Los Delirantes
José Manuel
Rodriguez Walteros
Si miras el
planeta desde la ventana del noveno piso del Hotel Paris en Las Vegas la vida
duele menos que verla desde el suelo. Una cosa, Marcia Marcel, es ser como tú que
en este instante te subes en cualquier vejestorio de carro por diez dólares, te
inhalas un derecho a la vida, y ofreces con aureola flamenca un buen chupón con
final feliz y en una de esas y ya entradita en gastos que te rompan el orto una
vez más, y otra cosa es provenir desde el Saigón remoto y jugársela toda en la
ruleta como lo hizo el del cuarto vecino reventando las arcas del casino. Nunca
será lo mismo gritar de terror al fondo de una celda al escuchar los pasos que
se acercan y sabes a qué vienen y otra muy diferente es gritar de alegría como
gritó el saigonés rodeado de nosotros al ver de frente al dios de las apuestas
en cuatro y bien dispuesto a entregársele entero. “Eres mi mara”, le dijo a
Lucilene metiendo mano fuerte como todos los hombres de la tierra, o casi todos,
entre su blusa negra y niquelada. Mis amigos y yo, la banda delirante, vinimos
desde la ciudad vieja que se cae a pedazos buscando un faro abierto aquí en el
camarón de la nueva ciudad, vistosa y rebosante de apostadores bellos y
sonrientes. Las arañas panteoneras que somos trepamos por los muros buscando un
bar con gentes que se dejen timar, y en ese ir tras el sueño encontramos en la
gran puerta del París al hijo de Saigón que venía a la deriva de todo el
coletazo igual que una isla errante en la tormenta. En cuestión de segundos, el
ritmo de la calle no nos da mucho margen, decidimos convertirnos en su sombra y
su guía, más bien su mala estrella, hasta tener en claro qué podíamos sacarle
de provecho. Las risas y las copas se sucedieron como sucede el fuego. Marcia
Marcel, al furor del estruendo, se agachó y a contravía del tapabocas me
recorrió despacio mientras todos gritaban de alegría como chiflados. Sus labios
transitaron húmedos y calientes en mi sexo, por las heridas y las huellas que
habían dejado los cigarros al apagarse, y allí, en la noche de sábado y entre
el tumulto feliz que celebraba al saigonés desconocido, la Marcia, con su
cabello largo recogido, se elevo de la tierra y se acercó a mis labios. “Mi
piel es el desierto de Arizona y tú, guerrero colombiano, eres mi lago de agua
helada”, me dijo en un susurro. Por un segundo y como mala tierra se despojó de
todas las caretas. “Quiero que seas mi asesino”, me dijo con su acento de mujer
mexicana. El resto de la noche es un collage de aullidos y de billetes de cien
dólares al viento helado de este enero de muerte. Lucilene se apropió de la
escena de inmediato, en su papel de mara del jugador, y yo que la conozco bien
sé que hizo sus intentos de darnos la patada para quedarse a solas con el hijo
de Guanyin a gozar de las mieles del triunfo, pero no se le hizo la fiesta: la
serpiente tiene sus cascabeles bien clavados y a donde va uno se van todos. Al
fin y al cabo el saigonés, hecho y deshecho a la usanza budista del pensamiento
asceta, vio la luz en el final del túnel, y llevándose de a cuartos con la
madre fortuna nos dejó unos cuantos miles y una suite con una flor de vista y
se alejó con las manos unidas y la espalda encorvada en su mantra ancestral a
disfrutar su estela. “No digo Ho Chi Minh, yo vengo de Saigón”, nos aclaró
rotundo el ser de luz y sombra y de piel amarilla. Entre copas que van y copas
que vienen, el Jarrón, aun sobrio a su pesar en la noche de sábado, empezó a
buscar en qué boca iba a vomitar su vuelo bajo con sabor a estercolero
miserable hasta encontrarla. Como deshojando una margarita por aquí y por allá
se veían ancianas reinas de la noche estremecidas en su orgasmo cerdil de
sietes y de espadas, y el Jarrón, desde la colina de los hombres doctos en la
vida, las iba sopesando. Esta sí, esta también, hasta dar con la propia.
Sorpresas le trae a uno la vida y a veces se topaba con cada reina loca que nos
encandilaba, pero esta noche no. “Esta noche es nuestra”, recuerdo que gritó el
boricua pegado a una rubia alta como palmera y bastante sobria en el arreglo
para mi gusto. “Esta ya se ha vivido todos los veranos de Jim Morrison mientras
nosotros vamos en la peda”, pensé sumiso ante esa estatua anglosajona y vieja. “Meghan
no sé qué”, se presentó muy modosita y con un porte de duquesa boreal muy
estudiado. Lo bueno es que al calor de los tragos y de los arrimones que le
pegó el Jarrón perdió su compostura de reina de Inglaterra y terminó, lo juro
por mi alma, de cara a la pared y siendo clavada por un Jarrón eufórico y
ritual a la vista de todos. “En Las Vegas solo sobreviven los que no tienen
ticket de regreso, los neutrales se quedan en la acera. Aquí vamos en este
vagón los come mierda, los carne de horca, los verdaderos hijos de puta
delirantes, la escoria que se quita como caspa la capital del mundo enviándola
a este basurero de inmortales”, recita tal como lo hace siempre que esta
elevada Lucilene, la mujer paulistana de todos los colores en el cuerpo. Marcia Marcel me escribe que ya viene y
cargada de botellas. Cuando ella está borracha conmigo es una princesa de esas
de cuento de hadas. Me habla bajito, me muestra sus muñecas y sus cicatrices,
me putea por no haberle quebrado el cuello al enemigo en la guerra de todos, me
dice que mirarme a mí es como mirar una ventana al sol en plena oscuridad. Me
habla así, con los labios en los míos y con su voz de niña, y juro que a mi
pesar casi la siento frágil, pero al segundo se levanta, meándose de la risa, y
como siempre que deja ver su fondo, estrella una botella contra la pared
parisina donde tant@s han estado pegad@s mientras les meten ese animal filudo
que merodea las carnes, y vuelve a ser la misma enrolla calles revoltosa de
siempre. La Lucilene, que a nada dice no, sabe bailar la zambra sobre los
vidrios rotos sin herirse. “Tengo raíz en la África remota”, me dice en esos
ratos, “y las mías vienen del septentrión”, le respondo metido en mi papel de
domador de cualquier huracán. En la cama revuelta yace Lucilene desnuda y
penetrada. Con todo el sequito junto y frente al ventanal me siento el rey del
mundo. El Jarrón, tirado en la alfombra, lo recuerdo en un rapto de anoche
pegado a su jubilada gringa y calenturienta exprimiendo una maquina de las de
diez centavos, ronca como un tren seboso y la Meghan, hecha bolita en el
sillón, cubre sus carnes que ya casi le atraviesan los huesos con mi chamarra. “Vuelo
alto”, decía el Jarrón con pasta de estrellas hasta los ojos. “¿Ves Lucilene
cómo le tiemblan las manos al puto?”, le preguntaba yo a la mujer de los
cabellos azules y verdes mientras la penetraba con todas mis fuerzas como
rompiendo el castillo de naipes que me forma. Le envío un nuevo mensaje a la
Marcia Marcel. “Cuando acabes de revolcarte con la basura blanca de Las Vegas
boulevard sube al noveno piso y te traes los cigarros. Le das la vuelta al
guardia Marcia Marcel y te traes el sol devorador de Arizona contigo que aquí
haces mucha falta”. En la boca tengo atrapadas las monedas sucias del sueño, y
sin albur, parado en la ventana que da al arco del triunfo, pienso en qué sucedería
con los que me rodean si acaso por fin dejara el miedo y me lanzara de una vez
al vacío. “Aparte de estropearle el techo a alguna limusina no creo que pase
nada”, me dice desde la cama Lucilene. “La vida seguiría como siempre. Jennifer
Anniston va a seguir cagando diamantes como todos los días mientras tú te
desvaneces en la niebla del pasado sin hacer mucha bulla”. Medio poeta la
Lucilene juega con sus cadenas y sus aretes de gitana loca cuando habla. Sus
tres trenzas, ya que tres es el número ritual que trae la cábala de los
oscurantistas, según ella, irradian un azul de fondo de mar, y mirándola bien
esas piernas sin final son un aperitivo al aquelarre. Anoche me la tiré. No
recuerdo detalles, solo recuerdo el hecho de jugar con la argolla de sus pechos
y de saborear el frescor agridulce de su clítoris. Una sirena sonó a lo lejos mientras
la Lucilene aullaba como una loba en celo. Recuerdo la mirada rabiosa de Marcia
Marcel fundida en mí mirándonos coger desde el rincón profundo de la sala. “Basta
de soledades”, grito yo el domador de todos los balcones. Botellas y polvo de
estrellas para elevar a todo un regimiento saca la Marcel de su chistera. Qué
ganas de tomarla, llevarla, subirla, ponerla en la cama sobre mí y robarme su
alma para nunca estar solo. De una patada Lucilene despierta al perro callejero
que es el Jarrón y a empujones saca del sueño a su anciana que es una estatua
de arena y de lápiz labial. “Meghan de los ejércitos es hora de salir del ataúd”,
dice la Lucilene que para mí siempre será un montón del África profunda y
misteriosa. “Hueles a hombre rompiéndose por dentro, a camionero inmóvil”, le
digo yo mordiéndole su cuello a Marcia Marcel. A ella no le gustan las líneas
gringas para el hielo del sol, ella es a la antigüita, una cuchara y de una
desde la nariz hasta el cerebro el golpe de pulmón. “En mí se anida toda la Arizona”,
me dice en un susurro ya mandibuleando y con ganas de un abrazo fuerte. Quiero
decirle te amo, pero en este instante amo mas las ganas de vaciar la botella de
tequila y a eso me entrego. Todos tenemos llenas de perico las entrañas y nos reímos
de cualquier cosa. En el silencio del planeta dormido puedo escuchar el crujir
de dientes de los delirantes que me rodean al saborear el viaje. “Quiero beber sangre”,
es el grito de guerra del Jarrón que siempre nos antecede en la locura. Debo
aclarar que a pesar de venir de donde vengo no me dejo arrastrar tan fácil a
los fondos donde el Jarrón pervive, allí no hay nada humano. La Lucilene fue y
volvió maltrecha. Como tres días estuvo tirada sin hablar en el cuarto de todos
que es mi cuarto en un lugar de América salvaje y la Cheyenne Avenue en Old las
Vegas. Yo prefiero sentarme en lo oscuro a cortarme las venas y a imaginar
caminos. Por ejemplo me imagino viajando en la Greyhound y de pronto, en una
estación perdida entre la ventisca de Chicago, se sube al autobús desnuda la
Marcia y a golpes de culata renacemos los dos y para siempre en Tallahassee Road.
Cosas así sueño despierto para aguantar la muerte que me forma. A veces voy con
Kathy por el campo minado y me fundo en su cuerpo desnudo en un orgasmo y no la
llamo madre nunca más. Un golpe en la espalda propinado por la Lucilene me
regresa al presente. “Ven que el polvo de estrellas nos lleva a galopar camino
del nirvana”, dice dándose un pase. En un vuelo rasante y peligroso la Marcia
Marcel se acerca a la ventana con ganas de volar. Un rockcito clásico de esos
de espina larga nos carcome desde el televisor. “Venga la María Juana, venga el óxido, que la tierra se empeña en su
temblor sobre los cuerpos rotos en la trinchera sur”, cantamos todos en un
coro mutilado y enervante. “El cielo de Arizona está en tus ojos”, le digo a la
Marcel, desguarnecido de toda la armadura, rompiendo sus defensas. Sé que si
agarro el ritmo puedo hacer pasar el tren del desahuciado a través del portal
que enmarca su agujero sacro y apetecido. La Marcia, en éxtasis, me susurra no
pares hasta que el sol se ponga en Arizona. Los delirantes saben, por
experiencia propia, que no hay mejor gasolina que la coca para aguantar a
galope tendido la noche de los tiempos al compartir el sexo. Takataka takataka,
así rechina la madera de la cama cediendo a nuestro empuje. Filoso y descomunal,
el Jarrón en cueros abre la puerta y un vendaval de flores y de cuadros
hablantes nos llega desde el fondo del pasillo. La Marcia besa, muerde, se mete
todo el pito entre la boca, se levanta, y sentada sobre mí me abre la puerta a
todos los infiernos. “Lucilene no rompas las paredes con tu cabeza rota”, grita
de pronto, y todos nos reímos al ver a la brasilera de pelos de arco iris darse
contra los muros y al ver la mancha roja y tibia acrecentada sobre la alfombra
del París en fuego. “Basta ya de hacer líneas como los pinches gringos”, grita
Marcel con la cuchara llena. La música atruena el laberinto. “Mi lluvia del
desierto de Arizona, debes saber que yo también voy a romperte el orto tal como
te lo rompe toda la basura blanca de las calles”, le digo entre los labios, como
un rezo o un te necesito, a la mujer que viene de un México borrado de los
mapas directo hasta mi abismo. Al cabo
de los siglos el Jarrón, como una aparición que desciende del cielo trayendo
las tablas de la ley, se nos deja venir abrazado al saigonés entre dormido que
aun no atina a volver a la tierra viniendo desde el Shambhala sagrado de su
gente. Manejándolo como a un felpa de feria lo hace inhalar una y otra vez de
la caspa del Diablo. Su naricita púrpura y vietnamita queda untada de blanco. Con
movimientos torpes de hombre lanzado a su pesar hacia el despeñadero trata de
escurrirse del abrazo de oso del Jarrón pero es tarea imposible y de eso dan fe
la putas redomadas del Tropicana Way que a él y ni por broma lo dejan acercarse
a su sexo donde cabemos todos los grises habitantes de la noche. Harto de
luchar el saigonés se llena de visiones. “Para bajar ese terrón de sueños no
hay nada mejor que una botella nueva de tequila”, dice la Lucilene embutiéndole
el pico a fondo blanco. El jarrón, entre nubes, abre la maleta y una explosión
de dólares se viene sobre el mundo. Después de un rato largo ya no hay ni
telarañas que inhalar. Ya nos hemos bebido el cielo raso. Reímos como locos y para
hacer más patente la locura le hablo de amor a la Marcia Marcel y le prometo un
hogar en la ciudad de Long Beach. Uno a uno caemos sobre el cuerpo, ya en pleno
rigor mortis, del saigonés. Me abrazo a la Marcel y me viajo profundo tomado de
su mano. Antes del fin rotundo abro los ojos y me llevo la imagen de una Meghan
en su papel de reina de Inglaterra que se marcha doblada por el peso de la
maleta que viene de Saigón. “Nunca de Ho Chi Minh”, nos aclaró el difunto en su
momento. Después de esa visión ya no me queda nada. Todo lo que contemplaré en
la eternidad será el puro desierto inmóvil de Arizona.
José Manuel Rodríguez Walteros
Participante de lujo, Joé Manuel Rodríguez nos presenta una pieza narrativa con la maestría en el lenguaje y su libre fluir de su obra. Esa es obra de contemporaneidad, de alguien maduro como escritor.
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