Oculto bajo la luna
Seudónimo:
Albert Shüger
Cada vez que abría la puerta para irme a trabajar, él estaba allí. Tirado en la
acera de enfrente, dormido; otras veces vomitado, tal vez olvidándose de sí
mismo, pero estaba allí, en el mismo lugar de siempre, tomándole el calor a ese
pedacito de asfalto, el cual había elegido como refugio propio hacía muchísimo
tiempo antes de yo mudarme para el nuevo apartamento. Su cabello y barba
grises, ocultaban su verdadera edad. Pudiera tener la mía, no sé. Pudiera ser,
me atrevo a decir, que un poco más joven. No obstante, su ropa ajada y sucia,
sus dientes amarillos, la parte distal extrema de sus uñas de color negro y sus
zapatos rotos no daban otra lectura de ser una persona viva en estado
calamitoso. Lo único que hacía era fumar. Fumaba mucho y de todo. Nunca podía
comprar cigarros, pero esperaba a que alguien lanzara el cabo a orillas de la
acera y enseguida se tiraba a recogerlo para llevarlo hasta su extremo. Había
algo, en cambio, que destripaba todos los análisis anteriores, y era el brillo
de sus ojos. En nada compaginaba el brillo de sus ojos con su estado de
pobreza. Había una disparidad, una disparidad enorme que permanecía ceniciento,
al menos para mí. Generalmente, los ojos envejecen primero que el cuerpo: se
muestran cansados, llenos de agobios; se muestran enervados por culpa de un
tormentoso pasado, o por el tormento propio que recula con el tiempo, y las
arrugas, alrededor de éstos, empiezan a descubrirse para delatar un aproximado
de lo que podría quedarte de vida. Así se veía él. Cada vez que yo salía él me
miraba; yo hacía, con respeto, lo mismo con él, porque me daba muchísima
vergüenza verlo tirado allí como si fuera un excremento móvil.
La única vez que hablé con él allí fue por casualidad.
Repito, cada día lo veía impregnado de una suciedad que daba pena. El día anterior
había comprado una caja de cigarros. No sabía si era la marca que prefería,
pero, viéndolo a él en su estado, no creí que fuera a disputarme una marca
específica. El tema salió a colación cuando mi esposa descubrió la cajetilla en
el bolsillo de mi saco de trabajo. Ella sabía, perfectamente, que nunca me
había puesto un solo cigarro en la boca. De tal manera, cuando los vio, casi
explotó al pensar que mi anémico salario lo estaba dilapidando con las putas
que por la noche salían a cobrar por el precio de sus cuerpos.
─Roger, ¿y esto? ─me dijo, mientras yo limpiaba mis zapatos
para el otro día.
─¿Qué es? ─intenté averiguar sin alzar la cabeza.
─Mírame, Roger… esto.
Sobre la palma de la mano sostenía la cajetilla de
cigarros.
─Ah, ya, ya… Es para hacer un regalo ─le dije, a modo de
restarle importancia al asunto.
─No me vayas a decir que a estas alturas tú…
─Ya te dije que es para hacer un regalo ─le repetí, y
continué limpiando los zapatos.
─¿A quién? ¿Se puede saber?
Resollé. Dejé lo que estaba haciendo y reflexioné si debía
decírselo o no. Ella, parada delante de mí como un aura desesperada, mantuvo la
mano abierta hasta que yo le respondiera.
─Es para… para regalársela a ese hombre, Clodet.
─¿A qué hombre, Roger? ─insistió, y tampoco hizo por
cambiar la posición de la mano que sostenía como un puñal.
Dejé pasar unos segundos. Sabía que cuando le diría iba a
flipar. De la forma en que se había criado con su familia, a todas simulando
ser de una clase distinta ─aunque comían casi todos los días espaguetis sin
color─ sabía no aceptaría que de nuestro menguado salario se utilizara algo
para abonarle a alguien un subsidio de algún tipo de vicio. Pero no tenía más
remedio que confesarle; si no, no se iría de delante de mí y me iba a mantener
hostigado todo el día.
─A ese hombre… o sea, al hombre que pernocta allá en la
acera de enfrente ─le solté.
Del tiro desató una carcajada; más, una risa burlona por
creer que fuera yo un benefactor. Luego se detuvo, y dejó su rostro estampado
en una miserable y horrorosa mirada contra mí.
─¿Acaso te estás burlando de mí, Roger? ─insinuó ella.
─No, no…
─Pero… ¿y eso qué significa ahora? ¿Adónde va todo esto?
¿Te dedicas a sacar de la pobreza a todo el que anda por ahí?
─No.
─Entonces…
─Quiero hacerle un regalo, amor.
─Anjá, un regalo… Y la semana pasada no pude ir a la
peluquería porque no teníamos dinero para arreglarme el pelo… Y ahora tú me
sales con esto…
─A ver, Clodet, es sólo un regalo; no hay que hacer un
congreso universal por una cajetilla de cigarros, por favor.
─Exacto; pero casi lo mismo que cuesta esta cajetilla de
cigarros es lo que me hacía falta a mí para arreglarme el pelo; y eso tú lo
sabes, Roger… Porque ésta no vale barata.
─La semana que viene yo cobro; te lo puedes arreglar si
quieres.
─Y este dinero, ¿de dónde lo sacaste, entonces?
No tenía ganas de darle la otra explicación. Resulta que
días atrás hubo un trabajador que necesitaba irse temprano de la fábrica para
ir a una cita con una chica del burdel; y no era cualquier burdel. Se había
inaugurado uno en la esquina de la calle Valle y McLaren, y todas las voces de
la ciudad no hacían más que hablar de su servicio, con muchachas jóvenes
traídas de Brasil, de Colombia y de Tailandia. La cita tuvo que ser al
atardecer, porque la chica tenía otra muy importante a la entrada de la noche
con un abogado casado y no podía perderlo. Por terminar su trabajo, además del
mío, aquel hombre me regaló unos pesos. Claro, no le había dicho nada a Clodet
para evitar una refriega y los supuestos comentarios en un barrio donde la
droga había hecho su entrada por culpa, dicen, de un ciudadano mexicano que
emigró y se estableció muy cerca de aquí. Era notable ver que, entre el burdel
y la droga, la ciudad ¿se levantaba? a un ritmo impresionante… Una explicación
demasiado larga para una ama de casa que no salía sólo a comprar al mercado o a
arreglarse el dichoso pelo que ya yo había olvidado, y no tenía ganas de que
aparecieran otras preguntas ¿y cómo tú
sabes todo eso, Roger?, ¿quién te ha hecho todos esos cuentos si tú apenas
sales de aquí?, ¿por qué me escondes las cosas si yo soy tu esposa?, ¿a eso tú
le llamas amor, Roger?...
─Fue un aguinaldo ─resolví decirle.
─¡¿Un aguinaldo?!
─Sí.
─A ver, pero… ¿tú no me dijiste que la fábrica no pudo
completar su plan de producción del mes pasado, Roger?
Casi sentí el ahogo de mi esposa. La conocía, por supuesto,
y hasta que la justificación exacta no saliera, ella no se iba a ir de mi lado,
menos iba a bajar la mano suspendida delante de mí para que me acordara que por
culpa de esa maldita caja de cigarros no habíamos podido sentarnos a la mesa a
cenar.
─Eso ellos nos la debían, amor. ─Mentí. Y me salió bien,
porque si algo aprendió desde joven fue a que la gente tenía que tener el
decoro de pagar lo que debían.
─Bueno, y… ¿y ahora fue que te lo pagaron? ─preguntó, y ya
la voz menguó un poco; hasta la sentí tierna y cariñosa.
─Sí, amor… por eso viste el pedazo de carne en el
refrigerador y las zanahorias.
Dándole vueltas todavía al asunto con la duda, decidió
bajar la mano, suspirar y regalarme un beso. Al saco de trabajo fue y colocó la
cajetilla de cigarros en el bolsillo interior. Yo ya había terminado de limpiar
los zapatos. La noche se empinó y extendió sus alas fijas.
A la mesa fuimos un rato después. Ella, desde temprano,
había cocinado espaguetis marrones con la demi-glace que quedaba en el paquete,
y le agregó trocitos de bacón y los champiñones que a mí no me pueden faltar.
Iniciamos la cena en silencio. Porque la conozco como la palma de mi mano,
sabía que estaba escudriñando en su mente algo para preguntarme. Siempre
buscaba concentración, o la manera de acoplar la pregunta para evitar que yo me
escapara. Y lo logró, como siempre.
─¿Qué tienes que ver tú con ese hombre, Roger? ─me
preguntó.
─¿Me pasas la sal? ─simulé─. Siento los espaguetis bajo de
sal.
Ella calló por segundos, meditando en la pregunta no
contestada por mí. E insistió.
─Te pregunté que qué tienes que ver tú con ese hombre.
─¿Con quién, amor? ─Me resistí.
─El hombre de enfrente, el que duerme allí.
─Ah, ya… No, nada. ─Enrosqué un poco de los espaguetis y me
los llevé a la boca.
─¿Y de dónde te salió la gran idea de regalarle una
cajetilla de cigarros caros? ─indagó, y dudé que se le iba a olvidar el tema.
Solté el tenedor y la cuchara. Tamborileé con los dedos
sobre la mesa y me puse a pensar yo mismo el caso. Ni sabía exactamente. Quise
huir tanto de la respuesta que luego pensé que responderla con la verdad a mí
también me hacía bien. Clodet, me hirió con sus ojos.
─No sé, amor… es que lo veo allí tirado… como un… como un
trozo de mierda…
─…¿?
─Lo del cigarro es que me molesta verlo fumarse lo que la gente
lanza a la calle.
─¿Y qué vas a resolver con eso, Roger?
─No sé, Clodet, no sé; al menos… no sé, al menos es una
forma de… no sé, de ayudarlo.
─Más compromiso, ¿no?
─¿Cómo?
─Más compromiso, Roger… ─Terminó de masticar─. Eso crea un
nivel de compromiso que tú no sabes adónde va a parar. Hoy empiezas con un
cigarro, y mañana tienes que darle otra cosa.
─Bueno, no tiene que ser así, Clodet.
─Porque lo dices tú, ¿no? Es decir, de la pobreza él va a
salir mañana y te va a avisar para invitarte a una fiesta; es eso…
─…¿?
─Estamos cansados de ver eso, amor. Mira alrededor. Esta
ciudad se ha convertido, ¿en qué? Ya casi todos los negocios quieren progresar
a costa del delito. Yo de aquí no salgo casi nunca, amor; pero, cuando lo hago,
oigo a los demás; cuando voy al mercado, yo oigo a los demás; y casi todo el
mundo se queja. Y lo que es progreso para unos, es pobreza para otros…
─…¿?
─¿Probaste el vino? Échame un poco en la copa, anda.
Ambos teníamos nuestros alegatos en la mente, que se nos
había olvidado servir el vino.
Al fin cenamos.
La noche nos acompañó de bien y no hubo molestias, ni
siquiera del vecino borracho que a veces pone la música de Chopin a todo
meter. Al otro día, abrí la puerta y
salí para ir a trabajar. Tiré la vista para el mismo lugar y no vi al hombre.
Me atreví a cruzar la calle y di unos pasos por la acera contraria, y me
sorprendí no verlo. En un hueco, pegado al rincón oscuro de un establecimiento
cerrado por reparaciones o por no sé qué, estaba agachado de cuclillas, seguro
defecando lo poco que pudo comer el día anterior. Ese fue el olor raro que
sentí.
─Vete, vete ─me gritó al verme.
─Es para usted, por favor ─le dije inofensivamente y estiré
la mano.
─Que se vaya le digo ─me repitió, y no me resistí de su
reprimenda. Seguí caminando, apenado, pero como si no hubiera pasado nada, y a
dos cuadras de allí me volví y vi que me estaba mirando. El regreso, ya a las
cinco y algo más de la tarde, lo hice por donde mismo fui. Desde que venía, lo
vi parado en la acera. Caminé despacio para dar tiempo a ver si me veía él a mí
primero que yo a él, para calcular su reacción. Andaba buscando algo; erraba
desesperado, y pude adivinar que no había fumado en todo el día. Un hombre de
sombrero lanzó un cabo, pero era tan pequeño que no pudo absorber casi nada, y
se molestó. Lo que me hizo apurar el paso, porque su máximo deseo lo llevaba yo
en el bolsillo interior del saco. Y llegué.
─Es para usted, señor ─le dije sin perder tiempo. Él reparó
en la cajetilla de cigarros. Vio que era de una marca un poco cara y lo tomó
como un chiste. Se resistió al principio. Hasta dudó. Así fue como lo pude
observar bien de cerca. Aquello era penoso, muy lamentable. Los pantalones los
tenía orinados, al parecer.
─Se la traje para usted ─repetí─. Yo no fumo, señor; es
completamente para usted.
Y me trituró con sus ojos, y en ellos pude corroborar la
esencia de su mirada limpia.
─Gracias ─me dijo; la cogió y la abrió. Tomó uno y rápido
miró el cabo del señor que había pasado, el cual, a punto de extinguirse, aún
mantenía una ínfima brasa y pudo encender el suyo, el que le di con gusto.
─Mañana le voy a regalar un encendedor ─le advertí─. Creo
que le hace falta.
Él cayó en cuenta que yo era el señor de enfrente, el que
salía todas las mañanas para trabajar; el que en horas tempranas había pasado y
lo había visto agachado, defecando; pero en mí notó la decencia de dirigirme a
alguien sin importarme quién era.
─Gracias ─me dijo otra vez. El cigarro lo disfrutaba como
hacía rato no lo hacía, seguro. Lo dejé que terminara. No quise molestarlo más.
Entonces me fui. Crucé la calle, y al abrir la puerta de mi casa, oí que me
gritó algún día se lo pagaré, señor, y
me pareció increíble que un hombre en su estado, como muchos otros, tuviera esa
vaga esperanza. Pero no se lo dije. Le sonreí hasta más. Y entré.
El siguiente día era domingo. No salí de mi casa.
El día pasó rápido. Mi esposa se encargó de hacer una cena
distinta, con pavo, que lo adoro.
Se me metió en la cabeza hacerle otro regalo, además del
encendedor que le prometí.
Como sabía que mi esposa se iba para casa de su madre todo
el día, me atreví a hacer algo que ella no hubiera estado de acuerdo nunca.
Pero lo hice con toda prudencia. Al regresar del trabajo, lo invité a mi casa.
─No tenga miedo, señor ─le dije─. Sólo quiero que se cambie
de ropa. Le voy a regalar unas mías.
Él era un poco más alto que yo. Aun así, separé algunas y
las escondí. Íbamos a estar solos. Intenté convencerlo; ya no olía bien y le
ofrecí el baño de mi casa para que se bañara y bebiera un poco de café, si
quería. Por supuesto que me vio como un extraño, o como algo extraño en esta
época cuando se lo comenté. De inicio no quiso. Tuve que hablarle, repetírselo,
convencerlo, y por nada del mundo aquel hombre se pudo imaginar que alguien se
atreviera a tanto. Al fin acató mi pedido. Cuando abrí la puerta el olor a la
sopa de res lo fulminó; vi como que le entró un mareo, pero lo destiné directo
al baño para que se acabara de poner limpio, como sus ojos. Percibí que demoró
bastante. Le toqué la puerta del baño dos veces. Repetí el toque varias veces
más, y osé abrirla bajo mi incumbencia. Estaba sentado dentro de la bañera
llorando. A mí se me aguaron los ojos. No sé por qué puta razón pensé que ese
hombre tenía mucho más que decir de su vida. Sus lágrimas, eran el resultado de
estar consciente de una vida anterior distinta a la de ahora.
─Bueno, señor, usted debe terminar ─lo conminé.
Él sólo movió la cabeza para comprender. Al rato, con la
ropa nueva, lo senté a la mesa. Él no quiso; puso resistencia, se negó. Yo lo
obligué con la cautela que merecía el instante, hasta que el olor de un pasado
que pudo haber tenido lo precisó a aceptar. Le puse un plato sopero con
bastante sopa de res; los trozos de carne de Clodet se los puse a él, y los
míos se los dejé a ella. Él disfrutó aquello, cerraba los ojos, como
recordando. El ruido al sorber la sopa ya no era ni los educados que a lo mejor
pudo haber aprendido con decencia. Tuve que levantarme de la mesa, ir al cuarto
a secarme mis lágrimas. Después me senté y lo acompañé hasta el final. Temblaba
de sólo oler el vapor que subía del plato.
─¿Dónde vive usted, señor? ─indagué, y de paso le puse el
encendedor encima de la mesa.
Demoró la respuesta. Le apetecía disfrutar aquella sencilla
comida.
─¿Dónde vive usted? ─le repetí la pregunta.
─Vivo solo, pero allí en aquel cuarto estoy muerto; no
tengo absolutamente nada; todo me lo quitaron ─confesó.
Comencé a decodificar su respuesta; en fin, una respuesta
rara.
─¿Y cuál es su nombre?
Primero tragó un pedazo de carne que masticó.
─Gonzalo Czheriksweski.
─Pero ese apellido…
─Mi familia era polaca, señor ─me contó por adelantado─.
Llegó aquí huyéndole a la guerra. Mis abuelos, como eran judíos, fueron
perseguidos por los alemanes y tuvieron que hacerse pasar por ingenieros suizos
para poder pasar la frontera. Pasaron más de una hasta llegar aquí. Éramos dos
hermanos. El otro se cambió el nombre; no sé dónde está. Pero sí sé que no está
como yo, se lo aseguro. Mis padres, químicos los dos, dejaron de herencia algo
que yo nunca vi.
Increíble era la concordancia con que asumía el relato, de
la manera en que lo contaba. No había un dislate, una equivocación, nada. En
sí, era también las ganas de contarle la historia a alguien, y que ese alguien,
pensé yo, lo pudiera ayudar. Enseguida me di cuenta.
─¿Sólo quedas tú de la familia, Gonzalo? ─seguí indagando.
No me respondió. Tampoco ejercí alguna fuerza para
lograrlo. Sólo se echó a llorar. Se puso las manos en la cara y yo traté de
consolarlo.
─Yo estoy así por culpa de él, señor ─soltó de pronto.
¿Y quién era él?
¿Quién era esa persona que por primera vez habló, aunque utilizó su pronombre
personal en tercera persona del singular para, tal vez, ocultar su nombre? Sospeché mucho más detrás de aquella
confesión, y mi mente, correteando, empezó a especular. Repito, no lo apresuré.
Fue, al terminar la cena, lo último que pude escuchar relacionado con su
familia.
─Debo irme, señor ─me indicó, y se levantó de la mesa a
buscar la puerta de entrada.
─Un momento, un momento, Gonzalo… por favor ─lo detuve─.
¿Quién es ese él?
─Ya yo ni sé, señor; sólo sé que se cambió de nombre.
No sé si aquella historia era verdad; en cambio, también lo
aprecié un poco renuente a confesar una realidad que quizás permanecía
escondida. Le abrí. Él volvió su rostro hacia mí; no sabía cómo agradecerme.
Tampoco quise que lo hiciera. Al salir, me volvió a repetir algún día se lo voy a agradecer, señor, y
cruzó la calle. En el mismo lugar de siempre ocupó un espacio. Sacó un cigarro
y lo prendió con el encendedor que le había regalado. Los que pasaban y lo
veían frecuentemente, se sorprendían al verlo fumar cigarros caros y con un
encendedor nuevo de paquete. Cuando cerré la puerta, ese apellido polaco de
Czheriksweski me golpeó de tal manera que lo estuve recordando por mucho rato
para evitar se me olvidara. Aunque para impedir que eso sucediera, lo anoté en
el falso del bolsillo interior del saco que era de tela blanca. A la noche
casi, mi esposa llegó y ya yo había acicalado el baño, pensando en ella a la
hora de bañarse no encontrarse con un olor diferente al normal en nuestra casa.
Hasta una colonia búlgara mía utilicé para aromatizar, del cual ella pensó que
yo estaba tramando alguna escena de amor para su regreso; y le seguí la rima.
En lo adelante, todo iba igual: el señor en la acera de
enfrente; mi esposa vigilándome con el dinero; una lluvia que arreció la ciudad
por cuatro días; el burdel nuevo con más clientes cada vez; la pobreza en
aumento; y la fábrica donde trabajaba con grandes problemas con la dirección
del sindicato, lo que nos obligó a algunos síndicos departamentales a reunirnos
en casa de uno de ellos. Se especulaba, por cierto, que un dirigente sindical
estaba lavando el dinero de los trabajadores en el burdel, acompañado de una
figura protectora que nadie sabía quién era.
─…y no es poco dinero, señores ─dijo el viejo Robert, el
abogado del sindicato, justo al terminar─. Hemos estado exigiendo mejoras para
los trabajadores, principalmente los de la fundición, y no hemos recibido
respuesta de nadie. Mañana voy a entrevistarme con la fiscalía.
─Y ya llevamos en esto dos años ─agregó Antonio de Jesús─.
Ya esto pasa de peor, y tenemos que sacar las castañas del fuego, pase lo que
pase, ¿vale?
Al final se tomaron varias decisiones. Una de ellas fue
sustituir al líder sindical a través de una reunión con los trabajadores y
proponer a un viejo fundidor de setenta años.
Cuando salimos hacía frío. Casualmente la casa quedaba a
unos metros de donde se había inaugurado el novedoso burdel. De la acera se
escuchaba el jolgorio de las chicas cuando se ponían a bailar con los turistas
o pretendientes. Yo caminé en ese sentido para irme a casa. Algunas, paradas a
las afueras con sus vestidos extremadamente cortos, me saludaron al yo pasar, y
no era por pura cortesía, sino por azuzarme a entrar para comerte con papas y follarte hasta la madrugada. Todavía de
espaldas, rebasando un callejón medio oscuro, una chica salió llorando e
imprecando a alguien por su mala paga, pensé. Venía rápido detrás de mí en mi
misma dirección. Al traspasarme, oí que dijo polaco de mierda; me la vas a pagar. La ofensa no me importó, la
verdad. Aquello era común, y lo es en cualquier burdel del mundo. Lo que me
interesó fue la palabra polaco y, con
sobrada incumbencia, me hizo pensar en la familia de Gonzalo Czheriksweski.
Apreté el paso para abordarla, y ella, al sentirme, se volvió de un tirón, se
agachó y se quitó un zapato de tacón alto a la velocidad de la luz.
─Discúlpeme, discúlpeme ─le dije asustado─. No te voy a
hacer daño para nada, ¿ok?
─¿Qué quieres? ─me preguntó en posición de ofensiva.
─Sólo quiero hacerte una pregunta, por favor.
─A esta hora no se hacen preguntas, señor ─me soltó─. Esta
es la hora clave para asaltos, robos, secuestros, violaciones…
─No, no, no… no es nada de eso, se lo aseguro ─le confirmé
para que se relajara─. Tiene que ver con ese.
─¿Con ese quién, señor? ─indagó insegura, y mantuvo el
tacón listo.
─Con el que acabas de mencionar.
─Yo no he mencionado a nadie, señor ─me dijo, y la noté
desorientada.
─Sí, sí… acabas de mencionar a un polaco.
─Te refieres a ese, ¿no? ─refirió, y me enseñó un punto
negro en el antebrazo.
Con cautela me acerqué. Ella me dejó hacerlo para yo
confirmar la herida.
─Y eso, ¿qué se supone que es, señorita?
─¿No lo sabes, o te quieres dar de listo conmigo?
Me acerqué más. Parecía una quemada de cigarro, y le
pregunté.
─Claro, señor; el único que hace eso allí es él cuando cree
que no cumplimos el plan.
─¡¿El plan?! ¿Qué plan?
Ella resopló, y de hecho se volvió a colocar el zapato al
darse cuenta de mi postura tonta e inofensiva.
─Allí, si no cumples el plan, o te botan, o te castigan; y
éste fue el mío.
─Pero cuando hablas del plan,
¿a qué te refieres?
─¡Dios mío! Señor, el plan de acostarnos con turistas; hay
que producir, ¿no?
─Y… vaya, perdóname que le pregunte. ¿Quién las obliga a
eso?
─El dueño; acaso es nuestro trabajo, ¿no?
─Pero si es tu trabajo, ¿cómo te van a maltratar así? ─inquirí
con un grado insoportable de inocencia.
─¡Ave María Purísima! Oiga, ¿usted de dónde salió?
─Bueno, está bien, no me respondas eso… a ver, es más, te
invito a beber algo, ¿quieres?
Luego de haberse relajado, la percibí ponerse tensa otra
vez.
─Usted no querrá…
─Ya le dije que no, que no quiero abusar de usted,
¿entendido? Sólo deseo conversar contigo. Es muy importante para mí.
Ella elaboró una mueca como dándome por loco.
─¿Aceptas?
Caminamos acerca de setecientos metros. Entramos a un bar
pequeño, pero más tranquilo. Nos sentamos en la barra y pedí dos tragos. El
barman la miró y la reconoció, aunque respetó mi presencia ante ella.
─A ver, señor, ¿qué usted quiere de mí? ─dijo, después de
beber un sorbo.
─¿Quién es ese polaco? Háblame de él, por favor ─la
persuadí.
─¿Y eso para qué? ¿Estás haciendo un reportaje para la
tele?
─No. Pero creo que tiene que ver con alguien que yo
conozco.
─Imposible.
─¿Por qué?
─Porque él está… digamos, amurallado entre gente de mucho
dinero, como el que tiene él.
─Pero es polaco.
─Sí, aunque nadie sabe que lo es.
─¿Y por qué tú sí sabes que lo es?
─Porque lo oí indiscretamente en una conversación.
─¿Y dónde tú estabas que oíste semejante conversación si
nadie lo puede saber?
─En un lugar adonde sólo a mí él me lleva.
─O sea, tú eres su…
─Yo soy su bebé, señor.
─Su bebé, y fue capaz de quemarte el brazo, ¿no?
Ella hizo otra mueca, más de desilusión que de otra cosa.
─Dime, ¿cuál es el nombre de él?
─Sandro Martini.
─¡¿Sandro Martini?!
─Sí, ese.
─Pero ese nombre no es polaco. Eso suena más a italiano.
Ella observó el alrededor con sigilo.
─Él se lo cambió hace mucho tiempo ─me dijo en voz baja─;
por problemas familiares, creo.
─¿Y te acuerdas más o menos cuál era su nombre antiguo?
Ella, callada, extendió su memoria y engurruñó los labios
por la infelicidad de no acordarse correctamente. Meditó, llevando sus ojos
hasta la bebida.
─No sé… no sé… Creo que… a ver, es que los apellidos
polacos son muy raros y difícil de pronunciar… A ver, es algo de Chechiri, o
Checheki, o… o Chekiri…
─Czheriksweski ─le lancé de pronto, al mirar el nombre
anotado en el falso del bolsillo de mi saco.
─Ese, ese mismo, señor… Pero usted lo conoce, ¿no?... Es
Arnoldo Czheriksweski.
─Y, ¿qué más sabes de él?
─Poco… que le robó la fortuna a su familia; eso oí decir.
Parece estar medio escondido para que no le reclamen su fortuna. El tipo es un
filtro, la verdad.
─¿Y cada qué tiempo él viene aquí, señorita?
─Casi nunca.
─¿Y con quién tú hablabas cuando me crucé contigo?
─Con él mismo, pero por teléfono… Ya ni está igual. Se peló
a rape, engordó; usa unos trajes de setecientos dólares; ahora es otra persona
irreconocible. Yo vi una foto vieja donde estaba con alguien que se parece a
él; debe ser su hermano, ¿no?
─Gracias. No sabes el tamaño de la ayuda sincera que me has
dado… Gracias ─se lo agradecí inmensamente. Saqué del bolsillo del pantalón un
billete y pagué los tragos, más otro por si ella le apetecía.
─¿Te vas? ─me dijo.
─Sí, ya es tarde para mí.
─Ah… y muchas gracias por lo de señorita.
Al otro día, la mañana amaneció gris, como triste. No sabía
por qué tanto velo de tristeza si, al menos yo me sentía complacido. La puerta
del balcón no la abrí. Quise ver la reacción de Gonzalo cuando se levantara.
Desde mi casa se veía durmiendo, arrinconado en el costado del local cerrado.
No era costumbre suya dormir tanto. Aunque era domingo, siempre había alguien
que pasaba y le dejaba caer unas monedas, o le regalaban un trozo de pan con chorizos,
o media caneca de tequila, que era su bebida preferida, seguro recordando otras
etapas de su vida. Pero quería verlo; quería percibir su instantánea reacción,
y todavía no hacía por moverse. Mi esposa estaba haciendo café. Le dije que se
rotara conmigo porque necesitaba ir al baño.
─Apenas se mueva, me avisas ─le dije.
Clodet, aún sin comprender, acató mis órdenes y se colocó
justo en la persiana rota. Y me gritó. Gonzalo se había movido. Corrí hasta
allí. Lo vi levantarse. Yo le había puesto la noche anterior un papel escrito
sobre su pecho. Y lo leyó:
…Tu hermano Arnoldo
Czheriksweski, es ahora Sandro Martini, y tiene mucho dinero invertido en el
burdel. Búscalo enseguida. Ya sé que tienes derecho a otra vida distinta, y
parte de ella la tiene él. De todos modos, hablaré con el abogado del
sindicato. Te daré respuesta. Tu amigo, Roger.
Vi que se echó a llorar…
A mi esposa se le aguaron los ojos.
A mí también…
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