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El Entierro de Fermín Suárez

 

Por: Rockamadour

 

 

En la familia, su deceso causó sorpresa, pues dentro de la media, Fermín parecía un hombre sano, aunque comía todo lo que quería y tomaba todo lo que podía. El Dr. Cabrera ya le había recomendado que cambiara de hábitos, como no hizo caso, su corazón le jugó una mala pasada, deteniéndose para siempre, sin darle otra oportunidad.

Su esposa, Arminda, se sintió devastada, hace tiempo que su relación estaba desgastada y su matrimonio se mantenía por inercia, pero era más cómodo seguir casados que arriesgarse a verse sola y vieja, siendo vapuleada por las viperinas lenguas de amigas y enemigas. La muerte de su esposo le daba una salida digna, pero aún quedaba sola y vieja, eso le daba mucha rabia.

Dicen que los opuestos se atraen y ellos parecían un ejemplo: Fermín era una persona muy sociable, contaba con innumerables amigos y conocidos, pertenecía a distintos grupos, clubes y asociaciones. Le gustaban las fiestas de todo tipo y le costaba decir que no a una invitación o a una propuesta que involucrara música, alcohol y diversión.

Por el contrario, Arminda, era bastante recatada y escogía muy bien a sus amistades, fue una excelente alumna en la universidad y desde que terminó su carrera se dedicó a ser una profesional responsable y seria. Uno de sus más preciados valores era precisamente esa imagen que le había costado años de trabajo labrar. La Dra. Arminda Suárez era muy respetada en su círculo social, y se avergonzaba siempre de su esposo, el juerguista que bien podía aparecer borracho en el momento más inoportuno.

La multitud entró detrás del carro fúnebre, cargando los ramos y coronas, hasta llegar al pequeño espacio asignado para sus restos que recibía el eufemismo de la última morada. 

Ante el alto nicho se pronunciaron los sentidos discursos por parte de sus familiares, amigos, cercanos y compañeros de trabajo, Arminda no habló.

Los obreros subieron el ataúd café oscuro con unos adornos dorados. Empezaron a introducirlo al nicho, pero se atascó, el ostentoso modelo elegido por Arminda era demasiado ancho en el medio, debido a los ornamentos que representaban a unos querubines.

Tuvieron que bajarlo de nuevo, se instauró el debate entre familiares y obreros del camposanto ¿Era mejor ensanchar el nicho o quitar los querubines? 

Alberto entró corriendo guitarra en mano, al darse cuenta de que aún no enterraron a su amigo, se tranquilizó y se abrió paso entre los asistentes. Saludó a los familiares, su presencia cayó como un balde de agua fría a Arminda, quien lo tenía por principal culpable de las noches de rumba de su esposo. Lo miró diciendo: “no me hagas esto” con los ojos. Él había sido el fiel compañero de farras de Fermín y no podía dejarlo partir así no más.

Después de un discurso mal hilado, pero conmovedor, con esa voz potente que estaba a punto de quebrarse, entonó “Si la muerte pisa mi huerto”. La canción hizo más difícil llegar a un acuerdo acerca de cómo resolver el problema del ancho del nicho. Alberto dio el último rasguido a su guitarra mientras una lágrima caía por su mejilla. Algún desubicado rompió el silencio con un aplauso.

Nuevamente el ataúd subía en hombros de los obreros, ya sin los querubines. A medio camino uno de los peldaños de la vieja escalera se partió, el obrero pudo sujetarse y el sarcófago se balanceó peligrosamente sin que pasara nada más allá de arrancar un grito a la concurrencia. Sin embargo, localizar otra escalera tan alta llevó su tiempo.

Un par de jóvenes se abrieron paso hasta donde se encontraba la familia, preguntaron por el nombre del difunto y una vez obtenida la información procedieron a cantar una canción en su memoria. Al escucharla, Arminda se puso furiosa, esos espectáculos le parecían de muy mal gusto e impropios para una ocasión tan lúgubre. 

Le pidió a su primo que los callara y los echara, él se dirigió hacia los jóvenes, pero esperó a que terminaran de cantar para entregarles unos billetes y pedirles que se retiraran, ellos procedieron a circular pidiendo una colaboración.

El cielo se tornaba gris y un viento frío recorría las calles del cementerio. Los presentes se cerraban los abrigos y se frotaban las manos para calentarse, no pensaban irse aún; aquellos que estaban todavía en horario laboral, se quedaron para ya no volver a sus puestos y después irse directamente a sus casas, así lo habría hecho el mismo Fermín. La espera desató los murmullos. Más allá de su carácter sociable, el finado había sido un buen amigo, dispuesto a ayudar dentro de sus posibilidades a cuanta persona pudiera, así lo recordaban con cariño o por lo menos con agradecimiento.

En el cementerio se encontraron, después de muchos años, Rafael y Nano, ambos eran compañeros de colegio del difunto. Por motivos laborales, el segundo no regresó a la ciudad en mucho tiempo hasta ahora, para dar el último adiós a uno de sus mejores amigos. Pero se reencontró con otros, aprovechando el espacio se pusieron al día en murmullos.

Entre los asistentes se reconocían sus allegados de distintos círculos, los miembros de la comparsa “Los sin sombra” y los del equipo de futbol no se ponían de acuerdo cuál festejo entusiasmaba más al finado, si era salir con la comparsa a festejar el carnaval o con los hinchas a celebrar cuando su equipo se alzaba con la copa de la liga boliviana.

Arminda lloraba, ahora no de dolor, sino de rabia, el entierro estaba durando más de la cuenta y nada salía bien, se hallaban presentes todos los amigotes de su marido y seguramente también entre tanta gente algunas de sus queridas. Tenía sentimientos encontrados. Fermín fue su pareja y vivieron muchas cosas juntos, pero el amor entre ellos se diluyó muy rápido, a menudo se preguntaba ¿cómo hubiera sido su vida al lado de Alfonso Ramos?

Los colegas del trabajo, mataban el tiempo discutiendo con los amigos de la infancia cuál fue su trago favorito, ¿la leche de tigre?, ¿un buen chuflay?, ¿el wisky con hielo?, ¿una Sureña fría? Cada uno tenía una anécdota que sustentaba a su candidato, pero no llegaron a ponerse de acuerdo. Todos coincidían, sin embargo, en que la celebración de su cumpleaños era otro evento a marcar en el calendario de sus allegados, pues siempre lo celebraba con bombo y sonaja.

Arminda Se secó las lágrimas y volteó a observar ese mar de gente, realmente su marido había sido muy querido por sus amigos a pesar de tratarse de personas que ella no estimaba o no las consideraba a su altura, Fermín se sentiría muy alegre si pudiera verlos. Por un momento se imaginó cómo sería su entierro y la imagen en su cabeza mostraba un grupo reducido, más bien selecto, y qué importaba, si total ya estuviese muerta, recapacitó, lo que contaba era cómo continuaría su vida ahora. Sus ojos se volvieron a llenar de lágrimas, miró a las personas con la vista aun nublada y creyó distinguir a Alfonso, cuando aclaró su visión no pudo encontrarlo.

La escalera llegó y se reanudaron las labores del entierro, una vez en su lugar, se apresuraron a cerrar el nicho. Solo el viento evitaba que se desatara una torrencial lluvia guardada en los negros nubarrones que se movían en el cielo. Y cuando más prisa tenemos es cuando peor pueden salirnos las cosas producto de la traición de nuestros nervios. Así los obreros extraviaban sus herramientas, se equivocaban y el entierro demoraba aún más.

Los asistentes agrupados en círculos conversaban animadamente, otros visitantes que ya abandonaban el camposanto se encontraban sorprendidos con esa multitud que parecía teletransportada de una fiesta o acto social. Las anécdotas sobre Fermín, que eran muchas y muy graciosas, habían dado paso a algunos chistes. Alberto punteaba la guitarra sin llegar a tocar una melodía, pero dándole un marco musical al ambiente que animaba la charla. Sacó una pequeña botella de licor y a la memoria de su amigo le dio un trago, limpió la boca con el puño de su manga y lo pasó al de al lado, quien igualmente bebió. En el grupo contiguo, vieron la botella con antojo, alguien comentó “pasen por aquí también” y se rieron. La misma idea cundía por todas las cabezas: En vez de estar enfriándonos, ¿Por qué no mejor nos vamos a calentar, tomando unos tragos y pasarla bien? Por supuesto nadie se animaba a decirlo en voz alta.

Arminda no resistió más, a sus ojos aquello parecía más una kermese que un entierro, nadie guardaba la compostura, murmuraban sin cesar, quien sabe que decían tal vez la vilipendiaban, y hasta la culpaban de la muerte de su marido, y además se atrevían a reír, reír en un entierro, ¿de qué se reían? ¿del muerto, de ella? ―¡Silenció! ― gritó, pedía compostura gritando y llorando. Su primo y otros familiares trataban de tranquilizarla. Se hizo un fugaz silencio, y el murmullo volvió con más fuerza.

Y como si el cielo decidiera cortar la tensión que reinaba en el ambiente, soltó al fin las primeras gotas gruesas de la tormenta que había estado aguantando todo este tiempo, como si no quisiese llorar todavía al difunto que ya se encaminaba hacia él.

La gente que estaba más próxima a la familia trataba de dar el pésame o expresar alguna disculpa, pero no se atrevían a acercarse a Arminda aun descompuesta. Las gotas que iban in crescendo hicieron que los asistentes corrieran ya sin despedirse. La desbandada se produjo en grupos, algunos se fueron a un barcito cercano al cementerio, otros a cafés, pubs o casas particulares a continuar con la charla, los reencuentros, las anécdotas, las canciones. Era el mejor homenaje a la memoria de Fermín Suarez.

Una vez en su casa Arminda se cambió sola en su dormitorio antes compartido, seguía muy molesta, mascullaba todo lo sucedido y se alegraba de por lo menos no haberse quedado para recibir el pésame de todos los amigotes de su esposo, especialmente de Alberto y de todos esos desconocidos, le habría tomado horas.

Se quedó mirando la foto de Fermín, y recordó una frase que él siempre decía cuando ella le reclamaba por salirse siempre con su gusto “la vida son dos días”, por primera vez estaba de acuerdo con su marido. Dejó la foto boca abajo sobre la cama, cogió su celular y le marco a Alfonso.

Con las prisas y la tormenta, los obreros habían corrido también y al no tener a quien preguntar por el muerto, dejaron el nicho sin nombre ni fechas. Por un tiempo, Fermín Suárez fue un muerto anónimo, su espíritu vagó de fiesta en fiesta al son de la guitarra. 

 

Un entierro se demora más de la cuenta , los asistentes empiezan  a charlar  y reír y cantar, el entierro se transforma en farra cuando uno de los asistentes hace corre un botella de trago y otro saca su guitarra, los dolientes o se unan o se resignan, solo la hermana protesta un momento pero es acallada y desalojada del cementerio, la lluvia ahuyenta a los asistentes quienes por decisión unánime se refugian en un bar cercano, mientras el muerto queda solo bajo la lluvia, Fermín Suarez un gran juerguista, en realidad tal vez está en espíritu con el resto en la farra, y aquí ha quedado solamente su cadáver.

 

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