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Mostrando entradas de enero, 2021
  Mi calle está que arde Ghabriel Pérez     No salgas. Comenzó la barricada. Acabo de ver cómo le abren la cabeza a uno con un orinal de aluminio, mientras otro se desangra a los ojos de todos después de un palanganazo. Una mujer ha lanzado una olla con agua caliente desde su balcón. Otra, la lata de clavos con los que restauraba su ventana. Le pegaron fuego a la ceiba de la esquina. Están gritando esto y lo otro. Y aquello que nadie imaginó. No salgas ahora. ¡Ni se te ocurra! No es prudente. Intentaba fumarme un cigarrillo y alguien acaba de dejarme con las manos vacías. Pasó tan rápido que apenas pude ver si era hombre o mujer, niño o niña. Mejor quédate en casa y busca en las noticias de la radio, pues tendrán que poner algo de lo que está ocurriendo. No hay como escapar de esta realidad. Todos están grabando desde sus celulares. Asaltaron la guagua que cubre la ruta de la P1. Encañonaron al chófer. Lo obligaron a subir el volumen del equipo donde escuchaba a Los Pasteles Ve
  Cuando no hay nada que escribir   Walter Caicedo     No sé, por cuanto tiempo he estado sentado en la silla de madera con espaldar de cuero, rodachinas de goma, y con los codos apoyados en mi viejo escritorio de metal de grandes gavetas negras y manecillas de nácar blanca, tratando de escribir un relato para el periódico El Universal de la ciudad de Cartagena, pero no he encontrado como evitar observar la hoja en blanco que me tiene exorcizado. Por más que he intentado con varios temas y situaciones cotidianas, nada me ha llevado a decidir cuál de todas puede ser una buena idea. A ratos, he tomado el lapicero transparente que deja ver en su interior la tinta negra que parece no tener ninguna intención de salir. Otras veces, me he parado frente a la ventana de madera pintada de blanco, con barrotes torneados, propios de la arquitectura del siglo XVIII, para observar como entran los barcos a la bahía, y las lanchas y pequeñas embarcaciones artesanales haciendo su recorrido
  Matanzas Juan de Dios Maya Avila   Al poeta rebelde René Morales y a mi amada Chula Prieta   ¿Quién no es malo en este mundo? ¿Y cuántos no quisieran ser buenos? O como dijo alguna: ¿de noche, quién es dios? En esa noche oscura como la grupa de un potro ¿quién peor que un matancero, el verdadero injuriador, el terror de lo vivo?   ¿Es un hilo el que se corta, una luz la cual se apaga? ¿Y la piedad y la lástima? No hay peor matancero que ése quien sintió lástima por su víctima. La dubitación alarga la agonía. Se dobla en los músculos el cuchillo del piadoso y de su piedad provendrá entonces el peor de los dolores, uno que le hará al animal gemir en su mente: por favor, ya acaba; por favor, mátame sin miramientos. Maldigo el caso contrario: al corazón frío, a quien juega con sus víctimas haciéndolas sufrir gratuitamente, a quien veja un moribundo. Pero más maldigo a quien pone como su primer pensamiento ante la muerte al dinero. Salvo que la inocencia los exculpe. Y aún así
  Orgullo de isla   Fernando Lobaina Quiala     El respeto a las diferencias engrandece. En ocasiones,   el orgullo solapa al autoengaño.   Los sueños   A l llegar, dicen que estamos condenados a desaparecer. Nos llaman los Robinson Crusoe. ¡Cuán distanciados están de la realidad! Acaso pretenden desconocer que mientras se vive, sin que importe dónde, todos estamos condenados al indeseado final. A una muerte segura e impuesta, pues la sutil diferencia entre la ejecución y la muerte por otras causas es que, en la primera, son los humanos quienes te asisten sin pesar; en la otra, es el caprichoso discurrir del tiempo. Además, argumentan con reproches que la isla es muy pequeña. Y sí que lo es; pero singular y única. No como otras, rodeadas de agua salada; sino dulce, cristalina y límpida. Dulce como ninguna, porque la sal es una de las poquísimas cosas que fue prohibida hace mucho tiempo y se impuso la singular costumbre de endulzar los alimentos, que de esa forma se
  Maldita circunstancia Alberto Guerra Naranjo                                                       Sobre olas de cinco metros, El vikingo intentaba saltar como nunca. Pretendía, ante la mirada inquisitiva del grupo, que su tabla lo acompañara orgánica, ligera, natural, en su salto de trescientos sesenta grados. Y para lograrlo, El vikingo calculó la mejor de las olas, como si fuera un auténtico nativo de Hawái, antes de que llegara James Cook a exterminarlos. Nadó cauteloso, agazapado, tomó impulso, se paró sobre su tabla y saltó, como mismo debieron hacer los hawaianos, varios siglos atrás, para caer sobre ese inglés. Minutos antes, El vikingo conversaba con el grupo. Discutían. Desde que lo habían descubierto fabricándose tablas, leyendo revistas especializadas, demorándose horas en el mar, lo bautizaron El Vikingo, y siempre terminaban debatiendo sobre surf. En Cuba eso no existe, compadre. Aquí no hay grandes olas. No venden buenas tablas. Eso es cosa de yumas, de rubio
  Cifras Lisbeth Lima Hechavarría    Uno nunca se prepara para cosas como éstas, aunque la biblia hable y profetice al respecto, aunque ya haya pasado otras tantas veces en la historia, uno nunca se prepara para esto, no, no lo hace. Esa noche mi esposo regresó a casa cerca de las seis, como de costumbre. Yo descansaba sobre el sofá, acurrucada entre almohadones mientras veía las noticias. Los comentaristas alertaban de lo que se avecinaba para el mundo entero en las semanas venideras. Hacía poco más de dos meses, en noviembre, en la ciudad de Wuhan, China, una nueva cepa de virus había colonizado la zona y se propagaba como la luz. Ya miles de personas habían muerto. Llevaba días un poco deprimida por las cifras que anunciaban a toda hora en el telediario, más cuando vi la primera noticia de caso positivo en Italia me levanté de un tirón y miré a Rodrigo asustada. Éste me tendió la mano y me abrazó. —Sí, querida, ya lo sabía —me dijo— en el hospital nos reunieron hoy para avis