La trampa
Seudónimo: La susurradora del viento
—Me marcho. ¿Quién me acompaña a salir de este infierno?
Dijo la jicotea, sofocándose entera dentro de su caparazón.
El pleno sol arreciaba la tarde reverberante en el bosque Doña Juana, al pie de
la montaña nevada.
Todavía alegre a pesar de la canícula feroz, el perico
Barbudo Azul planeó a su lado, antes de emprender su acostumbrado recorrido:
—No es tan simple, compadre —Canturreó, batiendo las
pequeñas alas. —Todos vivimos aquí hace mucho tiempo.
Deslizándose por la rama que le servía de camuflaje, la
robusta oruga se corporizó de repente:
—Acabo de salir del capullo, apenas me estoy acostumbrando.
No me pidan que ya me vaya.
De a pocos, en el claro del bosque seco, se concentró una
multitud preocupada. Juntos, pero no revueltos, en pacífica desesperación, los
feos escarabajos, las espléndidas libélulas, las raudas avispas, y las
pacientes arañas, cavilaban su destino. Algunos de sus congéneres se habían ido
ya, siguiendo a las disciplinadas hormigas, los larguiruchos coyongos y los
apestosos tapires. Las minúsculas lombrices de tierra, y las microscópicas
pulgas saltimbanquis merodeaban silenciosas.
Carraspeando para llamar la atención, el intrépido caracol
habló fuerte:
—Sabemos que esta sequía ha sido larga, que no tiene trazas
de acabar, pero ¿acaso otras veces no hemos visto reverdecer el bosque?
—Muchas veces, es cierto —Apuntaló la joven guacharaca,
inusualmente sosegada, sin hacer escándalos ni menear nerviosamente su vistosa
cola roja.
—¡Pero el río se está secando! —Reclamó un sapo, asomando
su cabezota por encima del lecho escaso.
—No se vayan, no se vayan —Repetían al unísono una pareja
de cotorras, brincando de rama en rama —No se vayan, no se vayan.
—¡Escúchenme, por favor! —Vociferó el caracol hablador
elevando su voz por encima del parloteo general.
El bosque bullía. Tan cerca de la civilización, pero con un
discurrir propio. Ni la laguna ni los ríos eran ya refugios seguros para los
habitantes de Doña Juana. A pesar de haber sido proclamada Área Protegida, el
caudal seco y la acumulación de basuras estaban ahogando a todos. En las
cercanías se alzaban protestas por la contaminación de escándalo, y para
empeorarlo, esa temporada la tierra se endureció, el sol todo lo ardía, y las
miasmas enfermizas empezaron a dificultar la convivencia. Sin embargo, el cielo
seguía irradiando un purísimo azul. A pesar de la inmóvil belleza, los animales
del bosque no podían soportar más la escasez de agua. Si no se marchaban,
estaban irremediablemente condenados.
—Aguardemos un poco más —Insistió el caracol hablador —No
puede demorar el invierno. Los ríos volverán a colmarse, la vida regresará.
—No es cierto. —Cantó un ruiseñor al pasar.
Dos colibríes, cansados de buscar el néctar esquivo,
secundaron al ruiseñor. El más enfurruñado se dirigió al caracol, que
permanecía subido a la rama más alta del guayacán:
—Si desde el invierno anterior estamos como estamos. Desde
que nos maldijo ese espectro de la montaña nevada. Desde que los humanos lo
colocaron ahí entre risas, robándonos para siempre la tranquilidad.
El caracol no entendió. ¿Espectro en la nieve? ¿Maldición
humana? Él solamente quería mantener unida a su especie, evitar una diáspora
fatal que los borrara del tiempo, y no necesitaba ahora leyendas de espantos.
—Un poco más —Casi suplicó, tratando de preservar su
dignidad. —No les demos el gusto.
Sin embargo, la marcha se preparaba inexorable. Los
animales no dejaban de preguntarse en silencio por el destino de los
adelantados, que no habían dado señales de vida desde que partieron días atrás.
Nada sabían de las indómitas hormigas ni de los audaces coyongos, y el bosque
había perdido para siempre el canto de los pájaros y el croar de las ranas,
dejando en su lugar un silencio hondo preñado de malos augurios.
La paciente jicotea estaba al borde de un disgusto. Ya
había oído lo suficiente, y si nadie le acompañaba igual estaba decidida.
Estiró su arrugado cuello hacia el inclemente sol que moría quemando la tierra,
y se despidió de su querencia:
—Eres antiguo, y eres sabio, compañero caracol hablador,
pero no lo eres más que yo. He visto mucho más de lo que tu imaginación puede
construir. Amaneceres colgados de estrellas tardías y anocheceres iluminados
por el sol y la luna al mismo tiempo. Un tiempo perdido de la memoria que sin
embargo guardo en cada estría de mi piel dura. Recuerdo lluvias eternas que
inundaban hasta los sueños, y desbordaban los linderos del mundo, y que no
pudieron acabar con nuestras esperanzas. Recuerdo sequías malditas que
esparcieron la muerte y diezmaron la alegría, y eclipses sangrientos que
obligaron a inventar nuevos cantos de pájaros, pero no recuerdo un tiempo igual
a este. Porque es demasiado tiempo ya para un anciano como yo, que lo ha
aprendido todo. Puedes seguir allí tratando de engañarte, intentando torcer la
dirección de los vientos, pero no tiene caso. Otros con menos luces lo han
comprendido. Es el fin.
Un largo silencio cubrió el bosque, como nunca había
sucedido. Los animales se miraron unos a otros, desolados, y sintieron
desfallecer sus ímpetus. Pero entonces el ubicuo camaleón, el reptil con más
recursos de sobrevivencia, gatilló la partida con una frase increíble:
—¡El paraíso existe, yo lo he visto!
—¡También lo he visto! —Exclamó el insidioso cucarachero
amarillo, hinchando el buche.
—Tiene que ser verdad —Suspiró el manso tucán, entornando
sus enormes ojos —El abuelo me hablaba de un lugar mágico, de verde eterno y
ríos dulces, de colores brillantes como el arco iris y alimento abundante. Un
lugar escondido que los humanos no conocen. ¿De verdad lo han visto?
—¡Pronto, vamos! —Zumbaron los mosquitos.
Abatidos los temores, el mundo animal se volcó en masa: las
avispas frenéticas, los saltamontes eufóricos, las moscas omnipresentes.
Ignorantes todos ellos de las nuevas disposiciones
municipales, de la firma del contrato que traería el equipo de alta limpieza y
fumigación a la montaña nevada. El espejo en la montaña. Los humanos hablaban
de un poderoso insecticida industrial.
El caracol les siguió con la mirada, vencido por la
realidad, y no tuvo más remedio que incorporarse al torrente, todavía indeciso,
todavía preso del instinto.
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