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Añorado encuentro

 

Seudónimo: Argos

 

Aunque lejos estemos tú y yo.

Vicentico Valdés.

 

 

Si no pensara que el agua me rodea como un cáncer

hubiera podido dormir a pierna suelta.

 

Virgilio Piñera, La Isla en peso.

 

 

Me estoy muriendo, pero eso no es lo más importante de esta historia, no es siquiera importante para ninguna historia, pero como son muchos los días en esta cama, sin poder moverme ni para ir al baño, y los ruidos habituales del hospital no dejan de volverme loco, me ha parecido que lo más sensato sea hablar, en principio, de mi salud (o de mi ausencia total de salud en todo caso), si es que, a estas alturas, lo sensato puede formar parte de lo que me pasa y quiero contarles. En la Isla la sensatez es una categoría que hace mucho tiempo está de salida sin que a nadie parezca importarle demasiado. No sé en qué paila del quinto infierno voy entrando en este momento y ni cómo he llegado a encontrarle importancia a ciertas cosas. ¿Acaso porque en el umbral de la muerte (según dicen), las cosas de mayor relevancia de nuestras vidas son las que uno recuerda? ¿Quién sabe?

Antes de entrar de lleno en lo quiero compartir y haciendo gala de mi ya perdida modestia, ditirámbica, (como diría un amigo Psiquiatra que ahora vive en San Juan), diré algunas cosas sobre mí.

Fui consejero cultural, y ahora que lo pienso mejor, me doy cuenta de que nunca tuve claridad de qué significa. Consejos no di ninguno y lo de cultural consistía, en ir a picar saladitos y empinar el codo en lecturas de poesía soporífera, exposiciones de arte moderno y conciertos de música clásica.  Mis padres bajaron de la sierra, en el cincuenta y nueve y no volvieron ni siquiera de visita. Cuentan mis tíos, hombres serios y letrados, que mis padres siempre eludieron las órdenes del alto mando que tenían que ver con el regreso a las montañas, y que en los años sesenta, cuando tronaron al escritor que atendía los asuntos culturales en la embajada cubana en Londres, ni cortos ni perezosos, se hicieron nombrar en el cargo y se fueron a las islas de la reina. Yo nací un año y medio después, tres semanas antes de que Brian Jones, Mick Jagger, Keith Richards, Ian Stewart y Dick Taylor, “Sus Satánicas Majestades”, daban los toques finales a lo que el mundo conocería después como una de las más rutilantes bandas de rock de la historia. Mi santa madre, tal vez guiada por la resonancia de mi llanto iniciático, en el que seguramente creyó oír la estructura exacta de una prodigiosa sinfonía, los elementos del ritmo básico de un guaguancó callejero, o vaya Dios a saber qué, en contubernio con mi padre, otrora capitán a las órdenes de Camilo Cienfuegos decidió que yo sería cantante de rock y llegaría a nuestro hogar en Casa Fina de Miramar, cantando (en inglés por supuesto) todos los temas del primer disco de los Rolling. No le importó siquiera el escándalo en los periódicos dando cuenta del arresto a Mick Jagger, Keith Richards y Brian Jones por presunta posesión de drogas, ni que el productor y el mánager habituales de la banda los abandonaran. “Son calumnias de la prensa amarillista como toda la prensa del capitalismo”, dijo mi padre y siguió apostando por mí.

A favor del tiempo y con ánimo de no abusar de tu bondad, caro lector, me permito decir que, de las pretensiones de mis progenitores, sólo llegué a cantante de salsa en un festival de artistas aficionados en la escuela de cadetes, pero mi madre, inquieta por la manera en que derrochaba lo que llamó “mi talento natural”, me trasladó, no a la escuela de canto como yo esperaba si no a un selecto instituto donde me gradué en Relaciones Internacionales. Para la fecha, mi padre había muerto pescando en aguas tranquilas (como era su costumbre), víctima del ataque de una lancha pirata al oeste de Varadero. Según supe después, la escolta creyó que se trataba del bote con los víveres y cuando reaccionaron era tarde. No obstante, lograron abatir a los atacantes y se armó el acostumbrado revuelo internacional pero la cosa no pasó de ahí.

A los veintidós años yo exhibía uno de los mejores expedientes del instituto, aunque ahora que lo pienso mejor creo que mi madre movía los hilos para que fuera así, empeñada en que siguiera los pasos familiares en asuntos de embajadas, consejería cultural y demás sucesos en los que nuestra familia se vio envuelta desde que bajó de la sierra. Parecía que la diplomacia era una carrera a la que estábamos predestinados. No obstante, no le seguí el juego, y mis hijos han sido lo que han querido ser. Yunaikys, el varón tiene veintiún años, es jardinero de cambio en el Industriales, con discretos números, disciplina mediocre y nulas pretensiones respecto al equipo nacional y a las Grandes Ligas. Zayma, tiene veinticinco, es doctora, titulada en Medicina Interna desde hace un par de años, salvó niños en Gambia, goza de un currículum envidiable por el cual más de una vez le propusieron cargos en el Ministerio, pero ha sabido evadirlos con elegancia y arrojo, pues su verdadera vocación es la escritura. Ha dicho que trabajará quince años en pago por la carrera y luego abandonará la Medicina y se dedicará a los libros, “es mi mundo, lo que me interesa, y el día que me cuentes algunas de tus historias secretas voy a ser más popular que el Papa”, me dice a cada rato, intuyendo (vaya a Dios a saber por qué) que, si accedo a contarle parte de mi vida, podrían salir a la luz los más impresionantes secretos de estado de los últimos treinta años en Cuba. Obviamente eso no sucederá jamás.

Tal vez sea preciso aclarar que mis labores como consejero cultural me llevaron a varias capitales de Sudamérica y Europa. Y sólo en una ocasión trabajé en Asia, es decir, en el mismísimo fin del mundo.

Dentro de las misiones que recuerdo con mayor cariño estuvo la de comprobar si en realidad la causa de muerte de Delfina de Francia, en 1712, fue producto a la caja de rapé español envenenado, que supuestamente envió el nunca bien ponderado Duque de Noailles, debía averiguar también, qué relación tenía el suceso con cierto criollo de apellido rimbombante, afincado por la zona de Bayamo. Y, además, si quedaba en Cuba algún descendiente directo de ese criollo, y a partir de ahí, establecer, cómo podría usarse esa información contra los reclamos de una corporación inglesa nacionalizada en 1959, y de paso, averiguar si eso pudiera ayudar a la hermana República Argentina (a donde también fui destacado por una corta temporada) en su reclamo por las islas Malvinas.

Me encontraba en la parte del diagnóstico inicial de la misión cuando una madrugada en que la nieve caía suavemente sobre el Támesis, sonó el teléfono azul (el de emergencias) y dos horas y media después volé a Nueva York con la encomienda de acompañar a un dramaturgo de malas pulgas que en dos semanas volaría a Miami, invitado a un festival. Y es aquí donde empieza la verdadera historia que quiero contarles, pero como estoy con un pie aquí y otro en el cementerio, le di un trozo del pastel a Zayma para que haga con ella lo que llama literatura. Joven, bocona y aventurera, se las arregla para sacar a flote sus propios demonios, sueños y frustraciones. Lo que leerán, a estas alturas no sé si se ajusta a cabalidad a lo que le conté. Pero, cómo buen padre, asumo las consecuencias. Ya sé de qué lado voy a revolverme en la tumba, si se da un escándalo.

 

Alina, una de las vacas sagradas de la televisión, el cine, el teatro y el mundo del espectáculo de la Habana, había abandonado la isla dos meses después de la invitación de su novio francés, un gastrónomo que conoció en la piscina del Hotel Nacional cuando la visita del Santo Padre a la Isla.

No salía del asombro por lo rápido que cambiaban algunas cosas. Dos meses atrás un vaso de ron collin costaba el ridículo precio de un peso con treinta y nueve centavos en el Hotel Nacional y después había tenido que desembolsar prácticamente el triple, más el pago de la piscina que hasta hacía poco, era gratis.

En la barra, el barman que le había servido el trago era el mismo halagador con sonrisa invencible que se parecía a Jhonny Ventura, el salvavidas seguía mostrando los músculos con orgullo y daba paseítos entre los bañistas, el agua simulaba ser un lago tranquilo y las sombrillas continuaban en su impecable desafío, no obstante, las cosas se veían con un prisma diferente.

Nada más llegar a París, Alina rompió con el gourmet y con todo lo que le ataba a Cuba, vendió las únicas joyas heredadas de su abuela gallega y voló a Miami. Los del canal 41 la asediaron para que dijera unas palabras, la Mega, hizo otro tanto, Radio Martí los imitó, pero ella mantuvo la boca cerrada. Hasta que la amiga que le había acogido, la abandonó a la buena de Dios y se largó a Kentucky dejándose amasar las piernas, por un mulato de Santiago de Cuba, que llegó en mayo en una lancha, y le había conquistado con su mejor herramienta: un animal temerario que le cortaba el aliento, y la obligaba a hundirse en una membrana espectral de mariposas azules en su cama conquistada, donde pretendía recobrar el vigor de la juventud, muerta por siempre y para siempre, en un trigal de Kansas.

Sin amiga, sin techo, sin comida y sin amor, Alina hizo las primeras declaraciones. Habló de la fertilizada putería en los estudios de televisión de La Habana, del precio del pan y de las dolencias patrimoniales del comunismo, de cómo le habían obligado a salir de la Isla como una jinetera, ella que tanta gloria dio a Cuba, pobre isla la suya, le dolía en las entrañas y en el alma.

Con lo que le pagaron pudo bandearse unos días, pero en dos semanas, la situación fue igual o peor que antes, y entonces empezó a hacer monólogos callejeros y a pasar el sombrero. Un cazatalentos del programa de Alexis Valdés, la reconoció una noche invernal en un gogó, bebiendo cervezas y cogiéndole el gusto al baile del caño, y la llevó al cuadro de comedias.

El contrato inicial fue por diez programas y luego se extendió por ciento cincuenta, hasta que decidió irse y fundar la compañía de teatro MENTIRAS PROPIAS, junto a actores llegados de la isla y algunos dominicanos errantes que se gastaban la vida en cuerpos de bailes mediocres.

Al principio escenificaron obras de Abilio Estévez, Franklin Domínguez y Alberto Sarraín, y luego, con la entrada de Santiago Escudero, quien se encargó de la dirección general, se ocuparon de piezas escritas por ellos mismos, y adaptaciones que Rubén Rojas escribía, masticando arroz crudo y matando mosquitos, en una especie de buhardilla que se había inventado, y defendía a capa y espada, en un apartamentico de la isla. Habían tenido cierto éxito con la versión tropical de Esperando a Godot donde Rubén había alcanzado parlamentos inolvidables e irrepetibles, y fueron invitados al tercer Festival de Teatro Cubano en Miami, donde para su sorpresa, figuraban algunos dramaturgos que vivían en La Habana.

 

A Eduardo lo llamaron de la UNEAC, para decirle que estaba invitado al Festival de Teatro de Miami, y una de las primeras cosas que averiguó fue si Alina estaría en la ciudad, y, sobre todo, si tendría posibilidades de verla. Cuando se bajó del avión y mientras cumplía los trámites de rigor, empezó a acariciar la idea de encontrarse con ella, cogerle las manos y mirarla a los ojos, abrazar su cuerpo y sentir su aliento. Recordar juntos tantas cosas.

Ya en el auto que lo llevó al hotel, leyendo el programa general del evento supo que la oportunidad de encontrarla era real. Convencido de que Alina seguiría siendo tan despistada como siempre, y que no habría visto su nombre en el programa ni el título de la conferencia que impartiría, pensó en llamarla, y siguió pensándolo, mientras abría el inmenso escaparate, acomodaba la ropa en las perchas, probaba la temperatura del agua, se quitaba los zapatos, se acostaba boca arriba en la cama y se aflojaba el cinto. Pero después se arrepintió. Creyó que era mejor sorprenderla en el teatro, disfrutaría viéndola actuar y después iría al camerino, llevaría un ramo de rosas en las manos, se le quedaría mirando a los ojos, sin decir una palabra, ofreciéndole la oportunidad de hacerlo. Luego caminaría hacia ella como un galán del siglo XVIII, la besaría en la boca, y la abrazaría con una efusividad desbordada. Después pondría las rosas entre sus manos y volvería a besarla.

Alina había sido el gran amor de su vida, nunca le dio un hijo porque siempre puso su carrera por delante y decía que necesitaba estar linda o no la llamarían más. Se habían divorciado cuando él no entendió aquella gira a Angola para animar a los soldados.

─¡O la guerra o tu marido! –le dijo la mañana en que ella se dispuso a salir rumbo al aeropuerto.

─La paz, mi vida, el entendimiento entre los pueblos, la felicidad total –dijo ella mientras lo besaba, agarraba las maletas, abría la puerta y se hundía en la claridad de la mañana, dejando la puerta abierta para que él la siguiera al taxi.

Pero Eduardo no la siguió.

El chofer abrió la puerta y ella subió, aún con ciertas dudas, tomándose más tiempo del necesario, pero entrando al taxi y mirando hacia la casa.

Eduardo se había sentado frente a la televisión apagada, en la butaca que ambos compartían, cuando pasaban una película interesante. Tenía la cabeza entre las manos y lloraba, recordando cómo se habían conocido una noche lluviosa en un recital de Silvio Rodríguez en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional. Cuando se asomó por la ventana, aún con la cara llena de lágrimas, ya el taxi se había marchado.

Era quince años mayor que ella, la enamoró un miércoles en el Hurón Azul de la UNEAC, durante una velada. Ella le dio el sí y le dijo que estaba escribiendo un libro de memorias donde denunciaba todos los teje manejes de la platea nacional, que justo en aquel momento necesitaba estar con un escritor para que la guiara, con calma, por el buen camino.

Ahora él está allí, temblando, esperando a ser llamado al camerino, con un ramo de rosas en papel de regalo entre las manos, vistiendo guayabera blanca de mangas largas, el pantalón de las presentaciones en La Habana y los zapatos nuevos que le prestó Oscar, quien le hizo jurar dos cosas: que no se quedaría en Miami y que le llevaría al regreso todo lo que encontrara de Lorenzo García Vega, José Triana y Daína Chaviano.

Ahora él está allí, temblando, como un petimetre con un ramo de rosas entre las manos. Sin saber a cabalidad por qué traiciona los cariños y atenciones de Claudia, quien ahora, en su achacoso apartamentico del Vedado, daría lo que fuera por saber si él se había tomado la pastilla de la presión. Claudia era su amor infatigable, que cada vez que le oía hablar del 71, el año del cuero, lo apoyaba, y también, mientras vomitaba pestes de los tiburones de la UNEAC, del ministro, de los escritores babosos y arrastrados que le habían echo la vida un trapo, de los jurados venales que le arrebataron cada premio, cada posibilidad de ser alguien en la Isla, le ponía la mano en el hombro y le miraba a los ojos diciéndole, «ya eso quedó atrás, mi amor, el tiempo de la catarsis pasó», y le desordenaba el pelo en un gesto maternal.

¿Acaso la traicionaba porque Claudia era mexicana y nunca sería capaz de entender exactamente qué sucedía con los cubanos? Qué más daba. Hay cosas por las que un hombre es capaz de doblegarse, concluyó.

Cuando se abrió la puerta y él dio el primer paso, la reacción de Alina fue de estupor mientras intentaba confirmar si realmente aquel hombre que estaba detrás de las rosas era Eduardo. En el desayuno había tomado el medicamento para controlar la tensión arterial, el té caliente de ajos enteros y albahacas moradas, con que se lanzaba en las mañanas a intentar dominar el furor insaciable de la calle.

Dio un paso y se detuvo, como si estuviera sembrada en la tierra, como si echara raíces. Por su mente pasaron decenas de imágenes, el pasado estaba ahí, sintió olores, sabores, sensaciones que creía haber olvidado.

─Nadie puede negar que el mundo da unas vueltas inconmensurables –dijo Eduardo y dio un paso, mas un leve murmullo llegado desde el pasillo lo detuvo.

─No te quedes ahí, coño. ¿Me quieres matar de un infarto?

─Alina Salsamendi Martínez, cará. Dichosos los ojos que te ven. ¡Dichosos!

─Eduardo Ferrer Morales, ¿el fiel mosquetero de la armada del rey en Miami? ¡Quién lo diría!

─Lo dicen las circunstancias, los años y este corazón abarrotado que quiere desprenderse.

Alina soltó una carcajada y avanzó hacia a él, quitándole el ramo de rosas y fundiéndose en un abrazo.

─¿Todavía tienes los timbales de pronunciar esa frase, “corazón abarrotado”?  ¿Qué fue de la vida del pobre diablo que escribió ese verso?

─Dicen que anda por aquí, por las tierras del Gran Tío Sam.

─¡No jodas!

─Como lo oyes. Las malas lenguas, entre ellas la de Antón, dicen que lava platos para un judío de malas pulgas en California.

─La Literatura Cubana le debe más de un enigma al pobre Antón. Estará viejo como diablos, ¿verdad?

─Ni que lo digas. En las tardes se pasea por el boulevard de San Rafael con una prestancia y una sencillez calculada, camisa mangas cortas por dentro del pantalón mezclilla, y vaya Dios a saber, qué pensamientos en la cabeza. Se le ve, claro que aún se le ve.

Se olieron como dos perros en celo, se besaron en un largo beso, casi hasta perder el aliento. Él le alborotó el pelo y ella lo apretó, como si quisiera quedarse para siempre con el recuerdo de aquel abrazo. Después caminaron tomados de la mano de un lado a otro de la habitación. Mirándose, reconociéndose, aspirándose. Ella sirvió una copa de vino, bebió un trago y le pasó el resto. Él entonces bebió hasta el fondo y se dijo que algunas manías no se olvidaban nunca.

─Extraño La Habana, Eduardo, nunca pensé que fuera a decirlo, pero cómo extraño aquella mierda, coño. Me faltan tres años para que me dejen entrar. Pero al mismo tiempo me digo, ¿qué coño tú vas a hacer en Cuba a esta altura del juego, Alina Salsamendi?

─La Habana siempre va a estar ahí.

─Pero, dime, cuéntame de ti, no nos pongamos tan mediocres. ¿Cómo es que viniste a la tierra enemiga, por qué no me llamaste? ¿Aún me odias? ¿Me guardas resentimiento?

Afuera la luna, lechosa como un queso, hizo una tímida aparición, y luego se ocultó durante veinte minutos. Una hora y media después Alina y Eduardo estaban sentados frente a frente en un restaurante de la Pequeña Habana. Entre platos de arroz congrí, cerdo asado nadando en jugo de naranjas, ensaladas de lechugas, coles, tomates del tamaño de una diminuta calabaza, ruedas de pepinos, mazos de acelga bien picaditas, tostones, yucas con mojo y una botella de vino, fueron cerrando heridas, lentamente, como si tuvieran a mano, por siempre y para siempre, el hilo infinito y la cuerda, con que Dios restaña los odios y los miedos, y a la vez, crea la esperanza de una isla fracturada en mil pedazos, en la memoria colectiva y en la aterradora realidad. Una isla agotada, que no cede, a los golpes feroces del océano. 

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