Intrusos
Eric Flores
Taylor
Afuera llovía,
por lo que el gato se coló, con esa discreción tan habitual en su especie, a
través de los cristales rotos de la ventana. Avanzar un poco y soplar, siempre
soplar —antes, durante, después de cada movimiento—, siempre soplar; la rutina
del ratón allá en lo profundo de la cocina. La intromisión de los nuevos
residentes mantuvo a la casa en alerta, pero decidió callar.
El gato provenía
de los sotos aledaños a la mansión. A su forma, era un animal salvaje —sin
dueño, sin hogar fijo—, aunque muy discreto y ajeno a costumbres gregarias.
Para el ratón, las dimensiones del palacete significaban libertad. Pocas veces
había tenido que retornar a un mismo sitio, por lo que sus leves soplidos nunca
llamaron la atención de nadie. Mas, la casa experimentó un resquemor ante la
coincidencia de aquellos opuestos. Quizás tumbaran la vajilla de porcelana
servida en el comedor o corretearan de un lado a otro de la sala provocando el
estruendo de muebles abatidos en sus persecuciones; muebles que —de otra
manera— una casa decente preferiría conservar callados.
La lluvia no
llegó a ser torrencial. Sin embargo, caía constante y recta sobre las hojas
sueltas del periódico disperso entre las tumbonas de la piscina. La hojarasca
de los arboles cercanos comenzaba a absorber la humedad de la precipitación
otoñal. El manto de naturaleza muerta había impregnado las baldosas de mármol
como una capa de sedimentos y con la llegada del temporal, la brisa ya no
podría arrastrarlo. A su vez, el agua de la alberca iba adoptando tonos de
pequeña corrupción tras la presencia de hojas en su superficie. Algunas
baldosas albergaban vestigios de hongos en sus bordes. Mientras, el asiento
inflable seguía meciéndose al ritmo de las diminutas ondulaciones causadas por
la llovizna.
La casa apreciaba
el silencio por encima de todas las cosas. Había tenido momentos de grandes
bullicios, de música estridente y numerosos visitantes. No obstante, el poco
tiempo que llevaba en calma le enseñó a apreciar su reciente estado. Tanto el
ratón como el gato no serían bien recibidos y la casa puso en evidencia su
protesta con un mudo desprecio.
Soplar era de
familia. Algo a llevar consigo, que lo identificaba. Los bigotes rozaban con
sutileza. Las orejas —avizoras— iban siempre en alto captando cada ínfimo ruido
o presencia cercana. Sus patas eran rápidas en la huida, lentas en la
exploración. Aunque el elemento de importancia continuaba siendo el suave
soplido. El aliento que adormecía el tacto hasta permitir un breve mordisco,
casi una caricia con sus dientes de acero. Una y otra vez, soplaba —antes,
durante, después— para no despertar a la víctima, para no revelarse, para no
olvidar que comer es el instante más peligroso de su existencia, pues nunca se
halla tan expuesto como cuando debe aproximarse al alimento. Un ratón sabe que
debe soplar para seguir vivo.
De los miles de
pelos en el lomo del gato, ninguno percibía señal de amenaza. Aquellas antenas
receptoras se encontraban en una paz atípica y esto lo hizo recelar. Moviéndose
con discreción, el gato inició su recorrido por la estancia. Con pasos gráciles
fue alejándose de la protección de la ventana, único lugar conocido que
representaba tanto entrada como salida segura en caso de emergencia. No lo
instaba el hambre —como al ratón— sino la curiosidad. Desde la distancia, la
mansión le pareció un lugar deshabitado y con la lluvia sus valoraciones sobre
el posible refugio quedaron acortadas a una veloz carrera hasta la abertura más
cercana. Apenas una fracción de segundo duró el impulso —casi involuntario— de
alzar la cola. El gato lo contuvo, no era tiempo de mostrar afectos. Ante él
estaba el misterio y una actitud discreta ofrecía más posibilidades de
apreciarlo que los vagabundeos de la presunción.
Callada, la casa
sobrellevó la lenta irrupción del rocío que se filtraba por los agujeros en los
ventanales. Pequeños orificios redondos de los cuales germinaban telarañas de
grietas irradiando los cristales. Solo en unos pocos sitios el vidrio terminó
cediendo y resquebrajándose en boquetes. Uno de ellos fue el adoptado por el
gato para infiltrarse minutos antes de que la lluvia decidiera seguir su
ejemplo. En otras partes, había sido la madera de largueros y cabios quien
sufrió perforaciones inesperadas. Por suerte, los hoyos no hicieron hogar en
los tablerillos —mucho más débiles que sus hermanos mayores—; de haber sido
así, la resistencia de los ventanales hubiera estado comprometida y ahora la
casa estaría por completo a merced del clima o —peor aún— al contagio con
muchos más visitantes de cuatro patas.
El plato con sopa
era una opción tentadora. Alimento sólido y líquido a la vez. El ratón esquivó
algunos cubiertos en su camino hacia la escudilla. La travesía fue como
atravesar un laberinto de piezas de metal —algunas afiladas, otras puntiagudas,
ovales y romas las demás. Desde el mantel, los olores de la comida caída
desviaron su atención. Un pedazo de pan —todavía sin moho—, una bandeja con
carnes, algo de tocino cerca, el aroma a huevo y la grasa y la jalea —abierta,
derribado su envase— y los dulces e incluso las frutas y los vegetales. El
ratón paró de correr. Su paso rápido entre los obstáculos fue convirtiéndose en
una marcha cada vez más lenta, en una delicada apreciación de tanta riqueza,
tanta abundancia... y ni sola estela de peligro. Sopló con suavidad —por mera
costumbre. Doblegado, quedó quieto en medio de la mesa —cual elemento perdido
de la vajilla o la cubertería—, pues era la primera vez en su vida que padecía
de esa letal enfermedad cuyo nombre es indecisión.
El amplio diván
era cómodo, confortable, cálido al recibir el cuerpo flexible del gato. Sin
embargo, él no demoró mucho su estancia sobre el mullido mueble. Avanzó hasta
sus límites y colocando las patas delanteras en el apoyabrazos, se alzó para
saltar a un butacón tendido de lado. Desde allí, descendió por la piel del
respaldo sosteniéndose con sus garras. Los profundos arañazos se enmarcaron en
la superficie de la tapicería, pero al mismo tiempo afilaron un poco las uñas
del gato. Esto lo complació. Le hizo nacer el deseo por la estructura de
mueble, por emplearla para el beneficio e higiene de sus garras. Después de
todo, en el espacio formado por el respaldar, el colchoncillo del asiento y la
tupida alfombra, existía una sensación de sosiego que lo invitaba a
holgazanear. Cualquier gato aceptaría, pero él se negó a hacerse un ovillo de
pelo en un sitio donde continuaba vivo el calor de los perezosos dueños de la
casa. Aun siendo discreto, un gato no iba a permanecer demasiado tiempo en un
mismo lugar.
Fue entonces que
el ratón salió de la cocina y el comedor. En un acto de máxima voluntad, había
desdeñado la comida despilfarrada. «No hay nada más amenazante que lo
inofensivo», le gritaban sus instintos ancestrales. El gato no lo vio enseguida,
pero sintió la invasión a lo que ya a consideraba su señorío. Por su parte, al
adentrarse en el salón, el roedor distinguió la figura y el olor del enemigo.
Su reacción fue huir escaleras arriba. Retroceder ponía en riesgo la madriguera
en el closet de la cocina. Era preferible escapar a otras zonas y distraer la
atención del cazador. Con algo de suerte, eludirlo entre las recamaras
superiores no sería difícil. Raudas, las patas del ratón escalaron los lujosos
peldaños. No miró atrás ni una sola vez y para cuando el gato resolvió seguirlo
—por simple aburrimiento— ya se encontraba en el piso superior de la casa.
Ahora la correría
de aquellos dos —que antes hubiera catalogado de temporal— empezaba parecer una
ocupación en toda regla. La casa y su silencio se cargaron de ansiedad,
nerviosismo, conmoción. Si bien en las habitaciones de la planta baja podían
localizarse huellas de la historia del edificio, los cuartos de arriba
ocultaban secretos vergonzosos. Para ella, el desorden de los dueños, sus confidencias
y misterios, deberían quedarse tal y como estaban.
No obstante,
aunque el ratón pasó de largo en su aterrado intento por escabullirse, el gato
se tomó su tiempo para realizar el ascenso. La casa advirtió molesta como el
felino iba desplazándose con lentitud de escalón en escalón. Pocos antes del
descansillo, el gato encontró un objeto de metal con un aroma extraño —mezcla
de grasa y combustión. Lo ignoró. Uno de los motivos fue el desagradable
aspecto de aquello, pero en especial, porque varios cientos de pelos se le
erizaron. El espíritu de la amenaza vivía en el objeto inanimado, haciendo que
el gato siguiera de largo.
La plataforma del
descanso estaba plagada de cilindros dorados de pequeñas dimensiones. El
explorador de cuatro patas asumió que eran vástagos del objeto que acababa de
dejar a su espalda, pues también poseían el efluvio nauseabundo que tanto le
molestó. Puso gran cuidado en desplazarse con discreción entre ellos. No tenía
en sus planes ensuciarse con el vaho que cual pozo de azufre emitían los
diminutos objetos.
Más que soplar,
ahora resoplaba con fuerza. Su especie era resistente a la hora de correr para
salvar la vida. Eso no significaba que fueran inmunes al cansancio, la fatiga,
la agitación. Los metros recorridos en constante ascenso —en constante alerta—
habían consumido gran parte de sus energías. Era el momento de recurrir a un
escondite. Por desgracia, justo al final de la escalera, el suelo se encontraba
cubierto de una jalea coagulada que impregnó sus patas y vientre sin que
pudiera evitarlo.
Las manchas de
coloración granate serían un magnifico rastro para el gato —comprendió la casa.
En su interior, albergó la posibilidad de una inminente matanza que terminara
con parte de sus problemas. Sin embargo, no contó con la determinación del
ratón de vender caro su pellejo. El pelaje gris entró a una recámara cuya
puerta colgaba de un único gozne —los otros habían saltado de la madera—. Sin
siquiera pensarlo, subió por un borde del colchón. Medio jergón descansaba en
el piso delante de la cama, la otra parte aún cubría un trozo del lecho. Las
sábanas —mancilladas de bermellón— tenían rasgaduras. Incidente que aprovechó
el ratón para colarse por los agujeros de la seda y utilizando el camino
abierto por desconocidas herramientas, se sumergió hasta lo más profundo del
colchón. Allí, aguardó a que el destino resolviera que hacer con él.
El gato también
estampó sus patas en el carmín de la planta alta. Sus huellas siguieron las del
ratón, mas él se detuvo ante la puerta destrozada. La leve claridad filtrada
por los vitrales apenas iluminaba la entrada, el resto de la habitación
mantenía una velada penumbra. Aun así, los ojos del gato —curtidos en la
oscuridad— notaron los cuerpos —dos grandes, uno mediano, otro casi tan pequeño
como él— amontonados en un lateral. De ellos provenía la sustancia bermellón
sobre el piso y su inercia emulaba al resto de la casa —silencio, vacío,
inexistencia.
Cuando penetró en
la recámara, la casa supo que el gato estaba seguro de su triunfo. Adiós a la discreción,
bienvenidas las garras que abren surcos en la seda, que destrozan el colchón
hurgando en busca del intruso escondido en sus entrañas. Sonidos molestos
—comprendió la casa—; sonidos que hicieron abrir los ojos de uno de los
antiguos residentes. El gato —obstinado en su labor— no fue consciente del
despertar de la figura mediana. Tampoco llegó a darse cuenta de la sombra de
una mano dibujándose sobre él gracias a la tenue luz del umbral.
Por su parte, el
ratón había recorrido un laberinto de esponja y muelles hasta un rincón. Desde
allí escuchó la labor de las uñas y más tarde, el chillido espeluznante del
felino. Los maullidos de terror le llegaron alternados con golpes contra el
lecho revuelto —madera o tela, no importó. De repente, el gato enmudeció. Por
un instante, el ratón sopló aliviado, aunque con el corazón inquieto,
sobrecogido. Un peso cayó entonces sobre él haciendo que los muelles del
colchón se volvieran una trampa letal. Cual martillo sobre yunque, los saltos
se repitieron —una y otra vez— hasta que el ratón terminó vertiendo su propia
jalea como una mancha más reflejada en la sábana.
El ser —de pelo
largo y colorida bata— paró de dar brincos sobre el cuerpo inerte del gato y el
jergón. De inmediato, el mutismo de la casa le recordó lo que debía hacer.
Lento, llevó un dedo a sus labios e hizo un silencioso soplido. Después,
regresó discreto a acurrucarse con sus semejantes.
Afuera llovía
sobre la callada casa y sus secretos.
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