A solas y entre claveles
Aileen Galás Gil
Aún podía sentir la temperatura cálida de tu
piel cuando lanzaste el último suspiro. Un silencio sepulcral me atormentó en
ese instante; dejaste de padecer y era lo que tanto había pedido, quedaste sin
vida frente a mí. Hubiera apostado lo más valioso si hubiera podido traerte de
regreso, sin dolor, sin agonía, sin aquellos nódulos que dolían tanto en tu
piel.
El último movimiento que recuerdo de tu cuerpo
fue tu pulgar sobre mi mano, acariciándome lento. Tú mueca en forma de sonrisa
no se aleja de mi mente; la llevo en mi memoria junto a las marcas en tu
frente. Esas marcas que hoy me refleja el espejo, que a veces me hacen sonreír
de felicidad porque las heredé y hacen que me parezca a tí. Otras, me escuecen
el estómago porque las extraño demasiado en tí y no estás.
Recuerdo como acostumbraba a decirte que tenías
manos de escritor: dedos alargados con curvas elegantes y piel fina. Tú, jocoso
como siempre, sonreías y me decías:《solo escribo postales para tus cumpleaños.》
Te acariciaba las mejillas cuando te ibas de
viaje, espero lo recuerdes siempre y organizaba tu cabello rizo con mis dedos
para que llegaras elegante, allá adonde sea que te marcharas, siempre
disfrutaste sentirte apuesto, y esta vez no iba a ser diferente. Sentí paz en
tu rostro y extrañé la sensación de dolor que tanto te acompañaba en los
últimos meses. Eso me hizo dudar de la muerte y del arquetipo que nos hacemos
en la mente.
Habíamos evitado hablar tanto de aquel momento
que me sentí inexperta ante qué hacer. Sabía que pronto dejarías de estar
movible, en algún momento empezarías a endurecerte y me espantaba la idea de
saberte rígido. A tu lado, en la mesita de noche, dejaron de tener sentido unas
cuantas cosas: tus espejuelos, el cortaúñas y el sobre con las ámpulas de
morfina que con tanto desespero implorabas que te inyectaran. Estaba también tu
pañuelo, ese, al que le bordé tus iniciales.
Llegaba el personal médico y te di un beso en la
frente, no había nada que preguntarles, sabía tanto de tu enfermedad que nadie
iba a venir a darme ahora una explicación de aquello, sólo restaba llenar
papeles a los que respondí como autómata, con esos datos que desde niña siempre
pedían en las escuelas: nombre, fecha de nacimiento, de qué padecía tu padre,
en fin, datos ya sin sentido.
Quizá nunca te dije que en el primer mes de tu
enfermedad, si tenía algún espacio vacío de clases en la universidad, me iba
hasta la Hemeroteca de Medicina, que quedaba justo a unas cuadras de la
facultad. Allí aprendí todo sobre lo que te aquejaba por dentro, pude ver cómo
se iría reproduciendo aquello dentro de tí y sentí desde la primera lectura, la
urgencia de pasar todo el tiempo que pudiera a tu lado. Recuerdo que tomé
muchas notas, en aquella libreta que me habías regalado cuando supiste que
entraría a la prestigiosa Universidad de la Habana.
En unas hojas escribía todo sobre causas,
síntomas, factores de riesgo, diagnóstico, tratamiento. Había una palabra que
me espantaba y era "Prevención" me preguntaba cuánto hubiéramos podido
hacer si hubieras hablado a tiempo, pero la idea absurda de no hacer tiempo
para tí, allí me tenía encerrada, de manos atadas entre cuatro paredes
estudiando aquel animal salvaje que te devoraba por dentro, sin ya poder hacer
nada contra él.
En otras hojas hacía un listado larguísimo de
cosas que quería hacer en el tiempo que nos quedaba; habían dicho tres meses
los doctores, por tanto, había que apresurarse. Todo se reducía, eso sí, a
estar en cama. No podías levantarte mucho tiempo, el derrame cerebral exigía
reposo para recuperarte y a la vez unas caminatas de 30 minutos para que tu
otra condición no empeorara, por eso te llevaba a ratos al jardín y te leía un
poco.
Salía de la Hemeroteca, convencida de haber
solucionado mucho en mi mente, me iba a los siguientes turnos de clase y sólo
deseaba que el tiempo se apresurara para llegar hasta tí. Allí comenzaban mis
horas felices. Así, olvidaba esa parte triste de la libreta de notas y ponía en
marcha la otra, la lista de los pendientes, la que se me consumía día tras día.
Me contrastó una pregunta del doctor de repente,
me pedía tu identificación, había que entregarla, tantas cosas que podían
pedirme de tí y tan sólo me pidieron aquello. Hubiese querido enseñarle tus
fotos de juventud o las de la boda con mamá, donde te veías tan feliz, con esa
mirada romántica que tenías y pícara a la vez.
Vino la ambulancia a recogerte y no me dejaron
ir contigo. Eso me desbastó, pero lo entendí, me apresuré en recoger tus ropas,
debía ir a vestirte bien apuesto a donde quiera que fuera que te llevaban. En
una bolsa puse todo lo que creí necesario y subí al auto que me llevó hacia un
lugar que no había visto nunca. De repente estaban manipulándote dos hombres
desconocidos, tú encima de una camilla en la que solo podía ver de lejos tu
cabello bajo una sábana fría, eso me hacía sentir tranquila porque reconocía
que eras tú.
Entramos por unas puertas grises, muy amplias,
demasiado amplias para mí gusto, dentro solo había espacios grandes y camillas
vacías a los lados, unos pasillos largos y angostos, en total contradicción con
aquellas puertas de la entrada, por allí en fila solo cabía la camilla, uno de
los hombres delante y otro detrás, nadie explicaba nada, como si los demás
supiéramos qué hacer. Yo sólo sabía que debía seguirte, en ese momento
comprendí que era eso, lo que había hecho siempre desde niña.
No me dejaron a solas contigo, me dieron
opciones para vestirte, ninguna tan cómoda como la que hubiese querido para tí
en casa, antes de salir, pero ya no eras persona para ellos, eras sólo un
trámite rígido. Obediente, como me enseñaste a ser, abrí la bolsa y fui
colocando la ropa en una silla gris. Allí, todo estaba pintado del mismo color,
del mismo tono gris.
Llevabas el pijama azul celeste esa madrugada,
el de los botones prusia, ya no tenías el mismo color en el rostro y se había
esfumado la paz que había visto hacía tan solo un rato. Estabas muy serio,
desencajado, como si te molestara lo que estaba sucediendo. Tuve que desnudarte
delante de ellos, pero evidentemente y para mí sorpresa, están acostumbrados a
todo aquello. Me miraban con impaciencia y constantemente me preguntaban si
necesitaba ayuda.
Lo hice como me habías pedido, te vestí con tu
guayabera color arena, tu pantalón marrón y tus medias a juego, esta vez no te
coloqué el pañuelo, sí te puse la camiseta blanca, sé que sin ella no te
sientes cómodo y tuve que ponerte unas medias en las manos, me habían dicho que
las llevara, que era una práctica habitual, años más tarde entendí el por qué.
Sacaron de repente algodón, polvos, talcos,
aguja e hilo y me volví a espantar, pensé que ya estabas listo. Me dijeron muy
profesionalmente que te prepararían para que te vieras más natural y me fueron
preguntando a cada paso, si estaba de acuerdo con lo que hacían. Yo sólo quería
gritar que no estaba de acuerdo con nada de lo que sucedió después que tu
pulgar me abandonó, pero nadie lo entendería. Suponía que era otra vez, a lo
que ellos estaban acostumbrados, lo hacían con tanta técnica que parecían
robots. Creo que eran hombres tristes, tenían la mirada del mismo color que el
lugar, y se miraban uno al otro como diciéndose cosas que yo no entendía.
Comprendí entonces qué hacía allí el hilo y la
aguja, lancé un suspiro al aire y pensé que no tenía ya nada que opinar al respecto,
iban tan perfectos en su proceder que sólo agradecí que aquel algodón fuese
blanco y que el hilo no se viera fuera de tu boca. Ya nada te dolía papá, te lo
aseguro, no hubiese dejado que te hicieran algo que te causara dolor.
Trajeron una caja horrible, gris también, pero
confortable por dentro, con un satín casi en combinación con tu guayabera, eso
lo agradecí, ibas a estar rodeado del color que te gustaba vestir. Me
preguntaron si deseaba algo más, ¡como si pudiera yo pedir algo que quisiera! Negué
con la cabeza, te cargaron con mucho cuidado entre los dos, no era difícil, ya
estabas rígido completamente y te colocaron dentro, te acomodaron los brazos,
allí me di cuenta de que hay que ser delgado como tú para entrar bien en aquel
armatoste.
Me quedé sin aire cuando taparon aquella
caja, me puse la mano en la boca del
tiro, pero me di cuenta al instante, que hacía mucho ya tú no respirabas. Seguí
la camilla con la caja encima por otros pasillos y llegamos a una habitación
llena de sillones. Allí no había nadie, te colocaron en un rincón, encima de
una mesa y me dijeron que debía llenar unos papeles en la administración.
Tenía que dejarte solo un rato. Te miré por el
cristal de la caja y estabas ausente, elegante y apuesto como siempre, pero
ausente. Me hubiera gustado decirte tantas cosas, muchas más de las que te
había dicho. Se me apretó demasiado el pecho al verte allí, encerrado,
maquillado, reducido a la palabra difunto, lleno de algodón y con la boca
cosida; con tus manos de escritor dentro de unas medias sin sentido, sin
zapatos y sin aire para vivir.
En la administración apenas se hablaba, con el
dedo me apuntaban donde debía firmar, allí había mucha luz, el teléfono no
paraba de sonar y el olor a café aturdía. En el lugar, había una mesa llena de
cajas de panes y un hombre contando dinero. Me dieron un papel pequeño con tus
datos y me explicaron que con eso, realizaría los trámites futuros. Yo solo
quería estar junto a tí y cada minuto de aquellos me alejaba más de volver a
verte.
¿Recuerdas cuántos claveles me regalaste? Los
matizados, malvas y blancos eran nuestros preferidos, los poníamos en el boll
de hierro porque no alcanzaban las jarras para las flores cuando las traías a
casa. Traías muchas papá, las rosas búlgaras, las de papel, matizadas en blanco
y rosado, los príncipes negros.
Acababa de notar que ya amanecía, y pensaba que sería
el primer día sin tí al desayunar, aunque te confieso que no tenía deseos de
comer nada. Igual, iba a ser el primer día sin tí para todo.
En cualquier momento empezaban a llegar nuestros
familiares, mamá había querido ir conmigo, pero hice bien en dejarla en casa,
este lugar no le hubiese gustado, tampoco le gustaría verte encerrado tras el
cristal.
Me quedaban aún algunas horas contigo, y me
hubiese gustado contarte muchas cosas, no creo que ese fuera el momento
adecuado, todos llegaban y andaban congestionados por tí, pero descuida, ya no
hay prisas; tras mis clases de la universidad, un día de estos, voy a visitarte
y te llevo nuestras flores preferidas y allí te contaré a solas y entre
claveles, todo lo que me faltó por decir.
Bello, amiga.
ResponderEliminarMuchas gracias. 🌹
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