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El Edificio.

 

Máximo Funes



Todo, absolutamente todo, estaba cubierto por un manto de oscuridad que sólo permitía ver los contornos de las figuras y objetos. La luz del día apenas lograba filtrarse entre unas diminutas rendijas ubicadas en la parte superior del lugar, para intentar entrar con su calor y esperanza, en aquel mísero recinto de soledad y oscuridad. El lugar carecía completamente de ventanas. Debido a ello, la primera impresión con aquel desolado y frío espacio de negrura y abandono, era de tipo odorífico. Un penetrante y nauseabundo olor a miseria y humedad flotaba en el ambiente, adhiriéndose al cuerpo (y quizás también al alma) de cualquiera que osara entrar y permanecer por más de unos cuantos minutos en aquel cuarto olvidado de Dios. Para comenzar a distinguir las formas del lugar, debía transcurrir una gran cantidad de tiempo, hasta que los ojos se adecuaran lentamente a esa falta de luminosidad que invadía todo el lugar.

El primer lugar en donde se posaban los ojos eran las paredes, las cuales estaban recubiertas por viejos recortes de periódicos, amarillos por la acción del tiempo, era como si la eternidad deseara establecerse en tan extraña morada. La humedad se filtraba por todo el lugar, creando sobre las diferentes superficies una capa de moho verde oscuro y pegajoso. Esta masa gelatinosa se propagaba por los altos muros, pegándose a ellos y atrapándolos. Algunas de las tablas estaban carcomidas en diferentes lugares, quizás por el uso, quizás por las termitas que hacía años convivían con los moradores de aquel dantesco lugar.

La pieza era pequeña, sin embargo, sus muros se alzaban hasta el infinito, imposibilitando distinguir el techo del lugar. Parecía como si la construcción anhelara tocar el cielo, intentando escapar de tan horrendo lugar. Otra de las características que definían a este cubículo, era un olor a putrefacción y muerte, a cualquiera que ingresaba por primera vez, le costaba mucho respirar dentro de ese frío ataúd.

A pesar de todas estas terribles características, era el sitio en donde vivían cinco personas, las cuales habían perdido, hacía mucho tiempo, todo rasgo de humanidad, quienes se asemejaban cada vez más a un grupo de animales acorralados. Sus rostros estaban deformados por el hambre, la soledad y la falta de luz, imitando la estructura ósea de los roedores. Todos los habitantes del lugar tenían sus ojos inyectados de sangre, sus miradas estaban perdidas y fijas en las paredes del lugar, como queriendo escapar de ahí o tratando de encontrar un sentido al enigma de su existencia. Su respiración era agitada y dificultosa, haciendo que produjeran raros sonidos guturales, asemejándose a un idioma de otro mundo, un lenguaje que el mundo entero hacía tiempo que había olvidado; era el lenguaje de los seres marginados.

Los pocos objetos del lugar que oficiaban como muebles se reducían a una antigua cama, la cual se ubicaba en un rincón del lugar, tratando de no estorbar la existencia de los otros. En ella, yacía un anciano decrépito y enfermo, quien sólo espera que la muerte lo libere de tan miserable destino (o tal vez aún hay una parte en su interior que desea seguir viviendo, esperando un futuro mejor, algo que lo libere de tanta oscuridad). Unos pequeños cajones de madera eran usados como sillas. En uno de ellos, había una pequeña radio que en general pasaba su vida apagada, sin embargo, cuando alguien la encendía, sus sonidos intentaban alegrar el lugar. No obstante aquello, lo único que transmitía este aparato tecnológico, eran cientos de publicidades y terribles noticias del mundo. En el centro de la habitación había un pequeño brasero que entregaba un poco de calor y luz a sus residentes, eso sí, con el pequeño inconveniente del humo que generaba y el cual llenaba el fatídico lugar, haciéndolo casi irrespirable. A los pies de la cama se alcanzaban a distinguir varios bultos de ropa y alguno que otro alimento, el cual era constantemente atacado por una serie de ratas hambrientas que intentaban hacerse con algo para poder comer y seguir subsistiendo.

Los cuatro individuos restantes estaban sentados en el suelo alrededor del fuego y la radio. Estaban recogidos sobre sus propios cuerpos, con los brazos cruzados, como si de esta manera se protegieran del hambre y la soledad. De pronto, un sonido interrumpió aquel silencio. Alguien había encendido la radio y comenzó, inmediatamente, a entregar una serie de difusas informaciones. Estos seres semihumanos, se acomodaron mejor en sus puestos para luego acercar sus oídos a aquel raro aparato parlante y así poder escuchar mejor, sin embargo, no necesitaban hacer esto, ya que la falta de luz y la ausencia de ruidos, habían desarrollado en ellos una habilidad especial que les permitía captar los sonidos más increíbles e inusuales. Incluso el anciano trató de incorporarse, acomodándose mejor para escuchar y así no perderse ninguna de las palabras que escupía la radio. Era como si esas palabras fueran de suma importancia para ellos, como si fueran las portadoras de un mensaje de esperanza para su tan abyecta situación. De pronto, se escuchó la voz enérgica de uno de los líderes religiosos más importante del planeta, quien expresa en una parte de su discurso la siguiente frase: “…los pobres no pueden esperar…” Al escuchar esta frase, estos seres se revolcaron en sus miserables asientos, como si por fin un haz de luz y esperanza penetrara en sus agobiadas almas. Inmediatamente, comenzaron a emitir unos chillidos desagradables a cualquier oído humano. De entre esos sonidos, sacados de un idioma milenario, sólo se logra distinguir la palabra CREER. Sí, hacía siglos que esperaban ayuda. Alguien tenía que ayudarlos a salir de ese edificio, de esa vida, de esa situación. Al fin experimentaban una brizna de esperanza.

Los días se sucedieron vertiginosamente uno tras otro, pero nada había cambiado en el cuarto ni en el mundo. Todo seguía igual. La única novedad era que ahora la misma expresión dicha por el líder religioso era repetida por políticos, sacerdotes, presidentes, sociólogos, psicólogos, periodistas, etc., en fin, por todos aquellos que deseaban ser noticia y estar en el ojo de los medios de comunicación. “Los pobres no pueden esperar”, se transformó en un slogan publicitario. Aquel que no lo repetía, no estaba a la moda y, menos aún, jactarse de ser un buen ser humano. A pesar de la publicidad y de todos los maravillosos discursos que suscitaba esta idea, nada sucedía en aquel eterno e infinito edificio.

Las provisiones de este grupo de seres animalescos, había ido mermando su volumen hasta convertirse en un exiguo montón de migajas. Esta era la única alteración visible del lugar. El hambre no tardó en hacerse presente, obligando a cada uno de los habitantes de este infernal lugar, a realizar un racionamiento en los alimentos que ingerían. Si resistían podrían ver el fin de su precaria forma de existencia. La frase: “…los pobres no pueden esperar…” era la luz que alimentaba la esperanza de una existencia mejor. Sin embargo, el hambre pudo más y, lentamente, comenzaron a fallecer. El primero, fue el anciano, quien recostado en su cama comenzó a podrirse poco a poco. Las ratas estaban felices, al fin tenían comida en abundancia. El olor a putrefacción impregnó el lugar, haciéndolo aún más irrespirable para sus moradores. Era como si cientos de martillos golpearan sus cabezas, impidiéndoles pensar y actuar. No obstante, la situación, ellos ya se habían acostumbrado a todo y esto era una gota más en el devenir de su sufrimiento. Lo único que los aferraba a seguir viviendo era la frase que ya la radio no dejaba de repetir una y otra vez: “… los pobres no pueden esperar; los pobres no pueden esperar; los pobres no pueden esperar…”. A pesar de todos sus sueños y esfuerzos por conservar sus miserables vidas, dos de los moradores sucumben a la muerte, haciendo que el lugar se llene de moscas y ratas, mientras en la radio se vuelve a escuchar: “los pobres no pueden esperar”.

Los dos últimos sobrevivientes esperan, es lo único que saben hacer, lo único que esta existencia les ha enseñado y lo hacen con una paciencia divina. Esperan, y mientras tanto, intentan ahorrar todas las fuerzas posibles para el día en que los rescaten y los salven, porque al fin todo el mundo sabe que los pobres no pueden esperar.

Al pasar los días, uno de ellos fallece. Y el último sobreviviente desea que ocurra lo imposible, en su corazón desea un milagro, pero ya hace mucho que dejo de creer en una fuerza superior. Su fe ahora se encuentra depositada en aquel mensaje proveniente de la esfera terrenal, quizás así podrá hacerse realidad. El mensaje vuelve a resonar con infinitas tonalidades en los recodos más íntimos de su espíritu: “Los pobres no pueden esperar”. Aquel horror no podía ser eterno. No debía ser eterno.

De pronto, algo interrumpió sus cavilaciones. Eran pasos que se acercaban a su habitación, como tambores que anunciaban el fin de un holocausto. Su corazón se aceleró y sus pulmones trataron de inhalar hasta la más minúscula partícula de oxigeno aún existente en aquel lugar. Mientras que un ruido característico, anunciaba la apertura de la puerta, dejando entrar un raudal de luz enceguecedora e iluminando de pronto todo el lugar, mostrando la podredumbre de todos los cuerpos siendo devorados por cientos de gusanos.

En el rostro del último sobreviviente, asomó la esperanza de un nuevo amanecer, mientras rodaba una lágrima por una de sus mejillas. Al fin todas sus penurias llegaban a su fin. Sacando fuerzas de flaqueza, alcanza a gritar: “Aquí estamos, al fin ayu…” Sin embargo, el esfuerzo y la emoción fue demasiado para su corazón, deteniéndolo al instante.

La puerta terminó de abrirse mostrando claramente la figura de la encargada del lugar, quien venía a inspeccionar la habitación número 304.518 y chequear el estado de sus huéspedes. Sus ojos vieron cinco cadáveres, de uno sólo quedaban sus huesos, las ratas habían dado cuenta de sus carnes, otros en franca descomposición y uno de ellos aún tibio por su reciente deceso. Al instante mandó a limpiar el lugar para que otro grupo de personas harapientas fueran trasladadas a esta habitación más amplia, habitación por la cual habían pagado para estar más cómodos y, así, no estar con los “otros”. El nuevo grupo ingresó después de la limpieza, sentándose en el suelo alrededor del brasero y el aparato radial. La encargada al cerrar la puerta dejo una estela de negrura y soledad. Los nuevos residentes se acomodaron lo mejor posible cerca de la radio, mientras ésta transmitía nuevamente la frase: “Los pobres no pueden esperar”.   

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