Dicen que todos los caminos conducen a
Roma. Roma, Roma, Roma. ¿Pero cuál Roma? ¿La ciudad de los Césares? ¿La aldea
de mármol y espadas, de palacios saqueados, de leyes grabadas sobre la piedra
del miedo? ¿La de los esclavos, los senadores, los baños termales y la peste
olímpica? No. Los caminos no llevan allá. Los caminos conducen a otra parte. A
una calle sin nombre, donde abrí una puerta de madera vieja, donde viví.
Quemado de Güines. Con dos puntos sobre la u. Ahí está mi imperio, mi centro,
mi origen. Cierro los ojos y salto, salto como Superman desde el portal y caigo
en la casa de Felicitas, corro hasta donde Nelo, grito algo sucio o hermoso,
todo es lo mismo si es verdad, y corro de nuevo, doblo la esquina, sigo por la
calle B, la que va al central, San Isidro, donde pasaba mi abuelo en bicicleta,
algunas tardes, cansado, con la espalda doblada y los pulmones vacíos. Yo lo
seguía con los ojos, y más tarde con los pies. Doblaba a la derecha y lo
buscaba entre los árboles del parque, cuando todavía no había glorietas ni
bustos ni esculturas impostadas traídas de otros pueblos, gallos de yeso sin
historia. Me conozco cada esquina de mi Roma, cada grieta en el asfalto, cada
banco, cada farol apagado. Ahí estuvo la tienda. Ahí, la cafetería de mi
abuelo, antes de que llegaran las intervenciones revolucionarias, antes de que
cambiaran los nombres, los dueños, los sueños. Quemado fue Roma. Y yo fui niño
y cónsul, dios menor, emperador de un reino sin mármol.
Por las mañanas me iba a la escuela, bien
temprano, con el uniforme impecable, el olor a violetas subiéndome por el
cuello y el pelo corto, peinado con esmero y colonia. Caminaba erguido, como si
la calle me perteneciera, como si algo importante me esperara al final del
camino. “¿A dónde vas, Renesito?”, me decían los vecinos desde los portales,
con media sonrisa, con afecto, con el ritmo de los que ya lo han visto todo. “A
la escuela”, decía yo, pero en realidad iba al centro de mi imperio, a mi
Senado de pupitres y tizas, a ese pequeño país donde yo era cónsul, escribano,
legislador de mis propios días. El aula era mi Roma, los libros mis columnas,
los mapas mis conquistas. Nadie lo sabía, pero en ese rincón de madera y polvo,
yo ya fundaba mi historia.
Y allí estaba ella, la maestra Lola.
Pequeña de estatura, pero inmensa en presencia, con ojos que parecían ver más
allá de las paredes del aula. Su voz, firme pero dulce, tenía el poder de
silenciar el murmullo más rebelde. Lola no solo enseñaba letras y números;
sembraba en nosotros la curiosidad, el deseo de entender el mundo más allá de
los límites de Quemado de Güines. Recuerdo cómo deslizaba una flor de
marpacífico entre las páginas de su libro de lectura, como si cada lección
necesitara un toque de belleza viva. Nos hablaba de José Martí con una pasión
que encendía nuestras almas jóvenes, y al hacerlo, nos hacía sentir que éramos
parte de algo más grande, de una historia que aún se estaba escribiendo. Bajo
su tutela, las paredes del aula se desvanecían, y nos encontrábamos navegando
por mares de palabras, descubriendo continentes de ideas. Lola, con su
paciencia infinita y su fe inquebrantable en cada uno de nosotros, fue la
arquitecta silenciosa de nuestros primeros sueños.
Los recuerdos se amontonan. No piden
permiso. Las tardes se repiten como postales sin fecha. Los aguaceros y la
sequía eran presencias inevitables, podían tocar la puerta cualquier día del
año. A veces, después de la escuela, venía a buscarme el Nene. Mi tío de
crianza. El Nene no era de mi sangre. No era blanco. El Nene fue negro. Lo
recogió mi abuelo cuando era apenas un niño, y lo crió como a un hijo. Así se
quedó, por años, por siempre, en nuestra casa. Parte de la familia. Sin
explicaciones, sin apellidos, sin condiciones. Fue mi tío, sí. Pero también fue
mi amigo. Mi cuidador. Mi sombra buena. Siempre me dio cariño, de ese que no se
grita, de ese que se demuestra con gestos: con un mango pelado, con una mano en
el hombro, con esperarme afuera de la escuela, aunque lloviera. El Nene
caminaba conmigo sin decir mucho, y eso bastaba. Hasta que un día se fue. Un
accidente, dijeron. Y yo supe que algo se me había caído adentro, como un
juguete que ya no se encuentra, como una palabra que se olvida. El Nene fue. El
Nene es. Porque hay gente que no se va, aunque el tiempo quiera barrerlos.
Había muchos oficios en mi pueblo. Muchos
nombres, muchas manos, muchos rostros que iban y venían con el sol y el polvo.
Existían panaderos, tenderos, boticarios, trabajadores del central azucarero,
zapateros como mi abuelo, que olía a cuero viejo y a pega fuerte cuando llegaba
a casa. Pero los más cercanos a mi presencia diaria eran los limpiabotas.
Siempre estaban allí, en el portal de la cafetería de mi abuelo. Como
centinelas. Como figuras plantadas entre el brillo del día y la sombra del
mediodía. Y hacia allá me refugiaba yo. Me sentaba en un banquito bajito, en
silencio, con los ojos bien abiertos. Escuchaba. Mientras sacaban brillo a los
zapatos, ellos contaban historias. La mayoría eran hombres negros, de voz
grave, de manos fuertes, de memoria exacta. Se me han olvidado muchos de sus
nombres, porque la vida sigue. Pero sus rostros… algunos siguen ahí, flotando
en los pasillos de la memoria. Nadie conocía los cuentos del pueblo como ellos.
Nadie. Sabían qué historia de amor había terminado en fracaso. Cuál había
terminado en desilusión. Quién se había marchado para siempre. Por qué. Cómo.
Ellos eran los cronistas de mi pequeña Roma. La que no salía en los libros,
pero que estaba escrita en cada banco, en cada zapato, en cada mirada. Y yo,
niño aún, aprendía a escuchar el mundo desde sus labios. Con cada brochazo de
betún, con cada pausa entre palabras, el pueblo se contaba a sí mismo. Y yo lo
entendía.
Algunas veces el pueblo se vestía de gilte.
De falso oro, de brillo prestado. Era como si se cubriera de una capa dorada
para esconder las grietas, como si quisiera parecer más de lo que tenía. Se
celebraba otro aniversario de la fundación del pueblo, aunque nadie supiera
bien cuántos años eran ni qué día exacto empezó todo. Las calles se llenaban de
serpentinas de papel barato, de basura de colores, de pitos, de voladores
—fuegos artificiales, como les dicen ahora— que estallaban en el cielo raso de
Quemado de Güines como si lo celebraran todo. Todo el día sonaban los tambores.
La conga arrastraba cuerpos, voces, discusiones, sudores. Era la eterna batalla
entre los dos barrios: el Perejil y la Puya. Nadie sabía bien cuándo había
empezado la rivalidad, pero todos sabían que era sagrada. Tradición pura,
aunque el país se deshiciera en hambre. Aunque la pobreza creciera como yerba
mala entre los ladrillos. Pero esos días eran de fiesta. Y en la fiesta, todo
se olvidaba. No importaba quién eras ni con quién andabas. La gente se saludaba
con fuerza, con cariño, con cerveza caliente y sonrisas prestadas. Se bailaba
detrás de la conga, se gritaba por cuál barrio había ganado este año: en los
trabajos de plazo, en la comparsa, en la carroza. Carroza tirada por un tractor,
al que le habían quitado el fango de los palmos y las hojas secas que traía del
central. Todo era improvisado, remendado, heroico. Y sin embargo, nadie se
sentía pobre esos días. Porque la fiesta era también una forma de decir: aquí
estamos. Todavía. Y sí, era gilte. Pero brillaba.
Y un día, sin entender del todo cómo ni por
qué, Renesito se fue a Rusia. Así, con todas las letras. A donde está el frío
de verdad. A donde la nieve cubre los techos como si el cielo quisiera esconder
las casas. Se fue con un abrigo prestado, con una maleta que no cerraba bien,
con palabras en la boca que allá no servían para nada. Se fue. Dejó el parque,
la escuela, el portal de los limpiabotas, las congas del Perejil y la Puya.
Dejó a Lola, al Nene, al abuelo. Se llevó los recuerdos como quien guarda migas
en el bolsillo. Y allá, entre trenes grises y estatuas sin sonrisas, empezó
otra vida. Pero eso es otro capítulo. Eso se cuenta después.
Porque a pesar de todo. Y de todos los
caminos. A pesar de todos los caminos andados, Renesito siempre regresa a su
Roma en sueños. Regresa al polvo de las calles, al banco frente a la tienda, a
la bicicleta del abuelo. ¡Qué extraña sensación! Como si el cuerpo viviera
aquí, en el ahora, pero el alma siguiera dando vueltas allá, en el pueblo, en
el sol, en el sudor, en las cosas pequeñas que ya nadie nombra. ¿Estaré mal?
¿Haré mal en recordar mi Roma, mi Senado, mis estatuas de fantasía? ¿O también
les pasa a ustedes?
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