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Infinita sed

 

roger miguel crespo amaya

 

 

Escuchó la pregunta. Hizo un gesto afirmativo. Bebió acosada por la infinita sed y el abandono de su cuerpo.

La música aún danzaba en sus oídos y la hacía moverse con alto genio sensual. Era tarde y el bar estaba repleto: todos, alegres de bebida en mano y problemas en casa. La música perfecta y su irrupción a nadie sedujo. Enfiló directo a la barra, humillada como estaba en ese momento. El barman la recibió con una sonrisa sin dejar de asombrarse por su blanco rostro y por el blanco del vestido. Esperando el trago se sorprendió, algo había sucedido, era su naturaleza haber contestado a tal insulto con violencia. Pero era su instinto. No me engañaré más, ni a nadie, se dijo. El trago le fue entregado con una sonrisa, esta última, gratis. No pudo corresponderla, pagó y volteó pasando la vista por todo el local. El dulzor de la copa aceleraba los tragos. Con cada uno se sentía más fuerte. El miedo iba opacándose y ella buscaba sin saber realmente que quería encontrar.

De a poco fue encontrando una paz como si realmente fuese feliz. La tercera copa y algo dijo el barman, ella dijo que sí, que lo necesitaba. La sonrisa perdida le asaltó el rostro y a su mente entregada a la lucha. Nada tenía que ver con la sonrisa del barman. Se sentía estúpida, reía y miraba, a ella también la miraban desde el lado opuesto de la barra. Pensaba en cómo hasta aquel momento había sido sometida su mente por su amante.

Y se dio cuenta que era observada, y una copa se alzó en invitación. Imitó el gesto pero fue incapaz de moverse, su resignación y cobardía la colmaban de terror, ciertos aspectos de su naturaleza habían llegado a convencerla de los puntos débiles y la sumisión de voluntad que poseía.

Pidió una más y del lado opuesto se dirigieron hacia ella. ¿Bailamos? Aceptó y se puso en pie. En la pista la gente bailaba de cabezas. Ella se sentía blanca como el vestido. El miedo fue devorado por el alcohol. En ocasiones flotó, en otras perdía el equilibrio, pero ahí estaba, danzando, en una danza prohibida. Y la miraba y olía y escuchaba su respiración, y reía y sabía que ya no estaba en el sitio mustio de siempre, era superior, real. Se tocaban de cuerpo, se sentían de alma y el beso llegó, intenso.

Sintió que caía. Con dolor. Supo que eran las mismas bofetadas que tanto daño le hicieron, seguidas de los insultos que, por mucho tiempo, habían sometido a su mente.

Desde el suelo miraba un punto fijo buscando equilibrio. El vestido iba dejando de ser blanco para tornarse en colores indescifrables. Con trabajo logró ponerse en pie. Salió trastabillando.

En la calle miró a ambos lados. Caminó en busca de algún rumbo ¡Párate! No se detuvo. Los párate se iban escuchando más enérgicos.

—¡Párate!—y con él una oscuridad absoluta.

La luz la cegaba y sentía cómo la sed anudaba su garganta.

—Agua…

Alguien dijo:

—Enfermera corre, se está despertando.

El rostro del barman llegó a su mente esta vez sin mostrar aquellas variaciones de sonrisa, solo clamaba por la ambulancia: «¡Se muere! ¡Se muere!».

La alcanzaban los recuerdos de aquel tono, por años, sometedor: «Eres una mierda, tortillera». Le había gritado

—Agua. —Pidió al suave rostro que la miraba.

—¿Recuerdas qué sucedió?

Escuchó la pregunta en la leve confusión y solo hizo un gesto afirmativo. 

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