Cifras
Lisbeth Lima Hechavarría
Uno nunca se prepara para cosas como éstas, aunque la
biblia hable y profetice al respecto, aunque ya haya pasado otras tantas veces
en la historia, uno nunca se prepara para esto, no, no lo hace.
Esa noche mi esposo regresó a casa cerca de las seis,
como de costumbre. Yo descansaba sobre el sofá, acurrucada entre almohadones
mientras veía las noticias. Los comentaristas alertaban de lo que se avecinaba
para el mundo entero en las semanas venideras. Hacía poco más de dos meses, en
noviembre, en la ciudad de Wuhan, China, una nueva cepa de virus había
colonizado la zona y se propagaba como la luz. Ya miles de personas habían
muerto. Llevaba días un poco deprimida por las cifras que anunciaban a toda
hora en el telediario, más cuando vi la primera noticia de caso positivo en
Italia me levanté de un tirón y miré a Rodrigo asustada. Éste me tendió la mano
y me abrazó. —Sí, querida, ya lo sabía —me dijo— en el hospital nos reunieron
hoy para avisarnos.
Mi esposo era médico. Intensivista de uno de los
principales hospitales de Nápoles. Él tenía conocimiento de primera mano sobre
el tema, pero obviaba contarme al respecto para no contribuir con mi estado de
ansiedad ante la alarmante situación. Días atrás lo había escuchado hablar por
teléfono con un colega, mencionaba algo sobre la carencia de provisiones que
venía afrontando el país en equipos y medios, lo cual sería un duro golpe a la
hora de enfrentar lo que se acercaba. Sin embargo, a pesar de lo escuchado
aquella vez, y de las noticias y las cifras, él se mostraba tranquilo, confiado
de que no pasaría lo que en China. En aquel momento lo sentí tan seguro que
logré apaciguarme y creer que tenía razón, que estaríamos a salvo.
A la mañana siguiente cada quien prosiguió con su rutina.
Me desperté temprano, preparé a la niña para el jardín de infantes, ayudé a mi
madre con el desayuno y salí junto a Rodrigo en el coche, debía hacer algunas
compras. En todo el viaje apenas cruzamos unas pocas palabras. La niña se
entretenía con su muñeca y mi marido tenía la vista fija en la carretera, sin
pestañar. Yo iba con la cabeza recostada en el cristal mientras observaba la
ciudad tan tranquila. La gente tomando sus habituales cafés en las adoquinadas
plazas, otros riendo mientras miraban atontados sus móviles. Los chicos pasaban
corriendo entre el gentío, otros en sus patinetas. Me preguntaba si realmente
podríamos disfrutar tan ecuánimes ante la inminente crisis que se aproximaba.
No sabría explicar la sensación que abrazaba mi pecho en aquellos días, y eso
que tan solo eran la sombra de la catástrofe que ya tocaba a las puertas de
nuestra colorida y armónica ciudad.
—A ver, mi niña preciosa, ¿estás lista para entrar ya?
—le pregunté a Alejandra mientras le acomodaba las coletas y le daba un beso en
los mofletes—. Me incorporé y le apreté su manita entre la mía, caminé despacio
hasta la entrada del jardín donde la maestra esperaba a los pequeños. Me costó
más que nunca dejarla esa mañana, no dejaba de pensar en las cifras, ¿qué
porciento de esas cifras serían niños? No podía evitar preguntarme.
Caminé de vuelta al coche y aunque noté al entrar una
expresión rara en el rostro de Rodrigo, como de angustia terrible, evité
investigar y él tampoco hizo ningún comentario. Antes de volver a encender el
motor del auto me miró e hizo un gesto intentando sonreír. El camino hasta el
centro comercial se volvió interminable. Al bajarme le sostuve el rostro entre
mis manos, lo miré fijo a los ojos unos segundos, luego lo besé y le pedí por
favor se cuidara, como hago cada día, pero esta vez ambos sabíamos que no se
trataba de una frase de rutina, había súplica en mis palabras.
Al entrar en el complejo comercial, lleno de sus
fabulosas puertas mecánicas, sus inmensos pasillos y recovecos llenos de todo
tipo de cosas para comprar, el nudo que apretaba mi garganta fue relajándose
poco a poco y me extasié haciendo la compra. Acto mundano que disfrutaba
inmensamente cada semana. Entré a los mercados de comida y escogí coles
frescas, lechugas, brócolis, tomates grandes y rojos, naranjas para los jugos
luego de las dos horas de ejercicios en casa. Luego fui a los frigoríficos y me
estuve cerca de media hora eligiendo kilos de jamón y chorizo, quesos para las
pastas, carnes molidas, huevos, yogures, leches… Ocupar la mente en aquello tan
simple me evitaba pensar en las cifras, en el virus que se propagaba y en todo,
solo eran mis neuronas divagando entre aceites de oliva, jamones, especias con
esencias aromáticas y mi pasión por la cocina en su apogeo.
Al regresar a casa estaba más relajada. Me cambié y como
aún era pronto para preparar la cena, me puse en función de hacer mis
ejercicios. Así pasó la tarde, luego estuve leyendo uno de los libros de la
lista que había seleccionado para ese mes. Había logrado mantenerme todo el día
distanciada de la tele, evitando escuchar las noticias y el aumento de las
cifras, lo cual de seguro era un hecho. Mi madre llegó con la niña luego de
recogerla en sus clases de piano y yo ya estaba terminando la cena. Cerca de
las ocho y media de la noche, al ver que Rodrigo no llegaba, lo llamé por
enésima vez al móvil. Una vez más saltó el buzón de voz. —Vamos a comer —avisé
a mi madre y a Alejandra.
Era inicios de marzo, hacía tan solo tres días que habían
anunciado el primer caso de COVID- 19 en el país, ¿cómo era posible que la
cifra hubiese aumentado de forma tan brusca? 832 casos distribuidos en toda
Italia, y ya había otro número considerable de muertos. ¡Dios mío! Ya no
podíamos mantener la calma. Rodrigo me había escrito un par de mensajes. Desde
aquella noche que nos quedamos esperándole para comer, no había podido regresar
a casa. Estaban en cuarentena en el hospital. Llegaban casos constantemente de
sospechosos que al finalizar el día eran confirmados. España, Portugal,
Inglaterra y muchos otros países del continente comenzaban a elevar sus números
de contagiados. El virus fue declarado pandemia pocas horas después. Todas las
redes hablaban de lo mismo, todas las noticias, los canales. Las series y
películas eran interrumpidas a cualquier hora para dar notas informativas de
último minuto. Hacían un llamado a la población, debíamos comenzar a usar
mascarillas hasta para asomarnos al balcón, lavar adecuadamente nuestras manos
todas las veces que fuese posible y mantenernos en casa. Se avecinaba el toque
de queda. Pondrían en cuarentena a todo el país. Las muertes ya eran
masivas.
Intenté en vano mantener la calma. Rodrigo tenía el móvil
apagado la mayor parte del tiempo. Me había mandado a casa, con un interno,
unas bolsas con yogures, panes, biscochos y latas de pescado. En la nota que
acompañaba la jaba, de puño y letra suya me pedía por favor que comenzáramos a
sellar los marcos de las ventanas y las puertas con papel de nylon resistente,
que hiciésemos gárgaras con agua tibia y mantuviera a Alejandra alejada del balcón,
que la observara y ante el más mínimo síntoma nos pusiéramos la mascarilla y
corriésemos al hospital más cercano. Las personas con trastornos respiratorios
eran los más vulnerables y la niña era asmática crónica. Los casos reportados y
las cifras de muertos estaban siendo superiores a las que realmente daba tiempo
declarar. Corrí al closet a buscar el papel retractilar doble y mi madre me
ayudó a vendar los marcos. Por suerte era transparente, podíamos observar hacia
dos calles principales desde nuestro edificio. Pero estaban vacías, solo se
veían unas pocas personas en sus motorinas cargando con algunas provisiones
para la etapa de cuarentena.
Pocas horas después ya teníamos todo sellado. El tiempo
pasaba y yo apenas dormía. Por ratos entraba en pánico. No quería ver la tele,
pero era incapaz de apagarla. Debíamos estar informados. Por la ventana veía a
los vecinos asomados a la de sus apartamentos, con las mismas caras largas. Nos
mirábamos y nos hacíamos un gesto de fuerza y fe con el puño cerrado y moviendo
afirmativamente la cabeza. Pero cada vez que sentíamos los carros fúnebres, que
eran los únicos que estaban circulando por la ciudad, a cualquier hora, el
corazón se nos apretaba y solo pensábamos en que en cualquier momento podríamos
ser alguno de nosotros.
La semana entrante Italia fue declarada epicentro del
virus. En un solo día habían llegado a morir más de seiscientas personas ¡por
dios, qué cosa era aquella, qué desesperación! Ya no se asomaban al balcón la
misma cantidad de vecinos. Cada vez que sentía pasar un carro corría a la
ventana y en no pocas ocasiones entraron a los edificios adyacentes, incluso al
mío, a recoger fallecidos. En internet las personas desde sus casas hacían
videos conferencias, subían videos a youtube y preguntaban por sus familiares,
llorando, necesitaban respuestas. Los hospitales no siempre respondían a las
llamadas telefónicas, no daban abasto. Estaban trasladando enfermos a otros
municipios porque ya no había espacio. A los fallecidos los quemaban en fosas
comunes. Una mañana se llevaban a tu familiar con una tos seca y malestar como
una simple gripe común y nunca más volvías a verle. Era muy triste y
desesperante todo lo que estaba pasando.
Mi madre me preparaba tilas para calmar mis nervios. El
único momento en el que controlaba mi angustia era cuando pasaba tiempo con
Alejandra, angelito mío que quise mantener todo el tiempo al margen de cuanto
acontecía mintiéndole acerca de su padre, quien para ella estaba de visita en
casa de su abuela Gloria unos días. Con sus cortos cinco años estar todo el día
con sus muñecas y sus libros de princesas no era tan abrumador, pero pronto
comenzaría a preguntarme por sus amigos y la verdad, no sabría qué decirle,
porque no tenía ni puta idea de cuánto duraría esto.
Otra semana terminaba. Llevábamos unos cinco días en
cuarentena. Estaba terminantemente prohibido salir a la calle. Quien anduviese
deambulando era multado y hasta sancionado a prisión por incumplimiento de las
medidas higiénico sanitarias impuestas por el ministerio de salud. Pensé
entonces, como otras tantas veces, en los desfavorecidos, en los inmigrantes,
en la pobre gente que no contaba con las condiciones para estar a salvo de esta
pandemia, y se me hizo de nuevo el conocido nudo que ya vivía en mi garganta.
—Nora, la niña no se siente bien. No ha querido desayunar
—me dijo mi madre con los ojos vidriosos. Corrí al cuarto de Alejandra y
enseguida la noté un poco decaída. Estaba sentada en el piso entre los
juguetes, como cada mañana después del desayuno. No estaba llorosa ni la sentí
caliente, solo no le apetecía el biscocho, ni el cereal, ni nada, cosa rara,
porque para la comida tenía el uno. Un poco de dolor de cabeza sí tenía según
me dijo. —¿Dolor de cabeza? —me pregunté—, pero no quise ponerme paranoica. Lo
único que iba a conseguir era alarmar a mi madre más de lo que estaba y
descompensarla de la presión, que no había estado muy bien por esos días. Debía
esperar, verla evolucionar al menos unas horas. Los hospitales estaban
infestados, salir a la calle era una locura. Aunque llamase a la ambulancia lo
primero que preguntarían sería por los síntomas más notorios del virus y hasta
el momento la niña no tenía ni tos. Soy atea, pero a esas horas rezar fue lo
mejor que se me ocurrió hacer. Fui a mi habitación y me arrodillé frente a la
cama. —“Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre,
hágase tu voluntad tanto en la tierra como en el cielo… pero… hijo de puta, que
no sea tu voluntad quitarme a mi hija, que no lo aguantaré, que no… —dije mientras
comencé a golpear desesperadamente el colchón. —Ufff… voy a tranquilizarme un
poco, calma Nora, calma.
—Le he leído Cenicienta. Se ha dormido —me comunicó mi
madre en la cocina—. Yo estaba parada en la ventana retractilada que daba a la
calle del hospital. —He contado cuatro camiones cargados con ataúdes y ya voy
por la tercera ambulancia madre. A este paso no queda nadie vivo. Los
apartamentos de enfrente están cerrados la mayoría.
—Será porque la gente está encerrada y ya no se paran ni
a las ventanas de vidrio, querida. Tranquilízate.
—No, mamá. Gertrudis, Alicia, Román, todos teníamos
nuestras señas, nuestro modo de comunicarnos y al menos mirándonos nos dábamos
ánimo. Al menos para sabernos vivos. Esto es una pesadilla. ¡Coño, pero si tan
sólo han pasado tres semanas desde la última vez que salí y la calle estaba
llena de gente, se respiraba alegría! Cómo es posible dios mío, cómo es
posible, y así dices que crees en él todo poderoso, por qué cojones nos hace
esto mamá, anda, dímelo tú, que le veneras.
—Pues porque la humanidad es muy hija de puta, mija, por
eso debe ser.
—La niña —grité— está tosiendo. Corrí al cuarto y
Alejandra estaba sentada en la cama.
—Es un ataque de asma —dijo mi madre—. No te agites, ya
verás que se le pasa.
Le alcancé el inhalador y apreté el spray en su boquita
—respira mi vida, respira —le dije con los ojos llenos de lágrimas—. Prepara un
té de limón bien cargado, mamá.
Cargué a Ale entre mis brazos. La sentí un poco caliente.
Llamé a Rodrigo. No atendía. La octava vez que lo intenté, ya casi medio
dormida, sobre las dos de la madrugada, con mi pequeña aun entre mis brazos,
una voz de mujer contestó. —Nora, es Paty —me dijo la enfermera de la consulta
de mi marido— hubiésemos querido informarte antes, pero esto es una locura.
Andamos con unos trajes que parecen escafandras y mientras atendemos a todo el
personal enfermo no podemos tocar nada más que no sea…
—Habla ya Patricia, informarme de qué, donde está Rodrigo
—le pregunté eufórica.
—Rodrigo está aislado, Nora, se ha contagiado con el
virus. Ayer en la mañana cayó al piso mientras atendía un niño de siete años
que casi muere entre sus manos. Esto es horrible no imagin…
Comenzó a llorar y yo aparté el auricular de mi oído. En
mi estado de shock aún la escuchaba llorar desde lejos. Estuve unos minutos
sentada en la camita de Ale, con la vista perdida. Me paré, abrí la puerta y me
senté en el sillón frente a la tele, puse las noticias y allí pasé el resto de
la madrugada escuchando cifras. No sé en qué momento me quedé dormida.
A la mañana siguiente mi madre me despertó con cara de
llanto. —Nora, ya es hora de que llames a una ambulancia hija mía. No esperemos
más. Llama a Rodrigo, la niña tiene treinta y nueve y medio de fiebre.
—Rodrigo está aislado en un centro lleno de contagiados
mamá. Desde anoche estaba intentando contactarle, Patricia contestó el
teléfono. Ha contraído la COVID-19.
Mi madre tanteó el asiento a su lado con las manos y se
sentó sin dejar de observarme. Las lágrimas corrieron por sus mejillas y se
llevó las manos a la cabeza. Me paré y fui al cuarto de mi niña. Nos llevarían
a todas apenas llamara a la ambulancia. ¿Cómo se había contagiado mi pequeña si
llevábamos semanas en casa? Alejandra estaba respirando con dificultad. El
pecho le silbaba. Le di dos sprays del inhalador y la incorporé, pero estaba
muy flojita. Intenté cargarla y se quejó de dolores en las piernas. Le puse el
termómetro una vez más y la fiebre se había elevado a cuarenta. —Dios mío, no
me hagas esto, no me hagas esto. —Estaba desesperándome. Las manos me
temblaban.
—Mamá, prepárame la bañera con agua fría, voy a darle un
baño para ver si se le baja la fiebre.
—Vamos a llamar a la ambulancia, Nora —me gritó mientras
corría desde la cocina— no perdamos más tiempo—. Me intentó arrebatar el
teléfono que ya había cogido yo de antemano con la idea de hacer lo mismo, pero
no me decidía.
—Que se la van a llevar mamá– le grité llorando, la van a
aislar junto con un montón de enfermos, quien sabe dónde, en otro municipio,
los hospitales están que no pueden con la cantidad de contagiados, el personal
de salud no cuenta con tantos equipos ni medios de protección, hasta ellos
mismos están infestados, están a tope los hospitales, no dan abasto.
—Dame el puto teléfono ya, coño —me dijo—. Marcó y la
pusieron en espera, como a los cinco minutos, que se tornaron interminables, le
atendió una mujer que pidió dirección, datos de la niña y síntomas que
presentaba. Mi madre le dio toda la información y al final terminó con la
palabra en la boca cuando le dijeron que debía esperar, los servicios estaban
demorando un poco dado la gran cantidad de casos. Intentaban asistir primero a
los más graves.
—Anda, ayúdame a cargarla —le dije—. Vamos a llevarla
hasta el baño. Vamos a intentar bajarle la fiebre.
La metimos en el agua fría y en un rato la niña comenzó a
bajarle la temperatura. Con paracetamol aliviamos su dolor de cabeza y logré
que se tomara unas cuantas cucharadas de sopa. Me senté luego en el sofá con
ella entre mis brazos y le leí varios cuentos seguidos hasta que se quedó
dormida, la recosté a mi pecho y no paré de darle besos mientras lloraba. Desde
la puerta de la habitación de Ale mi madre me hizo una seña para que fuera. La
coloqué acurrucada en el sofá y fui a preparar el bolso para cuando llegara la
ambulancia.
Pasaron dos horas y mi madre volvió a llamar, pero la
línea estaba saturada. Comencé a apretarme una mano contra otra, desesperada.
—La voy a llevar yo misma —le dije.
—Nora, nos dijeron que debíamos esperar aquí. El ambiente
está demasiado infestado con este virus, no contamos con los aditamentos
necesarios para protegernos, incluso a la niña, que si no está contagiada bien
podría infectarse si te la llevas así.
Me senté frente al ordenador y comencé a descargar
cuantos artículos y páginas webs hablaban sobre el tema, síntomas, qué hacer
ante mi situación.
… “Síndrome obstructivo bronquial, que conlleva a la
muerte… síndrome de distress respiratorio agudo que dificulta la hematosis… el
intercambio gaseoso en los pulmones se vuelve inviable y provoca el paro”…
“Ancianos y niños, grupos más vulnerables. Pacientes con
enfermedades crónicas no transmisibles, hipertensión, diabetes, asmáticos y
alérgicos”…
“NO EXISTE VACUNA”… el uso del interferón ayuda a
pacientes más fuertes inmunológicamente a mantenerse estables ante la infección
del virus”. Los mucolíticos no brindan una cura ante la actual pandemia que
enfrenta la humanidad.
“Aumentan los casos de infestados y muertos por la
COVID-19 en Italia, epicentro mundial del virus y su propagación. Las
autoridades manifiestan su incapacidad ante la crisis sanitaria que atraviesa
el país y solicitan ayuda médica al gobierno de Cuba”…
—Esto no puede estar pasando —me dije.
—La fiebre ha vuelto —me informó mi madre. Me paré y fui
corriendo al cuarto de mi hija.
—Nora, —me detuvo— ponte la mascarilla.
La miré, luego miré el nasobuco, y fue como si hubiese
salido de mi propio cuerpo y observase aquella situación desde fuera, en una
tercera dimensión. Aún me parecía mentira que estuviese pasando. Me lo coloqué
y me paré en la puerta del cuarto de Alejandra. Quien estaba más pálida que
antes y respirar ya se le hacía casi imposible. En ese preciso instante escuché
los carros pasar cerca de casa. Corrí a la cocina y fui directo a la ventana,
era una ambulancia. —Voy a bajar —le comuniqué a mi madre. Ésta se quedó
observándome en la puerta mientras presionaba el botón del ascensor. Pisaba la
calle por primera vez en semanas. Ya era de noche. En la tercera esquina un
guardia me detuvo. En vano le conté mi situación. —Con más razón no puedo
dejarla seguir —me dijo— está usted conviviendo con una persona infestada. Hay
que cumplir el protocolo, yo lo siento mucho de verdad, sé que es muy duro,
pero no puede circular vehículos, la ambulancia ya debe estar de camino… ¡ah
mire! Ahí viene.
Me quedé de pie a su lado esperándola para guiarla hasta
mi edificio. Llegamos y mi madre desesperada me hacía señas desde la ventana de
la cocina. Corrimos arriba. Mi niña preciosa estaba tosiendo mucho,
desesperadamente me hacía señas con sus manitos de que no podía apenas
respirar. Los paramédicos, vestidos como cosmonautas, le acoplaron una máscara
de oxígeno y en la camilla la llevaron hasta el ascensor. En pocos minutos
estábamos camino al hospital. Solo yo me fui con ella. Mi madre debía quedarse
en casa para saber noticias de Rodrigo. Pero ya le habían anunciado de que
pronto pasaría por allá un equipo médico a evacuarla.
Las calles estaban desoladas. Se respiraba tristeza,
mucha tristeza. En la entrada del hospital se amontonaban personas, todas
cubiertas con sus mascarillas y con caras de sentirse a morir. Tosían y se
llevaban las manos a la cabeza. Esperaban su turno para ser atendidos. Otras
ambulancias bajaban camillas con personas prácticamente muertas, como mi niña,
que ya no abría los ojos ni cuando la llamaba. —Hace cuánto han comenzado los
síntomas señora —me preguntaron.
—Apenas ayer en la tarde. Antes de eso solo estuvo un
poco sosa para comer, pero procuré no entrar en pánico.
—Tranquila, el virus tiene unas dos semanas de incubación
y no en todos los pacientes evoluciona de la misma forma, incluso puede
presentarse asintomático durante un tiempo. Pero lamentablemente su hija, según
el cuadro clínico que presenta, y la condición de riesgo por ser asmática, se
ha complicado. Haremos todo lo posible —me dijo un médico mientras
compasivamente agarraba mis manos entre las suyas enguantadas.
Lo escuché mientras mantenía los ojos muy abiertos como
tonta, intentando despertarme de aquella pesadilla. Seguí la camilla por todo
el pasillo hasta un salón donde ya no pude continuar. Desde el cristal vi como
conectaban a su pechito desnudo unos aparatos para monitorear sus latidos, los
cuales cada vez eran más débiles. De pronto los médicos comenzaron a moverse de
un lado a otro. Arrastraron un equipo desde una esquina del salón y pegaron dos
planchas con corriente al cuerpo de mi bebé. Su cuerpecito se despegó por el
tórax de la camilla, una vez, otra vez. El monitor pitaba, pitaba y mi corazón
quería estallar en mil pedazos. Grité y comencé a llorar desesperada. Me dejé
caer arrodillada en el piso contra el cristal. Las personas se agolpaban a mi
alrededor, unos guardias de seguridad intentaron levantarme, pero yo luchaba
para mantenerme pendiente a mi niña, mi bebé…
—Lo sentimos mucho, señora —me dijo una chica desde el
interior de su traje— hemos hecho todo lo que hemos podido.
Los guardias me soltaron y caí al suelo. Ya no gritaba,
ni daba golpes contra el cristal. Mi hija había muerto. Demasiado rápido para
ser cierto. No era posible. Cómo había pasado todo aquello tan de repente.
—Alejandra —comencé a llamarla— Ale, mi vida, vámonos a casa. Alejandra, mi
amor, ven con mamá… Ale, Ale… Mi niña se convirtió en cifras. En ese porciento
sobre el cual me había preguntado hacía unos días. Cifras, cifras, cifras…
Allí me quedé tendida en el suelo llamándola durante
horas, días, hasta que no me quedaron fuerzas y alguien me montó en una camilla
rumbo a convertirme en otro cero para la nota informativa.
Constancia es Resultado...!!!
ResponderEliminarTe pido que no hagas más historias así. Muy bueno. Súper. Igual me has dejado con una sensación extraña. Solo un buen texto lo ocasiona. Éxitos
ResponderEliminarMucha suerte y felicidades
ResponderEliminarDe acuerdo, es más, este cuento merece un premio.
EliminarMe encantó. Muy triste, pero es el vivo reflejo de lo que se vive en estos tiempos de pandemia.
ResponderEliminarExcelente Lisbeth...no me sorprende pues eres una joven y talentosa creadora con una ascendente carrera literaria (además de tu profesión como bióloga)... en cada nueva obra te superas a ti misma con tu constancia e incesante búsqueda... Felicidades y éxitos!! Sobra decir que me encantó con las mil sensaciones que despierta...un abrazo grande con todo mi afecto
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