El “no adiós” de Mariana
Moner
Seudónimo: Andrés
Cárdenas
Mientras se subía al avión, una
lágrima solitaria la traicionó, pero la disipó enseguida con la misma mano que
sostenía el boleto de abordar. Nadie la vio. Nadie lo supo hasta que ella me lo
contó la misma noche que aterrizó en Caracas. Mariana se había despedido de los
amigos, pero no de mí. Ni un adiós siquiera. Nada.
–Ya estoy en Caracas –me escribió.
Así, a secas, mientras yo la hacía aún en La Habana. Mariana acababa de llegar
a Maiquetía y yo pensaba que podía alcanzarla en veinte minutos en guagua,
atravesar la ciudad, como tantas veces hicimos juntos. Atravesar La Habana,
abrazarnos, hacernos el amor a veces limpio, a veces sucio.
–¡Qué clase mierda me has hecho!
–Estaba molesta. Y tenía miedo.
–¿Miedo de qué?
–De dos cosas: que tu despedida me
dejara deshecha o que tuviera ganas de quedarme (eso era casi imposible)... Por
lo tanto, me iría deshecha, y eso no iba a ser bueno para ninguno de los dos,
menos para mí, que necesitaba enfrentar este monstruo.
–Ya lo dijiste, era casi imposible.
–Las ganas iban a darme. Pero eso jodería
el esfuerzo mío y de mucha gente. ¡Era mi sueño, coño! Si la vida nos une,
seguramente seremos personas mejores. Y no dudes nunca de mi amor.
–No dudo de tu amor, Mariana. Solo
que el amor, con la distancia, se transforma. Los amores se transforman, se
joden también. No serán lo que fueron.
–Hay amores que se transforma para
bien, que incluso, sin uno darse cuenta, crecen.
–¿Crecen como amores de pareja?
–Crecen de la manera en la que
deberían crecer.
Algo así me había dicho hace un año
en la terraza del hotel “Ambos Mundos”. Sentados en el lateral que da a la
calle Mercaderes, ella pidió una canchánchara y yo un carta blanca doble, a la
roca. El camarero la reconoció enseguida: “¿Mariana Moner? ¿La presentadora de
noticias?”, y ella sonreía. Yo pasaba desapercibido porque nadie se fija nunca en
las fotos de los periodistas en los diarios.
Mientras los huéspedes foráneos
hablaban en un simpatiquísimo francés y un mexicano borracho compartía su
botella de tequila con cada comensal, Mariana y yo fantaseábamos con que, en
aquella misma terraza, se había sentado Hemingway más de una vez a tomarse un
daiquirí por los años 30 del siglo pasado.
Debajo, en la misma esquina de
Obispo y Mercaderes, una estatua viviente simulaba al Caballero de París ante
el asombro de los turistas y una variopinta mulata pregonaba “el maní” a los
extranjeros. A lo lejos, el Cristo, la Lonja del Comercio, Casa Blanca, la
Giraldilla, el edificio Bacardí y, más cerca, la Plaza de Armas.
Con el primer sorbo de la
canchánchara, Mariana no pudo darme la noticia. Cuando la miel y el aguardiente
le aclararon la voz, me espetó que se iba, que el padre –médico cubano
residente en Venezuela hace dieciocho años– le había conseguido un puesto de
reportera en “El Nacional”, un sonado diario de la oposición venezolana, y que ella
ya lo necesitaba.
Estaba harta de la gente, de las
guaguas repletas y sucias, del sofocante calor, de la burocracia que engullía
el país, de que a su madre no le alcanzara el salario, aun cuando era una
reconocida pediatra. Harta de intentar soñar y no encontrar un camino, de que
se le fuera la juventud sin que su vida cambiara, sin sentirse realizada.
Estaba cansada de fingir una sonrisa cada vez que alguien la reconocía en la
calle. ¿Mariana Moner? Y fotos, y fotos. Atiborrada de la apariencia y la
escasez, ella quería volar. Lo dejó claro:
–Caracas será una ciudad de paso.
Quiero irme a Portugal, pasar una maestría en Cine. Tú sabes que eso es lo mío.
Pero tengo que irme ahora, mi papá recordó que tiene hija. Me entristece en
parte, es casi el mismo sentimiento que tengo cada vez que veo al país
migrando, y migrando. Coño, que se nos están yendo pedazos de patria. ¿Nadie se
da cuenta? Se nos desmorona el país, asere. ¿Recuerdas aquella vez que te
pregunté por qué escribías?
–Claro que me acuerdo. Te acababas
de venir con el mejor sexo oral que has tenido en tu vida. Después nos pusimos
a leer y me lo preguntaste. “Escribo porque es la forma que encuentro para
sentirme vivo, aunque a veces me mate”, eso te dije.
–Pues yo necesito sentirme viva. Tú
también debieras irte. Hay lugares que se vuelven imprósperos, insostenibles.
Le contesté con visceral egoísmo
que era una cobarde. De verdad que lo creía. Después, releyendo a Luisa
Valenzuela –aquella escritora argentina que le gustaba tanto o más que
Alejandra Pizarnik– me di cuenta que el cobarde era yo, por haberme quedado,
malviviendo, escribiendo lo que otros quieren que escriba para un periódico que
nadie lee, y extrañándolo todo.
No he vuelto al hotel “Ambos
Mundos”. Allí la odié, pero la seguí amando. Quizás Sabina tiene razón cuando
canta que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”.
La noche en la que me dijo que
acababa de llegar a Caracas, llovía con tanta fuerza sobre La Habana que las
autoridades reportaron más de cien derrumbes. La noche en la que Mariana se
fue, encendí el último habano que me quedaba, eché unos trozos de hielo en un
vaso, y le agregué la última línea de una vieja y añejada botella de ron.
Revisé el librero, como quien la
busca en algún sitio y releí la última dedicatoria que me hizo, con su puño y
letra: “Si te pudiera abrazar, sería el abrazo más largo que nos hubiésemos
dado. Tuya”. Yo necesitaba saber que aquel libro estaba allí, en mi cuarto,
pero me rehusaba a tocarlo. Aquel libro era Mariana y su despedida.
Lo dejé en el estante y retomé a
Luisa Valenzuela con aquello de “huir no siempre es cobardía, a veces se
requiere un gran coraje para apoyar un pie después del otro e ir hacia
adelante”. Lo cobarde es, en cambio, que Mariana Moner se haya ido sin darme el
abrazo más largo. Sin un adiós siquiera.
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