos. En cambio, no me gusta matar, mas soy el mejor matancero y por
eso buscan mis servicios. La mayoría de las veces niego mis favores, aprovecho
el menor pretexto para no cumplir. Así, por ejemplo, con aquel que a las siete
de la tarde y bajo el quicio de mi portón rogaba lo siguiera porque su vaca más
gorda se retorcía moribunda en los confines de las cañadas a causa de una
desafortunada caída. Le dije que ya era muy tarde. Piensan que matar es
cuestión de rapidez. El estricto acto de encajar un cuchillo por supuesto que
no debe rebasar los cinco minutos si no quiere uno ser llamado verdugo. Pero el
tasajeo conlleva mayor pericia y en consecuencia: tiempo. Yo qué voy hacer
terminando de tasajear a un animal a la una o dos de la mañana y por si fuera
poco a mitad de las breñas, allá donde ninguno de mis hermanos humanos vive. El
estro de la sangre siempre despierta los rumores del bosque. Y aún con luna
llena, no alcanza la vista para rebanar correctamente la carne. El cuchillo que
con la luz opera obediente, en la oscuridad puede actuar en contra de su propio
maestro. Quien quiera partir la pierna de un cadáver a la medianoche, debe
cuidar sus propios dedos, amén de llevarse uno en la faena. Y los dedos no
retoñan. Esto, al parecer, muy pocos lo entienden. Piensan que uno por matador
no diferencia entre la luz y la tiniebla. Otro amigo me pidió un día que
hiciéramos cecina a un caballo viejo al que un rayo mató durante una tormenta.
Le respondí que el rayo ya habría chamuscado la carne. Mentira, el rayo apenas
quema la primera capa de la piel, y aunque el resto de la pulpa queda un tanto
amoratada, sirve para comer, máxime si se hace en cecina. Ya luego el sol y la
sal, los limones y el vinagre harán su trabajo domesticando el color del rayo.
A veces me arrepiento, me niego al principio, y al rato el cargo en la
conciencia me hace ir a revisar a los animales. Siempre es así cuando sé que
están moribundos y nadie hará por aliviar el dolor de la víctima. Hace algún
tiempo un toro se quebró dos patas y lo abandonaron vivo a la vera del camino.
Como yo no quise ir de inmediato, lo dejaron a que la inclemencia lo matara. Al
tercer día de escuchar habladillas acerca de aquel grotesco moribundo, decidí
tratarlo. Lo hallé inflamado casi a reventar, pero consciente. Sus ojos se
habían secado de tanto llorar. Cuántas lágrimas dedicó a su dueño durante las
frías madrugadas. Sí, caballos, toros, borregas, puercos, y yo pienso que hasta
los peces y los insectos lloran. El toro me regaló un bufido de agradecimiento
cuando lo sacrifiqué. Allí mismo lo destazamos, un aire malsano se desparramó
cuando le abrí el vientre hinchado. Su carne anunciaba la putrefacción en el
tono verde de la grasa y los tejidos inmediatos. Reparé en ello ante sus
dueños. Poco les importó. Vendieron la carne en los mercados de la ciudad.
Creen los malos carniceros que llevándose sus bestias enfermas lo más lejos
posible, se salvarán de comerlas. Pero esa carne que llega a los grandes
almacenes citadinos luego es devuelta empaquetada a sus lugares de origen con
una mejor presentación que convenza a los fáciles sentidos humanos. Poca res se
consume en los suburbios, menos marrano y casi nada de borrego, sí muchas
piezas desordenadas de équidos y perros que bien sazonados se esconden en lo
colorado del adobo embarrado generosamente. Al carbón el humo limpia toda
peste. Los más educados paladares han sido engañados; comió sucias palomas
placeras quien había ordenado pichones en su fina mesa y aquellos que hacen
gestos de asco ante esta insinuación, lo harán engullendo un bocado engañoso. Aunque
¿dejar la carne? Jamás. En qué se entretuvieran entonces los colmillos. Haremos
antes mil leyes en la hora precisa para protegernos, y las infringiremos al
minuto siguiente en cualquier mesa de cualquier tugurio. Lo asegura alguien que
no hace distingos a la hora de matar y que igual saca un filete bien rosado de un
can que de un semejante. A mis semejantes nunca los he matado, pero sabría de
donde sacar los más jugosos bisteces. Así que hoy mis manos huelen otra vez a
sangre y no a agua. Hoy, como cada día, me han convocado a matar. Esta vez no
quise dilatarme, pues se trata de dar muerte a un querido amigo. Un fino
potrillo que cada tarde, cuando volvía yo de la faena, se acercaba con la
inocencia de lo pueril a lamerme las manos. Su madre es una joven yegua cimarrona,
tostoneada, de carácter traicionero tirando a maldito. Parió hace un año al
mencionado potrillo, el cual resultó fachoso, brincador y sus ansias locas le
hicieron pensar que podía saltar las trancas del pesebre materno en pos de la
sabrosa leche que su madre de ubres lastimada le negaba. El potrillo atoró su
mano derecha entre los tubos destrozándose la rodilla. Dilataron sus dueños
treinta días, quizá cruelmente, esperanzados en que por tierno, el hueso de la
mano soldara y lo llenaron de medicamentos y anestesias las cuales sólo
escondieron el verdadero estado. Aquellos treinta días lo miré buscar a su
madre en espera de una respuesta, de un alivio ante ese dolor agudo, y la yegua
lo rechazaba como a algo imperfecto. Antier lo pateó y el potro cayó en un
roquedal donde se perforó la cabeza. Hoy lo hallé ya en franca agonía. Nadie
quiso levantarlo en espera de los carniceros quienes contaban cuarenta y ocho
horas de retraso. No aguanté ver así a ese animal, castigado por el sol, justo
frente a los potreros de su madre, devorado en vida por un abusivo hormiguero
que pacientemente extraía en minúsculos cubos la grasa del cráneo. Las moscas
rondaban por lo bajo y sus hermanos zopilotes por lo alto. Cuando me miró hizo
el esfuerzo por levantarse, la sangre se le escapaba por debajo de la lengua.
Le acaricié la crin, humedecí sus labios resecos, pues a un animal moribundo,
si es de ganadería, para qué darle agua, mucho menos alimento, piensan sus
dueños cuando se trata de hacer cuentas. Una lágrima alcanzó a otorgarme en
agradecimiento. Varias le regalé yo de las mías a quien fue mi amigo. La madre
relinchó. Le serví doble ración de
salvado para distraer sus rencores. También acomodé tablones en su pesebre
impidiéndole el horror de ver morir a su hijo. Escogí para el potrillo un
cuchillo pequeño como él, de hoja suave, aunque firme y se lo encajé detrás del
oído derecho. Cada estertor se dilató en el tiempo y en mi cerebro. Tres veces
encajé y tres veces removí el filito: en la primera el animal abrió anchos los
ojos como descreyendo lo que sucedía; él, joven entre los jóvenes, no debía
morir aún; al segundo encaje rascó en el polvo y pareció galopar por última vez
en su posición horizontal; a la tercera penetración rompí la médula y el
potrillo alcanzó su fin, el anunció fue un grueso mojón de cagada que se escapó
del ano inerte. Abrió también la boca para emitir un mudo grito de reclamo a la
vida. Un mudo grito que decía: nadie merece morir así. Con lajas apuntalé al
muerto patas arriba y lo dejé desangrarse en paz, mientras exigí a sus dueños
la primera de varias cervezas con la que pretendí mitigar el calor. Di un largo
sorbo y al empinar la botella mis ojos se posaron en el remanso que a esa hora
son los cerros verdes y el cielo tan despejado y azul. Escuché el escándalo de
las aves, porque deben saber quienes ya probaron la muerte que las aves nunca
callan, pase lo que pase en el mundo. Dejé la cerveza, tomé una charrasca y
circundé con su filo la primera rodilla y así partí las otras tres. Apilé los
cabos de sus cuatro extremidades a un lado, para los perros. Maldije esas patas
brincadoras que le llevaron a la muerte. La piel, una vez trozados los cabos,
cede como si se tratara de una camisa. Apenas estorba la grasa. ¿Cuál sería su
intención al alcanzar a su madre? Ya estaba grandecito como para querer beber la
leche. Querría acaso llegar a ella para comenzar a consumarse como macho. Dijo
aquel: con las primas, incluso con las hermanas, se llama ensayo. Pero con la
madre entonces sí es pecado. O habrá dicho: quiero conocer la raja de donde
vengo, como muchos de mis hermanos. Dicen: de allí salí, allí la meto. Sucede
con los hombres; con los animales debe ser igual. El sexo de las mujeres y de
las yeguas son iguales, sólo que uno más grande y el otro en cambio más peludo.
Los jóvenes en el campo acomodan cubetas donde trepan y cogidos de la grupa
alivian sus lascivias en las yeguas. Por eso gustan de los ejemplares más
viejos: son más dóciles, difícilmente han de patear al sentir aquello. Si ya
montó a su bestia igual da amarla. Las gallinas y las ovejas sirven para lo
mismo. ¿Acaso no es mejor que violar o terminar probando agujeros con los de
sexo semejante? Un gordo muy grande, muy alto, carnicero que echaba sobre sus
espaldas una res completa vino a preguntarme que si se lo había hecho a una
mujer por atrás: ¿no?, me dijo, pues es la cosa más sabrosa del amor, mira,
prueba conmigo. No me enojé con él porque lo conocía, pero le negué la ida,
cuanti más la vuelta, y le previne que
dejara de buscar hombre y si ganas tenía pues buscara un caballo. Lo dije con
la intención de que se dejara de visiones. No soy un instigador de ningún tipo
de revolución. Quizá él era un explorador de la vida y los exploradores no
conocen límites ni respetan fronteras. A la semana lo partió un garañón y dejó
regadas en la cuadra las tripas del gordo grande y alto, que ante la bestia
realmente resultó famélico y chaparro. Lo escucharon sus amigos, íntimos y
conocidos, a los que les había donado la tripa y a los que no. Ninguno quiso
ayudarlo. Al rato dejaron de escuchar los gritos. Alguno metió al garañón a su
pesebre y otro se ocupó con escoba y recogedor de las menudencias. Pensaron que
así se olvidaba el asunto. Estoy seguro que el aroma de la sangre no se ha
borrado aún de aquellas cuadras y cada día cuando llegan a trabajar ese olor les
echa en cara su ignominia. La sangre nunca se borra. Las ropas de los
matanceros siempre están salpicadas de gotas rojas indelebles. Una madre
recuerda en la memoria de su nariz los olores del parto y cuando le acercan a
su crío antes de verle el rostro tienen por obligación que reparar en el velo
de sangre que le cubre. Al potrillo lo acabé en más tiempo del que calculé. Sus
dueños, gente de dinero, lo mantenían bien alimentado y salieron tres peroles
atestados de carne lista para el limón y la sal. Ya ellos tendrían que tender
los tasajos al sol y lego venderla en la ciudad. Terminé en la noche y la luna
llena hacía brillar los blancos huesos pelados. Le abrí las trancas del pesebre
a la yegua tostoneada. En una ocasión distinta habría salido alegre a correr a
la pradera máxime que comió buen salvado y estaba sobrada. Pero el amor de las
madres me resulta triste y sorprendente a la vez. Se acercó con miedo al sitio
donde descarné a su hijo, agachó la cabeza hasta alcanzar el polvo sucio,
primero abrió anchuroso los huecos de su nariz para comprobar lo que ella sabía
y el pesado músculo de su lengua brotó del hocico y lamida tras lamida apuró
los charcos de sangre, bebió lo que de su creación restaba o fueron quizá las
últimas caricias que pudo darle a su potrillo muerto. La luna del cielo también
iluminó los oscuros ojos de la yegua que sin dejar de lamer la tierra me miró
profundo para decirme rencorosa: hombre malo, asesino del mundo, hijo de tu
puta madre.
Menuda sorpresa la lectura de semejante historia, que desde el título y hasta la frase final consiguió cautivarme. Con aparente desacierto en el lenguaje y en la verosimilitud la narración avanza y termina por imponerse, por establecer un mundo propio, con leyes y orden muy particulares, al punto que recuerda, por momentos cortos, el surrealismo de Juan Rulfo y Octavio Paz, por el pulso firme y la imaginación rica de este genuino matancero. Celebro esta inventiva poética y personal de Juan de Dios.
ResponderEliminarGracias, Abelardo, me llevo tus palabras en el corazón.
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