Tres lunas y un sol
Por: Ámbar
La dureza y la rugosidad debajo su cuerpo y el viento
helado golpeando su humanidad lo despertaron. No pudo abrir los ojos de
inmediato debido al blanco que le rodeaba y reflejaba de forma dolorosa los
rayos del sol. No entendía cómo había llegado ahí, sintió que no tenía tiempo
de cavilar en esa pregunta; sobrevivir al mar de sal, debería ser su prioridad.
La sal quemaba su piel, igual que el sol parecía irritarla.
Usó parte del manto para atárselo en su cabeza a modo de turbante, y empezó a
caminar. Encontró charcos por una llovizna reciente, aunque el agua no servía
para tomarla porque ya estaba salada. Su estómago resentía la falta de comida,
pero la sed era la que resquebrajaba sus labios y convertía su lengua en un
insoportable cartón seco.
En el horizonte, solo veía el mar de sal unirse con el
cielo azul irónico, parecía imposible hallar el final. No se iba a dar por vencido,
a pesar del cansancio y la debilidad de su cuerpo continuó. Sus ojos recobraron
vida al divisar un cactus a lo lejos. Al acercarse se dio cuenta de que se
trataba de una isla de tierra, como un oasis en medio de la inmaculada superficie
salina. Tuvo la esperanza de encontrar algún animalillo, que le sirviera de
alimento o aunque sea insectos. Cuando el sol cayó, fue reemplazado por tres
lunas rojas que pintaban de carmín el paisaje, como si alguien hubiera
ensangrentado desde el cielo a mar blanquecino. Lo que tranquilizó su espíritu
era que no lo dejaban a oscuras.
Decidió descansar en aquella zona, a la espera de conseguir
algo para alimentarse. Sin estar seguro cuánto tiempo pasó, escuchó el croar de
una rana y supuso que cerca encontraría agua. Se guio por el sonido y su
sospecha era cierta, pudo saciar su sed, a pesar de que la pequeña laguna
estaba un poco lodosa. Tardó mucho más en cazar al anfibio, tras varios
intentos por fin lo logró. Quiso encender fuego, no lo consiguió y tuvo que
comer la carne cruda y babosa del animal. Estuvo por desistir debido a las
arcadas que sintió al principio, pero su hambre era mayor, así que al final
comió, hasta roer los pequeños huesos.
Como si el último bocado fuese un somnífero quedó dormido
de inmediato donde se encontraba. El crudo frío se colaba por el manto que
llevaba, a pesar de este clima inclemente pudo soñar. Se veía en un lugar
parecido, pero tenía en sus manos una máscara mágica que le ayudaba a encontrar
otro oasis en medio de la sal. La forma de la careta era la de un ser extraño,
sin orejas, con un cráneo liso, color agrisado y unos ojos rojos transparentes.
Cuando se la puso fue como mirar el espacio en su esplendor.
Al día siguiente, despertó a la salida del sol, contempló
por unos segundos el paisaje de ese mar de sal que a pesar de su situación le
traía tanta paz. No vio ninguna rana cercana u otro animal que cazar, así que
empezó a caminar. Después de un par de kilómetros encontró unas piedras
incandescentes sin fuego alrededor, pensó que hubieran sido útiles para cocinar
la carne babosa y no pasar frío.
Encontró unas pozas de agua hirviendo, no podía recogerla y
hacerla enfriar, así que pasó de largo. No dejaba de pensar en la máscara con
la que soñó. Caminaba y el peso del sol era mayor por la sed, hambre e
incertidumbre. Se sentó por unos momentos para observar alrededor y descansar
su debilitado cuerpo.
Hacia el norte divisó algo resplandeciente a unos metros.
La curiosidad pudo más que su agotamiento. Al acercarse vio que era un objeto
brillante en forma de un huevo, pero con dos grandes botones, uno rojo y otro
azul. Lo admiró por largo tiempo, parecía que vibraba, como si tuviera vida. Al
final se decidió por presionar el rojo, cuando lo pulsó, su ronroneo aumentó,
se abrió igual a una flor para transformarse en la máscara que había soñado. Al
ponérselo vio que el sol se pintaba de rojo fuego, en un eclipse con las tres
lunas. Luego se sintió liviano y empezó a flotar. La unión del astro con los
satélites lo estaba abduciendo.
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