El juego
de los ingenuos
Gato Londres
Cuando pasó lo que pasó y que
—correcto es consignarlo aquí y ahora— no fue exactamente lo que debía pasar,
yo no estaba allí. Rememoraba, muy cerca de nuestro punto de venta, las
múltiples interpretaciones del verbo volar que la mañana anterior había
compartido con Robertón y los hermanos Matarile a propósito del accidente que
hizo volar, literalmente, a un colega nuestro en otro punto de venta más al
norte.
Les explicaba entonces que ciertos
negocios no necesitan de mayores especificaciones, pero en el nuestro se
requería, mínimo, de algún complemento circunstancial que definiera la frase.
Si en la bodega alguien comentaba que Fulano voló o salió por el techo,
resultaba evidente su condición metafórica. Podíamos interpretar que lo echaron
de su trabajo o que renunció o que, defalco por medio, escapó a otros
horizontes. Pero nosotros vendíamos y traficábamos gas. Así que si alguien
llegaba y nos decía «Fulano voló» pues cómo saber si lo había hecho de verdad.
Fue lo que sucedió en el punto del
norte. Nos lo contó la Pelucas bien tempranito, antes de abrir las puertas al
público. Ella siempre se enteraba primero de cualquier chisme del barrio, así
que le creímos de pe a pa. La noche que recién expiraba, nuestro colega estaba
pasando gas de un balón a otro y ¡bum! No cabía ninguna metáfora ahí. Voló. Por
una chispa, por exceso de calor o porque los santos lo decidieron. ¡Bum!
Pedazos de hombre pegados en el techo, las paredes y la puerta principal. Según
la Pelucas, cuando llegaron los forenses que debían darle trámite al cadáver,
se necesitó instalar una manguera para tumbar con chorros de agua a presión los
trozos de carne chamuscada que seguían adheridos a las tejas. Una escoba, un
recogedor y una bolsa plástica de basura fueron suficientes para completar la
tarea.
Yo notaba que a los hermanos
Matarile les gustaba aquello de las metáforas, pero no entendían ni una palabra.
Querían y no podían. Una frase que, donde la pongas, suele doler. Como el
impotente que yace junto a la hembra lasciva. Yo intentaba explicárselos con «Espantapájaros»,
el poema de Oliverio Girondo, y las mujeres que vuelan. «Si no saben volar
¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!». Y quizás hubiera podido
acercarlos un poco a la gnosis imprescindible, pero Robertón no estaba para
poemas. Le dije que también había una película donde aparecía el mismo poema y
no sirvió de nada. Al contrario, empeoró su juicio, de por sí bronco y dictatorial.
Me echó un brazo por encima de los
hombros —era un brazo poblado de músculos y tatuajes— y me dejó en claro que si
seguía con los poemitas el que iba a terminar como espantapájaros iba a ser yo.
¿Está claro, blanquito? Robertón sabía muy bien mi nombre, pero jamás lo usaba.
A veces me llamaba blanquito, a veces manitas, porque mis manos eran flacas y
los dedos huesudos hasta la humillación.
Yo asentí con la cabeza. Él todavía
agregó que ese explote en el punto del norte —yo hubiera dicho «explosión»,
pero él y los hermanos Matarile siempre usaban el término «explote»— nos iba a
causar problemas porque la policía metería las manos en el asunto. Era cuestión
de tiempo para que nos tocaran la puerta y preguntaran que si esto o aquello y
echaran un vistazo al local. ¿Cuántos balones en existencia? ¿Cuántos vendidos?
¿Cuánto dinero en la caja? Nuestra mercancía, esa mañana, no cuadraba con las
cuentas. Había que recuperar, al menos, los cuatro cilindros que vendimos durante
la semana y no reportamos a la central. En teoría, nos los iban a traer el
lunes. En la práctica, era viernes y estábamos bien jodidos si un policía o un
inspector se ponía a husmear.
Todos sabíamos lo que eso
significaba. Alguien tendría que quedarse la próxima noche para rellenar cuatro
balones con los buches de gas que algunos clientes dejaban en sus cilindros. A
mí me tocaba pesarlos y organizarlos para que, a la hora del trasiego, quien se
encargara de manipular la manguera y los balones supiera cuáles envases
utilizar. Era el ejercicio más físico al que podía aspirar. Usualmente, mis
responsabilidades se orientaban a la parte de las finanzas. Hacer que dos más
dos diera cinco, decía Robertón. Y no era malo en eso. Conmigo, a veces, dos
más dos sumaba cinco o seis y hasta siete, sin que ningún inspector se
percatara. Por eso Robertón me tenía allí, porque sabía que los números se me
daban igual de fáciles que a él las peleas. Y por eso yo también estaba allí,
porque una semana de trabajo en aquel punto de venta me dejaba más dinero que
un año entero como profesor en mi escuela. Además, las circunstancias siempre les
ganan a las filias cuando de imponer relaciones se trata.
El problema con Robertón no era el
dinero ni el trabajo pues pagaba bien y trabajaba el doble que el resto de
nosotros, sino sus modos. La Niña una vez nos dijo que fue el presidio quien lo
dejó así. La Niña era su mujer, aunque no estaban casados —en el barrio casi
nadie lo estaba—, una mulata de esas con las que sueñan los gallegos y se
babean los criollos. Parecía escapada de una caricatura de Wilson, donde abunda
todo, no sobra nada y, para colmo, hasta hace par de años atrás, mientras
Robertón permanecía en la cárcel, se paseaba por las calles del barrio en short o minifalda, segura de las miradas
que provocaba su cuerpo y de que nadie la iba a molestar porque allí todos
conocían las malas pulgas de su marido.
Según la Niña, a Robertón el
presidio lo cambió para mal. Pinga dulce él siempre había sido y ella lo sabía
desde que se hicieron novios. Pronto perdió la cuenta de con cuántas mujeres le
fue infiel. Pero siempre regresaba, decía. Con un regalo y los bolsillos desbordados
de billetes para invitarla a salir y calmarle rápido el disgusto y la perorata.
Si quería ser reina, un precio había que pagar, y aquello se le antojaba barato.
Antojos de hombre caliente. Macho, en fin. Pero macho suyo.
Las palizas vinieron después que
quedó libre. El sexo dejó de complacerlo como antes y el alcohol, en lugar de
chistes y canciones, provocaba rabietas y malos tratos. Al inicio, ella no
salía de la casa para evitar los comentarios. Luego se convenció de que no
valía la pena ocultarse. El rostro pueril que justificaba su apodo empezó a
anidar moretones y cicatrices. Unas leves, otras no tanto. Y los ojazos grandes
y redondos, de mulata original, se acostumbraron a parpadear irritados y rojos.
Un día, por las drogas; al siguiente, por las lágrimas.
Hasta los hermanos Matarile se
llevaron sus trancazos. Eran dos jabaos capirros que, sin ser gemelos, pasaban
por tal. Ya fuera un balón que se caía o una manguera que se trozaba en medio
del trasiego de gas o porque, con el cambio, le daban dinero extra a un cliente
—ambos eran más brutos para los números que para las metáforas—, la cuestión es
que varias veces vi a Robertón bajarle un gaznatón a uno u otro sin que ellos
amagaran con devolverle el golpe. Los hermanos Matarile eran jóvenes, de
anatomía recia. Juntos habrían podido dejar fuera de combate al jefe, pero les
faltaba esa hambre de violencia que se abría desde las pupilas de Robertón,
como un agujero negro que aguarda la oportunidad para succionarte la vida y,
con la vida, todo cuanto le molestaba a él de su propia existencia.
Especialmente, desde hacía unos
días para acá, Robertón estaba insoportable. A mí no me había puesto un dedo
encima, pero creo que por miedo a quebrarme ahí mismo con el primer sopapo. Lo
que sí hacía a menudo era agarrarme la nuca con una de sus manazas mientras con
la otra me daba cachetadas que pretendían ser inofensivas: ¿por qué está
entrando menos dinero?, y un par de cachetadas, ¿por qué no están organizados
los buches?, y otro par, ¿por qué no dieron las cuentas ayer?, y ahí va de
nuevo. Es verdad que estábamos en medio de una mala racha. No completábamos ni
para la caja chica. Pero era eso: una mala racha. Ya habíamos pasado peores.
Solo que el explote en el punto del norte terminó por hacerlo volar a él
también —de enojo, recalqué a los hermanos Matarile, para seguir con las
interpretaciones del verbo— y antes de salir a averiguar cómo estaba el
ambiente en el barrio, nos amenazó con sacarnos sangre por los orificios más
recónditos si para su regreso no estaba todo listo: cilindros pesados,
mangueras preparadas, buches organizados, balones vacíos, cuentas en orden y,
acaso lo más importante, clientes satisfechos.
Era un viernes tranquilo, en época
de vacaciones, y los clientes caían a cuentagotas. Eso nos permitía obrar con
relativa calma. Sin embargo, apenas nos quedamos solos, los hermanos Matarile y
yo sentimos esa tensión que provocan únicamente los peligros más graves y nos
impedía trabajar con comodidad. No recuerdo cuál de los hermanos habló primero.
Lo hizo sin buscar un interlocutor específico. Colocaba un cilindro en la
báscula digital. Doce kilogramos. Aquí hay un buche, dijo. Y también dijo:
Robertón está así porque Machete salió la semana pasada de la cárcel. Dejaron
asuntos sin resolver allá adentro y Machete los quiere resolver aquí afuera.
Puede ser, agregué yo. Los había visto cruzarse en la calle par de días atrás. Yo
acompañaba a Robertón para cotizar unos envases y Machete jugaba dominó en la
esquina. Juro que cuando se pasaron por el lado los dos parecieron congelarse. Se
observaron hasta los tuétanos. Un silencio que partía el alma acuñó la escena.
No escuché ni las fichas de dominó cayendo sobre la mesa. Esos dos arrastraban
desde el presidio algo más duro y pesado que la muerte.
Así es, me respondió el segundo
hermano. Y está lo otro. ¿Lo otro?, dejé de sacar cuentas para prestar
atención. Sí, lo otro, insistió. Lo de la Niña. ¿Qué pasó con la Niña?,
pregunté. ¿No lo sabes? ¿Saber qué? El primer jabao intervino en ayuda de su
hermano. Dice la gente que se está viendo a escondidas con un hombre. Y en su
propia casa, secundó el otro. Hice una pausa dramática. La gente habla mucha
mierda, solté después, a sabiendas de que mi forzado recelo les incitaría a
desembuchar un poco más. No me equivoqué. El primer Matarile dejó el cilindro
que se disponía a pesar para decirme: Hace unas noches, más bien entrada la
madrugada, la escucharon rogarle a Dios y todos los santos. Las ventanas
estaban cerradas, pero sus gritos se escuchaban clarito, clarito. Y no eran los
gritos que suelta la pobre cuando Robertón le deja caer el puño. Eran gritos de
placer. De pasarla bien. De que se la estaban pasando más que bien, intervino
el segundo Matarile a la vez que movía su pelvis hacia adelante y hacia atrás.
Los hermanos soltaron la carcajada. Y yo también, un poco. ¿Y el tipo?,
cuestioné, ¿se sabe quién es? Todavía no, respondió el primer hermano. Dicen
que es un hombre alto, fuerte y bien cabrón. Pero no hay que verlo para
adivinar que debe ser así. ¿Quién se atrevería a meterse con la mujer de
Robertón? Los tres nos miramos a un tiempo y a un tiempo los tres pensamos:
Machete.
No alcanzamos a pronunciar el apodo
redentor porque en ese justo momento se apareció la Mayor con su balón de gas. Apenas
la vieron entrar, ambos hermanos —sin la menor pericia para encubrir sus
ánimos— dejaron lo que estaban haciendo y se colaron en el baño. A diferencia
de la Niña, que frisaba los treinta años, la Mayor no llegaba a los dieciocho.
Y si la primera presumía facciones de bebé, la segunda se jactaba de tener
cuerpo de cortesana. Ambas, conjugadas, componían un oxímoron precioso que no
tardé en disfrutar para mis adentros a modo de onanismo intelectual.
Y a propósito de onanismo, su
llegada me exigía asumir otra función que los hermanos Matarile estaban
dispuestos a pagarme con creces. No en vano yo mismo les había encasquetado ese
mote. No por el juego o la canción infantil sino por el título de una novela
que había leído en la universidad, donde ciertos personajes iban a masturbarse
a una playita y se la pasaban prepucio alante prepucio atrás prepucio alante
prepucio atrás. Igualito a los jabaos en el baño.
Mi tarea consistía en, ¿cómo
decirlo?, preparar el escenario y demorar cuanto fuera posible la presencia de
la protagonista en nuestro punto. Por eso la invitaba a pasar a la zona donde
trabajábamos y la ubicaba frente a la báscula. Días como esa mañana, en que su
cuerpo apenas lo cubría un vestido corto y ajado —tal vez el mismo que usaba
para dormir—, la convidaba a revisar la perfecta condición de la válvula de
cierre del cilindro que iba a entregarle. Ni un silbido, le decía. Ni una pizca
de mal olor, le agregaba. Una y otra señales inequívocas de posible fuga de
gas. Y la Mayor, que en esos avatares se notaba bastante menor, para verificar por
sí misma mis ponderaciones se inclinaba hacia adelante, regalándome la visión
de sus senos que empujaban hacia abajo el escote, guango y abierto, sin
sospechar siquiera que a sus espaldas, peleándose por tener el mejor ángulo de
escrutinio desde la ventanita del baño, los hermanos Matarile afanaban sus
miembros con el redescubrimiento de los muslos y el inicio de las nalgas que el
vestido de la Mayor, en posición de reverencia, no lograba ocultar.
Casi podía escucharlos prepucio alante
prepucio atrás prepucio alante prepucio atrás cuando otra visita, completamente
inesperada, se apostó en la puerta. Era la Niña. Su tez canela convertida en
pinta de chícharo viejo. Entre amarillo y verde. Los labios, por lo general oscuros
y carnosos, imitaban ahora cáscaras de tamarindo seco. Y los ojos, ah, ¿dónde
habían quedado esos ojazos de succubus
tropical? Parecían cuencas vacías. Dos esferas muertas sobre materia viva.
La razón de su metamorfosis se
materializó medio segundo después. Empezó con una mano nervuda que apartó a la
Niña de la puerta para dar paso a un torso fornido y un rostro hosco, de cejas
finas, muy negras, bajo una cabeza recién afeitada. Era Machete.
Apenas la Mayor lo vio cruzar el
umbral, agarró su nuevo cilindro, lo introdujo en un carrito de mano y abandonó
el punto mascullando un «con permiso» que a duras penas escuchó ella misma. Los
pliegues del vestido saltaban al compás de su carrerita improvisada. La Niña,
por su parte, aprovechó para arriesgar un saludo tímido con la palma de su mano
izquierda. La derecha la llevaba metida en un bolsillo de su jeans, para que no se le notaran los
temblores. Esfuerzo fútil. Machete fue al grano. Venía por Robertón.
Pero Robertón no estaba. ¿Dónde
está?, me preguntó. Salió, le dije. ¿Adónde?, se acercó hasta mí. Ni idea,
respondí.
Incluso ahora me cuesta precisar si
el puñetazo lo recibí cuando ya me había agarrado por el cuello o fue antes y
el agarre solo impidió que me desplomara. La realidad es que comprendí poco de
lo que me gritaba mientras me zarandeaba de un lado a otro. Sí alcancé a
discernir a lo lejos —no abuso de un lugar común, juro que mis tímpanos
ubicaban su voz muy lejos aun cuando ella se encontraba a medio metro de mi vapuleada
anatomía— las súplicas de la Niña para que Machete me soltara y, después, mucho
después que en realidad sucedió mucho antes, el silencio que acompañó a las
siluetas de los jabaos apostados cada uno a un lado mío. El menor de ellos sostenía
una llave Stilson.
Cuando mis sentidos se
reorganizaron y el norte volvió a quedar arriba, y el sur abajo, Machete y la
Niña no estaban. Uno de los jabaos extendía la letanía de que los problemas
estaban por alcanzarnos. Estamos jodidos, le decía a su hermano. Estamos
muertos, le dije yo desde la silla donde me habían acomodado. Los dos se
voltearon a verme y para evitarles la pregunta de rigor, agregué: las cuentas
no dan, ni van a dar. Ya las revisé un millón de veces. Está bien que dos más
dos sume cinco, pero necesito que sume casi mil. Además, con los buches que
tenemos podemos llenar un balón; a lo mucho, dos. ¡Pero cuatro! Hay que
aguantar hasta el lunes.
De eso, nada. Mañana mismo nos van
a caer aquí. La frase, lapidaria, la soltó Robertón que reaparecía, sudado, con
un sobre en la mano. No sé si llamarlo suerte, pero ese negro tenía el don de
hacer sus entradas a lo grande. A veces pienso que se agazapaba a un costado de
la puerta, esperando el momento oportuno para irrumpir. Lo dejamos hablar. El
punto del norte estaba lleno de inspectores y policías. Iban a cerrarlo hasta
nuevo aviso. Le gente de allá arriba tendría que comprar en nuestro punto, lo
cual era bueno, pero antes mandarían a alguien para garantizar que todo estaba
en orden, lo cual era malo. ¿A alguien?, cuestioné yo. A Mauricio, respondió
Robertón. ¿A quién si no?
Mauricio era el policía del barrio.
Un sujeto curioso. Le fascinaban las películas de Hollywood y desde que
sobreviviera a un tiroteo a la salida del barrio, se creía la versión
tercermundista de Bruce Willis. Se tomaba en serio el uniforme sin que ello le
impidiera convivir con los vecinos del lugar. Bebía ron, hacía chistes y
fornicaba con la mujer que se dejara. Al día siguiente, si una orden lo
requería, metía presos a los mismos con quienes bebió ron y compartieron sus
chistes. ¿A la mujer? Depende. Si estaba libre de cargos la volvía a esposar a
su cama; de lo contrario, la esposaba al asiento trasero de una patrulla.
A Mauricio tú le vas a dar esto.
Robertón me extendió el sobre cerrado. Lo sopesé con la mano. Así fueran
billetes de cien, era mucho dinero lo que se palpaba. Tú nada más dile que es
un regalo mío y él sabrá lo que tiene que hacer. O, mejor dicho, lo que no
tiene que hacer.
Dudé sobre el plan de Robertón. No
solo por los riesgos que implicaba sobornar a un policía sino por la naturaleza
del plan en sí. Olía a trampa. No era lo mismo responder ante la justicia por
ser cómplice de robo que por chantajear a un oficial. A la hora de repartir
culpas, Robertón era responsable de lo que sucediera en su punto de venta. A él
le tocaba el castigo más duro. Los hermanos Matarile y yo interpretábamos un
rol secundario. Sobra precisar que nadie quería ir a la cárcel, pero digámoslo
sin rodeos: los tres le teníamos más miedo a Robertón que a la autoridad. Él no
nos iba a meter tras las rejas, nos iba a enterrar en una fosa.
¿Estás seguro de esto? Le mostré el
sobre en mi mano. Mauricio es de ley, ese cabrón no se dobla. Robertón me miró
de frente. Dio unos pasos hacia donde yo estaba. Luego inclinó la cabeza, igual
a los perros que sienten curiosidad por algo. Por un juguete o una presa. La
gente de ley también come, blanquito, dijo. ¿O eso no te lo enseñaron en la
universidad? Los jabaos se rieron, pero no me enojé con ellos. Debían quedar
bien con el jefe.
Hay otro problema, solté. Robertón
se quedó mirándome. Machete estuvo aquí con la Niña. Te anda buscando. Me dio
tremendo sopapo porque quería que le dijera dónde estabas. No solté prenda.
Pregúntale a los jabaos. Pero igual te va a encontrar. El barrio es pequeño y
la envidia grande. Tarde o temprano alguien te va a echar de cabeza.
Robertón extendió hacia mí su brazo
derecho, los dedos bien abiertos. No para forzar la distancia que ya manteníamos.
Si acaso para separarse también de las dificultades que le enumeraba. De
Machete me encargo yo, ripostó. Déjenlo que me encuentre. Lo que sí me revienta
por dentro es no saber qué coño hace mi mujer con ese pendejo. Los hermanos
Matarile y yo nos miramos lo que dura un pestañazo. Suficiente para recordar
los comentarios de la gente: un tipo alto, fuerte y bien cabrón. Claro que nada
dijimos. Y la verdad, teníamos cosas más importantes de qué ocuparnos. Quedaban
cuatro balones de gas que rellenar —sin buches para hacerlo—, un policía que
sobornar, unas cuentas que cuadrar y un expresidiario que evitar a toda costa.
Por si no bastaran esos contratiempos, Robertón se apuntó solito para hacer el
trasiego de gas esa noche. De un modo u otro, estaba seguro de poder completar
los cuatro cilindros. De nada sirvió que los hermanos Matarile y yo pidiéramos
ayudarle. Por lo menos, uno de los jabaos. Que cuatro manos eran mejor que dos.
Robertón no cedió un ápice. Lo principal esa noche era la discreción, dijo, y
los jabaos hasta para echarse un pedo armaban escándalo. A mí ni me mencionó.
Mi torpeza con el manejo de mangueras y cilindros resultaba legendaria. Permitirme
trasegar cuatro balones era cometer suicidio.
Todo estaba dicho, así que nos
mantuvimos ocupados el resto de la jornada en atender clientes. Al momento de
la salida, ninguno de nosotros arriesgó una palabra innecesaria. No hubo chistes
ni gestos superfluos de despedida. Estábamos conscientes de que las próximas
horas, a partir de la caída del sol, serían definitorias. Nos dimos las manos y
cada quien enfiló rumbo a su casa, excepto yo que encaminé mis pasos hacia el
apartamento de Mauricio. Con suerte lo encontraría antes del noticiero de las
ocho. Alguien me había contado que nunca se lo perdía.
Aquí, supongo, podría forzar una
elipsis. Callarme cómo pasó lo que pasó, que, insisto, no fue exactamente lo
que debía pasar, y esperar a que se desinflen las hipérboles, las exclamaciones
se tornen oraciones ordinarias, las moralejas converjan en una explicación
coherente y yo, al menos, me diera tiempo de abandonar la cama donde me
encontraba. Pero en ese preciso y precioso instante, cuando aún me solazaba en
devaneos carnales, la Pelucas andaba de puerta en puerta, dando su
personalísima versión del chisme, segura de que la gente se la iba a creer de
pe a pa porque, le recordaba a cada oyente, ella vive justo frente al punto de
venta de gas y suele tener el sueño ligero y caprichoso por culpa de las
reyertas felinas que las gatas en celo causan en el techo de su domicilio.
Esta circunstancia la conminó a
asomarse de madrugada a la ventana y quedar con la boca abierta —ya no la
cerraría durante los cinco minutos que duró el operativo— al ver a un grupo de
policías que sigilosos y encorvados —igualito que en las películas, repetiría
la Pelucas en los fragmentos donde buscaba imprimirle más dramatismo a la
historia— se distribuían alrededor del local de ventas. Una vez que lo tuvieron
rodeado, uno de ellos —Mauricio, el muchacho que vive allá abajo y por poco lo
matan en el tiroteo aquel, ¿lo conoces?— se acercó a la puerta y le dio una
patada a lo Bruce Willis que la dejó abierta de par en par. Enseguida, un
montón de linternas alumbró el interior del lugar y ¡Dios me perdone!, se
persigna la Pelucas, que esas aberraciones son contra natura y la buena
educación, allí estaba Robertón, el señor que nos vende el gas, en cueros en
pelota. ¡Que sí, que sí! Por la Virgen, lo juro. Que desde mi casa se ve todo.
Pero lo peor no fue eso, sino que el señor estaba en cuatro patas y atrás,
pegado y también en cueros, estaba ese otro, el calvo que salió de la cárcel.
El tal Machete, dándole cintura. Como los perros, te digo. Como los perros.
Pronto se escucharon sirenas de carros
policiales y la Pelucas, ya con la boca cerrada, salió a la calle donde se le
unieron otros curiosos. Todos aseguran que cuando metieron a la pareja sicalíptica
a la patrulla, esposados y todavía en cueros, Robertón recostó su cabeza sobre
el hombro de Machete. Hay quien hasta se besa los dedos cruzados para dar fe de
que, al ponerse el vehículo en movimiento, el negro sonreía.
Entonces Machete no lo buscaba para
matarlo, diría uno de los Matarile. Claro que no, secundaba el otro, lo buscaba
para que le matara las ganas. Y nos echábamos a reír. Eran casi las tres de la
tarde, hora en que normalmente cerrábamos los sábados, pero el punto de venta
recién abría y una enorme fila de clientes nuestros, mezclados con otros del
norte que empezaban a caer, esperaban ser atendidos. Fue un inspector, venido
de la central, quien nos permitió trabajar dado el apremio de la gente. Eso sí,
advirtió, a más tardar martes o miércoles mando a alguien para que revise las
cuentas. Lo que hizo Robertón es imperdonable. Perdone usted, inspector,
interrumpía un jabao, ¿lo que hizo con la manguera del gas o con la manguera de
Machete? Y otra vez nos echábamos a reír.
Ya habíamos acordado que alguien
debió pillar a Robertón cuando se metía en el punto, de madrugada, para
trasegar. O quizás al mismísimo Machete porque nadie pudo confirmar si llegaron
juntos o a destiempo. El resto se desprende por sí mismo. Ese alguien le fue
con el pitazo a Mauricio y lo demás es historia. No te equivocaste, blanquito,
me dijo un jabao, el tipo resultó ser de ley, de los que no se dobla. Porque, y
me observa directo a los ojos, ¿tú sí fuiste a su casa con el sobre? ¿No es
así? Era la segunda vez que me preguntaban eso y respondí exactamente lo mismo:
que sí, que sí fui a casa de Mauricio, que con la mano sobre la Biblia lo podía
asegurar.
El detalle, agregué la primera vez,
desnudo encima de la cama y sin haberme enterado de la relación entre Machete y
Robertón, es que nunca le entregué el sobre. Era como tener la Santísima
Trinidad en mis manos: demasiado dinero, demasiado riesgo y demasiada
tentación. Preferí informarle que esa misma noche el jefe del punto planeaba
llenar cuatro balones de gas. Un peligro enorme. Mire usted, oficial, lo que
sucedió en el norte. No crea que soy un chivato. Robertón es mi amigo. Lo
prefiero preso, antes que muerto.
Si Mauricio se tragó o no mis
buenas intenciones me tenía sin cuidado. Sabía que iría tras Robertón así como
sabía que eran muchos los billetes desparramados sobre el colchón donde ella,
sin ponerle demasiada atención a mi historia, me decía otra vez, riendo con risa
de mulata descarada: alto, fuerte y bien cabrón. Y yo le respondía que así
mismitico decía la gente, alto, fuerte y bien cabrón. Y ella mutaba su risa en
sonrisa y su sonrisa en susurro libidinoso, acompañado por un hmmm que,
literariamente hablando, sobraba, pero encima de la cama encajaba mejor que una
frase explicativa entre dos comas. O sea, tú, alto, fuerte y bien cabrón. Y yo
me encogía de hombros porque para qué decir lo que no cabe decir, que la parquedad
de Rulfo me sorprende encima del colchón y ella, la Niña que en cueros nada
tenía de niña, movía la cabeza de un lado a otro, despacio, en gesto de
negación tardía o incredulidad, qué sé yo, que para mirar había mucho más que
aquel no redundante y picarón.
Estaba, por supuesto, su carne tersa, sus pezones oscuros y sus labios gruesos
que ella misma me enseñó a morder, pero que ahora daban entrada a mis dedos
huesudos con el único afán de ensalivarlos para luego dejarlos correr desde el
desfiladero que armaban sus senos hasta su abdomen plano de mulata natural y
aún más abajo del ombligo, justo en el punto donde, sin importar los versos de
Girondo, siempre la hacían volar.
Cuentazo!!!
ResponderEliminarUn magnífico texto, que no pierde el hilo jamás. De lo mejor que he leído últimamente. Y he leído mucho...
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