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Hora crepuscular

 

Jorge Torrealta

 

 

Angélica despertó como de un sueño en la noche silente que transcurría lenta y había entrado de puntillas por el alto ventanal cuando el sol declinaba y, cual ladrón, recorría la habitación hasta sorprender al huésped que al contacto agitó el brazo como si se liberara de algo. No tuvo la sensación de sueño y dudó sobre aquel lapsus. Advirtió que aún tenía el trago en una mano -un gin & tonic- y en la otra su Smartphone con la conversación abierta en una app de citas. Recordaba mirar el crepúsculo y escuchar el sonido del mar golpeando la playa, luego, aquella sensación de asalto, de grata sorpresa, como el murmullo de una canción de cuna muy cerca del oído.

Entonces acudió al balcón, atravesó las grandes ventanas y apartó las vaporosas cortinas que el viento cálido agitaba delante de ella y asomóse a la noche, a la playa, al mar; aspiró profundo y exhaló lento. Ocupó la silla mecedora en aquel punto y emprendió a sorbos la bebida. Llegó a su teléfono otra notificación y la atendió.

«Te has quedado dormida?»

«No. Sólo fui por un trago», respondió.

«Tardaste demasiado, pensé que te habías quedado dormida o te había aburrido, que casi es lo mismo. Ya es muy tarde».

Angélica vio el registro de notificaciones, en efecto, tenía demasiados mensajes. Había dormido por varias horas, sin soñar, sin relajar los músculos, como si hubiera padecido un ataque cataléptico.

«Puedo pasar la noche así, hablando contigo», escribió su contacto.

«Yo no. Es tarde. Debo hacer algunas cosas».

«En Acapulco todo lo que se hace es celebrar», respondió.

«Estaré varios días por aquí, ya habrá tiempo de ello. En verdad debo terminar algunas cosas», apuntó Angélica.

«De acuerdo. Te dejaré en paz. Estaré aquí si me necesitas».

«Te lo agradezco. Hasta pronto».

Angélica permaneció allí, sentada. No tenía nada que hacer, sino mirar la mar cubierta de noche, por ello se hallaba ahí, en Acapulco. Era una reconocida podcaster colombiana que recorría el mundo en busca de todo tipo de aventuras sexuales. Quería asimilar la cultura por medio de la práctica sexual. Para ello se valía de contactos y recomendaciones de sus amigos y seguidores, además de apps de citas. Su espacio se llamaba: Frecuencia femenina, en el que hablaba sobre el placer y el sexo desde una perspectiva feminista. Allí compartía sus historias, sus aventuras y desventuras de la carne.

Y en aquel largo camino recorrido en el que había cruzado mares y pisado mucha tierra, entre fiestas swingers y visitas a skirt clubs, conoció al hombre que amó, al único que le dijo «te amo». Sin embargo, hacía tres meses de su separación tras un año de matrimonio. Lo recordaba como una arcaica imagen, a pesar del breve tiempo distantes; el rastro de sus dedos sobre su piel y los besos calientes sobre su sexo permanecían como dolorosas y delicadas cicatrices. Las caricias de los demás hombres yacían en su memoria como vestigios de vida, como evidencia de su existencia, de su paso por esta tierra; era la afirmación de la felicidad a través del sexo.

Su estancia en Acapulco era uno de sus deseos como matrimonio. La primera vez que Angélica escuchó de aquellas playas fue en New York, durante una reunión swinger. Mientras dos hombres la penetraban delante de su esposo, uno de ellos -sobre el que caí el peso de los demás- dijo que aquel vaivén de carne y fluidos le recordaban cuando estuvo a punto de morir ahogado en Acapulco.

«Un pistolero me disparó desde una moto acuática mientras yo flotaba sobre una banana. Luego se dio cuenta de que se había equivocado de objetivo, así que me rescató y se disculpó. Las balas me perforaron el hombro, la clavícula y la pierna izquierda».

«No puede ser. Cómo es posible que mientras te diviertes sobre una banana alguien en una moto acuática te dispare y luego se disculpe», pensó Angélica. Pero aquella imagen surreal impelió su deseo sobre Acapulco.

Los acontecimientos extraños, surreales, son propios de gente extraordinaria. Sólo aquel aventurero que huella el campo donde no hay sendero construye su camino, los demás recorren un derrotero trazado, el camino de otro, de muchos: la misma distancia, los mismos paisajes, idénticas estaciones; muchas veces, incluso, se encuentra al rezagado, al derrotado, al que se ha tumbado sobre aquella tierra y ahora hay que sortearlo. Angie había dado el primer paso en la penumbra hacía mucho tiempo. La aventura la seducía. Quería explotar sus sentidos, agotar sus fuerzas en el placer. En pocas palabras: quería vivir.

New York fue la conexión. Muchas cosas acaecieron allí. Sin embargo, a sus breves diecinueve años Angélica intentó asistir a su primera fiesta swinger en Colombia, pero apenas llamar a la puerta echó a correr, asustada, como si se tratara de una infantil travesura. Cuatro años después viajó a ‘La Gran Manzana Podrida’, donde un día, después de dudarlo bastante, acudió a una de esas reuniones y transcurrió la noche plena de sexo.

Allí descubrió a un hombre que se negó a pronunciar su nombre, estaba ahí sólo para experimentar el placer. Por aquellos pasillos transitaban personas enmascaradas, otras del todo desnudas, pero él, oculto en su nombre, impronunciable, sólo una faz seria, adusta, pero experto amante. Era parco en palabras, sin embargo, dialogaba con la piel, con su sexo; acariciaba la carne extraña, ajena, como un lector ciego que lee en braille un poema doloroso.

Visitaban juntos los domicilios donde se celebraban los encuentros sexuales grupales, pero antes se reunían en algún café o un bar y brindaban. No obstante, la charla era mínima. La comunicación era extraña: miradas, caricias, eructos por parte de él y mala pronunciación de los nombres de la cerveza mexicana; sólo durante el coito era cuando se comunicaba más, además de las caricias, gemía en exceso.

–Pacífico, Acapulco está en mar Pacífico –decía el single, como son llamados en el código swinger estos hombres sin compromiso, solteros.

–¿Qué dices?

–Acapulco, México. Es hermoso. Incluso The Flintstones querían ir a Rockapulco.

Angélica rio a carcajadas. Acostumbraba a ver a Los Picapiedra cuando era pequeña, pero no recordaba ese episodio, incluso había disfrutado de Los pequeños Picapiedra pero no había escuchado nada sobre Acapulco.

–¿Rockapulco?, ¿qué episodio es ese? –preguntó Angélica.

–No lo sé. Odio a Los Picapiedra. Ese fue el único episodio que miré. Era Navidad de no sé qué año. Fuimos a casa de mis tíos y ellos hablaban de cosas de adultos, cosas estúpidas, aburridas, quizás un recuerdo de la infancia como una caricatura que vieron al visitar a la familia y…

Acaeció el silencio, se miraron y Angélica dio un trago a su cerveza.

–… así que nosotros fuimos a sentarnos al sillón, un enorme sillón que contuvo a siete niños con siete gigantes tazas de chocolate caliente. Alguien saltaba los canales hasta que la televisión sintonizó Los Picapiedra y todos gritaron «síííííí» y yo clamé «noooo» pero nadie me escuchó. Fin.

Angélica volvió a reír, una risa estridente, cerró los ojos, cubrió su boca para mitigar los decibeles de su voz, un par de alegres lágrimas asomaron y resbalaron hasta ocupar los labios femeninos y se escurrieron hasta desaparecer al interior de la boca. Luego, poco a poco, su cuerpo se relajó hasta que tomó la cerveza y dio un sorbo y la volvió a la mesa.

–¿Cómo es posible que yo que amaba que a Los Picapiedra no vi ese episodio y tú que los odias pudiste verlo? Luego de la fiesta lo buscaré en internet. Y ¿qué hay en Rocapulco?

–El océano Pacífico. México abreva de él.

–¿Sexo?

–Mucho. Siempre. Pero yo sólo he viajado a México por sus playas, por Acapulco, me olvido del sexo, me olvido de mí, de todo. Allí busco la soledad, el crepúsculo, la lluvia y la cerveza. Allí soy incógnito, soy un hombre nuevo.

–Vaya, jamás te había escuchado hablar demasiado y de esa manera. Ya sabes, pensé que para ti todo era sexo, todo se reducía al sexo.

–México es un país de locos, una tierra de extraños sueños. Allí sucede todo y nada.

El single bebió de un sorbo la cerveza que aún contenía la mitad y luego levantó la mano para pedir una más al mesero.

–Elvis Presley se emborrachó en Acapulco, Rita Hayworth celebró su cumpleaños en la playa y Hollywood filmó una película llamada Fun in Acapulco. Y hay muchas historias más.

–Wow, había escuchado muchas historias locas sobre Tijuana, pero nunca de Acapulco. Creo que mi próxima aventura será en México.

El mesero llevó la cerveza y Angélica pidió otra y acaeció el silencio hasta que la otra bebida fue llevado hasta la mesa y fue destapada y la espuma subió junto con el aroma y luego el silencio ocupó un lugar en la mesa entre la pareja y el single se echó hacia atrás sobre el descanso de la silla con la cerveza en la mano y la mirada perdida en las alturas, radicada la memoria en un recuerdo quién sabe sino en las playas sureñas de México. Su acompañante fijó sus ojos en las burbujas de la cerveza que ascendían desde lo profundo hasta la espuma que coronaba el envase y todo esto sucedía mientras el silencio hablaba y la noche recorría las calles de Nueva York.

Los encuentros continuaron hasta dos veces cada semana. Se reunían, recorrían los bares de Nueva York y bebían varias cervezas, siempre silentes; dialogaban a veces con roces, miradas, roces de miradas y muchos recuerdos. Eran, ambos, la mejor compañía para dialogar con el silencio. Luego marchaban juntos, como dos desconocidos que tienen el mismo derrotero y se acompañan en la muda distancia hasta verse desnudos, rodeados de personas desnudas que copulan con muchas más y el silencio desaparece y acaece el placer de la carne y litros de fluidos corporales corren como un río desbordado, furente, hasta perderse en la memoria de todos.

Un día acordaron encontrarse para que el single le presentara a un amigo que estaba interesado en conocerla. Cuando Angélica llegó al bar dos hombres idénticos levantaron la mano, uno la derecha, otro la izquierda, invitándola. Ella, dubitativa, se acercó hasta ellos y los observó.

–Angélica, él es mi hermano –dijo el single. 

Ella no respondió.

–Hola, Angie, soy Jack, ¿has visitado Acapulco? –pronunció el idéntico hermano al tiempo que ofrecía la mano derecha.

–Hola… –dijo Angélica con voz temblorosa y estrechó la mano del extraño y permaneció de pie, con la mirada sobe aquellos hombres.

–Aún no has respondido mi pregunta –dijo el desconocido.

–¿Qué dices? –apuntó Angélica.

–Mi pregunta, ¿has visitado Acapulco?

–¿Acapulco? No. Nunca he viajado a México.

–Vamos, siéntate –dijo el single.

–Cómo que son hermanos.

–Así de simple, lo somos, fuimos paridos por la misma madre, el mismo día, ¿no te imaginas dónde? –dijo el extraño.

–¿Dónde? En un hospital.

Los hermanos echaron a reír y chocaron sus cervezas a manera de brindis, mientras Angélica los observaba, confundida.

–Nacimos en Acapulco –afirmó el hermano del single, mientras éste daba cuenta de su cerveza.

–¡Qué! Son mexicanos.

–No. Sólo nacimos allá, el resto de nuestra vida la hemos transcurrido en New York. Mi madre quiso visitar Acapulco antes de parir, pero la sorprendimos, así que de mexicanos sólo tenemos la nacionalidad, de cultura, ni una pizca, excepto que hemos comido tacos, cerveza Bohemia y tenemos como recuerdo de nuestro padre una cajetilla semivacía de cigarrillos Tigre. Muchas personas nos han dicho que es una pieza invaluable, pero yo creo que sí tiene valor, podría aceptar al menos 2,000 pesos mexicanos, pero mi hermano no quiere deshacerse de esa reliquia familiar –dijo Jack.

La charla transcurrió entre malos chistes, de esos que se cuentan en bares, impelidos por el alcohol y la necesidad egocéntrica de ser el centro de atención, de ser festejado, aplaudido; presumían viajes, ligues, experiencias cercanas a la muerte, todo ello con un pronunciamiento heroico. Así sucedió el tiempo.

Aquella noche no acudieron a la reunión swinger. El single se retiró y los dos desconocidos permanecieron en el sitio y dialogaron. Un par de horas después sus rostros se acercaron lo suficiente como para sentirse atraídos y besaron sus bocas; los labios de uno sobre los del otro y las lenguas recorrieron las encías y los dientes y se enredaron como un par de sierpes enemigas que intentan asesinar al otro para devorarlo.

Y eso hicieron. Luego, acudieron a un hotel donde se desvistieron, se arrancaron la ropa y desnudos se poseyeron durante largas horas como si no hubiera nada más que hacer que consumirse en el cuerpo del otro. Absorbían su imagen a través de la mirada, se castigaban con placer y se regocijaban en el rostro ardiente y doloroso del amante, como el de un mártir a punto de la muerte; los orgasmos se sucedían sin tiempo, en el no-tiempo y la soledad y el silencio escaparon sin dejar rastro, abandonados fueron aquellos dos en su carne hasta confundir la piel y habitar el otro cuerpo y experimentar el placer del sexo opuesto. Y un día, de pronto, despertaron como de un sueño y se descubrieron bajo la noche arropados de sudor y saliva, entonces se apartaron y observaron el cielo y buscaron su imagen en la oscuridad, pero no hallaron nada, no veían sino el abismo, cercándolos.

Tres meses después la pareja contrajo nupcias y el matrimonio viajó a Europa donde celebraron fiestas orgiásticas, excesos carnales donde se bebía y derramaba absenta sobre los cuerpos de los amantes. Y alguien, una noche, mientras fornicaban, pronunció de nuevo: Acapulco. Había algo en aquella palabra que vinculaba sus amantes, a su esposo, a su cuñado y a Los Picapiedra.

–Quiero ir a Acapulco –espetó Angélica a su esposo mientras éste devoraba una barra de chocolate de la vagina de su esposa.

Jack se irguió, miró a Angélica y se arrojó sobre sus labios y los mordió y lubricó hasta la sangre y ella lo dejó hacer y tuvo un orgasmo, entonces él se apartó y la observó tendida en la cama, su vagina libre de chocolate que había sido expulsado, y permaneció allí un tiempo, de pie, como si admirara una pintura, como si intentara descifrarla.

–Pareces una virgen santa, una de esas figuras cautivas que se hallan en las iglesias, secuestradas para preservar su lujurioso cuerpo oculto bajo ropones que se piensan sagrados y los feligreses besan a fin de obtener favores milagrosos... imbéciles, no saben que el placer está en tu carne, en tu saliva, en tus ojos, en tu cabello, en tu sexo; he ahí el milagro. Sí, eres una virgen pervertida que ha escapado de su claustro y ahora quiere pasar sus días bajo las sábanas húmedas del placer. Sí, eso eres: santa Angélica, patrona de los degenerados.

Pero aquel viaje nunca sucedió. Todo terminó una noche en que el matrimonio había acudido a un restaurante a beber vino y cenar carne. Laboraba en aquel recinto una bella mesera de preciosa y delgada figura que llamaba a la lujuria. Jack, experto en la seducción, tanto de hombres como mujeres, le regaló sonrisas, miradas y ademanes que ella aceptó halagada. Cada vez que la chica se acercaba a la mesa a prestar atención él rozaba la delicada mano y la mesera se estremecía.

Angélica advirtió aquel flirteo, pero dejó hacer a su esposo, era normal, ambos acostumbraban a hacerlo; sin embargo, en el transcurso de la noche, su cónyuge adoptó una postura distraída, lejana, lo notó ensimismado y ausente de su convivencia. Jack no volvió a mirarla a los ojos, sino que bebía vino y contemplaba la carne sobre su plato y comía lento. De pronto se apartó de la mesa sin decir nada y acudió al baño. Angélica supo lo que allí acontecería, pero continuó en lo suyo.

Treinta minutos después volvió Jack y confesó su traición

–Forniqué con…

–Lo sé. Sólo come y vayámonos. El olor de su vagina es fuerte y dulce.

–No usé condón.

Angélica no quiso verlo más. Escupió sobre su plato la carne que masticaba y agotó el vino contenido en su copa. Se irguió, le dio la espalda a Jack, y se retiró. Desde entonces no se volvieron a ver ni escribir. El matrimonio tenía códigos estrictos y complejos. Una de sus reglas era: siempre usar condón en relaciones sexuales con extraños. Esa noche Angélica pasó la noche en la cama y los brazos y piernas de una de sus amigas. Dos días después volvió a su casa, en Colombia, donde permaneció un par de meses. Allí recordó Acapulco y por fin pudo ver el episodio de Los Picapiedra y le pareció estúpido. Sin embargo, aquella palabra había marcado su vida. Su intuición le gritaba desde el fondo «ve, ve, ve». Así que preparó las maletas y viajó a México.

Su intuición jamás le había traicionado, aquella voz interior le había indicado qué lugares visitar, los hombre y mujeres con quiénes acostarse y ahora repetía sin cesar: «Acapulco». Y he aquí que llegó a las playas regadas por el océano Pacífico. Allí, en su habitación, grabó un nuevo episodio de su podcast, al que tituló: ‘De vuelta a la caza’, en el que describía las playas de Acapulco, el puerto, sus hombres y mujeres. Por la noche interactuó con algunos hombres mediante Tinder y agotada de aquel día se dispuso a dormir cuando una notificación sonó en su teléfono móvil.

«Hola», decía el mensaje de un perfil masculino que se hacía llamar Héctor.

Angélica revisó el perfil, siempre lo hacía antes de contestar. No decía mucho: Héctor, 32 años, soltero. Físico-matemático de profesión, practicante de gimnasia y rapero de corazón. Taciturno, amante del mar y del café con leche. Toco la guitarra y sé interpretar en piano sweet emotion de Aerosmith, sólo esa, no me pidas más. Puedo invitarte a beber tequila en el puerto, mirando las olas golpear los barcos y bailar contigo El sirenito. No sé, tal vez sea nuestra canción.

La aventurera rio a carcajadas y leyó un par de veces más aquel perfil que le parecía infantil e imbécil. Luego pasó a las fotografías de Héctor. En su imagen principal aparecía sentado, delante de una mesa, en lo que parecía ser un bar; delante de él estaba dispuesto un vaso que parecía contener leche con café, y en su mano izquierda sostenía un cigarrillo. La foto parecía que había sido capturada sin que se diera cuenta. Pasó una tras otra las fotos y descubrió que en cada una el susodicho aparecía con un vaso de leche con café. «Al menos es verdad esto que dice en su perfil, ama la leche». El tipo era muy atractivo, de cuerpo atlético y sin poses pretensiosas. «Es natural», pensó Angélica. En ninguna de sus imágenes portaba gafas, lo cual le brindaba confianza, pues se mostraba, no ocultaba su faz. Y su intuición permaneció muda, como asombrada.

«Hola. ¿Qué haces a las tres de la mañana?», preguntó Angélica.

«Disfruto el mar, fumo un cigarrillo y bebo un tibio vaso de leche con café».

Angélica volvió a reír a carcajadas.

«¿Por qué no duermes?», preguntó Angélica.

«Porque la noche se disfruta sólo en la noche, en su soledad».

Y conversaron largas horas, la noche sucedió hasta el amanecer y las penumbras se retiraron y el sol ascendió. Entonces quedó dormida, semidesnuda, y la primera luz de la mañana tocó el seno descubierto de Angélica y poco a poco cubrió el cuerpo todo.

«¿Estás despierta? Hay que disfrutar el día», escribió Héctor.

Eran las 13:00 horas cuando Angélica despertó. Leyó el mensaje recién recibido, sólo ese, ya que tenía muchos más de diversos usuarios, los cuales no se dignó a leer. Ella era una mujer que sabía lo que quería. Conocía a los hombres. Durante su soltería había hecho lo mismo en al menos diez países; sus expectativas de pareja, tanto hombres como mujeres, eran muy altas. Múltiples elementos se involucraban al conocer cara a cara a una persona, y todo principiaba en la construcción, en la redacción del perfil. Y Héctor parecía el indicado, incluso la intuición había permanecido silente; aquel sujeto no presentaba señales de alarma.

«No sé dónde estés, pero si puedes acercarte al puerto y encuentras a un sujeto con un cigarrillo y un vaso de leche con café, habrás hallado al hombre indicado».

«Demonios, indicado para qué», escribió Angélica, pues le repugnaban estas afirmaciones.

«El indicado para compartir un vaso de leche con café».

«Demonios, eso parece muy estúpido, no vine a Acapulco para beber leche con un desconocido».

«Entonces vayamos a ver a los clavadistas suicidas. Eso es más emocionante que la leche. Por cierto, terminé mi bebida, ahora ordenaré una michelada».

Angélica se vistió con un vestido vaporoso con un blanco bañador debajo y abandonó el hotel y ganó la calle y abordó un taxi.

–Por favor, lléveme al lugar donde se suicidan los clavadistas –pidió Angélica.

El chofer rio.

–Comprendo, vamos a La Quebrada, así es como se llama –y volvió a reír.

–Es un pésimo bromista –murmuró ella.

–Lo siento, señorita, no quise ofenderla.

–No lo dije por usted, un hombre en el hotel me dijo que se llamaba así ese lugar. Vamos, continuemos.

Pronto estuvo en un ingente acantilado desde donde se arrojaban al vacío expertos clavadistas entres gritos de admiración y espanto del público allí reunido. Angélica se acercó al extremo de uno de los miradores y desde allí observó el azul mar y el cielo. Era un ambiente nublado en extremo, las nubes estaban teñidas de gris y negro y los relámpagos asomaban de cuando en cuando. De pronto, una mano se posó sobre el hombro derecho de la fémina.

–¿Angélica?

Ella se volvió y descubrió a Héctor. Apenas lo miró asomó en su rostro una gran sonrisa, sus ojos se abrieron y sus mejillas se ruborizaron.

«No puede ser, está muy bueno», pensó la chica.

Héctor vestía una camisa blanca y exhibía sus fuertes pectorales; una bermuda caqui cubría sus piernas; su cabeza está coronada por una gorra de los New England Patriots y en su mano izquierda, un cigarrillo de clavo se consumía. El aroma del mar, acompañado con un perfume de bergamota y el clavo impelían a tirarse a los brazos de aquel hermoso varón. Era alto, bronceado, de gesto serio, rudo, más bien musculoso que atlético; sus ojos cafés eran el contraste adecuado para la imagen de aquel día. Justo detrás de él se alzaba majestuosa aquella ingente elevación de roca que parecía tocar el cielo, y Héctor parecía ser parte de ello, como una roca más, la más fuerte, enmohecida y regada por la lluvia y la espuma del mar; contenedora de vientos, rayos e historia. Angélica lo contemplaba como admirada ante un fenómeno de la naturaleza, impactada, impávida.

–Disculpa –dijo Héctor, y se hizo a un lado; pensó que ella disfrutaba del espectáculo de clavadistas.

–No sé por qué, pero sabía que te iba a encontrar aquí –dijo Angélica.

–Pero qué dices, yo te encontré, y es extraño, algo me decía que viniera justo aquí, a este mirador.

–¿Hablas del destino? –inquirió Angélica.

–No, es broma. Sólo hay dos puntos desde donde se pueden ver a los clavadistas: este mirador, La Quebrada; y desde donde me hospedo, Hotel Mirador. Estaba camino a mi habitación y te vi, así que… pudiera ser que el destino nos encontró.

–¿Por qué nos encontramos aquí? –preguntó la chica.

–Es un sitio turístico, mira cuántas personas están reunidas para asistir al espectáculo de clavados. Es fácil encontrar nuevos amigos aquí.

–¿Has encontrado a alguien más? –preguntó Angélica.

–No. ¿Y tú?

–Tampoco. Creo que la lógica de este sitio no funciona en nosotros. Ambos hemos venido hasta aquí, quizás, no sé, sólo para encontrarnos.

–Entonces hay que descubrirlo.

–¿Cómo?

–Necesito un vaso de leche con café, así que te invito una bebida, lo que quieras. Podemos ver a los clavadistas mientras charlamos.

Ambos sonrieron y emprendieron el camino hasta el restaurante del hotel. El lugar estaba ocupado a la mitad de su capacidad; aún era temprano y los turistas preferían ver La Quebrada lo más cerca posible. La pareja ocupó un lugar en la terraza, que a causa del clima se hallaba vacía. Angélica ordenó un gin & tonic y Héctor, un vaso de leche. Y hablaron de asuntos sin sentido, como la disminución de lactasa conforme se progresa en edad y la inutilidad de los libros de superación personal. Con cada trago el cielo se oscurecía más y más y el frío ganaba terreno y bebían más licor y más leche.

–¿Por qué lo hacen? –preguntó Angélica.

–¿De qué hablas?

–De los clavadistas, precipitarse desde ahí.

–Por dinero. Todos hacemos algo, sobre todo, por dinero.

–¿Cuánto ganan?

–Lo que reúnen de propinas y un salario, siempre insuficiente para arriesgar la vida.

–Bueno, todos los días nos tiramos al vacío para vivir un día más, quién sabe sino el último.

–Vaya, eres filósofa.

–No. Sólo pronuncio analogías. Pregunto lo de los clavadistas porque parece un deporte extremo, no hay seguridad.

–No la hay. Es un acto de fe. Ya lo viste, el clavadista asciende por la roca, se aferra a ella, pues representa la vida, si llegara a caer… es su tragedia. Sube, sube y sube hasta una altura de treinta y cinco metros. Allí, en esa cúspide, yace una pequeña efigie de la virgen de Guadalupe, el clavadista se hinca delante de ella y le ofrece una oración, luego otea el mar, cavila –a saber qué– mide las aguas, calcula el vaivén de las olas, son su salvavidas, entonces salta con las brazos extendidos; apenas tres segundos hasta sumergirse. Y eso es todo.

Entonces comenzó a llover.

–Me encanta fumar bajo la lluvia –dijo Héctor mientras encendía un cigarrillo de clavo.

Y no hubo más sonido que la lluvia y la combustión del cigarro y allí permanecieron ocultos detrás de su silencio, de labios lujuriosos y el aroma a clavo. A lo lejos se escuchaba, en una versión moderna, ‘Cumbia sobre el mar’. Cruzaban miradas intentando comunicar algo que no conocían del todo, ideas inexpresables con voz o grafías.

–¿Qué agua nos ha empapado?, ¿de dónde ha venido? –preguntó Angélica.

–No hay respuesta para muchas preguntas. Ésta es una de ellas.

Angélica se levantó, sus empapadas ropas vaporosas le hacían ver como una vagabunda nube que pasea lento. Héctor tomó su mano izquierda, la retuvo, cruzaron otra mirada y el encuentro suscitó un calosfrío.

–Ha iniciado la tormenta, no irás a ningún lado. Acompáñame. –dijo Héctor.

Acudieron hasta la habitación. Apenas entraron Angélica se deshizo de sus ropas y quedó desnuda; él, cual lector de un libro, la dejó hacer, no hizo sino interpretar.

–Mi madre me parió una noche lluviosa –dijo ella.

–Una noche de lluvia vi morir a una solitaria ave –dijo él, y se desnudó.

«A qué hemos venido hasta aquí, por qué las personas se encuentran, por qué coinciden», pensaron ambos.

Angélica tendió su mano hasta el pecho de Héctor y lo palpó, halló una redonda y pequeña cicatriz, como el contorno de un cigarrillo; era una protuberancia que aún parecía supurar, sin embargo, la carne había sanado hacía mucho tiempo. Sin saber por qué, Angélica llevó su mano derecha hasta la espalda del masculino y allí halló la misma huella, muy cerca del corazón.

–¿Qué te sucedió?, ¿quién te hizo esto?

–La vida, todas las cicatrices son a causa de la vida; la vida nos hiere hasta matarnos.

Héctor cerró los ojos y extendió las manos hacia Angélica y palpó su piel, la recorrió con las yemas de sus dedos en busca de cicatrices, pero sólo halló calor, una como tierra fértil, semejante al sol y días de verano, como la primera sonrisa de la infancia.

Y cayeron sobre las sábanas y se extraviaron entre su largura. Eran tan blancas que la pareja fue cegada a causa de la luz de los relámpagos que absorbía la tela, y así ciegos, recorrieron a tientas sus cuerpos, su piel, sus huesos y su sangre hasta hallarse, hasta reconocerse. El tiempo se tiró por la ventana y no hubo sino contemplación del todo. Entonces despertaron como de un sueño, abrieron los ojos y descubrieron la noche que sucedía desde que tenían memoria. Permanecían desnudos y la piel hervía y sudaba. Al contemplarse así sintieron pena y se abrazaron, tiraron brazos y piernas sobre el otro para ocultar su desnudez con la ajena carne.

–Debo partir –dijo Angélica, casi como un murmullo.

–Aún llueve –respondió Héctor.

–Vine al mundo con la lluvia, por qué no he de partir con ella.

Y Angélica se liberó de Héctor como una sierpe que ha matado a su rival. Vistió sus ropas y abandonó descalza la habitación. El varón encendió un cigarrillo y la siguió de cerca. Ella ganó la calle, solitaria y oscura, apacible; sólo la lluvia la habitaba. Miró La Quebrada, iluminada por los relámpagos. Allí, en la cúspide, un fuego abandonado le hacía frente al viento y el agua; parecía una rosa incendiada.

«Si sólo arranco uno de sus pétalos…», pensó Angélica.

Y echó a andar a las alturas en busca del fuego. El aroma a clavo perfumaba su rastro.

–¡No hieras tus pies, no rasgues tu piel! –gritaba Héctor desde algún punto en la noche.

Pero Angélica continuaba en su ascenso; sin embargo, cuanto más subía, el fuego se perdía, como si se agotara con cada paso. Y he aquí que cuando llegó a la cima no halló sino oscuridad y silencio, como si la lluvia hubiera cesado, como si el mar quedara mudo y el viento se hubiera retirado. Observó la imagen y se vio a sí misma en aquella inmensidad.

«El océano me ha llamado. Todas las voces que pronunciaron esta tierra eran el mismo cuerpo, un solo eco», pensó.

Entonces extendió los brazos y se dejó caer hacia el cielo, como un ave que aspira a las alturas.

«¿Por qué la lluvia nos ha encontrado?»

«¿Cómo es que yacemos bajo la misma nube?»

«Por qué el cielo es tan ingente, como el mar. Entre más altura todo es observable, todo es comprensible».


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