Fechoría inacabada
Elías Rubiera
Un domingo en el que el sol parecía querer adoptar una
actitud sempiterna, David y yo decidimos que robaríamos en la casa del pastor.
¿Por qué? Pues porque ese mismo día el pastor y su esposa recibieron bastante
dinero de los feligreses. Una donación para ayudar a uno de los miembros más
queridos de la congregación, que había sufrido un accidente de tránsito. Era el
único sostén de su familia, pero se hallaba en un coma inducido. La responsable
de atesorar los obsequios y ofrendas no asistió en aquella ocasión a la iglesia,
creo que estaba de viaje en el exterior.
David pasó más tarde por mi casa, en el momento en que mi
mujer, mis dos hijas y yo estábamos sentados a la mesa para empezar a comer. No
recuerdo exactamente la hora, pero la claridad del día había desaparecido mucho
antes. Le dije que esperara en la sala. Él asintió y se sentó a mirar un
programa de entrevistas que emitían en la televisión.
Después de comer, mis niñas se retiraron al dormitorio. Mi
mujer se quedó recogiendo la mesa y yo me dirigí a la sala. David me esperaba
con las manos entrelazadas sobre su abdomen.
—¿Qué vamos a hacer por fin? —le pregunté
—Coño, Jorgito, sencillo. Esta vez entro yo y tú te quedas
vigilando fuera.
—Debemos hacer un trabajo bien fino. Si nos cogen esta vez,
no salimos más —dije con tono de advertencia.
Noté por primera vez la cadena de oro que rodeaba su
cuello, nunca antes se la había visto. Descendía hasta el pecho, donde
descansaba un dije grande con la forma del rostro de un león. Él continuamente
lo tocaba, no sé si en un gesto consciente, como si estuviera acariciándolo. Se
lo habría robado a alguien. Lo digo porque era lo único que sabíamos hacer
bien. Lo de ir a la iglesia era una treta que habíamos acordado para mantener un
perfil comunitario.
—Tú tranquilo, yo vengo dentro de seis horas a buscarte.
Espérame fuera de la casa —me dijo, mostrando la palma de su mano.
Nos quedamos en silencio unos segundos. Él observaba
atentamente el televisor hasta que giró la cabeza hacia mí, como si hubiera
recordado algo importante que tenía que agregar:
—Te voy a pedir que tengas mi número en la pantalla de tu
móvil. Si notas algo que no te cuadra me timbras y salgo en un santiamén.
Estarás a cierta distancia, así que no te preocupes.
Se despegó del asiento y fue directo a la salida.
Tenía mis dudas, pero la verdad era que estaba viviendo
financieramente al límite. Conseguir un dinero extra era un aliciente que no
podía ignorar. Me convencí de que valía la pena arriesgar lo que tenía. Si las
cosas podían salir mal, también podían salir bien, ¿no es así?
Acosté a las niñas en cuanto la noche se hubo afianzado, y
mi mujer se había quedado viendo unos capítulos de una telenovela turca. David
regresó seis horas después, justo como me había dicho. Yo lo esperaba fuera de
la casa. En el momento en que llegó yo terminaba con la colilla de un cigarro,
arrojándola en un charco de agua entre la acera y la calle. Sin intercambiar
palabras, lo seguí en una caminata que duró pocos minutos. Paramos en una
esquina. El silencio hubiera sido casi absoluto de no ser por el disperso cantar
de los grillos, escondidos en cualquier lugar entre los edificios, o los
maullidos de los gatos; así como el llanto de un bebé y los ladridos de un
perro a lo lejos. El alumbrado público se manifestaba tenue, pero suficiente
para permitir observar los detalles generales.
La casa del pastor se encontraba en el segundo nivel de un
edificio en el que solo habitaban él y su esposa durante la noche, puesto que
la parte de abajo consistía en una tienda de regalos que solo funcionaba de
día.
—David, ahora no sé si deberíamos seguir con esto —le dije
con la respiración un poco acelerada. El hecho de pensar en la posibilidad de
volver a la cárcel me había puesto nervioso.
—Jorgito, ¡ahora no es el momento!, saca el teléfono y
mantente al tanto. Esto será rápido.
Me quedé inmóvil, intentando comprender la situación. David
asentía y me daba golpes en el hombro para animarme, supongo.
Se subió parcialmente la camisa y me dejó ver la empuñadura
de la pistola que guardaba entre el pantalón y la cadera. Luego jugueteó un
poco con la cadena alrededor de su cuello. De uno de los bolsillos traseros
sacó un pasamontañas negro y se cubrió la cabeza
con él, únicamente sus ojos quedaron al descubierto.
—Espérame aquí —fue lo último que me dijo y se dirigió a la
casa del pastor.
Un rato después la casa se iluminó. Pensé en llamarlo, pero
como no escuche gritos ni ruidos me quedé a la expectativa.
Estuve esperando hasta que, de repente, las luces de la
casa se apagaron. No había acontecido nada fuera de lo común durante todo ese
tiempo. Grillos, gatos, perros y algún que otro borracho deambulante; nada más.
Esperé más tiempo—quizá una hora o cerca—, pero David no salía por la puerta
del edificio. Miré la pantalla de mi móvil e inicié la llamada. Cuando escuché
la voz pregrabada que anunciaba que el número al que yo llamaba estaba apagado
o fuera del área de cobertura, casi entré en cólera. Pensé que David me la
había jugado. Y traté de convencerme de que seguramente escaparía por la azotea
del edificio, porque era lo que hacíamos a veces.
Pasaron los días y no supe más nada de David. Su mujer
tampoco sabía, aunque ella estaba acostumbrada a sus ausencias prolongadas.
David nunca apareció. Nadie supo nada de él. Hasta el día
de hoy su paradero es desconocido. Muchos en el barrio creen que intentó una
salida ilegal y se convirtió en el almuerzo de los tiburones. Otros piensan que
huyó hacia otra provincia. Yo creo que sé lo que realmente le sucedió, o me lo
imagino. No tengo pruebas, pero hay un detalle muy importante que solo yo
conozco.
Ya no voy a la iglesia, pero el domingo posterior a la
desaparición yo había asistido con mi familia. Siempre que se termina el sermón
del pastor y las actividades del culto, es muy común que todos los asistentes hagan
fila para saludar y despedirse de él y de su esposa. Cuando me tocó a mí, me
quedé en blanco: estuve a punto de esparcir el desayuno que guardaba en mi
estómago allí mismo. Luego, llegando a la casa, no dejaba de pensar en la
cadena de oro que rodeaba el cuello de la esposa del pastor y en la figura del
león que holgaba en su pecho. Estaba seguro de que era la misma prenda que le
había visto a David el domingo anterior a ese.
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