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El poema en entredicho

 

Insularius

 

Augusto Vasco seguía preguntándose por qué la discusión en torno a su poema se había extendido tanto si, a fin de cuentas, no eran más que unos pocos versos que aunque pudieran estar sujetos a cualquier interpretación, por más que se quisiera escarbar en el fondo no habría de aparecer otra cosa que la expresión de un momento de soledad, de esa inquietante y perturbadora soledad que solía acompañarlo tantas veces.

─A mi juicio esta obra encierra una dicotomía que se bifurca en los vericuetos del laberinto; tal vez sea una aproximación de lo mítico a lo real maravilloso – sentenciaba Fernando Rupert mientras se extendía en un sinnúmero de argumentos que resaltaban la ya habitual costumbre de mostrar su erudición.

Pero el capitán no se sentía conforme:

─Yo no entiendo bien estas cosas de poesía pero no sé por qué me parece que en esta cuestión del laberinto y el monstruo ese o la bestia o lo que sea tiene que haber alguna cuestión política, porque el problema, cómo es que se dice…

─Zoon politikon – apuntó el poeta Marcial Souza recordando a Aristóteles. Toda obra humana es, en cierto sentido, política. Y la poesía no escapa a esta consideración. Desde Homero hasta nuestros días, pasando por Virgilio, Dante, el Siglo de Oro español, los románticos ingleses, los simbolistas franceses, Martí, Borges y tantos otros. Lo verdaderamente interesante sería descubrir la relación entre la intención del autor y las implicaciones que se derivan de su creación, sin importar cuáles puedan ser las connotaciones políticas.

─A fin de cuentas – dijo Augusto, que había asumido una expresión de extrema humildad – yo hasta podría haber intentado escribir un sencillo poema de amor, pero sucede que las derivaciones interpretativas no tienen por qué coincidir con la intención de quien escribe, pues el lector se convierte en buena medida en coautor de la obra, ya que le incorpora sus emociones, sus sentimientos y hasta su estado de ánimo.

En ese instante el capitán volvía a salir cerrando violentamente la puerta y Augusto Vasco quedaba nuevamente solo en la habitación.

─Es muy bonito el poema. Me gusta – fue la opinión de Cándida Rosa que había dejado por el momento de dibujar mariposas en un papel.

Ya era avanzada la tarde por lo que se acercaba el momento de tomar una decisión. Se habían escuchado suficientes opiniones aunque no faltaron algunos indiferentes que preferían disfrutar del ambiente casi paradisíaco frente al lago, con su exuberante vegetación y el aire fresco antes que opinar sobre los logros o desaciertos de un poema.

─Señores, el jurado tiene ante sí una ardua tarea. Se han presentado varios trabajos de notable calidad. Por eso pienso que sería bueno escuchar todavía otras opiniones antes de que se retiren a deliberar – expresó el moderador Antonio Mas mientras dirigía la mirada a los que habían permanecido callados durante casi todo el debate.

Ya el capitán había comenzado una vez más a dar breves paseos por la habitación. Al cabo de un rato se detuvo frente a lo que parecía ser una ventana, pero velada por una cortina oscura que no dejaba ver lo que se encontraba del otro lado.

─Y bien. ¿Qué se supone que debo escribir en definitiva en este informe? – dijo, señalando unos papeles amarillentos que se encontraban sobre un pequeño buró donde había, además, una vieja máquina de escribir.

Antonio Mas anunció que la sesión se interrumpía por unos minutos para tomar una merienda y descansar un rato. Algunos aprovecharon para intercambiar sobre los últimos poemas escritos o planes futuros, mientras Marina Alba se deleitaba lanzándole su queso, en pequeños pedazos, a las ocas que habitaban el lago. Gustavo Aragón, mientras tanto, miraba los lagartos que trepaban por los árboles y se preguntaba si ellos, acaso, no comerían queso también.

Después de recorrer estrechos corredores con puertas enrejadas detrás de las cuales se mostraban lóbregos y fríos cubículos carentes todos de muebles,  Augusto Vasco había sido conducido a una nueva habitación muy parecida a la anterior, pequeña y una de cuyas paredes del mismo color ocre lucía idéntica foto colgando de frente a la puerta, donde le esperaban el capitán y un coronel cuyos nombres nunca le fueron revelados. Le indicaron que se sentara en una silla rígida por delante del buró del capitán o del coronel (no sabría decir exactamente a cuál de ellos pertenecía) y de inmediato comenzaron a repetir por cuarta o quinta vez las mismas preguntas.

─En este punto estamos dando por concluido el debate. Dentro de un rato conoceremos quienes son los premiados – declaró solemnemente Antonio Mas.

Finalmente había llegado el momento de decidir. El jurado se retiró a deliberar, mientras varios poetas participantes paseaban en pequeños grupos alrededor del lago; algunos se agruparon para conversar cerca de las abundantes palmeras exóticas y otros, simplemente, parecían buscar la soledad para la meditación.

Tal era el caso de Augusto Vasco, que una vez más había quedado solo en la estrecha habitación, pues el capitán y el coronel habían salido casi al mismo tiempo, dejándolo con sus pensamientos y el poema que momentos antes habían deslizado sutilmente sobre el pequeño buró, donde Augusto alcanzaba a leer:

“Hace tiempo recorro el laberinto / sin el hilo de Ariadna…”

Y se dijo: ─Entonces, ¿cómo haré para encontrar la salida?

Los miembros del jurado se sentaron formando un semicírculo alrededor de una botella recién abierta de Havana Club. Era el momento de opinar, pero justo entonces Antonio Mas, que por ser director de la Casa de Cultura poseía voz aunque no voto, pronunció unas frases que resonaron como una advertencia en los oídos de todos:

─Compañeros, me parece muy necesario tomar en cuenta que en tiempos difíciles debemos tener cuidado con ciertas expresiones que menoscaban nuestra identidad (en este punto a él lo mismo le parecería sospechoso el título del poema de Marcial Souza, “Rock’n’roll all night”, por extranjerizante, que era una palabreja favorita en su estrecho vocabulario, como lo del laberinto de Creta, porque tal vez se le ocurriera que el autor se estuviese burlando de ciertos dignatarios al considerarlos cretinos). Y no olviden lo que ha expresado nuestro director municipal: Con la Casa de Cultura todo; contra la Casa de Cultura nada.

Augusto Vasco repasó con la vista otra estrofa:

 “… no soy Teseo y mis armas

son las de Stephen Dedalus.

Pero el silencio me resguarda, no me salva.

Exilio, astucia, si nunca tuve los planos…”

Envuelto en la soledad de aquella estancia, que ya no sabía a ciencia cierta si era una oficina, una celda o una habitación cualquiera, intentaba comparar su situación con la del personaje de Joyce, pero tenía no obstante la plena conciencia de que ya él estaba desde hacía tiempo bien distante de parecer aquel artista adolescente de la novela y que probablemente necesitaría algo más que silencio y exilio (que en su caso era más bien inxilio); tal vez sí algo de astucia para escapar de aquella situación absurda.

Los miembros del jurado se miraron un tanto perplejos, a pesar de que debían estar acostumbrados a este tipo de comportamiento, pero afortunadamente tuvieron la suficiente entereza para iniciar su trabajo sin dejarse impresionar por las palabras del funcionario. Marina Alba continuó leyendo el poema:

“…Yo no fui el arquitecto de mi destino…”

─Considero que es un punto de vista bastante original para alguien que entra, al parecer voluntariamente, en el laberinto, pero luego descubre que posiblemente no podrá ya encontrar una salida, pues una vez dentro comprende que no posee el hilo conductor.

─No estoy muy de acuerdo – manifestó Gustavo Aragón – No me resulta tan evidente ese aspecto de la voluntariedad, ya que al hombre se le ve como empujado en cualquier dirección, sin poder remediarlo aparentemente, a pesar de que nos parezca que ha asimilado la plena conciencia de su situación.

El capitán, de pie junto al coronel, movió la mano en señal de desaprobación y con el índice apuntaba ora hacia el papel ora hacia el poeta, al tiempo que su voz salía ronca pero entrecortada:

─¡Al carajo esos nombrecitos extraños, extranjeros! No los necesitamos ni los queremos. En tiempos difíciles no podemos darnos el lujo de permitir cosas como esta. No todo el mundo puede estar escribiendo lo que le dé la gana. Pues de lo contrario sí que nos jodemos.

─¡Esto es un enredo de mierda! ¡La puta que los parió! Este con su laberinto y unos cuantos nombrecitos raros y después tendremos que llamar a su amigo que escribe esas palabras en inglés cualquiera sabe con qué intención – soltó sin más el coronel, que había permanecido callado casi todo el tiempo.

El jurado había llegado a una conclusión. Las obras premiadas eran, por unanimidad, “Rock’n’roll all night” y “Meditaciones en el laberinto”.

Aplauso general.

El capitán y el coronel tiraban la puerta con fuerza.

Y Augusto Vasco quedaba solo y en silencio, mirando a su alrededor, sin estar ya seguro de si se encontraba frente al lago, bajo una de las palmas reales que lo circundaban, o quizá en la pequeña habitación que no alcanzaba a reconocer si se trataba de una estancia privada, una oficina o una celda…

Donde parecía resonar infinitamente el último verso del poema:

“…Y es mi voz como un grito extendido en el desierto.”

 

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