Venganza fallida
Seudónimo:
Isabella Bosch
Melisa detesta la venganza. En verdad,
le teme. Ella huye de los impulsos vengativos como si del mismo diablo se
tratara. Ante cualquier levísimo anhelo de revancha, del más insignificante desagravio,
Melisa tiembla. Muchísimo menos se atreve a expresar, en voz alta, dichas
sensaciones. Cualquiera diría que se trata de una gran virtud. A fin de cuentas,
tomar venganza no es ninguna actitud encomiable. Y así sería, un rasgo de la
personalidad de Melisa digno de alabar… si no fuera por el origen de su fobia.
No, Melisa no es un ser humano excepcional, puro y recto hasta el punto de no
tolerar, jamás, ni un atisbo de deseos de desquite. El rechazo instintivo de
Melisa hacia la venganza tuvo su detonante en una experiencia que la marcó para
siempre, sufrida a los dieciséis años, allá, en la lejana adolescencia.
Todo comenzó en septiembre de 1993. Hacía
solamente dos semanas que había comenzado el curso escolar y, después de un
inicio prometedor, veía desmoronarse sus mejores expectativas.
Recién empezaba el onceno grado, en el
Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas “Carlos Marx”, o la
Vocacional de Matanzas, para decirlo más corto y en la forma en que es más
conocida dicha escuela, y Melisa estaba repleta de planes y gloriosas posibilidades.
¡Onceno grado! Había dejado de ser de los
nuevos, y eso era muy importante. Ya no iba a caer víctima de las clásicas
novatadas, ahora sería su turno de jugárselas a los infelices nuevos ingresos. ¡Bieeen!
La venganza es dulce…pensaba por aquel entonces.
La permanencia en la escuela se
extendía, normalmente, por once días consecutivos, por lo que dichos períodos,
entre una y otra visita al hogar, se denominaban oncenas. Un horario de clases extenuante: ¡Once turnos de clase
cinco días a la semana! ¡Once! ¿Sería para no desentonar con la oncena?, se preguntaba, resignadamente,
el alumnado.
El primer pase de fin de semana Melisa
aprovechó el tiempo al máximo, pero no todo salió como debía. El sábado, cuando
regresaba de la playa con el grupo de amigos, la bicicleta que Melisa compartía
con Esteban le jugó una mala pasada. O mejor, Esteban estaba comiendo lo que
pica el pollo, mirando para atrás, gritándole sandeces a los otros, perdió el
control del manubrio, y…terminaron los dos revolcándose en plena carretera. Melisa
se llevó la peor parte. Un dolor agudísimo se hizo presente en el tobillo, y
comenzó a extenderse hacia arriba, y hacia abajo, envolviendo todo su pie con
una punzada quemante, al mismo tiempo que la piel adquiría un color berenjena,
y toda la zona de hinchaba aceleradamente.
A pesar de los raspones que lucía
Esteban por doquier, a él le tocó cargar con Melisa en otra bicicleta, para
llevarla hasta el policlínico más cercano. El resto de la pandilla siguió
pedaleando junto a los dos magullados, dispuestos todos a no perderse el final
de la historia de la pierna de Melisa, que se veía peor a cada minuto. Esteban
no hacía más que quejarse:
─¿Y tenía que ser yo el que te llevara
al policlínico? ¿No vez que yo también estoy golpeado? Me duelen las
costillas…no puedo respirar…
─¡Esta bueno ya, Esteban! Deja de
protestar ─ decía Melisa, con cara de fastidio─ La culpa es tuya, así que te
aguantas.
─¿Cómo que la culpa es mía? ¡Fue un
accidente, mujer!
─¡Fue tu culpa, y el que la hace, la
paga! ¿Oíste?
─¿Entonces, esto es venganza?
─¡Exactamente!
Y así fue como Melisa llegó a
encontrarse, el domingo por la tarde, ya casi a la hora de abordar el ómnibus
escolar, toda deprimida, luciendo una enorme bota de yeso en la pierna derecha,
porque, definitivamente, su tobillo se había fracturado. Tendría que andar con
la ayuda de muletas, y con la cantidad de escaleras que inundan la Vocacional,
eso sería todo un reto; y no podría participar en la competencia de ruedas de
casino, después de haberse pasado el verano ensayando con su equipo. Para mayor
desgracia, esa oncena le tocaba a su grupo ir a la finca. ¡Era el colmo!
Cada oncena, los alumnos debían ir a
cumplir una jornada productiva, en la finca de que disponía la Vocacional a
pocos kilómetros. Aunque el trabajo agrícola no era, precisamente, la actividad
favorita de los muchachos, no había un solo alumno en toda la escuela que no
esperara ardientemente su turno para trabajar
en el campo. El motivo para tanto entusiasmo radicaba en lo que sucedía
después de completadas las labores: Unas tres horas libres, que la chiquillada
usaba para montar a caballo (sin la correspondiente autorización del dueño de
dichos equinos, por supuesto), atiborrarse de guayabas, mamoncillos y mangos de
chupeta (tomados sin permiso, obviamente), y bañarse en el río (para lo cual
debían traspasar los predios de la cercana fábrica de hielo, a través de un
hueco del cercado, evitando a los guardias de las garitas). ¡El mismísimo
Indiana Jones se moriría de envidia!
Pensar en todo eso hacía que Melisa
tuviera ganas de llorar.
Mientras esperaban los autobuses,
Melisa saludaba, y repetía la historia del accidente ciclístico a todo el que
preguntaba, al ver su pierna enyesada. Esteban la rondaba, como un mariposón,
para ver si ella ya lo había perdonado. Siempre habían sido buenos amigos.
Esteban había saldado su deuda llevándola hasta el policlínico, a pesar de sus
propios dolores. La venganza estaba pagada. Aunque…pensándolo bien…
─¡Esteban!─ soltó Melisa de pronto,
cuando el vaivén del ómnibus tenía a todo el mundo medio dormido.
─Mmmm... ─Esteban echaba una
siestecita, babeando sobre la mochila.
─¿Tú me podrías ayudar durante estos
días que voy a estar con el yeso?
─Claro que sí, no faltaba más. ¿Qué quieres
que haga?
─Bueno… estaba pensando en que me
ayudaras en las escaleras, por ejemplo. Ya sabes, con estas muletas será muy
complicado para mí.
─Oh, por supuesto, Melisa. Cuenta con
eso.
─Eh…estaba pensando también…─ atacó
ella de nuevo, sin dejar que Esteban volviera a acomodar la cabeza sobre su
mochila mojada de saliva.
─Dime, dime.
─Bueno, sabes que a veces hay
problemas con el agua, y no llega a los dormitorios. En esos casos ¿podría
contar contigo para que me alcances un cubo de agua desde el sótano?
─Sí, claro. ¿Cómo ibas a buscar agua
tú con ese yeso? Yo me encargo, no te preocupes.
─¡Muchas gracias! ¡Qué lindo eres,
Esteban!─ y le plantó un sonoro beso en un cachete.
Gracias a la actitud solidaria de
Esteban, Melisa tuvo un inicio de oncena muy bueno. El cargó con ella en cada
tramo de escaleras que debió transitar la lisiada, y, quien dice escaleras,
dice también cada pequeño escaloncito, y cada imperceptible desnivel del suelo,
incluyendo las franjas de césped que llenan los espacios entre las losas de la
plaza de formación. Le llevó el agua todas las veces que el preciado líquido no
subió hasta el dormitorio de las niñas, y también cuando sí subió, porque a ella
no le alcanzaba el tiempo que duraba el agua corriente. Esteban no pensó que
Melisa podía llenar su cubo antes de que el agua se fuera…Él solo cumplía con
lo que, pensaba, era su deber, y ya.
El primer jueves de la oncena, por la
tarde, el grupo completo se fue para el área deportiva. Los varones se
enzarzaron en un reñidísimo partido de fútbol, mientras las niñas vitoreaban a
sus favoritos, y celebraban cada gol ejecutando sus mejores rutinas de casino.
Melisa no fue. Rectificando, no pudo ir. Cuando vino a darse cuenta, Esteban ya
corría a toda pastilla, con sus largas piernas de avestruz de la sabana, hacia
el campo de fútbol, igual que todo el mundo. Se había olvidado de ella.
Resignadamente, Melisa se trasladó,
luchando trabajosamente con las muletas, hasta la sombra de un flamboyán,
llevando su ejemplar del Decamerón bajo el brazo, decidida a aprovechar ese
tiempo muerto para estudiar dicha obra, y prepararse así para la clase de español-literatura.
Esa era su asignatura predilecta. No en balde el curso anterior había resultado
ganadora del primer lugar en el concurso de esa materia. Nadie la superaba en
el uso correcto de la gramática española, era excelente en redacción,
ortografía, e interpretación, y, para completar, una lectora insaciable.
Sin embargo, esa tarde Melisa no podía
concentrarse en la lectura. El Decamerón había causado sensación en el
estudiantado, con esos cuentos tan interesantes, tan… instructivos. Desde el
inicio del curso, cuando se distribuyeron los libros correspondientes, podía
verse alumnos por doquier leyendo el Decamerón, usualmente en grupos, de donde brotaban
grandes explosiones de risotadas y chiflidos, a intervalos frecuentes. Nadie
recordaba un efecto semejante cuando estudiaron La Ilíada, o el Cantar del Mío
Cid. Definitivamente, Boccaccio era el autor más popular del preuniversitario.
Pero ni Giovanni Boccaccio con sus
estupendas narraciones pudo capturar el interés de Melisa aquella tarde.
Casi al oscurecer los entusiastas
futbolistas y sus admiradoras regresaron a la escuela, sudorosos y felices. A
Esteban lo esperaba una Melisa transformada en huracán categoría cinco en la
escala Saffir-Simpson, aferrando sus muletas como si fueran lanzas de tribu
caníbal.
─¡Medusa! ...Es decir… ¡Melisa! ─
balbuceó Esteban, colorado hasta la raíz del pelo.
La ola de carcajadas que se desató no
ayudó.
─Muy gracioso─ la cara de Melisa no
mostraba diversión de ningún tipo─ ¿A ti te parece que estas son horas de
volver de tu estúpido jueguito de futbol?
─¿Qué tiene la hora? Llegamos a tiempo
para comer, y todavía podemos bañarnos rápido y llegar al docente para el
tiempo de estudio.
─Si, sí, todo te salió muy bien ¿no?
─Pues sí…
─¿Y YO?
─¿Tú qué?
─¡Me dejaste botada como si fuera un
saco de basura! ¡Te fuiste a divertirte de lo lindo y yo tuve que quedarme
leyendo el Decamerón!
─¡Oh! Entonces no te debes haber
aburrido nada ¿verdad? ¿Por cuál cuento vas? ¿Se pone mejor la cosa en la
Tercera Jornada?
─¡NO TE HAGAS EL DESENTENDIDO,
ESTEBAN! ¡NI PIENSES QUE CON TUS CHISTECITOS VAS A SALIR DE ESTA!
─Pero ¿cuál es tu problema?
─¡Mi problema es que tú no puedes
olvidarte de mí y dejarme botada así! ¡Yo te necesito y tú tienes una
obligación conmigo!─ explotó Melisa hecha una furia, gesticulando tan
violentamente que una de las muletas-lanzas salió disparada.
En este punto, los espectadores se
alejaron prudentemente, siguiendo su camino, enviando miradas de pena al pobre
Esteban.
─¿Cómo dices? Mira, yo estoy dispuesto
a ayudarte en todo, y lo estoy haciendo. Pero de obligación nada ¿oíste? ─ Esteban se envalentonó, y siguió
desahogándose. Ya era hora, teniendo en cuenta que Melisa se estaba excediendo
con lo de la ayuda, y él, lento pero
seguro, se había dado cuenta─ ¡Estaría bueno que yo no pudiera ir a jugar
fútbol cuando me dé la gana! ¡Yo no soy tu esclavo, para que sepas!
Melisa parpadeó unos segundos. Captó
un espíritu de rebelión totalmente inesperado. Debía cambiar de táctica.
─Ya sé que no eres mi esclavo,
Esteban. Pero eres mi amigo, y yo solo cuento contigo. ¿Qué será de mí si no me
apoyas? ─ sorbió por la nariz bien ruidosamente, para que Esteban no pudiera
dejar de notar que ella estaba a punto de romper en llanto─ ¿Sabes el trabajo
que pasé para salir del docente? ¿Bajar las escaleras? ¿Llegar hasta el
comedor? Después de comer regresé sola al dormitorio, y el esfuerzo fue tan
grande que cuando llegué me sentía igual que si no hubiera comido.
─Melisa…lo siento. Pero ¿en verdad es tan
grave?
─Y a la hora de bañarme ¡Por Dios qué
desesperación! Temía que el agua se acabara de un momento a otro y no me diera
tiempo, y no te tenía a ti para traerme un mísero cubito de agua, así que me
apuré, y me apuré… y…bueno, me caí…
─¿Cómo que te caíste?─ ahora sí
Esteban se alarmó, y revisaba a Melisa de arriba abajo buscando señales de daño─
¿Te golpeaste? ¿Dónde fue? ¿Quieres que te lleve a la enfermería?
─No, no, no hace falta. No fue un
golpe muy fuerte─ Melisa le respondía sin mirarlo, con la vista fija en el
suelo, meneando lastimosamente la cabeza en sentido negativo, encogida,
convenientemente disminuida.
─Mira, Meli, discúlpame. Me fui a
jugar y no pensé en que tu podrías necesitarme. Al menos, debí regresar más
temprano…Pero es que el juego estaba tan bueno…
─Está bien, Esteban. Estas disculpado─
Melisa se enderezó, y se puso en posición para que Esteban la ayudase a
caminar, como siempre─ Llévame al dormitorio, necesito recoger los libros para
ir al docente. Y tú, no te demores en ir a buscarme, que no quiero llegar tarde
al estudio y que me pongan un reporte por tu culpa. Y báñate bien, que hueles a
corral de chivo. ¡Tener que apoyarme en ti con ese olor…ufff…! ─ Y Melisa
arrugaba la nariz y giraba la cara para el otro lado, mientras Esteban la
cargaba en las escaleras, la depositaba en lo alto, y volvía a bajar en busca
de las muletas.
El viernes Esteban se portó como un
corderito. Estuvo a disposición de Melisa a toda hora, para todas sus
necesidades. Y para aquello no tan necesario… también.
Llegó el fin de semana. El sábado por
la noche Esteban pasó el bailable sentado al lado de Melisa. Al principio, se
iba a bailar con los otros, a intervalos, manteniéndose atento a las señales
que le hacía Melisa cuando quería pedirle algo. Mientras Esteban estaba a su
lado, ella conversaba animadamente con sus amigas, y se veía muy contenta,
entretenida. Sin embargo, tan pronto como Esteban se levantaba e iba a bailar,
o simplemente a dar una vuelta por ahí, a Melisa parecían sobrevenirle todo
tipo de urgencias. Pronto fue evidente
que Esteban nunca llegaría a disfrutar siquiera de una canción completa, así
que se quedó sentado al lado de Melisa, respirando hondo.
De regreso a los dormitorios, Esteban
cargó con Melisa en silencio, sudando la gota gorda bajo el uniforme. A cada
lado de ellos caminaban Kenia y Gisela, llevando las muletas y charlando jovialmente
con Melisa, y esta última no dejaba de revolverse, riendo a mandíbula suelta,
volteándose a los lados, según se dirigiera a una o a la otra. En la puerta del
dormitorio, Esteban la posó en el suelo, dio la vuelta, y se marchó sin decir
ni buenas noches.
─Deberías aflojar un poco con Esteban
¿sabes? ─ sugirió Kenia, viéndolo alejarse a grandes zancadas pasillo abajo.
─¿Cómo dices? ─ preguntó incrédula
Melisa, mientras se equilibraba con las muletas.
─Que estas abusando de Esteban, eso─
recalcó Kenia
─¡No me digas! Me sorprende que
justamente tú lo defiendas, cuando fuiste testigo del “accidente” que me dejó
así─ replicó Melisa señalando su pierna enyesada, después de haberle colocado
las comillas a accidente con dos dedos
de cada mano, mientras sujetaba las muletas con los sobacos.
─Pues a mí también me parece que te
estás pasando de la raya ─ apoyó Gisela, abriendo la puerta del dormitorio para
dejar pasar a una Melisa cada vez más contrariada─ Lo de la bicicleta fue un
AC-CI-DEN-TE. Le hubiera pasado a cualquiera. Y tú estás…no se… ¿cobrándole a
Esteban?
─¡Pues sí! Y me parece muy justo, para
que sepan.
─¿Y hasta cuándo vas a estar encima
del chiquito, a ver? Porque ya nadie se acuerda de la caída y tú sigues ahí,
sacándoselo en cara y tratándolo como si fuera tu sirviente─ atacó Kenia.
─Claro que nadie se acuerda ya. Como
la única que tiene un maldito yeso soy yo…
─Esteban ha sido genial contigo.
¿Cuánto tiempo más vas a cobrarle lo que crees tú que te debe?
─Pues no sé. Al fin y al cabo, la
venganza es un plato que se come frío…
Y Melisa entró al dormitorio dando por
terminado el asunto. Sus amigas la miraron reprobadoramente, pero también
prefirieron no decir nada más. Que
Esteban aprenda a defenderse solo, pensaron, y se fueron a dormir.
El segundo lunes de aquella oncena fatídica,
Melisa se anotó para el concurso de Español de ese año, para desasosiego de los
otros aspirantes, que tenían la esperanza de que ella no participara ese año, y
le diera por destacarse en otra asignatura. Se les murieron todas las ilusiones
cuando la vieron inscribirse. Melisa era imbatible.
El miércoles fue el día en que al
grupo de Melisa le correspondió su viaje a la finca. Ella, por supuesto, tuvo
que quedarse en la escuela. Cuando llegaron sus compañeros de la finca, con
toda la pinta de haberse divertido a lo grande, Melisa se sintió muy desventurada.
Pero el colmo del resentimiento lo alcanzó cuando Esteban le anunció que él no
iba a ir al comedor. Se sentía mal del estómago por el hartazgo de magos y
guayabas que se había dado en la finca. Sus amigas la ayudarían en la ida y la
vuelta.
─Nos vemos por la noche en el docente
¿sí?─ se despidió Esteban, después de haberle comunicado tan temeraria
decisión, y se alejó entre risas con los otros muchachos que, junto a él,
habían logrado capturar más caballos para montarlos a pelo, comentando sus
hazañas a todo pulmón.
Melisa no dijo nada, pero se quedó
fraguando otras maneras de vengarse de Esteban, por tener la osadía de
divertirse tanto, cuando ella no podía hacerlo también.
Esa noche, durante el horario en que
supuestamente debían estar estudiando, a alguien se le ocurrió la brillantísima
idea de firmar el yeso de Melisa. La noticia se esparció como epidemia de
piojos, y en pocos minutos un montón de estudiantes de todo onceno grado se
apretujaban esperando turno para escribir algo en el yeso. Al principio Melisa
miraba lo que ponía cada quién, y les celebraba las ocurrencias: ¡Qué lindo, Michel, gracias!, ¡Oh, un verso
de Buesa, Yaneisy, tenías que ser tú!, ¡Ja, ja, ja, que cómico Elián!, y
así sucesivamente. Pero, al rato, la novedad pasó, y ya Melisa se aburría de lo
mismo, así que dejó de prestarle atención a la creatividad de sus compañeros. Volteó
el torso hacia sus amigas, dándoles conversación para sacarles todo cuanto hizo
Esteban ese día en la finca, y dejó su pierna abandonada para que el montón de
gente siguiera desfilando, dejando su recuerdo en el yeso. Esteban también
firmó, claro, pero lo hizo en la etapa en que Melisa ya no se fijaba en
eso.
A la hora de abandonar las aulas,
cuando ya casi todo el mundo se había ido, Melisa estaba todavía recogiendo sus
cosas. De pronto, espantada, Kenia exclamó:
─¡Y eso qué cosa es! ─con un dedo acobardado
señalaba el yeso de Melisa.
Allí, justo en la parte del frente de
la escayola, bien grande y destacado, un pene muy bien dibujado se erguía
formidable, orgulloso, resaltando entre todos los demás grafitis hechos a
lápiz, porque, el miembro en cuestión, había sido pintado con tinta negra.
Melisa casi se desmaya.
La noche estuvo agitada en el
dormitorio de las niñas, con todos los esfuerzos que hacían las chicas por
calmar a Melisa.
─¿Y ahora qué hago? ¿Con qué cara me
presento mañana a clases? ─ gimoteaba Melisa, unas veces. Otras, padecía
exabruptos de ira, y lanzaba amenazas contra toda la humanidad.
─No te preocupes tanto, Meli, seguro
la gente ni cuenta se da ─trataban de consolarla, aunque era evidente que aquel
pene, trazado con exactitud anatómica, era imposible de disimular.
El equipo de guardia de profesores
tuvo que intervenir y mandarlas a todas a dormir. Al indagar sobre el motivo
del jaleo, algunas profesoras llegaron a ver el pene de Melisa, es decir, del
yeso. No dijeron nada al respecto, pero se apresuraron a salir del dormitorio
para no reír enfrente de la atribulada alumna.
Al día siguiente, Melisa salió de la
cama mucho antes que las otras. Hizo de
todo por borrar la firma infame que lucía el lado frontal de su yeso, pero no
lo logró. Trató con goma de borrar, negativo. Perfume, negativo. Champú puro,
sin agua, negativo…Exasperada, se puso a probar con calcetines, para cubrir la
horrenda figura. Pero no calculó que el yeso era demasiado ancho y vencía los
elásticos de los calcetines. Durante las primeras clases de la mañana le fue
bien, pero, a la hora del receso, el calcetín había perdido la batalla y se
había enroscado, deslizándose hasta abajo, dejando al descubierto el
impresionante pene pintado, que lucía más grande y enhiesto, según le parecía a
ella, para su horror.
Fue el peor día de su vida. Un odio
asesino la corroía por dentro, y acumulaba toda clase de venganzas sangrientas,
para cuando descubriera al pintorcito blasfemo. Percibió murmullos a su
alrededor, voces que susurraban, a su paso, Melisa
penosa. Sus amigas, queriendo minimizar los hechos, trataron de convencerla
de que penosa se refería a que ella
andaba con pena, avergonzada, y no se quería dejar ver. Pero Melisa sabía que
no era esa, precisamente, la alegoría.
Más tarde, Kenia y Gisela sorprendieron
a Melisa tratando de mojar el yeso para quitárselo. Mientras una se lo impedía
por la fuerza, la otra fue con el chisme a la enfermería. Sabían que sería muy
malo para su tobillo, que Melisa se retirara el yeso antes del tiempo debido.
La enfermera se presentó con muy mal talante, le echó un discurso sobre los
peligros de una fractura mal curada, y se inclinó sobre el yeso para verificar si
conservaba buen estado, y que la pierna no tuviera inflamación. Los ojos de la
atenta enfermera quedaron frente a frente al magnífico pene. Se enderezó como
un resorte, ruborizada, y se alejó rápido, no sin antes decirle a Melisa, con
cara profesional:
─Este yeso está en excelente posición.
La explosión de carcajadas fue
incontenible. La enfermera quiso arreglar las cosas:
─Bueno, al menos no negarás que está
muy bien decorado.
Melisa se quedó callada, rumiando su
humillación, y planeando más venganzas espeluznantes.
Ese viernes en la noche, en el tiempo
de estudio, la bomba estalló. Melisa, con actitud estoica, se encaminó,
muleteando por los pasillos, hacia el docente. No había llamado más a Esteban
para nada. La ayudaban las muchachas o se las arreglaba ella sola como podía.
¿La razón? Muy simple: Había llegado a la conclusión de que el autor del pene
no podía ser otro que el mismo Esteban. ¿Quién más? El muy estúpido había hecho
eso como venganza, en represalia por haber estado sometido a ella tantos días.
¡Qué tonto! Mira que jugar a las venganzas con ella… Él iba a saber con quién
se estaba metiendo.
Apenas llegó al aula, encaró a
Esteban:
─¡Me las vas a pagar! ¿Oíste? Esto no
se queda así. ¡Vas a aprender para siempre que conmigo no te puedes meter! ─
vociferó Melisa fuera de sí.
Esteban miró para todos lados,
dudando. Luego reaccionó:
─¿De qué estás hablando? ¿Te volviste
loca o qué?
─¡No te hagas el inocente, monigote!
Tú fuiste el que pintó en el yeso ese…ese…
─¿Pene? ─ completó Esteban, por puro
reflejo.
Fue la gota que rebasó el vaso. Melisa
saltó como un felino hacia él, lanzándole todo lo que había sobre la mesa.
─¡Te voy a despedazar, desgraciado!
Esteban huyó, y Melisa trató de
perseguirlo para pegarle con un grueso diccionario, olvidando su invalidez
temporal. Casi se va de cara contra el suelo, pero varias manos la sujetaron.
Siguió gritándole ofensas a Esteban, tratando se acercarse a él, dando
brinquitos, pegando con fuerza con el yeso en el suelo. Para entonces ya la
escena se desarrollaba en pleno pasillo. Los gritos habían atraído a todos los
alumnos de la planta de onceno grado, y los de décimo y doceavo llenaban los
balcones de sus respectivos pisos. Esteban, a buena distancia de la loca
desquiciada, escupía todo lo que tenía
por dentro:
─¡No fui yo! Pero ¿sabes qué? ¡Ojalá
lo hubiera hecho! ¡Te lo mereces por tirana, payasa y abusadora! ¡Medusa!
¡Melisa penosaaaa!
Melisa no pudo más, la rabia la
cegaba, no tenía control sobre su mente, ni, para su infortunio, sobre su
lengua. En ese estado de irracionalidad, se deshizo de la gente que la
agarraba, se sujetó del muro del balcón, y gritó con todas sus fuerzas:
─¡Yo me vengo, Esteban, yo me
vengoooooo!
Los aplausos y rechiflas que acogieron
a su asombrosa declaración no le sirvieron para comprender lo que había dicho,
porque Melisa seguía expulsando fuego por las narices. Esteban se dio cuenta de
que ella estaba perdida, y la provocó más, con lo que le dio la estocada final:
─¿Qué tu qué? ¡No te oí bien!
─¡Que yo me vengo! ¡Prepárate! ¡Me
vengooooo!
El estruendo que se desató, que hizo
temblar las barandas de los balcones, hizo reaccionar a Melisa, pero ya era
demasiado tarde. Comprendió en una milésima de segundo lo que había dicho, y
deseó que el piso se abriera y se la tragara hasta los mismísimos sótanos, para
no aparecer jamás. Se olvidó de Esteban, y se volvió, dándole la cara al
público más frenético que había tenido nunca.
─Eh…yo quise decir...esto…quería decir
me vengaré…je, je, je, …fue un simple
error gramatical ¿entienden?
En verdad, nunca le había salido tan
desacertada una expresión. Comentarios como campeona
de español y no sabe conjugar verbos, la acompañaron por largo tiempo.
Desde entonces, Melisa le tiene horror
a la venganza, y nunca, jamás, ha vuelto a conjugar el verbo vengar en primera persona del tiempo
presente del idioma español.
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