La máquina del tiempo
Edulge
De pie, en el vano de la puerta, contempló la sala como si fuera nueva
para ella; las manos nudosas sostenían una bolsa plástica, inflada por formas
rectangulares. Un paso atrás, su hija; ella traía la maleta grande. Las dos
cubrían parte de sus rostros con barbijos blancos, de tela. La hermana de Pablo
se señaló la boca; era por él, estaba sin protección. Pablo no discutió; no le
recordó los argumentos que ella esgrimió en la disputa verbal —uno de ellos, la
imposibilidad de andar con tapabocas por la casa todo el tiempo—. Mamá estaba
allí, punto final al debate, no tenía objeto iniciar nuevas querellas. Cogió la
protección olvidada sobre la cómoda, y se la colocó.
Melisa empujó con suavidad la espalda
de mamá. Pablo continuó asimilando que era real, la tenía en casa. Mamá avanzó
arrastrando los pies; sus pantuflas coquetas se estaban deshilachando. La
hermana fue con la valija a la habitación.
Pablo se sintió escudriñado, como un extraño que hubiera tocado timbre a
la madrugada; o como Edgardo, su cuñado, el domingo que Melisa escogió para
presentarlo en esa misma sala. Mamá no mostró deseos de sentarse; la bolsa no
era pesada, contenía los remedios. Pablo rogó que adentro estuviera también la
lista de los horarios de cada uno. Estar pendiente de las horas sería el menor
de los cambios. Mamá estaba en casa, mamá pasaría el aislamiento con él.
Cesó de oírse el rociador; Melisa
había terminado la desinfección.
—Pablo, tienes que colocar urgente un
trapo con lavandina para limpiar las suelas del calzado cuando regresas de la
calle —sin aguardar respuesta, se dirigió a la madre—. Déjame que te quite el
sacón, mamá.
Ejecutiva, Melisa la libró de la
bolsa. Pablo la recibió, era más voluminosa que las del supermercado, cuando
las traía cargadas con provisiones para varios días. Se quedó inmóvil; asistió
al despliegue de Melisa, atento a los detalles. Al menos es dócil, se dijo, al
notar la obediencia materna. La hermana marchó otra vez al cuarto, abrigo en
mano. Tela gruesa, marrón, excesivo para el marzo que transitaban. Pablo se
preguntó si debería encender los calefactores; de no tener que recibirlas,
estaría en slip, torso desnudo y ojotas. Melisa regresó.
—¿Qué hacéis, parados como dos tontos?
Pablo, prepara el té. Mamá, ven, siéntate a descansar.
Con evidentes ademanes de desconfianza
al pasar cerca del hombre, mamá permitió que la hija la sentara en el centro
del tresillo; de paso, Melisa censuró su estado deteriorado. Cuando se definió
el divorcio, Pablo había traído de regreso los antiguos muebles desde el galpón
del tío, donde se guardaban en espera de una subasta que nunca se efectuó. Mamá
no identificó el sillón donde se reunía con las amigas a rezar el Rosario. A
Pablo se le atoró la glotis.
—¡Pablo!, ¡el té!
Enérgica, decidida, Melisa se había
quedado con los genes prácticos de la familia. Pablo fue con lentitud a la
cocina. Su hermana lo alcanzó cuando cargaba agua en la pava.
—Pablo, ¿dónde está el televisor? Mamá
quiere ver televisión.
El aludido dio una cabezada. El TV
estaba colgado en la pared, enfrentado a la encimera.
—¿Por qué no está en la sala? Estas
sillas son incómodas para mamá.
—Por si no lo has notado, en la sala
está la PC. Desde allí doy clases.
Otro argumento que resonó fuerte días
atrás. «Tú puedes quedarte en casa, vas a dar clases por Internet. Yo tengo que
ir al banco todos los días, estoy más expuesta a los contagios». Tajante,
Melisa, esa tarde.
—¿No puedes
dar clases aquí?
—No, Melisa,
no puedo.
La dejó
esperando explicaciones. ¿Qué pretendía?, ¿que
cocinara delante de los alumnos? Bastante tendría con interrumpir las lecciones
cuando llegara la hora de darle pastillas a mamá. La bolsa había quedado sobre
la mesa, buscó dentro el papel con los horarios. Melisa dio vueltas sobre sí.
—Tenemos que
encontrarle una solución, mamá no puede estar sentada todo el día en una de
estas sillas duras.
La solución:
haberla dejado en el geriátrico. En principio, planeaba dar las clases desde el
cuarto libre; el alojamiento de mamá lo obligó a buscar otro sitio. La sala era
el único disponible. No tenía deseos de explicárselo a su hermana; ella aseguró
que mamá tendría todas las comodidades en la casa. Y un enfermero las
veinticuatro horas, advirtió Pablo, al ver el listado de medicamentos y la
agenda de tomas, más apretada que la lista de citas de un ejecutivo de ventas.
—Podrías
ponérselo en el cuarto.
—¿Y yo?, ¿no
puedo mirar televisión siquiera?
Casi se le
cayeron los saquitos de té, Melisa superaba su dominio de la exasperación.
—No puedo
creer que seas tan egoísta. Con todo lo que te ha dado mamá.
A punto de
insultarla, se le ocurrió una solución. La comentó de espaldas, ocupado en
poner los saquitos en las tazas.
—Si tanto te
preocupa, puedes traer uno de tu casa y se lo ponemos en la pieza.
—¿Quieres que
les quite el televisor a las chicas?
Las chicas
eran adolescentes, se pasaban el día con el teléfono. Estuvo a punto de
decirlo; se detuvo al recordar la existencia Netflix y las famosas series, un
mundo ajeno para él, pero, según sus alumnos, imprescindible entre los teenagers.
No captó que su hermana no se planteó siquiera ceder el del living, o el que
tenían en la habitación matrimonial.
—Ya sé lo que
vamos a hacer.
Qué raro,
Melisa con la solución. Presintió que él pagaría la propuesta.
—Como ahora no
pagamos el geriátrico, podemos comprarle uno en cuotas, con la jubilación.
—No lo pagamos
por este mes, no creo que alcance con eso.
—¿De verdad
piensas que la cuarentena va a durar tan poco? ¿No ves lo que pasa en Europa?
La pava
chilló, expresó el deseo que Pablo reprimía. «¿De verdad no puedes vivir un mes
con mamá?» resonó en el cerebro del hermano mayor, tal como lo escuchara de
boca de Melisa el día anterior. Casi volcó el agua, ¿cuánto tiempo pasaría sin
vivir él mismo?, ¿tres meses?, ¿seis meses?, ¿un año? Melisa ya no estaba en la
cocina, le contaba a mamá que le comprarían un televisor nuevo. Aislado, sin
amigos, conviviendo con una señora mayor que muchas veces ni siquiera lo
reconocía; ¿por qué había cedido?,¿por qué no fue más firme al sostener que en
geriátrico estaría bien? En parte, porque, en el fondo, opinaba lo mismo: no
les daban garantías. Había familiares que no se resignarían a no visitar a sus
mayores. El mismo personal era un riesgo; no vivían allí, regresaban a sus
casas, a sus hijos, a sus parejas. Los argumentos de Melisa eran sólidos, lo
aceptaba. Pero la conclusión era devastadora ante un horizonte tan lejano como
el que acababa de mostrarle.
Melisa se
ubicó en el sillón más apartado para tomar el té. Le pasó alcohol en gel a la
taza. Pose. En su casa, no se tomaría ese trabajo cada vez que utilizara
objetos tocados por las mellizas o por su cuñado. ¿Repetiría la ceremonia en
cada visita? Visitarla sí podía, con barbijo y guardando distancia; quedarse
con ella, no, no era cuestión de modificar la estructura familiar. Pablo
resopló.
—¿Y las masas
con mermelada?
Melisa le
trasladó la pregunta de mamá; arqueó las cejas, como si él no hubiera oído. No
tenía masas, no tenía mermelada. Cayó en cuenta que, en el vocabulario de su
madre, las masas venían a ser las galletitas saladas. Fue por ellas. De eso sí
se acordaba mamá, de las comidas del hogar; ¿pretendería que cumpliera los
mismos horarios?
Trajo las
galletitas sobre un plato playo. Mamá pidió la mermelada. Pablo negó, en
silencio, ante la requisitoria también muda de Melisa.
—Vas a tener
que organizarte, Pablo, pensar en mamá cuando hagas las compras. ¿Te fijaste si
no toma pastillas con la merienda?
No pude,
estaba haciendo el té, debió decirle. No lo hizo, prefirió marchar a la cocina
por el papel. Debería cargar las alarmas en el teléfono, no confiaba en su
memoria. 17 horas, sí, ¿cómo no iba a tener algo a para tomar? Rebuscó entre
las cajas, se fijó que coincidiera el nombre con el apuntado con letra grande,
imprenta mayúscula. Una píldora pequeña, verdosa. Luego vería para qué era cada
cosa; necesitaba estar enterado, por si debía llamar a urgencias. Su hermana se
encargaría de tramitar las recetas, ¿por qué no se ocupaba también de los
víveres? Mañana tocaba comprar a los números impares, su documento terminaba en
4.
Trajo el
blíster, dejó que Melisa quitara la pastilla y se la pasara a mamá.
—Fíjate que
hay un pastillero de metal, redondo. Ahí te conviene cargar las pastillas que
le tocan ese día, tiene separadores para la hora.
Observó las
manos de mamá; no tuvo problemas con la píldora, tampoco con la taza. Ochenta y
un años, la mente se le empezó a escapar cuando murió el viejo, cinco años
atrás. «Se higieniza y se mueve sola», aseguraron en el geriátrico. El mismo
encargado que afirmó que no podían prometerle una cama libre cuando pasara
todo. Nada sutil para presionar el doctor —el propietario del hogar era
médico—. Melisa le sonrió, en lugar de lanzarle los insultos que su hermano
esperaba escuchar.
Allí estaba,
la hermana solícita, sin acercarse de más, el culo en la punta del sillón, las
manos listas para atajar la taza si a mamá se le ocurría lanzarla. ¿Acaso
insinuaba que él debía comportarse de esa manera? Que se olvidara.
—Melisa, el
chino cierra en quince minutos. Voy por la mermelada, hazme el aguante.
Inspiración,
pausa teatral, Melisa le hizo sentir que efectuaba un sacrificio inmenso por el
amor a mamá.
—Mamá, ¿qué
mermelada te gusta?
Miró los ojos
acuosos, claros. Estaba flaca. La camisa brillosa le sobraba por todas partes.
Las canillas que asomaban bajo los pantalones, recordaban a las patas de un
ave; un tero, dirían en la zona. Mamá regresó de algún mundo que ellos jamás
conocerían.
—De duraznos,
Pablo.
—Dietéticos,
por la diabetes.
Dejó la
casa antes que su hermanita se arrepintiera.
Dietética.
¿Cómo podía tener diabetes siendo tan flaca?, se preguntó consternado. Al viejo
le había estallado el corazón, pero nunca tuvo diabetes, aunque le sobraban
veinte kilos. Las enfermedades eran un misterio, concluyó, como la rara
demencia que afectaba a mamá; iba y volvía, por fortuna no le afectaba los
movimientos. Apresuró el paso. Debía llevar pan, mamá desayunaba tostadas.
Mujer sujeta a la rutina desde siempre, se fue tornando fanática de los hábitos
a medida que ganó edad, incluso en vida del viejo. En esos años de visitas al
geriátrico, notó que se aferraba a la repetición. Le pareció oír a Charly
García cantando se aferraron mil ancianos, pero se fueron igual.
Tres personas
en la vereda, quizá no consiguiera entrar. Mamá lo había llamado Pablo, lo
reconoció. Cambios súbitos. Memoria azarosa. Sobresaltos a diario, seguramente.
Necesitaba ese segundo televisor, ¿cómo la tendría calmada todo el día, sin esa
ayuda? ¿Había que prepararle la ropa para que se vistiera o estaba en
condiciones de elegirla sola? Imaginó la clase: los chicos espiando su casa a
través de la cámara intrusa, mamá apareciéndose con un camisón ajado, los
cabellos revueltos, la dentadura postiza en la mano. Salieron dos mujeres
cargadas de papel higiénico. La china se asomó, hizo pasara a los cuatro y
cerró la puerta. Pablo buscó el DNI. La china poco más lo empujó hacia las
góndolas, a la vez señaló su reloj pulsera. Fucsia el reloj. Las culturas
ajenas a la frialdad hipócrita de occidente, aman los colores.
Pablo eludió
clientes indecisos, llegó hasta el fondo, tomó una bolsa de medio kilo de pan,
ya gomoso. A la vuelta, pasó por las mermeladas y cargó dos frascos, sabor
durazno, sin azúcar. Estaba segundo en la cola. Delante, una mujer contaba
billetes, en tanto la china pasaba los productos por el lector. En el extremo,
olvidado como el suvenir de una fiesta de quince, el medidor de temperatura;
nadie había sido controlado. La mujer, con la parsimonia atribuida a los
orientales, empezó a guardar la compra. El mundo al revés. La china la apuró,
le metió en la bolsa las salchichas y los preparados de puré.
La china
golpeó la registradora. Pablo despertó. Pagó, tomó una caja de cartón y metió
dentro las provisiones. Junto a la puerta, el marido de la china, enjuto y
delgado, abrió para que saliera. El sol
otoñal resplandecía, casi una burla para el negro futuro inmediato del profesor
de literatura. Llegó a casa taciturno, sentía que tenía los años de mamá.
Melisa casi lo
chocó en el apuro por marcharse; se detuvo para rociarle las manos con alcohol,
bañó también la caja y el contenido. Las chicas, su excusa; como si las
mellizas no pudieran valerse solas. Pablo alzó la mano para decir chau cuando
ella estaba montada en la camioneta. Mamá, en el sillón, continuaba moviendo
las pupilas.
—Alberto, ¿qué
has hecho con el televisor?, ¿te lo jugaste?
Alberto era el
viejo. Pablo acusó un golpe en el pecho. ¿El viejo jugaba?; nunca lo sospechó.
Mamá contaba los centavos, y el viejo jugaba. La vio de otra forma. Esa
cabecita canosa debió pasar mil cosas.
—No soy
Alberto, soy Pablo, mamá.
Lo miró. Pablo
apuntó que Melisa había levantado el té. El barbijo de mamá estaba sobre la
cómoda, donde dejaba él el suyo. Representó el papel de buena hija y hermana
solidaria hasta el último minuto.
—¿Por qué lo
niegas, Alberto?
Lo
impredecible, mamá se puso a llorar.
—Eres malo
conmigo, malo.
Pablo dejó la
caja sobre la mesa, quiso abrazarla. Mamá eludió el intento, se puso de pie y
marchó directo a la pieza. Dio un portazo. No lo extrañó que hubiera escogido
la habitación correcta; era la matrimonial de toda la vida. Titubeó. ¿Qué debía
hacer? Optó por serenarse. Se quitó el barbijo, volvió a dejarlo sobre el
mueble. Puso llave a la puerta y guardó el llavero en el cajón; precaución
imprescindible, les dijo el médico; en un descuido, mamá podía salir y
perderse. El médico de verdad, no el del geriátrico; los felicitó por hacerse
cargo de mamá, sin dudas estaría mucho mejor en su casa. Pablo lo maldijo, poco
más le deseó que se contagiara del COVID.
Fue a la
cocina, guardó las mermeladas en la alacena. El pan quedó sobre la encimera;
debió traer de molde, la tostadora eléctrica era más práctica. Para la próxima,
se dijo. Echó una mirada general. La lista de medicamentos. Observó la
heladera, juntó dos tarjetas de casas de comidas y aprovechó el imán libre para
colgarla allí. Esperó unos instantes, hasta comprobar que todas se sostenían.
El sol bajaba;
en un par de semanas, sería noche a esa hora. No halló más cosas para hacer,
tenía que ir al dormitorio por mamá. Sintió un agobio profundo, se agotaba de
antemano por los días venideros. Solos. Estarían solos, sin contacto con nadie
que no fuera su hermana. Insultó a la vida, al COVID, a los chinos, al gobierno
y a la Santísima Trinidad. ¿No podría siquiera reunirse a tomar una cerveza con
los amigos? No, no podía permitirse poner en riesgo la vida de su progenitora;
nada de amigos, nada de sexo, nada de nada.
Abatido lo
encontró mamá. Dio un respingo al topársela. Se apareció de sorpresa, no había
arrastrado los pies. Reparó en que, cuando se levantó del sillón, tampoco lo
hizo. Otro misterio.
—Alberto,
tenemos que hablar.
Con
movimientos de otros tiempos, propios de dama bien, mamá retiró una silla sin
necesidad de ayuda, y se sentó. Las sillas eran pesadas, estaba mejor de lo
esperado. Sonaron dos pulseras en las muñecas; Pablo no las había advertido
antes.
—Siéntate, no
voy a estar con el cuello doblado para hablarte.
¿Qué era lo
mejor? ¿Negar que era Alberto?, ¿seguirle la corriente? Sobre esas cuestiones,
el médico no lo previno. Paciencia, fue la receta; dirigida a Melisa, por
supuesto, como si ella fuera quien alojaría a mamá. Sin decidirse, Pablo se
sentó, obediente. Mamá tenía la actitud de antaño, cuando ordenaba con
serenidad que hiciera los deberes escolares o regresara a casa a determinado
horario. Se frotó el dedo donde mantenía la alianza.
—Melisa está
embarazada.
Las mellizas;
quinceaños atrás, se ubicó. ¿Por qué se ponía tan grave para comunicarle la
noticia?
—¿No vas a
decir nada? Te digo que tu hija está embarazada y... Seguro que estás buscando
cuál es el número de la embarazada para jugarlo a la quiniela. ¿Cuándo vas a
ayudarme, Alberto? No puedo con esto sola.
Pablo se
preguntó si les habría pedido dinero; Melisa y Edgardo se mudaron cuando
nacieron las nenas, tal vez hubo ayuda paterna. Mamá dio un puñetazo sobre la
mesa; no sonó fuerte, no tenía energía suficiente. Igual, bastó para
sobresaltarlo.
—Di algo, o...
Quizá cuando
hablara, ella lo reconocería; lo intentó.
—No veo nada
grave.
—¿No ves nada
grave? Tu nena de quince años está embarazada, ¿y no ves nada grave?
Pablo
enmudeció. La perfecta Melisa estuvo embarazada cuando iba al colegio. Olvidó
el propósito de lograr que mamá supiera con quién hablaba, apabullado por la
novedad tan bien ocultada en su momento.
—¿Quién es el
padre?
Mamá lo
escudriñó.
—Ni lo
pienses, no se van a casar. No se va a arruinar la vida por un embarazo. El
padre ni siquiera está enterado.
—¿Quién es?
—¿Quién va a
ser, Alberto? Ese noviecito que tiene, ¿piensas que tu hija es una puta que va
con cualquiera? Tu hija es una idiota, no una puta. Le pidió la prueba de amor
y la imbécil se la dio.
Pablo trató de
ordenar los recuerdos. El noviecito, quince años; Melisa tuvo muchos noviecitos
en el secundario. Se concentró. La fiesta de los quince. ¿Quién era el
noviecito que le llenó el bombo? Olvidando la aprensión que lo dominaba pocos
minutos atrás, hizo desfilar rostros y nombres; en vano, se habían desdibujado
las correspondencias entre unos y otros. Mamá podría ayudarlo.
—Ese chico...
¿cómo es que se llama?
—¡Hernán,
Alberto! Podrías dejar de pensar todo el día en números y atender lo que pasa
en esta casa. No me extrañaría que se hubieran encamado aquí mismo, cuando me
voy a jugar a la canasta y te quedas mirando fútbol.
¡Hernán
Cavilla! Flaco, lleno de granos. Hablaba poco en casa. Ubicado el galancito,
Pablo intentó recordar qué sabía de su actualidad. Alguien lo había mencionado;
¿cuándo?,¿dónde? Ya le vendría a la mente. O lo averiguaría; en el grupo de
WhatsApp de la escuela sabrían de él, egresó al año siguiente. Nunca lo hubiera
sospechado, tan calladito.
—Alberto,
¿puedes bajar de las combinaciones de Palermo y ayudarme con esto?
—Es que...no
sé...
¿Palermo?, ¿el
viejo también jugaba a los caballos? Mamá debió hacer milagros para continuar
poniendo comida en la mesa. La observó. Los ojos abiertos, grandes, hasta
parecía que las arrugas se habían difuminado. Enhiesta, firme, tan solícita que
se la veía junto al viejo. ¿Cómo podía confundirlo con él? Había heredado los
rasgos de ella, era flaco, casi el opuesto al hombre que lo engendró. Mamá
esperaba. ¿Qué le habría respondido el viejo?
—No sé, si no
quieres que se case...
—¿Por qué no
me extraña? Todo lo tengo que resolver yo.
Esa corriente
de poder les fue escondida; a sus ojos, era el viejo el que tomaba las
decisiones. Pablo sintió que las pulsaciones se le aceleraban; ¿hasta dónde
llegaría la confusión?, ¿pretendería que durmieran juntos? Se horrorizó. No por
el sexo, ni se le cruzó que ella estuviera interesada; la sola idea de pasar la
noche en el lecho junto a ella, pendiente de su respiración, lo torturó. Si la
confusión se mantenía, ¿cómo podría dar clases, siquiera?
—Hablé con
alguien que pasó algo similar.
La curiosidad
prevaleció. Más secretos. Quizá no fuera tan aburrida la cuarentena con mamá,
si lograba evitar problemas nocturnos. ¿Quién sería la otra costurerita que dio
el mal paso? Pablo reprimió el deseo de restregarse las manos. Mamá volvió a
frotar el anillo, ni que tuviera poderes mágicos.
—La señora
Pietramura me pasó el teléfono de una médica que se encarga de solucionar esos
problemas.
Nueva
sacudida, nuevo golpe; aturdido, Pablo la interrumpió.
—¿Cuál señora
Pietramura?
—¿Cuál va a
ser, Alberto? La mujer del camionero.
Directo al
mentón. Ninguna duda, la mamá de Marla. La cicatriz en el vientre no era de
apendicitis. Melisa creyó en la prueba de amor y él creyó que su querida esposa
había sufrido horrores con su operación de apendicitis, ¿cuál era más crédulo?
La actitud de mamá cambió. Se inclinó hacia adelante, confabuladora.
—La hijita esa
que tiene se la pasa saltando de cama en cama, ni siquiera pudo decir quién era
el padre. Ana sospecha de Merlino...
—¿Merlino? No
puede ser, está casado, tiene como...
Merlino, al
menos diez años mayor que él. Lo veían los domingos en la iglesia, en los
primeros bancos, con la familia; era uno de los instructores de Acción
Católica. Marla estuvo en Acción Católica, estaba todavía cuando empezaron a
salir juntos. Imposible confundirse, casi tanto como creerlo.
Pablo se
encontró flotando en la nada, se había derrumbado la solidez de su pasado. Lo
había hecho una sola vez, le confesó ella, con su único novio. Se lo contó poco antes que ellos debutaran
como amantes. Lo conmovió su sinceridad en esa ocasión; otro recuerdo perdido,
lo había dicho obligada, él notaría que no era virgen.
—No digas
nada, Alberto, que se arma un escándalo. Igual, Ana sospecha de Merlino, pero
pudo ser otro de la iglesia, o del colegio. Parece que a la putita le gustan
los tipos grandes. Más vale que enganche un imbécil y se case pronto; si no, no
sé lo que le espera a esa chica.
Cada palabra
era una puñalada, un mazazo, un disparo. Al fin comprendía el porqué de la
animadversión que mostraba mamá ante Marla, su hijo había terminado siendo el
imbécil. ¿Por qué no le avisó?,¿por qué permitió que se casara con ella? Tarde,
tardísimo para reproches. ¿Serían suyos los chicos? ¿Cómo saber si no había
tenido amantes? ¿Cómo descubrir si alguno no la había embarazado?
Incapaz de
soportar la quietud, Pablo caminó alrededor de la mesa. Impactado, conmovido;
Melisa y Marla, abortantes. Recordó las últimas discusiones, cuando cenaban
juntos los dos matrimonios. Las dos, firmes en defensa de la vida, calificaban de
asesinas a las mujeres que abortaban. Las peleas de ambas con Marcela; su hija
mayor era de las que salían a la calle con pañuelo verde, en reclamo de su
derecho a elegir. Marla nunca contó con su apoyo en ese asunto, Pablo se negó
de cuajo a aplicarle sanciones a su hija. Esa falta de apoyo fue una de las
tantas causas que arguyó Marla para justificar que se marchaba con otro.
Puso el agua a
calentar. Necesitaría una de las píldoras que mamá tomaba para dormir; podría
caminar mil horas, tomar litros de mate y no bajaría su excitación. Se perdió
un nuevo cambio de mamá. La anciana volvió a girar las pupilas, como cuando
llegó. Pablo preparaba el mate, ofuscado, perdido en mil lucubraciones. ¿Qué
hubiera hecho de conocer el pasado de Marla? ¿Cómo pudo ser que lo
desconociera, en esa ciudad donde nadie se tiraba un pedo sin que lo oliera el
vecino? Aún ahora, con tapabocas y todo, seguro se olerían las flatulencias
podridas por todo el pueblo. A Marla le gustaban los grandes, ahí tenía la
respuesta; casados, obligados a guardar la reserva.
Lo habían
estafado. Melisa, Marla, mamá, el viejo. El viejo, ¿por qué el viejo guardó el
secreto? Los padres se encargaban de esas charlas, él debió hacerse cargo de
avisarle. ¿Acaso mamá no le dio tantos detalles como a él?, ¿el diálogo fue
distinto? ¿De verdad, el viejo sólo pensaba en el juego? Quería correr,
descargarse, dormir, ¿cuántos lo sabían? Los amigos, no; había sido astuta.
Una parte del
cerebro le decía que dejara de enloquecerse. Agua pasada. Veinticuatro años
vivieron juntos, sucedieron cosas buenas en ese lapso, criaron tres hijos. ¿Qué
importaba el pasado, adolescente casi, de Marla? La sensatez no aminoró la
furia. La cabeza caliente, tenía, el pulso débil; le costó cebar el mate.
Mamá lo
rescató.
—Pablo, ¿por
qué está apagada la televisión?, ¿está rota?
Lo rescató del
pasado perturbador para arrojarlo a un presente asfixiante. Televisor. Más
malas noticias. Cayó en que no podían comprar otro, sólo estaban abiertos los
comercios esenciales, supermercados y farmacias. Los bancos, la semana
siguiente; los bancos y otros, no había prestado atención a los demás rubros;
su hermana trabajaba en un banco, lo único importante. Ojalá incluyeran las
casas de electrodomésticos.
—Pablo, ¿qué te pasa?
Control remoto, botón rojo. Tele
encendida.
—¿Qué te gusta ver, mamá?
Rogó que no le pidiera ver Rosa de
Lejos, Una voz en el teléfono, Más allá del horizonte o
cualquier otra telenovela del siglo anterior. Se volvió, ante el silencio. Mamá
cambiaba de sitio, para ver mejor. Arrastró los pies, una mano apoyada sobre la
mesa. ¿Cuánto le tomaría perder la mente a él también, a ese paso?
—Estás raro, hoy. ¿Dónde está Marla?
Esta vez no se trató de otro regreso
al pasado; mamá no estaba enterada de la separación. Melisa aconsejó no
contarle, podía ponerla mal, entristecerla por él; Pablo aceptó ocultarla, la
ecuación no cambiaba. Marla nunca fue a visitarla al hogar, alegaba que no
soportaba verla así. Pablo se preguntó si no aprovechaba sus visitas para verse
con otro. Todo cobraba otro significado tras las recientes revelaciones.
—Esa chica...
Ignoraba qué decirle, ni siquiera
tenía en claro con qué mamá estaba hablando. Los demás habían entrado en
cuarentena, él se había metido en una máquina del tiempo, pasaría el aislamiento
forzoso yendo y viniendo de un siglo a otro, sin tener en claro que época
habitaba.
—¿Qué pasa con Marla, mamá? ¿No la
quieres?
—¿Yo?, ¿de dónde sacas esa idea, hijo?
En la vida de ustedes no me meto. Es tu mujer, lo acepto, como acepto al idiota
de Edgardo.
Qué astuta; con esas palabras, daba a
entrever que lo suyo eran celos. Nunca había percibido la altura dialéctica de
mamá, paradójico que la exhibiera cuando más castigado estaba su cerebro. ¿O
acaso tenía algo contra Edgardo?, ¿qué secreto guardaba en el armario el
estirado cuñadito?
—¿Por qué dices que Edgardo es un
idiota? Creí que lo querías.
Pablo evadió la mirada para que ella
no advirtiera el toque de perversión; vio dos mujeres peleándose a gritos en la
pantalla. El volumen estaba mudo.
—Lo soporto, que no es lo mismo. Por
lo menos, es un marido. Tu hermana, sin un marido, Dios sabe dónde hubiera
terminado, parece que tuviera un resorte en las rodillas, no las puede dejar
cerradas.
Acababa de decir, la mamá de treinta
años atrás, que su hermana no era ninguna trola; ¿cuándo cambió? ¿el aborto fue
el inicio, una bandera de largada?
—Menos mal que me hizo caso y terminó
el asunto ese con el profesor de gimnasia. Si se enteraba Edgardo... Es un
bueno para nada, pero, al fin y al cabo, es un marido. ¿Cómo va a criar las
chicas sola?
¿Hasta dónde lo sacudirían las
revelaciones? Mamá había convertido el atardecer en una montaña rusa, un
terremoto emocional. Melisa, ¿con el entrenador? Increíble. Con razón cambiaba
tanto de gimnasio, que aerobic, que step, que zumba. ¿Cómo se enteraba mamá de
las cosas? Momento, ¿en qué año estaban? Había una franja grande, desde el
nacimiento de las chicas hasta la internación; dudó que al geriátrico llegaran
esas novedades. Mejor, no averiguar.
—¿Por qué la televisión no tiene
volumen?, ¿está rota?
—Estoy esperando que me digas qué
quieres ver.
Sábado, sin fútbol, que viera lo que
quisiera. Sin fútbol. Y con mamá.
—¿Qué día es hoy?
—Sábado.
—¿Sábado?
¿Por qué no estamos jugando a la canasta?
Le vino un acceso de risa al imaginar
una canasta entre mujeres como ella, olvidándose lo que estaban haciendo en
mitad de una mano, iniciando todo el rato la misma partida. Reprimió la
carcajada; mamá iba a la asociación de canasteras, incluso ganó un par de
torneos. Dejó de concurrir un par de años antes de la muerte del viejo, hubo
una pelea por unos premios, se dividieron, algo así. Momento, ¿con quién
hablaba mamá en ese momento?, ¿con él, o con el viejo?
Pablo optó por no responder y subió el
volumen. Las mujeres habían terminado de pelear, fueron reemplazadas por un
informe especial del coronavirus. Imágenes escalofriantes tomadas en Italia,
los camiones de la muerte. Mamá olvidó la canasta y se concentró en el
televisor. Adelantó la cabeza, la giró un poco. Pablo comprendió, subió el
volumen. Insoportable. Se retiró despacio, cerró la puerta. Caminó a la
habitación en la que había crecido, la que compartió varios años con su
perfecta hermanita; allí estaba cargándose el celular.
El aparato sonaba cuando entró a la
pieza. Melissa. Mensaje. «¿Cómo está mamá?». Sostuvo el teléfono, evaluó si
decirle o no algunas cosas fuertes. ¿Qué apuro tenía? Sobraba cuarentena y
faltaban actividades para llenarla; mejor, tomarse el tiempo y darle un buen
uso a la información, disfrutarla. «Bien. Te extraña», escribió. «¿Dónde
está?». Controló el exabrupto, ¿pensaba ponerse pesada? «En la cocina».
«¿Cortaste el gas?». «Sí, gracias. Estoy sin batería». Apagó el aparato,
chequearía más tarde los grupos de WhatsApp. Ahora tenía que ir a cerrar la
llave de gas. Mamá era un trabajo de siete por veinticuatro, sin francos ni
vacaciones.
Respiró
profundo delante de la puerta cerrada. ¿A quién encontraría ahora?, ¿a qué año
se transportaría? Apoyó la frente en la madera, precisaba tomar aire. Se le venían días agobiantes,
sacrificados, estresantes; lo que fuera, admitió, menos aburridos. Giró el
picaporte y entró en la cocina.
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