En el fondo sueñan
Carchareon
La Mariana resucitó con el sonido de
los estertores saliendo del cuarto de máquinas. Eran casi las seis de la mañana
y Ramiro ni siquiera había desayunado por tal de tener lista la embarcación.
—Niño, coge el cubo y saca toda el
agua sucia, anda —le dijo al muchacho cuya cabeza dormida colgaba boca abajo
por el hueco de cubierta.
Este se despertó y cabeceó con la
mirada bizca en busca del cubo. Ramiro escaló sobre el mueble de las herramientas
y se impulsó para salir del compartimento medio inundado donde habitaba el
corazón mecánico de su querida Mariana. La espalda baja le dejó sentir un buen
corrientazo y entonces se acordó que había dejado las luces encendidas tras
echar el petróleo.
—Y apaga la linterna cuando termines.
El joven gruñó una sílaba como toda
respuesta. Ya empezaba la marea baja. Ramiro dio una ronda por el yate bajo la
grisácea claridad del amanecer. El agua del muelle, saturada de petróleo,
basura y peces muertos relamía los costados de la Mariana. Él no podía limpiar la
podredumbre del mar, pero al menos se encargaba de poner el barco en un estado
presentable. Y en realidad había pocos botes tan inconfundibles como el suyo en
toda la costa norte, del Mariel a Cojímar. La Mariana se reconocía a diez
leguas. Su casco pintado con franjas rojas y negras con los números del 26 de
julio bien grandes estampados. El capitán había mandado a dibujar en blanco y
azul celeste los gloriosos rostros de Carl Marx y Federico Engels en un lado de
la cabina y los de Fidel y Lenin en la otra. La leve brisa de la mañana hacía
ondear la bandera cubana en lo alto de la antena junto a la roja de la hoz y el
martillo. Anclada en aquel recodo del puerto parecía a punto de remontar las
calles como toda una carroza de carnaval. Pero los pescadores del pueblo no se
reían al ver la Mariana porque hacía falto todo eso y mucho más para hacer las
rutas que hacía su capitán.
Ramiro se pasó otra hora despejando
los dos camarotes para los pasajeros. Él dormía con Lázaro en el piso de la
torre del timón. Le gustaba sentir el murmullo del walkie-talkie y desde la
altura dominaba más el panorama como un rey oteando sus dominios y siempre
había problemas, desgraciadamente, en sus dominios.
Dejó todo lo más limpió que pudo, así
que se asomó por el hueco del motor para ver si Lázaro estaba trabajando.
—Lachi, más rápido que ahorita llega
la gente esa. Voy a la casa a traer la jama.
Como siempre, Lachi solo musitó una o
dos vocales y continuó con la ardua tarea de cargar la cubeta, alargar con la
soga y tirarla por la borda. Ramiro chancleteó por la callejuela inclinada y ni
saludó a los viejos que se asomaban en las casuchas para verlo pasar. Los
vecinos se despertaban demasiado temprano en ese pueblo. Siempre ojeando lo que
iba y venía. Como si su trabajo no fuera lo suficientemente complicado también
tenía que cuidarse de las condenadas indiscreciones.
Le entró con el hombro a la puerta de
madera astillada para que se abriera y pasó de largo por una sala desordenada
que solo ostentaba el polvoriento retrato de ellos tres. Su hijo no había
recogido el catre y el plato con cucarachas se iba a quedar donde estaba porque
él no tenía tiempo. En la mochila echó tres libras de pan, una cuña de queso
blanco, dos barras de guayaba…No había más nada el frío, ¿qué se le olvidaba?
Los bidones de agua ya estaban en el barco. Se palpó y llevaba los cigarros con
la fosforera en el bolsillo de la camisa. Se puso a cerrar las ventanas y probó
que la puerta del patio estuviera bien trancada. De todas maneras, no había
nada que llevarse de aquella casa. Todo el mundo sabía que lo que él ganaba se
lo gastaba en comida, en el barco y en las cosas de Lázaro. A ver si con el
trabajito de aquel día podía botar el televisor ruso y poner un plasma de esos
con cajita. Y comprar un rifle como dios manda y un poco de carne roja que su
hijo seguro que ni se acordaba de lo que era aquello.
Ramiro se detuvo frente al baño y
encendió el bombillo para mirarse en el espejito. Estaba gordo, feo y mal
vestido todo lo cual empeoraba con el peinado de payaso calvo con aquellos
mechones de mierda colgándole sobre las orejas. Agarró un jabón de lavar, se
enjabonó bien la cara y se afeitó a lo corre corre. Después se mojó el pelo, se
lo peinó sobre la frente y se encasquetó la gorra de los yanquis de Nueva York.
Sacó una camisa limpia, se la abrochó y el aspecto le mejoró bastante, pero no
había dado cinco pasos fuera de la puerta cuando la gorra terminó el bolsillo
trasero del pantalón y con los pelos alborotados atravesó las callejuelas como un
demonio con cuernos y soltando humo y con la panza velluda expuesta a la brisa
marina.
En cierta manera la luz del día no le
hacía bien al poblado pesquero, o tal vez fuera el contraste con los recién
llegados. Las voces murmuraban a medida que estos se adentraban en las calles
mal asfaltadas. La moderna camioneta Toyota se bamboleaba camino al puerto como
una criatura demasiado bella y vulnerable para estar en aquel barrio de
contenedores desbordados de basura y tuberías reventadas por el óxido y el
salitre, sin mencionar el porte de los habitantes con facciones carroñeras.
Finalmente llegaron a la alameda que
bordeaba todo el muelle. El primero en bajarse fue Gustavo que de un solo
vistazo halló la Mariana. El guía se aseguró que todo estuviera en orden en las
inmediaciones del auto antes de pedirles que se apeasen.
—El barco está al fondo, Albe.
El chófer levantó las cejas como señal
de irritación y abrió su puerta para ponerse a descargar el equipaje. En los
asientos traseros continuaba la excitante conversación en inglés iniciada dos
horas antes cuando los recogieron en sus casas de huéspedes. Los cuatro extranjeros
rebuscaron bajo sus asientos, agarraron sus vasos de café, pomos de agua y
auriculares antes de salir. La primera fue Susan que llevaba un ligero sombrero
de ala ancha y unas gafas oscuras. Como distraída fue hacia el maletero, pero
sin dejar de observar una bodega decorada con grafitis obscenos en la esquina.
Un perro de costillas marcadas corrió hacia ella meneando el rabo y la muchacha
lo acarició. Los otros tres hombres ayudaban a Alberto a bajar el delicado
equipaje. Allí venían los instrumentos de recolecta, las bocinas, el sonar y un
pesado maletín muy bien disimulado.
Cuando todos estuvieron listos,
Gustavo chequeó que no se quedara nada y habló con el chofer.
—Albe, esto debe ser hasta pasado
mañana. ¿Por dónde tú vas a estar?
—Me voy a quedar aquí cerca, por
Guanabo. De todas formas, tú me llamas y yo vengo enseguida. ¿Ok?
—Oká, dale cuídate, cuadramos después.
El chofer se despidió de todos en
educado inglés y luego subió las ventanillas. Gustavo se armó con la sonrisa de
siempre y guio a su grupo hacia el muelle.
—This way, everybody.
Detrás de Gustavo iba un joven
norteamericano de piel negra que en verdad estaba cargando demasiado equipaje,
pero su rostro moreno solo dejaba entrever emoción y energía. Detrás de él le
seguía un anciano caballero de cuello delgado y unos ojos claros que no paraban
de escrudiñar cada detalle del vecindario. La partida la cerraban Susan con su
piel bronceada de la Florida y Sander, un hombre de mediana edad con cara
soñolienta que arrastraba el misterioso maletín de rueditas.
Después de los inevitables instantes de
admiración e inquietud ante la Mariana, Gustavo dio el grito, pero nadie
respondió. De pronto, un hombre bajito y obeso les pasó por al lado sin
mirarlos.
—Permiso —soltó y brincó al barco a
toda prisa, pero los visitantes lograron ver la botella con líquido incoloro
que trataba de ocultar entre los pliegues de su camisa abierta. Ramiro se
perdió en los bajos fondos del barco y regresó a los pocos instantes con la
camisa abrochada y cara de espanto.
—Buenos días —le dijo como si los
viera por primera vez.
—Buenos días, Ramiro, yo soy el que lo
llamó, Gustavo.
—Ah sí, cómo no. Es que no lo conocía
y estaba haciendo unos últimos arreglos, ¿son ustedes?
—Sí —respondió el guía señalando a los
cuatro extranjeros y el capitán del barco puso un pie sobre la borda para darle
la mano a cada uno.
—¿Ya están todos, entonces?
—Sí, somos cinco.
—Pues, echen pa´ ca sin pena que no
hay perro —los invitó y fue Henry, el afroamericano que entendía algo de
español el primero que se precipitó sobre la Mariana y casi sufre un accidente
de no ser porque Ramiro lo agarró por las asas de la mochila.
—Pero, mijo, ¿cómo te vas a tirar así
de cabeza? ¿tú estás loco? —se río el hombre mientras los demás iban buscando
un espacio sobre el puente de la colorida Mariana.
—Your boat is gorgeous, sir —le dijo Stuart, el anciano profesor
de ojos azules.
—¿Qué dice?
—Que su barco es precioso.
—Preciosa sí, está recién pintá para este viaje.
—Excuse me, the bathroom? —quiso
saber Susan.
—El baño para la muchacha, Ramiro.
El hombre abrió los ojos sorprendido. —Sí, deme un segundo
para preparárselo.
No le habían dicho que iba a venir una mujer y aquel baño
estaba que daba pena. Fu,e se metió tras la escalera que bajaba a los camarotes
y agarró la cubeta que estaba subiendo Lachi.
—Dame acá eso mismo a ver si limpio el baño ese. ¿Queda
mucha agua?
—Jii.
—Ahora vengo.
Ramiro le zumbó una cubeta de agua con olor a gasolina que
por lo menos disimuló los otros olores del retrete y con un par de escobazos la
situación pareció bajo control. Después de restregar la colcha por todas las
superficies se dio por satisfecho. Su oído fue lo que le avisó. Echo a correr
escaleras arriba y halló a todos los de cubierta en silencio y ojeando a Lázaro
que acaba de aparecer ante ellos.
—Este es mi hijo, él es un poco lelo así que no le hagan
caso —les explicó Ramiro y el guía fue traduciendo al mismo tiempo.
El dueño de la Mariana les enseñó sus camarotes. Solo había
dos. De un lado se quedaron los cuatro hombres y el otro le tocó a Susan con la
mayoría del abultado equipaje que habían traído a bordo. Ramiro ayudó a su hijo
a vaciar el resto del agua saldada en la cámara del motor. Taponeó la fuga,
mandó a Lachi a la cabina alta del timón y él se sentó en la escalera a fumarse
un cigarro. A los pocos minutos los pasajeros se le unieron y se fueron
acomodando en los bancos.
—Mi amigo, ven acá, Gustavo, ¿no?
—Sí —le dijo el joven vestido con elegantes ropas de marca.
—Mira, diles que ya vamos a salir, pero que si nos topamos
con el guardacosta les tienen que decir que ustedes vienen a hacer culto.
Gustavo tradujo pausadamente lo que le decía el hombre. El
profesor Stuart, preguntó algo.
—Quiere saber qué clase de culto.
—Aquí todos los cultos son para contactar a los mordíos.
Ustedes les dicen que…ya tú sabes que perdieron a un familiar en el mar y que
vienen a ver si pueden hablar mediante el culto de los capitanes, así es como
se llama. Yo tengo permiso, licencia, con eso no hay problema.
Los norteamericanos hablaron entre sí y el guía sonrió como
siempre.
—No problem, capitán. Ya ellos lo saben.
Ramiro miró a lo lejos hacia el horizonte, tiró el cigarro
al agua y a Gustavo se le borró la sonrisa. Se hizo un silencio tenso en la
Mariana solo interrumpido por el vaivén de las aguas. La cara de capitán ensombreció
y hasta los extranjeros notaron el cambio.
—Explícales ahora mismo para que no haya problema que
cuando el barco salga al mar se tiene que hacer lo que yo diga en todo momento
porque ellos saben que han habido accidentes en esa zona y aquí el único que
tiene experiencia y el único responsable soy yo.
Gustavo procesó aquella información y se la dio de una
forma más suave a los especialistas. Estos asintieron y el joven Henry le hizo
un alegre saludo militar que no le agradó mucho a Ramiro.
—Lachi ve a zafarnos —gritó de pronto el obeso capitán.
El chico saltó como un gato desde la torre, se deslizó por
una baranda y con una rapidez apreciable desanudó la amarra y brincó de vuelta
al barco. Los turistas vieron como el capitán subía hacia la cabina alta y de
inmediato la embarcación empezó a vibrar. Con cada palmo que la Mariana se
alejaba de la costa, a los pasajeros se les iba transformando la emoción de la
aventura en una especie de inquietud nerviosa que no parecía tener nada que ver
con aquellos parajes de aguas esmeraldas del Caribe.
De forma unánime todos a bordo decidieron concentrarse en
sus misiones y aprovechar al máximo el tiempo. Los único que parecían un poco
atónitos ante tanta actividad eran Gustavo y Lachi, pero incluso este tenía que
salir corriendo cada vez que su padre lo mandaba a buscar algo de tomar, de
beber o para ir a chequear qué era ese cancaneo extraño a babor.
La especialidad de Sander era la oceanografía. El hombre
sin pedir ayuda cargó su equipamiento al puente y cerca de la popa se puso a
preparar los dispositivos. Lázaro lo espiaba subido al muro bajo que bordeaba
la embarcación. El guía tenía que estar constantemente preguntando a los
científicos porque el niño grande se le acercaba señalando los extraños
dispositivos.
—Eso es para ver cuánta profundidad hay.
—It’s pretty deep.
—Es bastante hondo —le gesticuló Gustavo con voz cansina el
hijo de marinero.
Pero este no se cansó hasta que Ramiro le dio un grito que
Gustavo no quiso traducir. El capitán se había mantenido bastante distante lo
cual tenía su lado bueno y malo. Los investigadores podían llevar a cabo sus
labores sin muchas objeciones, pero para disgusto de Gustavo el profesor Stuart
y su alumno Henry ambos querían entrevistar al capitán para sus estudios de
antropología religiosa. El guía les había pedido paciencia para no molestar
demasiado temprano a Ramiro. Ya habría tiempo de sobra.
El mar era un desierto cristalizado con infinitas toneladas
de zafiro filoso. Sander también preparó su escáner sonar para ir revisando el
lecho a medida que se acercaban a la zona de los avistamientos. Estaba
particularmente interesado en tomar muestras de las aguas cercanas al fondo, su
temperatura, salinidad, acidez, composición cualquier elemento anómalo que
indicara una relación a los fenómenos sobrenaturales del estrecho.
Susan trabajaba a su lado, si bien a ella no le interesaban
tanto las formaciones geológicas marinas, utilizaría el radar submarino de
Sander para seguir los rastros de las especies en aquel ecosistema y en
especial la de los tiburones en un intento de averiguar porque estos estaban
siempre vinculados a los eventos reportados. Lo cual no sería tarea fácil
considerando la cantidad de especies que habitaban aquellas aguas todas con
conductas territoriales y reproductivas distintas en las que habría que hallar
posibles alteraciones.
Fue en ese momento cuando se dio el primer altercado.
Ramiro vio desde su torre como Susan se preparaba con el traje de buceo. El
hombre bajó como una avalancha de grasa y le fue arriba a Gustavo.
—No, no, no, ¿qué hace esa muchacha, loco? ¿Tú no le
dijiste que aquí no se puede nadar?
El guía tragó en seco y se le resbalaron las gafas del
sudor. Se agachó las recogió y le señaló a Susan para que se detuviera un
segundo.
—Sí, Rami, pero todavía estamos lejos de la zona, ¿no?
—Aquí no hay nada lejos. Ellos salen más pa´ lante, pero
igual están en el fondo en todo esto aquí.
Mientras el capitán gritaba, Henry le susurraba con rapidez
en el oído a su tutor y este no se perdía detalle.
—Yo no les digo nada de los aparatos y todo eso, pero no se
me pueden meter a bucear aquí. Si quieren bucear volvemos ahora mismo y se
buscan otra gente. A mí no me molesta.
El hombre terminó sus palabras cruzando los brazos sobre la
abombada barriga que parecía a punta de estallarle. Gustavo inició una charla
con la bióloga y esta le respondió bastante airada, aunque afortunadamente
empezó a quitarse el traje de neopreno y le soltó un “I´ m sorry” al pasar
junto al capitán. Este se quedó farfullando ahí mismo donde estaba hasta que el
viejo Stuart se le acercó y lo invitó a sentarse a la sombra de la cabina en
uno de los bancos bajo la mirada desaprobadora de Marx y Engels.
—A su salud, para usted, capitán —habló Henry arrastrando
las erres y alargándole un vasito plástico con ron añejo.
A Ramiro se le pasó el enojo al ver que la mujer volvía con
sus ropas normales.
—Capitán, ¿cómo dijo usted eso de que están en el fondo?
—siguió el chico negro con sus ojos alegres traduciendo lo que le pedía su
superior, el antropólogo Stuart sentado detrás.
—Sí, los mordíos pueden estar en cualquier lado, en los
bancos, en el arrecife, en los cayos. Ellos casi siempre están dormidos y
cuando uno los llama es que vienen. Hay otros que son distintos.
El profesor asintió a lo que le comunicaba su adiestrado y
entonces formuló otra pregunta.
—Hay un video de un monstruo que atacó un hotel en los
cayos, ¿para usted eso es verdadero?
Ramiro se dio un buen buche y pensó si responder aquello lo
podía meter en algún lío. Al final decidió que no, porque a fin de cuentas él
sabía más o menos lo mismo que todo el pueblo. Más más que menos.
—Sí, eso pasó de verdad hace ya unos cuantos años.
—Pero, ¿usted vio a ese tiburón con piernas y brazos en
tierra?
—No he visto uno de esos en persona, pero sé que los hay.
Son malos.
—Y el gobierno cubano lo mató.
—Sí, costó trabajo me dijeron. Hubo que darle tiro como a
un colador.
El académico le habló con emoción al capitán y este miró
sin entender al joven.
—Y, ¿por qué el animal iría a atacar un hotel del cayo?
¿Por hambre?
—No, no, eso es la gente que tiene adentro el bicho, por
rabia. Lo que mantiene vivo a los mordíos es la rabia que le tiene a esto aquí.
—¿Al sistema cubano comunista?
—Claro.
—¿No es usted comunista?
El sujeto se encogió de hombros y sonrió antes de sonarse
otro trago.
—Yo me imagino que ese bicho se encabronó con la buena vida
que se dan los de arriba en los hoteles y partió pa´ lla a acabar con todo.
Esas cosas pasan de vez en cuando.
El profesor tomó nota en su diminuta libreta y habló con Henry
haciendo de intérprete.
—Nosotros hacemos una investigación sobre la religión de
los cubanos de venir aquí a rendir culto a sus muertos y queríamos, si usted lo
permite, hacerle una entrevista sobre sus experiencias para un libro donde
reconoceremos su ayuda y con un pago, por supuesto.
—No hay problema, cuando ustedes quieran —respondió Ramiro,
pero se levantó sin previo aviso y se deslizó hacia proa dejando a los
antropólogos hablando solos.
El resto de la mañana se escurrió en medio de más
mediciones y los pitidos del equipo de Sander que no entendía qué les pasaban a
las transmisiones del sonar. Él y Susan discutían porque la pantalla mostraba
objetos en un barrido y luego los perdía en el siguiente. Descartaron el tema
de la velocidad pues la Mariana no se movía con tanta rapidez como para perder
a cualquier objeto o animal baja esta. Sander recalcaba la imposibilidad de que
el equipo estuviera defectuoso, después de todo él mismo lo había usado en
otras expediciones y además se podía ver claramente el relieve del lecho, pero
todo lo demás estaba lleno de ruido.
Susan se dirigió sin paciencia hacia la cabina común e
interrumpió la merienda de Gustavo para pedirle que hablara con el capitán.
Ella quería lanzar algunas redes a ver si pescaba algo que pudiera analizar.
—Tampoco se puede pescar. Está prohibido, y mucho menos con
redes. Si me coge el guardacosta ahí sí me parten las patas.
La bióloga perdió la cabeza cuando el guía le dio la
noticia. No podía nadar ni documentar las especies, el sónar no servía así que
los registros no eran confiables y ahora ni siquiera se podía pescar, ¿¡para
qué diablos había venido!? Tomó un buen rato, pero al final Ramiro le dio unos
gritos a Lachi y este se apareció con una línea de pesca y un anzuelo.
—Dile que tiene que estar atenta a las lanchas, que cuando
yo le diga tiene que recoger rápido y esconder el carrete, ¿me hago entender?
—Oh, thank you so much —la chica apretó el carrete como si
fuera una muñeca y se fue a buscar algo de carnada para empezar la pesca.
Susan dejó la línea segura en la popa. Sander configuró el
programa en su laptop para que siguiera escaneando y bajó otros sensores para
las mediciones de pH, temperatura, etc. Entonces, todo se agruparon en la
cabina común para almorzar. Tuvieron que insistir para que Ramiro y su hijo se
le unieran. Pegaron un par de mesas plegables y cargaron los manteles con
jarros de aceitunas, latas de atún y fueron sirviendo un espeso guiso de cerdo
y maíz hasta que cada uno tuvo una humeante porción delante. Todos tomaron un
trago de sudorosa agua fría y dio inicio el banquete.
Susan conversaba con Henry sobre un interesante colgante
que llevaba al cuello y este le explicaba cómo se lo habían regalado en una
reserva india al norte de Canadá. Sander se interesaba por la universidad donde
trabajaba Stuart desde hacía más de veinte años. Los tres cubanos permanecían
encorvados sobre sus platos lanzando miradas esquivas hacia la popa. Fue el
profesor Stuart Bell de la universidad de Carolina del Norte quien increpó al
intérprete.
—Pregunta qué hace cuánto tiempo es capitán.
Ramiro lo miró con la barba húmeda de potaje. Tragó y dijo:
—Desde hace como treinta años, sí.
—Usted debe haber visto cosas muy interesantes en estos
mares.
A Ramiro se le inflaron los carrillos al eructar con el
puño en los labios.
—Aahh, disculpen, sorry. Sí, aquí se ven cosas que no se
ven en otras partes del mundo, pero al cabo del tiempo uno se acostumbra.
—¿Y desde cuándo se dedica a llevar gente a hacer contacto
con los perdidos? —quiso saber Sander.
—Eso es nada más hace la mitad, quince años. Yo era
pescador de la zona, me iba para el golfo o las Bahamas. Hay que saberse bien
estas aguas porque te pierdes, hay mucho islote y eso.
—¿Y por qué se interesó en más en esta parte? —preguntó en
español Henry.
—Porque se pasa menos trabajo —se carcajeó el capitán y su
hijo también sonrió sin dejar de lamer un potecito de mermelada—. La vida del
pescador es dura, a veces se coge, otras veces no hay suerte y hay que virar
con el jamo vacío. Esa sí es mala. Yo intenté emigrar. Uno tiene una casa,
familia que mantener. Pero no se crean, este trabajito se las trae. Hay mucho
peligro en la zona, por eso nadie quiere meterse en esto.
—¿Qué peligros se ha topado? —tradujo de las palabras de
Stuart.
—De todo, aquí hay de todo. Lo que la gente no sabe es que
se han ahogado un montón de balseros. En Cuba la cosa siempre ha estado mala.
Aquí no hay cuatro gatos, no, son miles de mordíos y algunos son peligrosos
como el bicho ese del cayo. Hay que saberse las técnicas porque la técnica es
la técnica y sin técnica no hay técnica —volvió a reírse en las caras
estupefactas de los invitados.
En el fondo se oyó un golpe seco y un susurro. Susan soltó
su tenedor con un estruendo y corrió a la popa. Todos fueron tras de ella. El
carrete giraba a toda velocidad dentro del perno en el que lo había sujetado.
Cuando lo agarró con las manos la fuerza la hizo resbalar y se pegó en la
cadera contra la borda. Sander sujetó la línea directamente e inmediatamente
sufrió una quemadura por fricción. Ellos dos estuvieron un buen rato tirando y
liberando, pero lo que estuviera al otro extremo no se cansaba.
—A ver, dáselo a Lachi para que acaben de sacarlo. No es un
pescado —gritó Ramiro que ya estaba en lo alto con su timón vigilando las
lanchas de la autoridad.
Susan, con los músculos tensados le pasó el carrete al
tímido muchacho con ropas militares holgadas y cabello rapado como si estuviera
en el servicio. Este se arrodilló en la popa y pegó el pecho al muro bajo. Haló
con fuerza hasta que tuvo el rollo circular en la cara. Entonces, se puso el
hueco del carrete sobre la boca como si fuera un vociferador, pero no gritó,
sino que dejó salir como un seseo, un agudo chiflido casi inaudible que iba ganando
intensidad y se te clavaba en los oídos como una aguja o una tetera a punto de
estallar.
A Sander se le ocurrió mirar a la pantalla de su sonar y
por primera vez en el día la mancha anaranjada no desapareció del gráfico.
—Impossible —se dijo a sí mismo al ver que las escalas
indicaban una forma de más de siete de metros de largo.
Los brazos de Lachi dieron un tironeo cuando la línea se
soltó. Lázaro recogió el carrete como un maestro pescador, pero empezó a
balbucear vocales y sílabas entrecortadas cuando llegó al anzuelo. No quedaba
ni rastro del trozo de piel de pollo y además algo había torcido la forma
arqueada del anzuelo. El chico siguió gesticulando como enojado por haber
perdido un anzuelo y no se calmó hasta que Susan le trajo uno de los suyos aún
en su paquete de fábrica. Lachi se fue contento con su regalo para guardarlo en
algún sitio oculto de la Mariana, mientras los cinco pasajeros se pasaban de
una mano a otra el extraño objeto. La aguja de acero del anzuelo había sido ligeramente
deformada hasta formar una especie de lagrima u óvalo. Cuando aquella cosa
regresó a manos de Susan esta solo lo levantó al aire y no pudo imaginar qué
fuerza peculiar podría haberlo modificado. Y el viejo Stuart le suplicó que le
permitiera a él guardar el artefacto para futuros estudios, pero Susan le pidió
que se lo dejara hasta que terminara la expedición, como amuleto. Aún no quería
librarse del influjo de lo que fuera que lo hubiera tocado. Sin embargo, perdió
todas las ganas de seguir pescando.
Con cada hora la rojinegra Mariana picaba el mar como un
machete de azabache, directa hacia el epicentro del estrecho de la Florida y
hacia las coordenadas donde las estadísticas indicaban que tendrían más frutos
sus investigaciones. Gustavo y Stuart estaban en sus camarotes porque las
nauseas les habían hecho devolver la mayor parte del generoso almuerzo. Susan
se conformaba con ser la asistente de Sander y a este se le veía la mar de
contento por poder ostentar sus juguetes nuevos frente a la bronceada bióloga
marina. Henry estaba en la torre del piloto molestando a Ramiro con sus
constantes preguntas. Tenía la intención de compilar una serie de notas
secretas con las que sorprender al viejo Stuart, después de todo tenía que
sacar provecho de su dominio del español. Al indiferente Ramiro no le importaba
atender al chico siempre y cuando este se le presentara con otro vasito del
buen ron ese que habían traído a bordo.
En el aire se sentía un olor peligroso de sal y lluvia a
pesar de que las nubes estaban lejos y el sol picaba como bibijagua. Lachi se
había quedado dormido en el frescor bajo la mesa del comedor después de dar
buena cuenta a los restos del almuerzo. A Sander finalmente se le acabaron los
trucos con los que impresionar a su linda colega y ahora el trabajo se
convertía en la tediosa rutina de siempre. Hasta las ecolocalizaciones
fantasmas dejaron de emocionarlos. Y en el momento en el que el vaivén estaba a
punto de adormecerlo sonaron los toques.
Al principio se confundió con los traqueteos del viejo
motor de la Mariana, pero el ritmo musical se reveló distintivo y los miembros
de la tripulación fueron despertando.
—¿Qué es, capitán? —preguntó Henry intrigadísimo mirando a
todos lados.
—Eso son tambores.
—Drums? Tambores, aquí, pero ¿cómo? —Henry hacía visera con
las manos para ver a lo lejos.
En el puente, Sander sacó unos binoculares y señaló al
suroeste. Allí se meneaba una mota también rojinegra sobre las oscuras aguas
con tonos purpúreos a aquella hora.
—No hagan señas, ni señales. Explícales —le ordenó Ramiro a
Henry y este se lo comunicó a los otros dos.
Lachi se deslizó por una ventanilla como una serpiente y
con facilidad se arrastró como un soldado hasta la proa y allí permaneció
atento. Henry bajó con disimulo, pero todos sabían que iba a despertar a su
tutor. Aprovechando la sombra de la escalera al timón, Sander pudo divisar las
gentes del otro barco. Eran muchos, con ropas multicolores y se movían
sincronizados. Estaban bailando, entremezclado con los tambores les llegaban
cánticos incomprensibles. ¿Cómo un yate tan pequeño podía llevar semejante
cantidad de gente? Los brincos y espasmos parecían a punto de hacerlos zozobrar.
Doblado sobre el estómago y con la tez pálida aún llegaron
los antropólogos cargados de libretas, micrófonos y una moderna cámara de
video.
—No graben desde el puente, métanse en la cabina y graben
por una ventanilla. Esta gente me van a meter en problemas.
Stuart asintió sin protestar a las explicaciones de Henry
así que armaron campamento en la sala comedor. De rodilla sobre el sofá Henry
se acomodó lo mejor que pudo con la cámara al hombro. La imagen era casi tan
buena como la de los binoculares, ahora en manos de Susan. El capitán se plantó
en la puerta de la cabina vigilando a los eufóricos científicos.
—Con disimulo señores que ese es un evento privado.
—¿Qué están haciendo, señor? ¿Bailando? —Henry traducía sin
dejar de filmar y Ramiro le respondía al profesor.
—Eso se llama una visita. Los familiares vienen el día del
cumpleaños del mordío y le hacen una fiesta.
—The bitten? ¿Dónde está el mordido? —chillaba Henry casi
fuera de sí.
—A veces viene, a veces no viene. Tienen que tocar y cantar
su nombre varias horas sin parar. —El marino apretó los ojos para ver mejor—. Y
si no hay un familiar cercano en el barco no va a pasar nada. Ese es Soto.
—Capitán, ¿por qué no vamos un poquito más cerca?
—No, no se puede, que después les jodemos el toque —le respondió
de golpe al camarógrafo para hacerle saber con el tono que no había discusión.
Susan tenían un ojo entrenado para la vida en el mar y bajo
este. Fue ella la primera que divisó la sombra alargada en el agua y la espuma
gris de la aleta dorsal rompiendo la superficie. Era enorme para que pudiera
apreciarlo tan bien desde donde estaban a un poco menos de una milla. Y lo más
raro era que el animal se mantenía siguiendo al barco por la popa sin rodearlo
o sumergirse como suele ser su táctica. Los tambores retumbaron con más fuerza
y los alaridos llegaron con claridad hasta donde estaban ellos. Los músculos se
le tensaron involuntariamente. Tenía los binoculares fijos a la cara e iba a
observar aquello quisiera o no. Oyó la voz del profesor Stuart pronunciando las
palabras del cántico en aquel idioma que no sabía si era español u otra lengua.
Todos en la lejana embarcación comenzaron a convulsionar, tiraban las manos
hacia adelante y después las elevaban al aire. Ante los ojos de la doctora en
ciencias marinas de la Universidad Estatal de Florida, Susan G. Banks el
escualo saltó casi dos metros fuera del agua y se precipitó sobre la multitud
de personas. De alguna forma, el séquito lo recibió con una especie de tela o
lona y el animal se perdió en el bullicio de la muchedumbre.
—¿Lo están matando? —Esta vez Henry sí despegó el ojo de la
cámara para mirar al capitán que no miraban la escena sentado en el sofá de
enfrente.
—No, ahora hay que hacerle ofrendas. Primero se le ponen
cosas de la familia para que no los olvide —recitó el capitán como si fuera un
libro de recetas—. Le amarran fotos y pedazos de tela para poder reconocerlo
también cuando vuelvan a venir. Pero eso es por gusto, los otros les arrancan
esas cosas a mordidas.
—¿Por qué? —habló Stuart en español.
—Por envidia, hay muchos mordíos a los que no los vienen a
ver.
Un estridente chillido les llegó desde el otro barco. Todos
volvieron a espiar. Alguien halaba una cuerda. Otros ayudaron y el cerdo correteó
de un lado a otro hasta que los gruñidos se agudizaron y fueron disminuyendo
luego con cada mordida. Las personas en los amplios trajes de colores se
arrodillaron y Susan no se perdió el rastro rojo que iba dejando el yate. Uno a
uno, parecieron ir acercándose al tiburón para hacer lo que había dicho Ramiro.
Finalmente, el gentío se apartó y una mujer negra vestida toda de azul se le
paró delante sollozando.
—¿Qué va a hacer? —le preguntó Henry.
El capitán tuvo que levantarse para echar una ojeada.
—Esa debe ser la madre o la hija. Ella es la que va a coger
la marca.
—The mark. What is that? ¿Qué es esa marca?
—Se le mete alguna parte del cuerpo en la boca del tiburón y
si es un mordío no te mata.
Henry no tradujo y solo maniobró el lente de su cámara para
no perderse detalle alguno. La borda del barco no dejaba ver lo que pasaba
sobre el puente. La mujer se sentó en el piso y dos personas la sujetaron de
las manos mientras ella se estiraba en el suelo. Los tambores y las
invocaciones se detuvieron. Volvió el chapoteo de las olas en la Mariana y
cuando menos se lo esperaban rompió el grito adolorido de la mujer. Susan pude
sentir el dolor en su cuerpo. Le entregó los binoculares a Sander y al bajar se
topó con Gustavo que subía al puente con los ojos enrojecidos.
—Ramiro, ¿y esos gritos qué cosas son?
—Cállate, ¡pèrate! —le gritó el capitán prestando oído a la
lejanía.
Y apenas un instante después se escuchó el lamento como
viniendo de todas partes, una voz repetida por el salado viento. Lachi se asomó
por la ventanilla sonriendo y dijo:
—Ya, ya ¡Vete, Yamila!
Una gritería se formó en el barco vecino. Todo mezclado con
los gritos de dolor de la mujer. Al final, alguien logró abrir la puertecilla
de popa y la masa abultada del pez se escurrió de vuelta a la profundidad.
—Ya, ya, no vengan más. ¡Vete, Yamila! —canturreaba Lázaro
antes las caras sorprendidas de los turistas que solo lo había oído decir
vocales entrecortadas.
—¡Cállate, niño!
—¡Ya, ya, Yamila! —le gritó Lachi a las aguas.
Ramiro subió al timón y aceleró la marcha para alejarse del
otro navío.
—Niño, cállate, tú vas a ver el cintazo que te voy a dar.
Stuart le tocó el hombro a Henry para que saliera de la
cabina y grabara al chico. Ahora estaba haciendo ese zumbido como de aceite
friendo pescado y al mismo tiempo pronunciaba “Ya, ya, Yamila” doblado por la
cintura sobre la borda y con la cara casi pegada al agua. Ambos estaban tan
concentrados que no advirtieron la sombra que enfilaba hacia el Mariana. Sander
y Ramiro la vieron al mismo tiempo.
—Cabrón, ¡saca la cabeza!
Sander agarró el chaleco de Lázaro por el cuello y haló. Las
fauces del animal se proyectaron hacia afuera como latigazo y se cerraron a
unas pulgadas de la nariz del muchacho. El cuerpo fofo del pez pegó contra la
borda con tanta violencia que fue como si hubiesen dado contra un escollo. Stuart
agarró a tiempo a Henry y entre ambos lograron evitar que la cámara se hiciera
añicos, pero sus costillas no corrieron tanta suerte. Stuart se levantó con la
ayuda de Gustavo para acercarse a la borda donde Lachi bailaba airoso de su
proeza. Ya no se veía nada en las aguas que oscurecían.
Sander se le tuvo que enfrentar al capitán porque Ramiro
estaba hecho una furia y empezó a pegarle a Lachi con una chancleta de hule.
Gustavo también perdió un poco la calma al tratar de mediar entre ambos.
—Ya está bien, mi hermano. Ya aprendió la lección.
—¡Yo le he dicho que no se meta con los mordíos de otra
gente! Pero él no hace caso. ¡Ven acá!
Lachi se escondió detrás de Sander que se movía frente al
grueso hombre fuera sí.
—¡Métete en el hueco! —le gritó al muchacho y este salió
corriendo hacia las escaleras que bajaban a los camarotes, no sin antes
llevarse un fuetazo en los tobillos.
La cara hinchada y rojiza del capitán se quedó trabada en
los ojos de los que lo miraban solo por un instante. Ramiro se dio la vuelta y
subió al timón murmurando para sí y pisando con violencia cada escalón.
En la medida que el mar se tragaba las extremidades del sol
los tripulantes empezaban a sentir lo que no sería una noche agradable. El
episodio del toque de los tambores y la furia inhumana del animal que se mostró
en las aguas había dejado una atmosfera irreal en la Mariana. Los científicos
no habían esperado un encuentro tan violento ni frontal. En el fondo todos
venían con el objetivo de atribuirle causas naturales a los fenómenos que
ocurrían en el estrecho. Ni siquiera a Stuart y a su discípulo se les había
ocurrido aceptar como confiables los testimonios de los cubanos que visitaban
aquellas aguas.
La comida no se sirvió en la cabina central. Cada quien fue
con su plato a las alacenas ocultas bajo los bancos y tomó lo que le apetecía
lo más rápido posible para regresar de inmediato a los camarotes y no tener que
lanzar la mirada sobre la planicie crispada que ellos disturbaban con el
incauto ronroneo de los motores.
La última en salir al puente fue Susan. Todavía le
resonaban los gritos de la mujer, como si la tuviera clavada entre las
costillas. ¿Cómo habían podido dársela así al tiburón? Tal vez estuviera vida. Colocó
sobre la mesa el trozo de queso y las galletas. Tratando de calmar su
respiración fue dando lentos pasos hacia la popa. El aire fresco le causó un
escalofrío en medio de la noche. Sus ojos evitaban el lado de estribor por
donde había salido el otro barco. Por suerte la luna menguante emergía por el
noreste. No podía quedarse encerrada sola ni tampoco quería hacerle compañía al
nerviosismo que embargaba a los otros. Había aprendido que los temores se
vencen poco a poco. Nunca sufrió un sobresalto que la dominara de aquella
manera, por eso la vergüenza la impulsada a mirar el mar. Silencioso y plagado
de amenazas, nunca lo había considerado así. Sander le contó como el animal
había saltado hacia el hijo del capitán cuando este pronunciaba un llamado. A
ella le hubiese gustado negar esa voz que les llegó más clara que los tambores,
pero sí la escuchó. Le recordó el eco de alguien gritando desde el fondo de un
pozo. Aquel océano no era como el que ella estaba acostumbrada a estudiar.
Todos sus años de experiencia la habían dotado con un potente instinto de
investigación. En la vastedad de los mares hay que saber que nada está aislado,
nada es accidental ni procede de la nada. Era ese razonamiento el que ahora le
jugaba una mala pasada. Lo que habían visto podía ser solo la punta del
iceberg, una montaña submarina que desconocían por completo. De repente se
sintió tonta y agradecida de que el capitán no la hubiese dejado ir a nadar.
¿Pero qué clase de bióloga se alegraba de aquello? ¡Es que esto no tenía nada
que ver con biología! Aquí estaba pasando algo que superaba sus capacidades.
Se volteó para regresar adentro y se topó con que Ramiro la
había estado observando todo el rato. El hombre no sonrió ni la saludó solo
volvió la vista al vacío como quien espera a que pase un tiempo pesado en que
no queda otra que resignarse. Era una cara endurecida a costa de presenciar las
revelaciones que muy pocos tenían que soportar. Susan se estremeció al darse
cuenta de la gran diferencia que los separaba a ellos del estado en que se
encontraba el hombre. Era prácticamente otra especie de humano.
La mañana no trajo
las emociones que se esperaría de una expedición que tanto había costado
organizar y lograr que fuera autorizada. Gustavo veía con preocupación como el
humor de los norteamericanos empeoraba con respecto al terrible día. Así que
durante el desayuno fue soltando entre pan y pan comentarios prometedores sobre
lo que podrían escanear una vez llegados a las coordenadas cero. Se atrevió
incluso a vaticinar posibles avistamientos inéditos para que Henry los grabara.
Por alguna razón, esas expectativas no emocionaron de inmediato a los
investigadores. Solo la fuerza del hábito y el compromiso con sus instituciones
hizo que aquel día siguieran los estudios.
Sander y Susan se sentaron junto a sus equipos en el puente
para seguir monitorizando a base de sonar las formaciones submarinas. Hasta
aquel momento no se habían topado con anomalías geográficas, lo único que
persistía era el ruido de fondo que plagaba la pantalla del escáner.
Stuart y Henry se le plantaron en la torre a Ramiro y lo
interrogaron sobre los detalles del día anterior. El capitán se mostró bastante
conversador en contraste con las caras largas a lo largo de la Mariana. Así
aprendieron bastante de la relación entre la religión afrocubana y el desarrollo
de estas llamadas visitas. A los capitanes los
contrataban constantemente para esta clase de ceremonias. Los
antropólogos se sorprendieron al averiguar que existían otras clases de cultos
celebrados en las aguas del estrecho aparte de las visitas.
—Están las consultas, ¿me entienden? Son cuando viene
alguien que tiene un problema en la vida y entonces alquilan un barco pa´
reunirse con un mordío que le aconseje y lo ayude para solucionar ese problema.
Puede ser por cualquier cosa —continuó ante las preguntas de Henry—. Vienen a
preguntar cómo buscar marido y pa´ que les adivinen el futuro.
Cada quien estaba en lo suyo. Gustavo se entretenía con un
juego de gemas en su móvil y Lachi lo espiaba por una ventanilla de babor
mientras se hacía como que estaba limpiando la baranda, entonces fue que les
llegó la voz pidiendo ayuda.
Ramiro dio por terminada la entrevista y se estiró sobre
los controles del barco. Justo delante de ellos, casi a ras del agua se les
acercaba una balsa que a la distancia parecía en realidad poco más que unas
cuantas tablas martilladas en cuadro sobre unos neumáticos inflados.
—¿Qué pasa? ¿Hay gente ahí en el agua? —le preguntó Gustavo
nervioso al capitán, pero este seguía concentrado en maniobrar la Mariana
alrededor del náufrago.
Los pasajeros le pidieron a gritos que se acercara para
lanzarle una cuerda, pero Ramiro negó con dedo y le hizo una seña a su hijo
para que tomara el timón mientras bajaba a los camarotes con una sonrisa en los
labios.
—¿Está usted bien? —le gritó Henry—. Venga más nadando
aquí.
Mediante señas lo incitaron para que se acercara, pero la
persona parecía completamente desfallecida. Una cabeza despeinada y una cara
requemada por el sol con los labios cuarteadas solo lograba soltar palabras
inteligibles desde su balsa. Tirado a bruces sobre las tablas y el cuerpo medio
sumergido nadó con las manos, pero por cada palmo que se acercaba Lachi hacía
que la Mariana barbotara lejos del desesperado. Sander estaba a punto de subir
las escaleras cuando apareció Ramiro con un saco de nylon al hombro.
—Dile que no se preocupen y que atiendan bien. Saquen las
cámaras.
Tras la traducción Henry salió corriendo al camarote de
Susan donde guardaban los equipos.
—¿Cómo estamos, mi sobrino? ¿Cómo te llevan las olas? —le
preguntó burlón el capitán y Lachi soltó una risa seca.
—Aquí embarcao, tú sabes. Se me acabó el agua y anoche se
me perdió la lona para sombra.
Los extranjeros miraron a Gustavo y se este les informó por
la bajo de lo que decían. Henry regresó con la cámara y al parecer eso no le
hizo mucha gracia al balsero.
—Ajá, y ¿hace cuánto tú te tiraste? —siguió Ramiro como si
nada.
—Yo, hace como una semana.
—Oye, pero te falta cantidad para llegar. ¿Tú crees que
llegues?
—Sí, ya estoy montado en el tren, ¿qué voy a hacer? —Al
hombre se le marcaban las costillas en el cuerpo manchado de sal y hablaba sin
poder levantarse con los codos apoyados en las tablas húmedas y una mano
temblorosa tapándose el sol de la cara—. ¿No tienen nada que darme ahí?
Susan le murmuró algo a Sander y este asintió. La mujer
bajó a toda carrera. El capitán la ignoró, soltó el saco y apoyó un pie en la
borda.
—¿Cómo es que tú te llamas?
El tipo no contestó y su busca empezó a hacer un gesto de
desagrado,
—Ah, no me quieres decir tu nombre. Entonces no te puedo
ayudar. Tú quieres meterme en problemas, mi socio. Este barco es de Fidel.
El sujeto le metió la frente a las tablas al oír el nombre
y a Ramiro se le hinchó la barriga de la risa. En eso llegó Susan con una
riñonera repleta de medicamentos y cosas de primeros auxilios. Ramiro se puso
serio al ver su intención, pero después se sonrió y le hizo una seña a Lachi
para que bajara.
—Mira, te pusiste de suerte. Esta gente te va a dar
medicina.
El balsero braceó con más fuerzas y superó los pocos metros
que le quedaban hasta el barco.
—Échense pa´ tras —murmuró el capitán con un tono grave y
tomó el botiquín de mano de Susan—. Con lo que hay aquí llegas hasta China, mi
hermano.
Lachi sacó un cuadro del saco y lo mantuvo oculto en su
espalda mientras ponía cara de niño pícaro. Los estadounidenses formaban una
fila detrás del capitán. Todo vieron, primero las manos arrugadas al extremo
por el agua sujetándose a la borda, después pasó los codos y se quedó así solo
con la cabeza despeinada sobre saliendo.
—Tú no sabes cuánto te lo agradezco —dijo el hombre con voz
exhausta y le tendió una mano en gesto de saludo.
El capitán abrió las piernas y las trabó bien bajo los
bancos. Tan pronto como las palmas de los dos hombres se tocaron comenzó el
forcejeo. El vagabundo trató de agarrar a Ramiro por la muñeca mientras se
dejaba caer al agua para arrastrarlo consigo, pero el viejo lobo de mar lo
había visto venir y con todo su cuerpo arqueado lo halaba hacia el puente.
—Enséñaselo, niño —masculló Ramiro haciendo tremendo
esfuerzo.
Los tripulantes estáticos miraron como Lachi volteaba un
cuadro del tamaño de una cuartilla con la foto de un hombre de cabellos
revueltos, una boina y mirada intensa. Los músculos del náufrago se aflojaron
como si desfalleciera y Ramiro aprovechó para meterle las manos debajo de las
axilas y levantarlo dolorosamente. Susan se abrazó a Sander al observar un
trozo de la criatura trabada a la pierna derecha del hombre.
—Miren, estos son de los que te engañan pa´ ahogarte. Son
unos maricones. Córtalo, niño.
Lachi soltó el cuadro del Che, metió la mano en el saco y
alzó un machete corto. De un solo tajo brutal le cercenó la pierna al mordío y
el animal cayó al agua. El cadáver en manos del capitán lloró en silencio y un
dolor inimaginable se reflejó en su rostro mientras las lágrimas recorrían su
barba de semanas. A simple vista la carne de los pómulos se le empezó a hundir
y Ramiro lo estrelló contra el agua con todas sus fuerzas.
—¡Huye de aquí! ¡Sal! —sentenció como un conjuro.
Henry se pegó a la borda para captar las aguas y su lente
pudo grabar la descomposición acelerada de esa persona que nadie sabía cuánto
tiempo llevaba vagando por las aguas de su tumba.
Ramiro se sacudió las manos como si las tuviera sucias y
Lachi blandió el machete como si se enfrentara a un enemigo invisible. Los
pasajeros permanecieron en silencio cada uno por una razón diferente. Stuart y
Henry estaban estáticos de la emoción y las nuevas interrogantes que los
acontecimientos les presentaban. Sander estaba considerando si de verdad se
encontraban a salvo en aquella embarcación. Susan se hallaban en plena
introspección negativa, se negaba a aceptar lo que había visto, simplemente no
podía aceptarlo por ello significaría la anulación de todos los estudios y
certitudes que se había formado durante su vida profesional.
—Sí, ahora es que el viaje se pone bueno. ¿Eh? —festejó el
capitán y Gustavo decidió mejor no traducir esas palabras.
Él había escuchado desde pequeño sobre las apariciones en
el estrecho, las familias tratando de llegar a los E.U durante décadas y la
cantidad de gente perdida en el mar. Bueno, al parecer no estaban completamente
perdidas. Gustavo era un guía más de ciudad, pero con la baja del turismo en la
isla aquella oportunidad le vino a pedir de boca. Un grupo de americanos
pagando diez veces lo que él solía cobrar si tan solo conseguía los permisos de
visita religiosa familiar al estrecho. La cosa se demoró, pero el final, el
billete baja la palanca y en cuestión de semanas los yumas ya estaban aquí y él
había conseguido al mejor capitán para el trabajo. ¿Qué culpa tenía ahora de
que la experiencia fuera un poco violenta? Fueron ellos los que lo contactaron
a él. Tenían que haber investigado mejor en lo que se metían. Esto no era un
secreto para nadie. Ellos se pensaron que los rumores eran cuentos para atraer
turistas tontos, pues ahí tenían. ¿No querían investigar y toda esa mierda?
Pues, ¡aprovechen!
Gustavo se secó el sudor y echó una ojeada para ver que
nada se saliera de control. Este iba a ser un día complicado y no pasó mucho
tiempo sin que se lo confirmaran. Sander le dio un grito a Susan para que
viniera a ver algo en los monitores y le pidió a Gustavo que hablara con el
capitán para que detuviera el barco. Habían navegado durante otras ocho horas después
del encuentro con el balsero.
—¿Por qué quiere parar?
—Dice que encontró algo con la computadora —le comunicó
Gustavo al capitán—. Que hace falta que apagues los motores para que se vea
mejor.
—No, no —respondió Ramiro, pero disminuyó la velocidad y
bajó al puente negando con la cabeza—. Esta es zona mala, aquí no se puede
parar.
Cuando llegó Susan, los otros tres hombres le insistieron a
Ramiro para realizar un estudio rápido y le señalaron las imágenes que se
repetían en el portátil del oceanógrafo. El gordo pescador se rascó la barba de
tres días mientras se fijaba en todos esos puntos regados por el fondo arenoso.
—¿Qué cosa es eso?
—We don´t know —Sander se encogió de hombros.
—No saben —recalcó Gustavo.
—¿Y cómo van a hacer para estudiarlo? Ya les dije que no se
puede nadar.
Sander le explicó lo que tenía pensado hacer y Gustavo se
demoró unos segundos pensando en cómo dejarle caer aquello sin alarmarlo.
—Ramiro, ellos trajeron un aparato que es como un submarino
para hacer fotos y…
—No, eso es mentira, pero si tú lo sabías —se pegó con
fuerza en el muslo y levantó los brazos gruesos como vigas.
—No, no, yo no lo sabía. Tú te crees que si yo llego a
saberlo no les hubiese dicho que eso está prohibido.
Ramiro miró al muchacho con cara peligrosa. Los científicos
debieron darse cuenta de lo que pasaba con las explicaciones entrecortadas de
Henry. Durante los siguientes diez minutos le estuvieron insistiendo al amo de
la Mariana, pero este no cedía ni un palmo, y ya cuando este había subido dos escalones
para poner en marcha el barco, el viejo profesor le dedicó unas suaves palabras
que Gustavo las tradujo tal cual.
—Te van a dar cuatro mil dólares más por encima de lo
negociado.
Ramiro se puso serio y miró el rostro calmado del anciano.
—¿Qué hora es?
Gustavo sacó su móvil. —Las cuatro y cuarto.
—A las seis arranco y me voy —dijo y se perdió en la
escalera hacia los camarotes.
Sander lo siguió y regresó solo, portando el enorme maletín
niquelado. Estaban contra reloj. Apoyó el estuche contra el ángulo que formaban
los bancos de babor con la popa y desbloqueó el cierre electrónico. Dentro
había una especie de torpedo pequeño de color amarillo con su propia propela y
enganches para agregar cámaras, pinzas y otros instrumentos de medición.
Susan solo miraba y dirigía al científico mientras este
armaba el sumergible remoto. Les tomó casi cuarenta minutos hacer todas las
pruebas necesarias y calibrar los controles para tenerlo a punto antes de
soltarlo. Sander se sentó en el piso, apoyó la espalda a popa y con la laptop
sobre sus piernas chequeó que todos los sensores estaban transmitiendo en vivo
y las baterías estaban al máximo. Gustavo y Henry alzaron el costoso aparato
por sobre la borda y esperaron la orden final. Ramiro y Lachi no se perdían un
detalle desde la torre.
—Let it go! —dijo Sander y el minisubmarino recargado de
accesorios titilantes se hundió.
Todos corrieron a ver a pantalla y ahí estaba la quilla
sumergida de la Mariana. La visibilidad era buena, aunque el atardecer estaba
cerca. Sander anduvo con las palancas y motorcillo hizo girar las paletas. El
submarino descendió con facilidad. Se podían escuchar las respiraciones tensas
de todos a bordo como esperando que algo saltara directo frente a la pantalla,
pero durante los primeros cien metros no pasó nada. Solo se veían las pequeñas
partículas de un polvo amarillo chocando contra el lente. Entonces, hubo que
encender los reflectores y el radio de visión formó una pequeña esfera. Sander
iba narrando lo que hacía y Susan le confirmaba cada uno de sus pasos. En el
banco frente a ellos estaba el sonar que marcaba la posición del submarino y
los puntos extraños en el fondo a otros 300 metros de profundidad. Fueron
anotando los datos rutinarios de temperatura, salinidad, pH, composición, sin
ninguna alteración notable.
Diminutos peces se acercaban como dardos a la luz y pasaban
después de un curioso vistazo. Susan nombraba las especies de barracudas y los
atunes que se les cruzaban. El capitán mandó a Lachi que diera rondas alrededor
del barco y el bajó hasta el puente sobre el hombre de Henry espió la pantalla.
De vez en cuando le murmuraba una pregunta.
Por fin el indicador mostró la profundidad máxima en aquel
punto a unos 421 metros. La imagen en la pantalla se llenó de llovizna y Sander
dijo que tal vez se debía a la presión, aunque aquel equipo podría soportar dos
tercios más de esa profundidad. En ese momento fue que a Susan le vino la idea
y le pidió a Sander que encendiera el micrófono acústico. Y ahí estaba. Era
inconfundible. Las bocinas de la laptop no podían competir contra el ruido de
las olas, pero todos reconocieron el chiflido, ese sonido como si alguien
estuviera pidiendo silencio.
—Me cago en dios cabrón —maldijo el capitán, cerró los ojos
y se viró hacia la proa donde el muchacho se había sentado a descansar—. Niño,
coge la pata de cabra y revisa bien.
Por las palabras de los especialistas era obvio que nunca
habían escuchado nada como eso, pero las preguntas y teorías se detuvieron
cuando la luz tocó el fondo. La arena movida por las corrientes dejaba ver
algunos salientes rocosos aquí y allá. El submarino estaba girando sobre su
propio eje cuando percibió la silueta. Sander hizo que avanzara unos metros y
descubrió una estatua que sobresalía del fondo.
Todos a bordo del barco guardaron silencio y se encorvaron
sobre la imagen para estar seguro de lo que estaban viendo. Tal vez fuera un
efecto de la corriente del golfo o la luz, pero la materia lodosa de la efigie
parecía circular, moverse por los miembros de la figura. Cuando empezaron a
grabarla tenía los brazos casi apoyados a la cintura, pero ahora las manos se
le alzaban hacia el propio lente por el que ellos miraban. Sander se atrevió a
avanzar un poco más y así fue como descubrió a la siguiente y luego a la otra.
El lecho estaba sembrado de figuras humanas talladas al
parecer con el propio limo del fondo. Sander se secó las manos en el pantalón y
Susan le secó la frente sin demasiado éxito. El submarino se posicionó en medio
de aquella foresta estatuaria y encendió todas sus luces. No se veía el fin. El
chirrido se hizo más fuerte. El viejo Stuart señaló a una esquina de la
pantalla, Sander manipuló las palancas y una de las estatuas parecía estar
creciendo. En el panel superior un pitido avisó de la llegada al quince por
ciento de la batería, pero Stuart le rogó que no moviera la pantalla. Hasta
Ramiro era incapaz de parpadear y sus facciones insensibles estaban deformadas
ante aquella visión.
La estatua no crecía, era que se estaba despegando del
lecho. Las piernas se fueron enflaqueciendo hasta que por fin estuvo libre.
10%. La figura cobró vida, convulsionó y las capas de fango se convirtieron en
una nube parda. 9%. El submarino le persiguió y captó a una joven mestiza con
blusa blanca y short de mezclilla pataleando por su vida hacia la superficie
varios cientos de metros sobre su cabeza. No importaba cuando agitara mano y
piernas se quedaba inmóvil en el mismo lugar. El ruido constante se interrumpió
por unos momentos y algo más pareció llegarles, una voz apagada gritando a todo
pulmón.5%
El submarino tenía un mecanismo de emergencia que lo sacaba
a flote en casa de rotura en las profundidades. Sander iba a usar lo que
quedaba de energía para llegar hasta la chica para que esta se agarra y luego
liberar el flotador. Pero algo los detuvo. La imagen se estremeció y la cámara
captó retazos de la piel tersa de un escualo y la piel morena de un hombre.
Mientras el submarino ascendía pudieron adivinar como una sombra puntiaguda
surcaba pegada al fondo y atacaba el punto donde ellos sabían que estaba la
muchacha. El cuadrito luminoso marcó 1% y la imagen se apagó junto con el
amenazante sonido que invitaba a callar…chhh
—Niño, ve y tráeme el otro saco, el azul con las cosas
buenas.
Lázaro fue poniendo expresión seria, se dio cuenta de algo
y voló escaleras abajo. Mientras tanto, Sander seguía intentando disparar el
mecanismo de emergencia mientras Henry y Gustavo miraban hacia la superficie en
busca del objeto amarillo.
—¿Hay alguien en casa?
Unos golpes parecidos a los dados en puerta pegaron en la
popa. Todos se levantaron de golpe dejando los equipos allí donde estaban. Una
cabeza de espeso cabello afro se asomó desde la puertecilla de popa. Pasó un
brazo que terminaba como muñón en vez de mano y hábilmente destrabó la
puertezuela que servía para montar peces grandes a cubierta. Gustavo se
escurrió a donde estaba Ramiro a decirle algo.
—Eh, tú te me callas la boca —el recién aparecido hablaba
con un acento habanero y afeminado. Flotaba como si nada frente a sus ojos,
aunque solo podían verlo de la cintura hacia arriba. Su torso decorado con
tatuajes ilegibles se meneaba levemente de un lado a otro como si bailara de un
pie al otro—. ¿Qué voy a hacer contigo mi Ramirito? Yo pensé que nosotros
habíamos hablado bien claro contigo.
—No, es que yo no pensé que esta fuera tu zona.
—No, obviamente no estabas pensando. —Sus ojos almendrados
se posaron en los pasajeros extraños y en los aparatos regados por el puente—.
Ayayay, pero si la cosa iba en serio. No digas nada que estoy hablando. ¿Tú me
puedes decir que cojones es esto?
Y de golpe sacó la mano que tenía oculta en el agua donde
tenía bien agarrado el submarino y la aventó como un huevo amarillo contra la
plataforma de popa. A Sander se le escaparon las palabras.
—Ah, porque son yumas. Tú no eres bobo, mi gordito.
—Tita, tú sabes que yo no estoy en nada. Esta gente son
científicos de esos de microscopio y querían meterse en el agua, yo les dije que
no. Entonces me enseñaron el aparato eso y yo dije: bueno, eso no le hace daño
a nadie, ¿no es verdad?
La mirada de Tita se quedó perdida en la muchedumbre que
temblaba frente a ella. Su sonrisa dejó ver los dientes ennegrecidos y chapados
en oro. Se saboreó con la lengua y algo en el agua salpicó con violencia
animal.
—Óyeme, lo que vamos a hacer —coqueteó señalándose la oreja
derecha donde colgaban extraños aretes de intrincada trama y piedras
preciosas—. Tú me vas a servir todo lo rico que tengas escondío, me vas a poner
musiquita y me vas a atender como a una reina. ¿Tú sabes lo que a mí me gusta?
Y en dependencia yo te digo si te la voy a dejar pasar.
El mordío terminó de hablar y les guiñó un ojo. Ramiro
agarró a Lachi por la nuca y lo empujó para que se acercara. El pobre niño
trastabilló y a gatas se movió solo unos pasos y empezó a tomar cosas del saco
ante la mirada lasciva de Tita que le tiraba besos. Ramiro iba y venía a la
sala comedor mientras en el piso de popa se formando un verdadero banquete. Con
las uñas afiladas arrancaba los trozos de un jamón de pierna y ante todos los
presentes que no se atrevían a moverse tomó el hueso de puerco y se lo acercó a
la entrepierna. Un burbujeo se formó en el agua y Tita con cara de éxtasis se
introdujo el hueso que desapareció en medio de un sonido triturador.
—Ay, pero qué hambre tiene esta niña, tal parece que hace
un año que no come —se sonrió a todo dar mientras se vaciaba una botella de ron
en la cara y en el pecho—. Oye, muchacho tú no tienes cigarritos cómicos de
esos.
—No, yo no fumo —tartamudeó Henry y Gustavo fue el que se
acercó altanero y le ofreció uno de su cajetilla.
De un solo golpe con el canto de la mano la criatura le
barrió los pies al guía y este se vino abajo como una torre. Le clavó las uñas
en la mano y le arrancó la caja completa. Stuart fue el único que se acercó
alarmado.
—Psss, tranquilo mi viejo, esto es entre cubanos. Yo no le
voy a hacer nada si yo tengo machos de sobra allá abajo. Enciéndeme, si vous
plait —le pidió a Gustavo que se aguantaba las heridas de las uñas y la miraba
sin parpadear. De alguna forma logró sacarse la fosforera del bolsillo y
encenderle el cigarro ya colocado en sus labios purpúreos—. Lo único malo es
que bajo el agua no se puede fumar, ¿qué se le va hacer?
Stuart le hizo una seña a Henry y este se acercó para
recoger la cámara.
—¿Le importaría que yo…?
—¿Una foto? Cinco fulas, ay no, ¿pa qué quiero yo dinero?
—y se rio de sí misma.
—Es video —le aclaró llevándose la cámara al hombro.
—Este chiquito me quiere hacer famosa después de muerta. A
ver, graba ahí. —Con los dientes rompió el envoltorio de un Chupachupa y se
embadurnó los labios—. Yo soy Tita la rica. Un día me volví loca y me dio por
pirarme. Me monté en una balsa y mírame donde terminé, haciéndome cargo de los
que nunca llegan. Por esas, mis queridos amiguitos quédense en casa y mámensela
que esto aquí está malísimo. — Sus ojos se volvieron a tornar anaranjados—. No
te quiero volver a coger metío allá abajo, gordo. Yo te estoy dejando hacer el
pan porque nos conocemos y por Mariana, pero te estás pasando. Strike uno,
corta.
Tita hizo en gesto como de tijeras con la mano y se metió el
caramelo en un carrillo. Su mirada se topó con la de Susan que parecía estar
petrificada.
—Niña por la vida no se puede ir con una mente tan cerrada,
¿quieres vérmela? —le preguntó e impulsándose con la palma de la mano y el
muñón sacó del agua el monstruo que la tenía bien mordida por la pelvis.
Susan viró la cara con fuerza y se aferró a Sander.
—Oh, my god. It’s a big white.
—Te equivocaste, la tengo grande, pero negra. ¡Muy rica la
comida!
Con una odiosa carcajada la mordía se sumergió y Ramiro
corrió a levantar la portezuela de popa. Nadie se movió de sus sitios. Todos
seguían mirando el pedazo de mar por donde se había ido la criatura. Hasta que
los motores se pusieron en marcha y todos se pusieron en función de sus
responsabilidades. Gustavo fue con Susan a atender los arañazos. Lachi se puso
a recoger las sobras y los destrozos del banquete mientras Henry, Stuart y
Sander recogían los equipos. Ya pronto anochecería. El sumergible parecía estar
dañado más allá de las capacidades de cualquiera de ellos. Al menos las
memorias de las grabaciones y los datos estadísticos estaban intactos. Aquel
viaje no había sido en vano.
El encuentro los había dejado a todos en muy mal estado.
Ramiro parecía aliviado pero aún nervioso. Gustavo ni siquiera se había aseado
o cambiado de ropa, se le había olvidado su sonrisa de propina. El dúo de
antropólogos se había atrincherado en el camarote de equipamiento para revisar
todos los materiales de aquellos dos días: el símbolo del anzuelo huevo, los
toques de la visita, el balsero liberado y ahora este último encuentro, muchas
interrogantes nuevas con las que atacar al pobre Ramiro. Él único que parecía
mantenerse equilibrado era Sander porque la doctora Susan había tenido que
tomar unas pastillas para dormir a modo de calmante para los nervios.
Durante la cena de aquella noche fue el profesor Stuart
Bell quien por fin rompió el no escrito pacto de silencio.
—Capitán, ¿podría hablarnos de esta persona que conocimos
hoy? —tradujo Henry.
Ramiro lo miró expresión de agotamiento, pero luego recordó
que el viejo era su mejor cliente.
—Ese es un mordío de los primeros, tiene mucho poder en
estas aguas. Lo mejor es no incomodarlo.
—¿Viven bajo las aguas?
—Sí, yo sé lo mismo que ustedes —puntualizó molesto—. Ese
bicho es el que manda y sanseacabó. Yo les dije que no bajaran el aparato y
miren el enredo en que me metieron.
—I am really sorry, captain, but we
had a deal —le dijo Stuart sin que nadie lo tradujera—. Tell us, what can this being do to us?
—Dice que ustedes tienen un trato y que le digas qué nos puede
hacer ese ser —soltó Gustavo a la carretilla sin levantar la mirada de la lata
de leche condensada.
—No se preocupen no nos va a hacer nada. —Pero Stuart negó
con los brazos cruzados—. No me van a creer de todas formas. Ustedes no creen
estas cosas.
—Yo sí —afirmó el anciano con un extraño brillo en los
ojos.
—Pueden hacer lo que les dé la gana. Trocarte la brújula y
tú piensas que vas pal sur y cuando viene a te estás metiendo en el Atlántico. Te
abren huecos en el casco. Te enferman. Te mandan mal tiempo. Lo que les dé la
gana.
—Y usted a cambio le da comida —aportó Henry.
—Sí, café, tamal, cerveza, lo que tengas en el barco se lo
tienes que dar.
—¿Y si no?
Ramiro respiró profundo para calmarse. —Es mejor ni
averiguar, ¿está bien?
Y con la misma se llevó su plato para fregarlo. Lachi
aprovechó y se empezó a comer las galleticas que dejó su padre.
Aquella fue otra noche en la que nadie tuvo ganas de salir.
Una llovizna creciente los empezó a alcanzar a medida que seguían hacia el oeste.
Y a media noche el oleaje se puso violento. No se veía una solo estrella porque
techo de nubarrones los iba cubriendo. La pequeña Mariana se agitaba sobre las
colinas encrespadas y Ramiro se apostó en la torre para hacer un llamado por la
radio. Justo cuando conectó el comunicador un relámpago se lanzó en picada
contra el agua a menos de cien metros de la embarcación y un reguero de arcos
eléctricos cegadores fulminaron todo a su alrededor. El capitán y los pasajeros
se tiraron de rodillas.
Cuando Ramiro oyó los gritos pensó que eran los pasajeros
buscándolo a él. Lachi se levantó de la colchoneta a los pies de su padre y se
asomó a la tormenta. La Mariana empezó a estremecerse como si estuviera siendo
golpeadas por bancos de arena. Lachi se deslizó por la baranda y también se
puso a gritarle a las aguas. Ramiro no podía soltar el timón. Con el siguiente
rayo logré ver lo que se agolpaba alrededor de su barco.
En los camarotes la situación era igual de precaria. Las
hamacas se mecían como nadie lo esperaría y tomó un buen rato acostumbrarse a
los relámpagos. Ese que picó cerca se les metió a todos dentro de los mismos
huesos y los dejó temblando como campanas. Ellos si que sintieron los topetazos
que venían de afuera en la oscuridad. ¿Estarían cerca de los cayos? No, todavía
quedaba al menos otro día de marcha, pero ahí estaban los golpes uno tras otros
como un ariete impulsado por las olas, mil aldabas pegadas al casco vigilando
que ellos no pudieran dormir. Sander abrió los ojos alarmados cuando discernió
los gritos.
—¡Aquí!
Henry dio un salto en su hamaca y Stuart le dijo algo por
lo que le chico se dejó caer y por supuesto se fue de lleno contra la pared de
la puerta.
—¡Yo no!
Con esfuerzo logró abrirla a pesar de las advertencias de
Sander.
—¡Dios mío!
Y a los pocos segundos volvió con una grabadora bajo el
brazo
—¡Basta ya!
Sander estuvo a punto de arrebatarle el aparato, entonces
Henry le informó que Susan no estaba en su camarote.
Aquello le heló la sangre. El mal presentimiento le hizo
saltar y patinar sobre la superficie tambaleante. Se sujetó de la hamaca de
Gustavo y le dijo qué pasaba, pero este tenía los labios azules y apenas podía
enfocar los ojos. Sander se soltó y dio a parar al corredor de la escalera. La
escotilla estaba abierta y un vendaval se colaba por el hueco. ¿Cómo era
posible que unas horas antes todo hubiera estado en calma? El tenía el
pronóstico del tiempo actualizado en su reloj de pulsera y ni siquiera era
temporada de huracanes. Todas aquellas discusiones internas solo lo preocupaban
más a medida que se rompía los tobillos tratando de salir a cubierta.
—¡Susan! ¡Captain, Ramir!
Nadie lo oyó y cuando estuvo de pie a la salida de la
cabina central se congeló ante la boca de lobo que gruñía afuera. Los pies se
le iban por delante por lo resbaloso del suelo. Las olas barrían con facilidad
todo el puente. El viento era ensordecer y cada un instante bajaba un relámpago
para ponerlo de rodillas. Decidió que lo mejor que podía ser era comunicarse
con el capitán así que se aferró a un tabique de la escalera que ahora le
parecía de mil metros de altura. Miró a todos lados y la tormenta se tragó sus
gritos. Unos alaridos ahogados balbuceaban no muy lejos. Sander se despegó un
poco del pasamanos para mirar al agua y la luz blanca de un rayo puso a prueba
sus nervios. La imagen se le quedó grabada en retina. Las aguas alrededor de la
barca infestadas de una marea de tiburones que parecían arrearlos. Y en las
mandíbulas salientes de las bestias estaban las cabezas de mordíos aullando sin
parar hasta que las aguas se les metían por las bocas. Una procesión
interminable había emergido para escoltarlos al abismo y lo último que
escucharían eran los llantos de los perdidos.
Sander presionó su suerte en aquella escalera eterna. No
quedaba mucho más. No había ni rastro de Susan. El maldito capitán tenía que
saber cómo salvarlos. El hombre estaba rígido con los puños trabados en su
timón, parecido a las estatuas vivientes que crecían en lo hondo.
—Parece que metimos la pata bien metía, pero no se
preocupen, yo las he pasado peores —recitó Ramiro cuando Sander se desplomó a
su lado—. No le hagan caso a lo que oigan esta noche.
—I can´t find Susan. Susan! —le dijo alarmado.
Ramiro le dijo que no sabía. Sander pareció entender. La
peor de las oscuridades se los había tragado. Estaba a punto de perder las
esperanzas cuando alguien conocido gritó y luego le llegó el chiflido de Lachi.
—Niño, ¿qué es lo que pasa? —llamó el papá y encendió el
reflector adosado a la torre.
El hervidero de formas grotescas se escandalizó de ser
alumbrado y las bocas erizadas de dientes dejaron ver sus rostros engullidos
los cuales también dislocaron las mandíbulas con sus chillidos. Con torpeza,
Ramiro apuntó la luz a proa y ahí estaba Lachi y Susan también. Estaba
peleando. Sander se quedó boquiabierto. El muchacho la agarraba de la ropa para
arrastrarla a la cabina, pero ella insistía en acercase a la punta de la proa.
—¡Vaya a buscarla!
Y Sander no necesitó traducción. Bajó como pudo la escalera
y salto hacia la peligrosa cornisa que llevaba a la proa. La Mariana empezó a
subir una ola descomunal. Sander se lanzó al suelo y gateó de varilla en
varilla como si estuviera escalando una montaña. El agua salada le quemó los
ojos, solo podía ver la silueta de Susan y el chico alumbrados desde arriba. De
pronto el chiflido de Lachi se detuvo y Sander reaccionó justo a tiempo para
atraparlo mientras se deslizaba hacia él. Los dos, abrazos, vieron a la mujer
en puntillas sobre el pico del yate mientras este se ponía más y más vertical.
Llegaron a la cima y la quilla bajó como navaja que se hundió en la sangre
negra del mar. Lachi volvió a silbar con una intensidad ensordecedora y Sander,
impotente la vio por un instante, ingrávida, a Susan, pero una forma moteada
más rápida que el rayo se la llevó antes de que la Mariana metiera la nariz al
otro lado de la ola.
A la mañana siguiente fue que pudieron posicionar sus
coordenadas y evaluar la cantidad de daños que habían tenido. Los relámpagos
acabaron con la radio del barco, pero por suerte los GPS que traían consigo aún
funcionaban. Estaban prácticamente en el mismo sitio que el día anterior en la
tarde. Ramiro habló algo de que los habían encadenado. Para sorpresa de todos
lo vieron aparecer con bañador, careta y una pata de cabra. El hombre se lanzó
al agua sin decir una palabra. Stuart hizo que Henry bajara una cámara
submarina con un cordel. Si no lo hubiesen visto no lo hubiesen creído. Sí
había una vieja cadena de gruesos eslabones empotrada al casco de la Mariana.
El capitán la palanqueó y el tentáculo herrumbroso volvió a manos de quien
fuera su forjador.
No quedaban ni rastro de los animales de la noche anterior,
ni de las cabezas ululantes. Por desgracia tampoco sabían nada de Susan y ni
siquiera podían llamar al guardacosta americano a no ser que se lo toparan de
casualidad.
No les alcanzaba el combustible para regresar a la costa
norte de Cuba así que Ramiro optó por hacer una ruta que los llevara a las
zonas más transitadas para pedir ayuda. El motor estuvo andando hasta las ocho
y diecinueve de la noche, entonces quedaron a la deriva.
—Habrá que esperar hasta mañana lo más probable —les dijo
Ramiro y los hombres se quedaron en silencio cada uno en una esquina del
puente.
Stuart fue y tomó
asiento junto al oceanólogo.
—Creo que se nos quedó un poco grande esta prueba. No te
culpes.
—No entiendo qué le pudo estar pasando por la cabeza.
—Sander se masajeó la cara. Estaba agotado.
—Ella era un espíritu salvaje, y yo creo que estos seres la
desafiaron.
—Fueron esas malditas cosas que la enloquecieron.
—A cualquiera de nosotros nos podría haber pasado, pero ninguno
tuvimos el valor de dar el último paso.
Stuart le palpó el hombre, pero el hombre no lo miró de
frente. No podía aceptar aquella locura.
—Aquí queda mucho por descubrir —continuó el profesor—, y
al parecer la muerte no es el final. Eso da mucho que pensar.
—Es un infierno, eso allá abajo.
—Sí, eso parece, pero esto acá arriba no es muy distinto.
Gustavo y Henry estaban escuchando en el asiento de
enfrente.
—Ella puede estar viva, tomando la forma de una de estas
simbiosis —propuso Henry.
Sander quiso creerle, pero era demasiado temprano para
lanzar teorías verdaderas, solo podían lidiar con hipótesis ahora.
—Hay algo vibrando allá abajo que provoca todo esto y no
creo que sea la Atlántida o el Triángulo de las Bermudas —dijo Sander—. Pero
está emitiendo algún tipo de onda que los radios descodifican en la forma de
ese extraño siseo.
Lachi apareció de pronto saliendo de la escalera que bajaba
al motor y empezó a chiflar con aquella penetrante nota. Levantó una mano y
apuntó con el dedo a babor hacia el norte. Con la claridad rojiza del atardecer
bajo el agua parecía moverse algo moteado como leopardo. Los hombres se
alejaron del borde y Lachi se puso a bailar de felicidad y a llamar a su padre
con sílabas atragantadas. Ramiro con los ojos enrojecidos sin haber dormido
miró a los hombres espantados y luego se acercó a la borda.
—Señores, les tengo que pedir que bajen a los camarotes
unos minutos.
Los científicos se inquietaron cuando Gustavo les tradujo
la petición. Sander echó a caminar y él último fue, por supuesto el viejo
Stuart que se demoró todo lo que pudo. Los cuatro se encerraron en el mismo
camarote donde tenían las hamacas y aunque no lo reconocieron sí aguzaron los
oídos, pero todo lo que oyeron fueron los ordinarios chapoteos de la Mariana.
A los pocos minutos alguien les tocó la puerta y salió
corriendo a toda velocidad.
—Toma la cámara, Henry —le recordó su profesor.
Cuando subieron hallaron al capitán sentado a la mesa de la
cabina central.
—Todo son buenas noticias, la mayoría. Siéntense —los
recibió Ramiro con una expresión más lozana.
Los pasajeros se le quedaron mirando y este estuvo unos
segundos eligiendo las palabras correctas.
—Tengo que decirles que la muchacha falleció.
Sander pegó con el puño en la mesa. —How do you know?
—¿Cómo la sabe? —repitió Gustavo.
—Bueno, nosotros también tenemos un familiar en estas aguas
—dijo señalando con la cabeza a Lachi que jugaba afuera—. Mi difunta esposa fue
la que la recogió anoche antes de que las pirañas esas se la comieran. Pero fue
decisión de ella, de Susana quedarse.
Sander se negó a escuchar otra palabra. Stuart trató de
calmarlo. Pidió pruebas y Ramiro le enseñó un saco repleto de langostas y
cangrejos que le había dejado para los días de espera a que los rescataran.
—¿Dónde está el cuerpo? —tradujo Gustavo.
Ramiro se quedó sin habló y miró el sol por la ventanilla.
—Vamos a verla.
Los tripulantes siguieron a su capitán. La Mariana apuntaba
con la proa hacia Cuba y el estribor hacia el oeste. Hacia allí estaba mirando
el joven Lázaro cuando salieron al puente. La yema del sol tocó el borde del
mundo y todo el mar pareció hervir con aquel sonido, pero esta vez no era el
chiflido del Lachi. Era un chisporroteo que salía de todas partes. Henry
encendió la cámara que tenía colgada al pecho.
—Esas son fiestas que ellos a veces hacen cuando se juntan
una buena cantidad —les explicó Ramiro como si ellos supieran de que estaban
hablando.
Los ojos de Stuart querían salir se de las órbitas.
—¿Estos son buenos? —logró decir en español.
—Sí —aplaudió Ramiro—, estos son de los buenos que se
acuerdan y se reúnen aquí ya tu sabe para pasar un buen tiempo y compartir.
Un almendrón asomó la parrilla de las aguas como si fuera
una ballena exhalando. Luego le siguió otro y otro. Las ruedas flotaron sobre
las aguas y el agua turbia salió a borbotones por sus portezuelas. Una música
pegajosa a base de maracas y trompeta comenzó a acercarse desde la lejanía. El
resplandor del sol fue enlosando la superficie del mar con adoquines de oro y
de allá, del borde del mundo llegaron las filas y filas de gentes bien vestidas
para la fiesta.
La Mariana quedó rodeada por la algarabía ante el espanto
de sus tripulantes, y para sazonar más la cosa, Ramiro brincó la borda y se
puso a hablar con un hombre en la calle como si lo conociera de toda una vida. Lachi
hizo lo mismo y corrió hacia una señora mulata con un vestido moteado que lo
abrazó y lo llenó de besos. Stuart empujó a Henry que estaba paralizado para se
mezclara con la muchedumbre y grabara a las orquestas, y la comida servida en
los portales de aquel pueblo que había emergido de sus pies.
Sander se quedó solo cuando Gustavo lo dejó también para
deambular. Desanimado dio una ronda por el barco y al asomarse a la proa ahí
estaba ella sentada, dándole la espalda y mirando una partida de dominó que
tenía lugar abajo en la calle.
—Su.
Lo miró sonriente y le brindó una botella de cerveza con un
indio en la etiqueta.
—Ven, siéntate para que veas esto.
Estaba a su lado y no podía creerlo.
—¿Estás bien?
—Bueno sí y no, tú sabes. Creo que esta es la única forma
de entender más o menos el misterio, aunque nada más llevo un día en el trabajo
si sabes a lo que me refiero.
Odiaba ese humor negro, pero ella era así. Dio un sorbo a
la cerveza y era real, fría y deliciosa.
—Bueno te voy a dar una pista porque sé que esto te va a
gustar. He averiguado que el sonido ese que oímos en el lecho de las estatuas
es de naturaleza eléctrica, por eso los tiburones son tan susceptibles a sus
efectos, pero no me preguntes qué son porque aún no tengo idea.
La brisa cambió y les llegó el aroma del puerco asado.
Vieron a Gustavo bailando con la muchacha del short de mezclilla. Estaba
preciosa con una flor blanca en los cabellos.
—Este es el sueño de esta gente, el anhelo de todo su
pueblo, que viene a hacerse realidad en estos parajes donde se han perdido
tantas vidas. Es lindo que su sacrificio no haya sido en vano, pero también
queda mucho dolor y cosas que ignoramos.
El fuego naranja se impregnó en los ojos de la muchacha y
una lágrima verdadera se le escapó.
—No olvides venir a visitarme para contarte lo que descubra.
Ramiro y Lachi son buena gente, ellos saben cómo encontrarme. A tu salud.
Sander no podía decir una palabra, siguieron tomando juntos
hasta que el sol se puso y el brillo de oro se fue ocultando, los antiguos
Chevrolets regresaron a sus abismos y la chica a su lado se hubo esfumado. Lo
curioso fue que a todos les duró la resaca hasta la mañana siguiente.
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