Condesa
Seudónimo: Nurmi
1
La combatiente fue hasta a su oficina,
cargó dos colchones y los llevó hasta las celdas siete y ocho. Llamó a la
reclusa de la limpieza y le ordenó que las limpiara. Después fue hasta las
celdas once y doce, comprobó que las mismas tenían tablero y colchón, y las
cerró.
—¿Esas
no se van a limpiar? —preguntó la reclusa de la limpieza.
—Esas
son para las lesbianas —gruñó—.
Que la limpien ellas.
—¿Están
listas las celdas? —preguntó Mercedes, jefa de orden
interior, a la combatiente. Caminó hasta la oficina, de una gaveta del buró
sacó una libreta y escribió en ella—. Te puse las medidas a tomar. Me
las separas y con la mocha bien baja, no quiero casualidades.
La combatiente le ordenó a la reclusa de
la limpieza que se marchara y abrió las puertas de las celdas. Dos combatientes
aparecieron con Condesa esposada de las manos.
—¿Número?
—preguntó una de las combatientes.
—Para
ella la siete, la ocho para Cuquita, la once para Mirita y la doce para Dory —respondió.
Minutos después aparecieron tres
combatientes con Mirita y Dory esposadas una de cada mano. Unos metros más
atrás, dos combatientes con Cuquita, también esposada de las manos y los ojos
llorosos. Dory le guiñó un ojo a Cuquita y dijo con voz sensual:
—No
te aflijas que cualquiera corre delante de dos mujeres de verdad, ya tendrás
tiempo para hacerte la mujercita.
Mirita le envió un beso y envuelta en una
sonrisa pícara, murmuró en un fino aullido:
—Tú
lo que estás enamorada de la Mora, ridícula.
—Acaben
de callarse —gritó Mercedes.
Las combatientes las empujaron,
obligándolas a entrar a la celda. Mercedes se acercó y dijo:
—Las
quiero tranquila, ya no hay motivos para seguir jodiendo.
—Usted
lo dijo —dijeron al unísono—.
Usted manda.
Mercedes fue hasta Condesa, que
permanecía sentada sobre una banqueta de madera y recostada a la pared, y se
sentó en el borde de la cama.
—¿Necesitas
algo? —preguntó.
—Me
la iban a aplicar —dijo—.
Usted sabe que no me podía quedar con los brazos cruzados.
—Ya
eso pasó —replicó—.
Te pregunté si necesitas algo.
—Todo
bien —respondió.
Mercedes se puso de pie, salió y cerró la
puerta. De pronto se detuvo y señaló:
—Tranquila.
—Tranquila
—reafirmó Condesa.
—¿Ningún
consejo para mí? —preguntó Cuquita.
—Vete
al carajo —masculló Mercedes y se marchó.
2
Celda uno
—Yoya
—gritó Fulgencia—.
Dime cuál es la tuya y ponme una piedra con la otra.
Celda tres
—Combatiente
—gritó Marina—.
Sálvanos
Celda doce
—Deja
que le pase un par de días por el lomo —murmuró Dory—, que se va a templar ella misma. con un pabellón.
Celda cinco
—Marina —gritó Bety—. Tú sabes que yo no caigo en
sodomía.
Celda once
—Dory,
quedamos en no hacerle caso a ninguna de estas locas —dijo
Mirita—. Si te dejas provocar estamos pérdidas.
3
La reclusa de la limpieza recogía la
basura.
—No
te detengas, recoge y dale —dijo la combatiente. Fue hasta la
celda cuatro, tocó en la puerta y preguntó—:
¿Yoya, estás bien?
—¿Por
qué? —preguntó desconfiada.
—No
te oigo ni respirar.
—A mí la muerte me respeta —dijo—. Váyase tranquila.
La reclusa de la limpieza llegó a la
celda uno y recogió la basura, vio a Fulgencia que le hacía señas desde el baño
y preguntó:
—¿Cuál
es la farándula?
—Recoge
un papel de la jaba y se lo das a Yoya —murmuró—, después te paso una caja de cigarros.
La reclusa de la limpieza fue directo a
la celda cuatro, sacó el papel de la jaba y se lo entregó a Yoya.
—¿Qué
le digo? —preguntó.
—Que
se calle la boca sino quiere que le saque esa lengua viperina que tiene —respondió.
4
Celda siete
Condesa permanecía tendida sobre la cama,
con los ojos cerrados y los brazos cruzados sobre el pecho.
—Siempre
te veo en la misma posición —dijo la reclusa de la limpieza
parada frente a la puerta—. ¿Tú eres religiosa?
—No,
pero pienso que algo debe de existir —reflexionó—. Por eso siempre estoy con los brazos cruzados, para estar
cerca de Dios.
—Vaya
numerito —dijo la reclusa de la limpieza. Del
bolsillo del short sacó un papel y se lo entregó—.
Es de Yoya, quiere la respuesta para mañana antes de las diez, recuerda que es
el desfile por el día de los que dicen que trabajan.
—No
sé cuál es la baba si aquí los que viven sabroso son los vagos —dijo con indiferencia—. Está bien,
mañana tendrá lo suyo.
La combatiente caminó hasta el fondo de
las celdas, de regreso se detuvo frente a la oficina y murmuró:
—Qué
manera de comer mierda, hasta cuándo será esto —volvió
a recorrer con pesadez las celdas, se detuvo en el centro del pasillo y
preguntó—: ¿Cómo van las pancartas? —fue hasta la celda ocho y la abrió, después de advertir la
tranquilidad de Cuquita, preguntó—: ¿Y la pancarta? Deja de hacerte
la graciosa y prepara la tuya.
—Combatiente…
—Deja
el lloriqueo —interrumpió—,
que mañana tienes que ser la primera en el bloque.
—Usted
manda —dijo con voz sumisa.
La combatiente fue hasta la celda siete y
preguntó:
—Condesa,
¿cómo van esos preparativos?
Condesa sacó del forro del colchón un
pliegue de cartulina escrito de un color rojo intenso y preguntó:
—¿Dígame
usted?
La combatiente golpeó con el bastón la
puerta y mientras se retiraba, vociferó:
—Eres
una vieja camajana.
Condesa volvió a
meter el pliegue de cartulina dentro del colchón. Después de comprobar la
lejanía de la combatiente, sacó el papel del bolsillo de la blusa y leyó con
lentitud, decía: «Condesa, recuerda que tenemos la cuenta pendiente del carro
celular. Yo soy hija de Oggún, pero vamos a evitar la sangre y, como el palo
hace lo que se le mande, nuestro encuentro lo haremos a palo, no olvides que
bastón que mata perra blanca, también mata perra de cualquier color. Mañana nos
vemos».
Condesa buscó en el bolso un lápiz y escribió al dorso:
«Tampoco olvides que no siempre se muere una porque le llegó su hora, a veces
es preciso buscarla. Mañana dejamos claro quién es quién». Dobló el papel, se
pegó a la puerta y gritó:
—Necesito botar la basura.
—Ya oíste —ordenó la combatiente—, dale para que termines y
te incorpores al destacamento.
La reclusa de la limpieza fue hasta la celda siete y
murmuró:
—Eso era para mañana.
—Hay cosas que no pueden esperar —comentó Condesa,
depositándole el papel en el bolsillo de la blusa—. Ni una palabra y ten listo
los palos.
La reclusa de la limpieza movió la cabeza en gesto
negativo.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó.
—Mirita y Dory ya los tienen listos —respondió—. La llorona
de Cuquita está controlada y las demás harán lo suyo.
5
El desfile, 6:00 a.m.
En la radiobase se escuchaban las voces de Silvio Rodríguez
y Pablo Milanés, también la de Sara González llamando a una unidad inexistente,
solo creíble en el desgarramiento de sus notas, en la melancolía que trasmitía
gracias a su insistencia porque se manifestaran los sentimientos que la mayoría
no ambicionaba definir. La combatiente dio el de pie, fue hasta las celdas once
y doce, y gritó:
—Vamos, preciosas, para que ayuden a limpiar.
Mirita estiró sus extremidades y dijo con voz soñolienta:
—Tanto que nos critican y no pueden estar sin nosotras.
Dory demoraba en levantarse. La combatiente abrió la
puerta, entró y le quitó la sábana de encima del cuerpo, y esta reaccionó con
un gesto violento.
—Deja las payasadas y tírate —exigió la combatiente.
—No vez que estoy desnuda —maulló—. Sal para vestirme.
La reclusa de la limpieza entró directo hasta la celda
cuatro.
—¿Dime? —preguntó Yoya.
—¿Lo vas a leer? —preguntó con el papel en la mano.
—¿Qué me digas? —volvió a preguntar, esta vez con
impaciencia.
—Dice que hoy se define quién es quién —respondió mientras
de un cubo sacaba una cuchara afilada en la punta—. Vaya, recuerda que es una
chiquilla y te aventaja.
—No seas pendeja —dijo en tono áspero—. Yo soy una mujer,
vieja, pero una mujer. ¿Y los palos?
—Mirita y Dory los tienen —masculló temblorosa.
—Esas dos locas son lo máximo —murmuró—. Si ves otras
iguales empújalas, que son de yeso nacional.
—¿Cuándo llegaste que no te vi entrar? —le preguntó la
combatiente a la reclusa de la limpieza. Se acercó a la puerta y dijo—: Yoya,
espero te limpies, porque llevas tiempo que no pones una.
Yoya vaciló por un instante, fue hasta el baño, cogió una
cartulina que colgaba de la pared y dijo:
—Esto es suficiente. Total, aquí las ministras son ustedes
que valen poco y el pueblo nosotras que valemos menos —observó el rostro
contrariado de la combatiente y con un gesto bufonesco, preguntó—: ¿Me
equivocó?
La combatiente dio la espalda y se marchó. Yoya rajó la
cartulina en cuatro partes y la tiró al retrete.
7:30 a.m.
Mirita y Dory, junto a la reclusa de la limpieza, tiraban
agua en el pasillo central, los baños y el solero. El resto de las reclusas
decoraban sus celdas. Mirita fue hasta la oficina de la combatiente y preguntó
con fingida ingenuidad:
—¿Puedo hablar con ciertas reclusas?
—Sin exagerar —respondió.
Mirita hizo un movimiento sensual con las caderas y salió
por un costado del pasillo hasta la celda uno, parada frente a ella, preguntó:
—¿Cuál es la qué quieres, a mí o a Dory?
Fulgencia caminó hasta la puerta y murmuró:
—Tú tienes dueña —de la faja del blúmer sacó una fotografía
de Dory—. Esta es la que me arrebata, ¿dime?
—¿De dónde te la robaste? —satirizó Mirita.
—¿Dime? —volvió a preguntar.
Mirita se pegó a los balaustres y dijo:
—Si haces lo tuyo, tienes la pelea ganada.
—Dispara —reclamó.
—Dentro de un rato te traigo un palo —enfatizó—, cuando
estemos en el pasillo se lo das a Yoya.
—Darlo por hecho —afirmó.
Dory fue hasta la reclusa de la limpieza y dijo:
—Sácale conversación a la combatiente, tengo que hablar con
Marina.
—No te demores —reclamó.
Dory lanzó un cubo de agua frente a la celda tres, cogió la
escoba y comenzó a sacar el agua. Cuando estuvo cerca de la puerta, dijo:
—Tengo una misión para ti.
—Si no me tengo que
vestir de verde olivo —satirizó Marina.
—Déjate de comer
mierda —exigió—. Te voy a traer un palo para que cuando comience el desfile se
lo des a Condesa, no puedes fallar.
—Cuenta con eso —dijo mordiéndose el labio inferior—.
Ricura.
—¿Ya terminaron? —preguntó la combatiente.
—Todo listo —gritó la reclusa de la limpieza.
Mirita y Dory caminaron tomadas de las manos. Entraron a la
celda siete.
—Lo tienen todo a pedir de boca —dijo Dory—, lo otro queda
por ustedes.
Condesa sonrió.
Mirita y Dory, aún tomadas de las manos, se dirigieron
hasta la celda cuatro. Dory le dio unas palmaditas en las nalgas a Mirita y la
empujó hasta la puerta. Mirita miró detenidamente a Yoya, su pelo color rojizo,
sus ojos verdeazules, sus manos que ya mostraban la rudeza de los años. Yoya
también la miró con ternura, como jamás nadie la había mirado, y se ruborizó.
—Cambia la vista —dijo Mirita muy bajo.
—No te preocupes —dijo ella también muy bajo—, son unos
palitos nada más.
—¿Entonces no es a matarse? —preguntó con voz entrecortada.
—Solo unos palitos —volvió a decir muy bajo, con su mirada
verdeazul carcomiéndole las entrañas.
—Vamos antes que la combatiente nos llame —interrumpió
Dory, secándose con el reverso de la mano un par de lágrimas que le corrían por
el rostro.
—Hasta más tarde —deslizó Mirita con sutiliza.
—Hasta dentro de un ratico —respondió ella con su mirada
verdeazul perdida más allá del vaivén descompuesto de sus nalgas.
—Tengan listas las pancartas —gritó la combatiente.
9:50 a.m.
—Se les informa a las combatientes responsables del
desfile, se ubiquen en sus lugares de salida —anunciaron por la radiobase—. Va
a dar comienzo el mismo.
La combatiente de las celdas fue abriendo las puertas con
lentitud. Cuando llegó a la reclusa de la limpieza, dijo:
—Miren eso, Condesa con una consigna y Yoya desfilando —la
llevó junto a ella hasta la puerta y volvió a decir con voz quebrada—: Creo que
voy a llorar.
La reclusa de la limpieza miró a la combatiente sentarse
detrás del buró. Mirita y Dory esperaban en el fondo del pasillo, junto a un
grupo de reclusas, por la señal para que Condesa y Yoya, que permanecían en sus
celdas, salieran al encuentro pactado. Mirita se veía inquieta, salía del grupo
y regresaba. Dory la sujetó por la mano y murmuró:
—Si no te controlas lo echas a perder.
—Vamos —gritó la combatiente—, paradas frente a las
puertas.
Condesa y Yoya salieron al pasillo. Condesa caminó hasta el
fondo de las celdas, Yoya hasta la puerta de entrada. La reclusa de la limpieza
buscó un forro de colchón y cerró la puerta por dentro. Condesa y Yoya caminaron
hasta el centro del pasillo. Fulgencia y Marina le entregaron los palos. Mirita
fue hasta ellas y dijo ahogada en un suspiro:
—No se vayan a matar, que me muero.
Yoya se le acercó y murmuró:
—No seas bobita, esto pasa rápido —le hizo un gesto con la
mano a Condesa, indicándole que se acercara—. Los golpes son abajo y a la
primera que diga ya o se caiga.
—No hay lio —dijo Condesa.
La reclusa de la limpieza comprobó que la combatiente
permanecía en la oficina, alzó las manos y las bajó.
Yoya golpeó a Condesa sobre la espalda, luego repitió los
golpes sobre el hombro derecho. Condesa puso el palo en el piso y se apoyó en
él. Yoya la volvió a golpear en la espalda. Condesa dio un paso atrás, se
repuso y contraatacó con un golpe en la espalda, otro en el antebrazo izquierdo
y otro nuevamente en la espalda, hasta que Yoya cayó de rodillas.
Mirita, junto a Dory y el resto de las reclusas, miraba con
los ojos bañados en lágrimas a Yoya de rodillas sobre el piso. Con un pañuelo
se secó el rostro e intentó ir hasta ellas.
—Tú sabes que no se puede meter nadie —dijo Marina.
—Ven —reclamó Dory ofreciéndole el hombro—, apóyate aquí.
La combatiente salió de la oficina y quedó consternada. Por
momentos pateaba la puerta, después volvía a la oficina, regresaba y pateaba la
puerta una vez más, hasta que suplicó:
—Por lo que más quieran, abran la puerta.
Condesa dejó de golpear a Yoya, se le acercó y preguntó:
—¿Terminamos?
Yoya la sorprendió con un golpe por el costillar derecho,
obligándola a doblarse, volviéndola a golpear sobre la espalda. Dory hizo un
gesto de contracción con la boca y se abrazó a Mirita, que aún lloraba a su
lado. La combatiente salió despavorida a las áreas exteriores. Se detuvo frente
a la tribuna, donde se encontraba la directora junto a Mercedes, otras
combatientes y familiares invitados, y gritó:
—Se matan las muy hijaeputa.
Condesa cayó al piso.
Mirita, Dory, Marina y Fulgencia se acercaron a ellas.
—Esto no ha terminado —balbuceó Condesa.
Y acto seguido le propinó a Yoya un golpe por el tobillo,
obligándola a caer junto a ella.
Yoya soltó el palo. Condesa repitió la acción.
Cuando la directora y las combatientes llegaron al área de
las celdas, esta se encontraba con la puerta abierta, las reclusas en un
círculo y en el centro Condesa y Yoya recostadas sobre sus espaldas, y a su
alrededor Mirita, Dory, Marina y Fulgencia envueltas en lágrimas. Mirita miró a
la directora y preguntó envuelta en otro llanto desconsolador:
—¿Ha visto usted mejor homenaje al primero de mayo?
6
Celda doce
—Mirita, ¿estás despierta? —preguntó Dory.
—No me puedo quedar dormida —respondió.
—La combatiente de la cocina me mandó un papel diciéndome
que quería verme —dijo casi en un susurro.
—¡Esa mulatona está detrás de ti! —exclamó.
—¿Qué tú crees? —preguntó, esta vez con preocupación—. Me
dijeron que la policía está detrás de ella.
—Eso es otra cosa —dijo con rapidez—. No te enredes,
recuerda que a nosotras si nos parten las nalgas.
—¿Y si insiste? —volvió a preguntar.
—¡Jódela! —acentuó Mirita.
La reclusa de la limpieza tocaba las puertas con una pala
de madera.
—Saquen los potes —decía—. Hoy si vale la pena comer.
Cuando llegó a la celda once, Mirita estaba tirada sobre la
cama con el rostro cubierto con una toalla.
—No vas a comer —preguntó.
Mirita fue hasta ella y con voz tristona, reclamó:
—¿Dime algo de Yoya? —volvió hasta la cama, de la funda de
la almohada sacó una caja de cigarros y se la entregó. La reclusa de la
limpieza demoraba en responder y Mirita volvió a reclamar—: Mija, no ves que
estoy desesperada.
—La tienen en la tapia, dice que está bien —dijo. Sacó una
pala de puré de papa y la dejó caer sobre un plato plástico—. También dice que
Condesa es la otra dura aquí…
—Eso no hay quién lo dude —interrumpió Mirita.
—Que si puedes —terminó diciendo—, también le mandes algo a
ella.
Mirita regresó a la cama, de un bolso que colgaba de la
pared sacó otra caja de cigarros, se la lanzó y exigió:
—Que le lleguen.
La reclusa de la limpieza fue directo a la celda doce, se
sentó en el piso de espalda para Dory y dijo con ironía:
—Qué suerte tiene alguna gente, mira que hay tipas detrás
de ti y no logran ni cojones.
—¿Cuál es la intriga? —masculló con aparente calma—. Vomita
lo que traes y deja de hacerte la linda.
—Siéntate —dijo golpeando el piso—, siéntate para que no te
caigas.
Dory se sentó recostada a la puerta, del bolsillo de la
camisa sacó dos cigarros, los encendió y le pasó uno.
—Dice la socia del boquete que después del recuento está
aquí —dijo la reclusa de la limpieza—. ¿Dime?
—Que aquí hay mujer para lo que ella quiera —respondió,
apagó el cigarro contra la pared y le pellizcó el pómulo izquierdo—. Antes de
irte se lo soplas a la combatiente.
La reclusa de la limpieza quedó ensimismada, con la mirada
perdida en el color púrpura del humo que Dory le acababa de soltar en pleno
rostro.
—Yo te dije que había mujer para todo —ironizó Dory—. ¿Lo
dudas?
—Oye —gritó la combatiente—. Qué manera de demorarte
repartiendo la comida.
—Ya estoy afuera —respondió—. Me faltan Bety y la tapia.
—¿Estás en algo con Dory? —preguntó Bety mientras sacaba el
pote por debajo de la puerta.
—Endereza el plato —respondió—. No te duermas si quieres
ver la película completa.
La reclusa de la limpieza arrastró el carro hasta la tapia
y dio varios toques continuos en la puerta. Yoya sacó un plato plástico de
color verde, después de guardarlo sacó otro, este de color blanco.
—La estás metiendo buena —dijo la reclusa de la limpieza—,
en colores y todo.
—Echa los cigarros que te dio Mirita y deja de congraciarte
—dijo con voz gruesa—. No falles con los cigarros de Condesa y procura que
fuera de la combatiente nadie se entere de lo que sabes.
—No hay quién le pase una —murmuró mientras arrastraba el
carro por el centro del pasillo, en dirección a la oficina de la combatiente.
—Suelta lo que traes —ordenó la combatiente.
—La socia de ustedes cae después del recuento —dijo—. La
carnada está en la doce.
La oficial de guardia entró con una carpeta de acrílico,
pasó por la oficina de la combatiente y preguntó:
—¿Ya están listas?
—¡Coño! —se sorprendió—. Me cogiste movida.
La oficial de guardia llamó a la reclusa de la limpieza y
dijo:
—Anuncia el recuento, recoges lo tuyo y te pierdes.
La reclusa de la limpieza anunció el recuento. Sobre el
carro donde repartía la comida puso un trapeador, una escoba, una cubeta y se
marchó. La oficial de guardia, acompañada por la combatiente, caminó hasta el
final del pasillo y comenzó a cantar:
—Uno.
—Tranquila.
—Tres.
—Con mucho sueño.
—Cinco.
—Con dolor en el pie —se quejó Bety.
—Después del recuento vas a la enfermería —dijo la oficial
de guardia y gritó con desgano—: Siete.
—Todo bien —respondió Condesa.
—¿Seguro? —se preocupó la oficial de guardia.
—¿Usted cree que se pueda estar bien encerrada? —preguntó.
—Tú te lo buscaste —dijo y continuó—: Ocho.
—¿Qué pasó que no me sacaron hoy? —preguntó Cuquita.
—Eso lo sabe la reeducadora —ladró la oficial de guardia y
gritó por la celda once.
—Esperando una luz que ampare a las desposeídas —dijo
Mirita.
—A lo mejor aparece alguna y las libera —respondió mientras
caminaba en compañía de la combatiente en dirección a la tapia. La combatiente
vio a Dory pegada a la puerta y preguntó—: ¿Y esa cara de llanto?
—¿Qué cara de llanto de qué? —replicó.
La combatiente fingió una sonrisa y le dijo a la oficial de
guardia:
—Vamos a ver si Yoya vive o no.
La oficial de guardia golpeó varias veces con el pie la
puerta, al ver que Yoya no respondía, dijo alarmada:
—Esta se habrá ahorcado.
—Lo habrá hecho con la sábana —comentó la combatiente—,
porque yo le quité el resto de las pertenencias.
—¿Cómo creen? —preguntó Yoya—. Si no lo hice en la de mayor
severidad lo voy hacer en esta mierda.
La oficial de guardia y la combatiente fueron hasta la
oficina. La combatiente se sentó detrás del buró, sacó una libreta e hizo
varias anotaciones que la oficial de guardia firmó.
—Si fallamos nos cuesta el pellejo —dijo la oficial de
guardia—. Abre los ojos y sin sentimentalismo, aquí la que la busca la
encuentra.
—¿Tienes sueño? —le preguntó la Jimagua a la combatiente de
las celdas minutos más tarde.
—Estas desgraciadas no le dan un respiro a una —respondió—.
Voy a tener que ir a la enfermería, tengo dolor de cabeza.
—Ve y merienda si quieres —dijo—, el comedor y la cocina
están bajo control.
La Jimagua recorrió las celdas. Miraba con detenimiento al
interior de cada una y hacía gestos de desaprobación con la boca. Cuando llegó
a la doce se detuvo frente a Dory, que la esperaba en short y la piel olorosa a
colonia. Abrió la puerta y dijo:
—Llegó el momento de demostrar lo qué presumes.
Dory se le acercó al oído y dijo:
—Dudo que la carga de hoy la aguante alguien fuera de
nosotras dos.
—Directo para la oficina —exigió la Jimagua.
Dory caminaba lentamente, cada vez que pasaba por una celda
hacía un gesto con las manos. La Jimagua esperó que entrara a la oficina, dio
un recorrido por el pasillo y también regresó a la oficina.
—Quítate la ropa —requirió la Jimagua de forma desesperada.
Comenzó a acariciarle las nalgas, mientras le murmuraba al oído—: Yo te comiera
todita, todita.
Dory logró desprenderse de sus brazos.
—¿Qué pasa? —preguntó la Jimagua.
—Es que quiero disfrutarlo —respondió.
Con movimientos sensuales Dory se quitó la blusa, después
el short, se le acercó y murmuró:
—El hilo dental lo quitas con los dientes.
La Jimagua la haló hacia ella, después de morderle los
labios, la tiró sobre el buró.
—Quítate la ropa —suplicó Dory—. Dale, quítame el hilo
dental y cómeme de verdad.
La Jimagua se quitó la ropa. Después de besarle los senos y
los muslos, la complació quitándole el hilo dental con los dientes. Miró como
fascinada sus entrepiernas y preguntó con voz intermitente:
—¿Lo quieres ahora?
—Jimagua —dijo Mercedes acompañada por un grupo de
combatientes—, se acabó el juego.
—No, es que… —tartamudeaba la Jimagua desorientada.
—¿Te vas a justificar? —preguntó Mercedes—. Ponte la ropa.
Dory, aún desnuda, lloraba tendida sobre el buró. La
combatiente de las celdas preguntó:
—¿Cuál es el llanto?
—Tenían que dejarnos terminar —respondió ahogada en un
sollozo.
—Ya tendrás tiempo con otras —sermoneó la combatiente.
Mercedes cogió una toalla y se la tiró sobre la cabeza a la
Jimagua.
—Para que no te vean la cara —dijo.
Yoya comenzó a tocar la puerta de la tapia. Condesa la
imitó golpeando la suya. Seguidamente se sumaron Fulgencia, Marina, Bety,
Mirita y Cuquita. La combatiente se acercó a Cuquita, le sujetó las manos y
dijo:
—Tú querías salir, ¿no? Ahora echa gasolina para un largo
tiempo.
—Déjala que vea la película completa —gritó Bety.
Bajo toques de puertas e insultos, Mercedes y el resto de
las combatientes condujeron a la Jimagua hasta el área administrativa.
—A estas hijaeputa hay que joderlas —le gritó Bety a Dory,
que caminaba por el pasillo en dirección a su celda.
—No te arrepientas —dijo Fulgencia—, que tú eres la mía.
—No quiero más llantico —reclamó Condesa.
Dory se detuvo frente a la celda número once, miró con los
ojos llorosos a Mirita y preguntó:
—¿Qué tú crees?
—Se trataba de ti o
de ella —respondió—. De todas formas, ella se va para la calle a seguir con
otras mujeres y tú tienes que quedarte aquí.
7
La combatiente llamó a la reclusa de la limpieza.
—Acompáñame —exigió. Fue hasta el buró y de una gaveta sacó
dos tarjetas. Se dirigió a la celda once y la abrió, continuó hasta la doce,
también la abrió y dijo con sarcasmo—: Mirita y Dory, recojan que hasta hoy nos
acompañaron.
—¿Para dónde vamos? —preguntó Mirita.
—Mejor ni saberlo —dijo Dory—. Me juego el corazón que ella
sabe menos que nosotras.
La combatiente asintió con una leve sonrisa.
—Lo de ellas es abrir y cerrar puertas —vociferó Dory. Se
viró para Mirita y gritó—: Pero niña, mueve esas nalgas.
—Siéntense en la oficina, que en unos minutos las vienen a
buscar —dijo la combatiente. Haló a la reclusa de la limpieza y ordenó—: Limpia
esas dos pocilgas, que no queden rastros de estas dos.
8
Condesa permanecía sentada en el piso, recostada a la pared.
—Parece que hoy el sol se fue de vacaciones —dijo Yoya
sentada al otro lado de la pared.
—Lo que nos faltaba, después de tantos días sin verlo
—aludió Condesa—. ¿Qué crees que les hayan hecho?
Yoya permaneció en silencio.
—No te preocupes —la tranquilizó minutos después—. Lo único
que pueden hacer es trasladarlas, así las pierden por un tiempo de aquí.
—¿Tienes cigarros? —le preguntó la reclusa de la limpieza a
Condesa.
—Si sabes algo dilo —reclamó—, que no me gustan las
intrigas.
—Se las llevan para otra prisión —dijo y preguntó—:
¿Quieres algún recado para ellas?
Condesa encendió un cigarro, después de expandir el humo,
dijo en tono apesadumbrado:
—Que nos volveremos a ver.
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