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Orgullo de isla

 

Fernando Lobaina Quiala

 

 

El respeto a las diferencias engrandece. En ocasiones,

 el orgullo solapa al autoengaño.

 

Los sueños

 

Al llegar, dicen que estamos condenados a desaparecer. Nos llaman los Robinson Crusoe. ¡Cuán distanciados están de la realidad! Acaso pretenden desconocer que mientras se vive, sin que importe dónde, todos estamos condenados al indeseado final. A una muerte segura e impuesta, pues la sutil diferencia entre la ejecución y la muerte por otras causas es que, en la primera, son los humanos quienes te asisten sin pesar; en la otra, es el caprichoso discurrir del tiempo. Además, argumentan con reproches que la isla es muy pequeña. Y sí que lo es; pero singular y única. No como otras, rodeadas de agua salada; sino dulce, cristalina y límpida. Dulce como ninguna, porque la sal es una de las poquísimas cosas que fue prohibida hace mucho tiempo y se impuso la singular costumbre de endulzar los alimentos, que de esa forma se edulcoran nuestras vidas. Es pequeña, sí; pero vivimos orgullosos. Vivir aquí es como un sueño puro y eterno: se duerme con los ojos abiertos para que los isleños no dejemos de soñar. Esa dicha de no cerrarlos nos inhibe el despertar, y suaviza tanto la transición del ensueño a la realidad que se torna imposible percibir con precisión esa borrosa línea donde termina uno e inicia la otra, si se está en vigilia o todo es parte de un gran sueño.

 

El lenguaje

 

Residimos en pequeñas chozas familiares y sin importar el color de la piel, la raza, el sexo, el credo; disponemos de vivienda propia, todas idénticas. No hay iglesias ni templos; no son necesarios. Es absoluta la libertad de profesar cualquier creencia en el rincón preferido de su propiedad. Es tanta la autodeterminación y la justicia que no se requieren las cárceles, el aislamiento ni la tortura; si hay que purgar alguna pena, lo hacemos en el día a día, en familia, y en el confort de nuestro propio hogar; con acceso a todo, pues tampoco es necesaria la búsqueda de información y alimentos. Estos son seleccionados, procesados y depositados, cada mañana y sin costos aparentes, en la puerta de cada choza. Un ejemplar del mismo periódico y una ración similar para cada uno, sin diferencias; suficiente para considerarnos saludables e informados. Es en la mañana cuando cada isleño, después de tomar su ración diaria, utiliza el horario mandatorio de lectura gratuita para conocer lo que sucede en la isla y un poquitico más allá. Si hay que comentar algo, se hace en el más absoluto de los silencios, utilizando nuestro lenguaje común: el de las manos; sin molestar al prójimo y protegiendo el sagrado mutismo. Ese lenguaje, porque la palabra, al igual que la sal, es otra de las poquísimas cosas que fueron prohibidas hace mucho tiempo; tanto, que nos parece que siempre fue así. Por eso nos mirábamos a las manos, no a la cara. La boca se ha transformado en un órgano inerte, con funciones estrictamente reguladas y, en esas condiciones, los oídos han tomado una especial dimensión, utilizados solo para apreciar el tono de la risa y disfrutar la profundidad del sagrado silencio. Esta peculiaridad nos acerca a la perfección: al usar las manos para desarrollar una tarea, quedamos inhabilitados para la comunicación como entretenimiento y la concentración en lo que hacemos es absoluta. Por eso veneramos este lenguaje que ha demostrado superioridad en la práctica diaria. Solo tomar a un niño de la mano garantiza que la comunicación entre padre e hijo se torne completa e intensa; por demás, los abrazos y las palmaditas en la espalda han alcanzado su verdadera dimensión. Y qué decir de un buen apretón de manos como saludo: es capaz de expresarlo todo.

 

La igualdad

 

Todos somos iguales ante la vida, ante la muerte. Tras ella, cada uno es sepultado en el mausoleo a la obediencia. Allí se depositan los restos, sin lágrimas; porque el orgullo, como sentimiento, ha desplazado al llanto en esa memorable ocasión. En una misma fosa, con idéntico ritual y sin palabras de despedida; nada como la risa para sustituir al verbo en el doloroso momento. Ese glorioso día, y solo ese, se abren las rejas de las chozas y todo el pueblo sale, con orgullo y en silencio, a venerar la partida sin que importe quién ha muerto. Ser hijos de esta isla nos hace merecedores de idéntico tributo. Al salir nos tapamos un ojo, el derecho, para no ver más realidad que la necesaria. Así el contexto se enternece, pues lo vemos con el ojo del corazón. Caminamos de espaldas para evitar retrocesos, con pasos firmes, guiados por la referencia del ojo siniestro, y avanzamos lentamente hacia el futuro, hacia la muerte. Nos movemos por la sombra, donde todo es sombra, siempre alertas; preparados para, ante el menor de los riesgos, refugiarnos en el pasado sin esfuerzos aparentes. Caminamos seguros porque el fin no nos asusta: nos beneficia la gratuidad de una muerte asistida. Sin excepción, se nos enseñan las particularidades del final que nos asecha; y luego de un singular adiestramiento, ensayamos los síntomas hasta dominarlos a la perfección, quedando listos para enfrentar el destino, la consumación. Y al morir, con inalterable sosiego, se es merecedor de la reverencia de todo un pueblo. Dignidad sin llanto, porque este, al igual que la sal y la palabra, es otra de las poquísimas cosas que fueron prohibidas hace mucho tiempo; tanto, que nos parece que siempre fue así. Y sin razones para llorar, al nacer se nos provoca la risa, que es el único sonido humano que acompañará nuestras vidas. Sonido que, para orgullo nuestro, se monitorea en cada choza para sentirnos protegidos. Ante el menor síntoma de urgencia en la risa, hasta aquí llegan los que nos guían y protegen con los auxilios necesarios. Guías y protectores consagrados a esa benéfica función; que no son elegidos ni designados: nacen y mueren en el seno de una única familia, porque la vocación, cuando es verdadera, se lleva en la sangre.

Las razones

 

Se alarman con las prohibiciones por escasas que sean; en ocasiones, les parecen incomprensibles las razones naturales que las engendran. ¿Cómo no entender que las palabras son sensibles al eco que las repite? Lo repetido distorsiona y engendra dudas; y la imposibilidad de contrariar al eco hace única la solución: proscribir las palabras. Hablar es permitido, pero no hay palabras; solo silencio. Evidente lo de la sal. Es un contaminante para las aguas que rodean este orgullo de isla. Sin ella, nuestro líquido será siempre dulce, cristalino y límpido. Dulce, para que los barrotes de las chozas no se oxiden con el caprichoso discurrir del tiempo, estén relucientes y sean eternos; para que nuestras vidas no estén jamás al alcance del malvado enemigo que siempre asecha. La misma razón ha proscrito el llanto. Las lágrimas contienen sales, y aunque parecen inofensivas, ninguna magnitud es pequeña cuando se pone en riesgo el bienestar de todo un pueblo. Preferimos la risa, que tiene el mismo efecto. Solo la risa, sin sal, sin llanto, sin palabras; porque la ira y el dolor, cuando aparecen, es mejor expresarlos en silencio y con las manos. Las palabras suelen ser muy peligrosas cuando el oído ha sido acondicionado solo para apreciar la risa y disfrutar la profundidad del silencio; más aquí, que cada silencio es disconforme. Sé que no lo comprenden y eso acrecienta su ingenuidad. Por eso nos piden que crucemos esas dulces aguas y vayamos a conocer su realidad, que según nos cuentan por acá, parece tan ajena como ustedes mismos. ¿Para qué ir en busca de otra, si nos basta con la nuestra? ¿Cómo readaptarse a los sonidos que profanan la quietud? ¿Por qué apelar a las palabras y no a las manos? ¿Cómo expresar la ira o el dolor con llanto, olvidando que también la risa y el silencio pueden expresarlo todo?

 

 

La salvación

 

Como habrán notado, al igual que los demás isleños, ensayo los síntomas de la muerte por asfixia que, por imposición, se ha hecho endémica en esta isla. Me inicié justo el día en que, sin razones aparentes, comenzó a escasear el aire y sentí que me ahogaba en tierra firme. Será una muerte agobiante, lo sabemos; en realidad, todas los son. Pero el comunicarnos con las manos nos alivia esta agonía, pues respiramos por la boca sin detenernos en los olores, dándole un uso digno a ese órgano, antes inerte y ahora salvador, porque al llenarnos de oxígeno hacemos más llevadero este martirio. Se sorprenden al ver cómo a todo un pueblo le falta el aire, comienza a ahogarse y languidece tierra adentro. Y mientras nos asfixiamos con la más absoluta quietud, son ustedes quienes, alarmados, imploran nuestra salvación. Pero, después de vivir entre la risa y el silencio, ¿acaso sería posible quebrar la costumbre de mirarnos a las manos y levantar nuevamente la mirada hasta llegar a la cara y escuchar con tranquilidad las peligrosas palabras que cualquier otra boca pueda articular? ¿Cómo cerrar los ojos al dormir, negándole a otros el acceso a nuestros sueños? ¿Cómo despertar en la mañana y abandonar el ensueño para enfrentar la cruda realidad? ¿Cómo mirar con ese otro ojo tan distante del corazón, que no enternece lo que ve y percibe más realidad de la necesaria? ¿Cómo aprender a morir en la diversidad y que nuestros restos sean sepultados en otra tumba que no sea la de la obediencia? ¿Cómo alejarse de esta isla, de estas límpidas aguas y seguir siendo uno mismo? Para qué ir en busca de ese aire de libertad, si es mejor que nos falte hasta la asfixia, a que se reduzca en una pizca nuestra dignidad. No y mil veces no; somos agradecidos. ¡Ustedes, son ustedes, quienes verdaderamente necesitan salvación!

 

 

 

 

Comentarios

  1. Hermosa "Oda" a nuestra isla. Felicidades!

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  2. ¡Muy profundo y magnifico! ¡Qué derroche de talento y habilidad de escribir mi hermano! Sabes perfectamente como elegir el camino idóneo entre los eventos sin perder la dirección general.

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