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Un puerco que no vuela es solo un puerco

 

Rem B. Alfonso

 

 

El chillido de un puerco en la distancia asustó a Ana.
De su índice comenzó a brotar un hilillo de sangre. Con el sobresalto se había cortado. Preparaba el adobo para la carne del día siguiente.
Los alaridos del animal se escuchaban en toda la cuadra.
Desde la ventana de la cocina, Ana podía ver la azotea donde lo tenían.
Era un verraco de al menos trescientas libras. A un costado se paró otro, antropomorfo él, erguido sobre sus dos perniles. Bajo la paleta izquierda, un matavaca.
Tomó el cuchillo con su pezuña derecha y lo alzó en el aire.
Ana no pudo sostener la mirada.
La bajó al fregadero. Abrió la llave y puso el dedo bajo el chorro.
El agua arrastraba la sangre y las cáscaras de ajo y cebolla. Pero estas no se escurrían por el tragante.
Ana las juntó en un montoncito. Y las echó en el cesto de basura a sus pies.
La mezcla de los dos líquidos volvió a fluir con normalidad.
La mano de Ana estuvo bajo la pila hasta que no le ardió más la herida.
El puerco se había callado.
 
Ana movía la frazada de izquierda a derecha. Al mismo tiempo, caminaba hacia atrás.
Se detuvo bajo el umbral del patio.
Solo debía esperar a que el piso acabara de secarse. Habría terminado la limpieza.
Ana sintió unos pasos en la sala.
Una mole se dirigió a la cocina.
El verraco antropomorfo.
Dejó en la meseta una jaba con un pernil de puerco.
Hace falta que nos frías unos chicharroncitos, pa ir picando en lo que jugamos. Yo vengo ‘horita p’acá.
Y se fue.
De la cocina a la sala se extendía un camino de huellas de fango y uno de sangre.
Ana enjuagó la frazada. La exprimió. Botó el agua por el lavadero.
Unos pelos se enredaron en el tragante. Ana los hizo una bolita. Esta vez sí se fueron.
Ana lanzó la colcha dentro del cubo. Lo llenó de nuevo y lo cargó hasta la entrada de la cocina.
Puso la frazada en el palo de trapear. Chorreaba.
Sobre los dos caminos trazó uno de agua.
 
En la tendedera del balcón quedaba solo una sábana. El resto de la ropa ya estaba en su lugar.
Ana fue a recogerla.
Escuchó su nombre en una voz que no pertenecía a un humano. Volteó a ver.
Abajo, en la calle, tres hombres y el verraco antropomorfo jugaban dominó. Una botella de ron rotaba de uno a otro.
¿Y los chicharrones pa cuándo?
Ana reviró los ojos.
Los del antropomorfo se le clavaron en el rostro.
Un escalofrío le subió por la espalda. Ana encorvó el cuerpo y se encogió.
Se echó la sábana al hombro.
El antropomorfo había desaparecido.
Ana guardó los palitos en el bolsillo.
Y entró a la casa.
Pasó al cuarto.
Se sentó en la cama. Abrió la gaveta. Dobló la sábana. La guardó. Volvió a cerrar.
En la mesita de noche, un niño en sepia le sonreía.
Ana bajó la mirada. Se encontró las palmas con callos. La alzó de nuevo.
Y tropezó con su reflejo. Entrecerró los ojos. Estiró el cuello en dirección del espejo.
Parpadeó con rapidez. Recogió el cuerpo hacia atrás. Se frotó los ojos con el dorso de las manos.
Y se vio de nuevo. Las cejas buscaban las raíces del pelo. La boca el suelo.
Las yemas de los dedos tocaron los pómulos. La piel le raspaba.
Un chillido llegó a los oídos de Ana.
Miró al niño en sepia. Y suspiró.
Salió del cuarto.
Fue a la cocina.
El antropomorfo pasaba chicharrones de una sartén a un plato. Les echó sal y los removió con la pezuña.
Rumbo a la salida, se detuvo junto a Ana. Se le acercó al oído.
Que sea la última vez.
Ana sintió un portazo y encogió la cabeza entre los hombros.
Cerró los ojos. Y suspiró.
 
Ana se sentó en el balcón. Encendió un cigarro.
Garabatos de humo escondían su rostro. La vista en la mesa de dominó.
La voz del verraco antropomorfo se tragaba el resto de los sonidos.
¿Qué cosa qué? Si a ese lo cogí yo en el tanque y le di tres galletas y no pasó na. Cuando se vuelva a hacer el cabrón háblale de mí, pa que tú veas que enseguidita se queda callao. A venir a hacerle cuentos a uno. Mira…
Ana dejó escapar un bufido.
Si aquí to el mundo sabe que el que le rajó el buche a ese tipo fui yo. Aaaaaahhhh… pero nunca me pudieron probar na. Porque la télnica e la télnica.
Ana torció la boca. Aspiró.
Total, pa terminar allá dentro por una vaca.
Espiró. Permaneció unos segundos con la mirada en el azul de las volutas.
¡No, y es la pinga, que me pegué!
La paleta cayó sobre la mesa. Todas las fichas brincaron con el golpe.
Ana desbloqueó su celular. Un hombre de unos treinta años la abrazaba. La sonrisa como la del niño en sepia. Revisó Whatsapp. Nada. Las llamadas. Tampoco.
Aunque, si te digo la verdá, yo creo que es más fácil abrirle la barriga a un tipo.
Ana se levantó. Apagó el cigarro en el muro del balcón.
La risa del antropomorfo se oía por sobre las piezas de dominó que iban y venían al compás del agua de los perdedores.
Ana entró a la casa.
Fue a la cocina.
Se sirvió. Arroz, chícharos y huevo frito.
Se sentó a la mesa. El tenedor en la derecha. El teléfono a su izquierda.
Sus pupilas rebotaban de la comida a la silla del lado, de esta a la de enfrente, de esa al teléfono y de este al plato.
Una salamandra subió por la pared. Se detuvo a centímetros de Ana.
Los ojos de ella se clavaron en los del bichito. Por un momento, hubiera jurado que también la miraba.
Ana se llevó una cucharada a la boca.
El animal siguió de largo.
 
Ana no lograba conciliar el sueño.
Miró al niño en sepia. Todavía le sonreía. A su lado el celular.
Lo desbloqueó. Ninguna notificación.
Ana se levantó.
Fue a la cocina.
Se sirvió un vaso de agua.
Lo bebió de un trago.
Se sentó a la mesa. Encendió un cigarro.
El refrigerador zumbaba. En la parte de arriba, en el centro de la puerta, un bombillo parpadeaba.
A lo lejos percibía la voz del verraco antropomorfo y el sonido del dominó.
Salió al balcón.
Tú lo que no sabes lo que es un hombre de verdá. Pero deja que tú choques con la realidá.
Sobre un pernil del antropomorfo, una muchacha sobre los veinte.
Vas a terminar diciendo mamá clarito y papá enredao. Deja que tú la pruebes. Lo que pasa que no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar.
Ana apoyaba el brazo de fumar en el muro. La brasa del cigarro apenas le iluminaba el rostro. La maraña de humo acababa por ocultarla.
La muchacha bebía del vaso del antropomorfo. Y lo besaba en la boca. Su mano se perdía entre los dos perniles. Las pezuñas de él estrujaban las nalgas de ella.
Ana apagó el cigarro en el muro. Lo lanzó hacia la mesa.
Y entró a la casa.
Cerró la puerta.
Alguien se quejó por la colilla.
Ana pasó al cuarto.
Y se tiró en la cama.
 
Una respiración de animal la despertó. Y el tufo a alcohol y a ácido.
Escuchó un zíper bajarse. El tintineo de un cinto contra el piso.
Unas paletas intentaron rodearla. Se les resbalaba.
Sintió cómo el colchón se hundía. La respiración ahora en su oído.
Sé que estás despierta. No te hagas más la dormía.
Las pezuñas la agarraron del brazo. La apretaron hasta dolerle.
Ah, ¿vaja seguir?
El verraco antropomorfo cruzó un pernil sobre las piernas de Ana. Con sus pezuñas la puso bocarriba. Hizo pedazos su bata de vestir.
Se inclinó sobre ella y le mordió una teta. Luego la boca. Hasta hacerla sangrar.
Ana intentó defenderse.
El antropomorfo alzó la paleta en el aire. Y dejó caer su peso sobre la cara de Ana. Atrapó sus brazos con una pezuña. Y lo hizo de nuevo.
A mí se me respeta, ¡cojones!
Ana cerró los ojos.
 
Ana se sentó en el balcón a fumar.
En la cuadra los niños ayudaban a sus padres a armar los muñecos con algodón, paja, yerbas, retazos de tela y ropas desgastadas. A la medianoche los prenderían.
El verraco antropomorfo jugaba dominó.
A los pies de la mesa, tres botellas de ron. Vacías.
 
Ana se sirvió el almuerzo. Arroz, chícharos y huevo frito.
Una llamada entró al teléfono. Un número desconocido.
Deslizó el dedo sobre la pantalla como si le fuera la vida en ello.
Del otro lado, preguntaban por una mujer. Pero no por ella.
Ana colgó sin responder nada.
 
Ana se acostó. Le dio la espalda al niño en sepia.
Cerró los ojos.
 
Una respiración de animal la despertó. Y el tufo a alcohol y a ácido.
Escuchó un zíper bajarse. El tintineo de un cinto contra el piso.
Ana se contrajo de pies a cabeza.
Sintió cómo el colchón se hundía.
Una gota de sudor resbaló por su espalda.
La respiración se acompasaba.
Ana miró por encima del hombro al verraco antropomorfo.
De su hocico escapó un ronquido. Un trueno.
Ana se relajó.
Se sentó en la cama. Miró al niño en sepia.
Cerró los ojos. Y suspiró.
Se levantó.
Fue a la cocina.
Se sirvió un vaso de agua.
Diez.
Lo bebió de un trago.
Nueve.
Se sentó a la mesa.
Ocho.
Encendió un cigarro.
Siete.
El refrigerador zumbaba. En la parte de arriba, en el centro de la puerta, un bombillo parpadeaba.
Seis.
Aspiró.
Cinco.
La salamandra bajó desde el techo. Se detuvo a centímetros de Ana.
Cuatro.
Espiró.
Tres.
El animal siguió de largo.
Dos.
Ana salió al balcón.
Uno.
Los muñecos se encendieron al unísono. Estallaron fuegos artificiales. La gente salía de sus casas con maletas. Tiraban agua a la calle.
Ana apagó su cigarro aún sin terminar.
Regresó a la cocina.
Buscó el matavaca.
Pasó al cuarto.
El antropomorfo se había callado.
Alzó el cuchillo en el aire.
Se lo clavó en la barriga.
Y lo abrió a la mitad.
El chillido del puerco frente a Ana la asustó.

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