Fenecer
Luna Lunas
Proemio
Abandoné el consenso de los “sabios” y
sus aulas malolientes, lugares estériles con alopecias pulidas de
investigadores marchitos, que desentonarían con anaqueles polvorientos donde se
atrofiaron máquinas de escribir en desuso. Por mucho tiempo, argumentos fútiles
de eclécticos bribones, amantes de glosas académicas que se reducían a
observaciones ya dichas del conocimiento, ocuparon mi vida. Resuelto a olvidar
improductivos años de aprendizaje, gobernados por cansadas horas de
correcciones, alabanzas dirigidas a grandes autores y memorizaciones de citas
que agitaban el frenesí exagerado de las turbas escolarizadas –quienes suponían
que la repetición era augurio de sabiduría–, decidí mi venganza.
Firmé varios libros con nombres y
apellidos de mis profesores. Al ser acusado me escondí en el anonimato. Fueron
rumores las imputaciones. Era bien sabido el comportamiento ventajoso de
ciertas editoriales para evitar litigios sobre derechos de autor. Por tales
habladurías toleré el acoso de célebres investigadores. Recibí llamadas
amenazadoras, casi ridículas, que me restregaron una “ética profesional” que
ninguno de mis interlocutores seguía. Odiaban que se les conociese por sus
aportaciones teológicas –que en realidad eran mis contribuciones a dicha
ciencia– y no por sus ensayos monográficos en torno a algún filósofo en boga.
El teléfono dejó de sonar cuando las imprentas les depositaron cientos de miles
de pesos por el éxito de las obras que yo escribí.
Hundido en el ocio, que supongo fungió
como catalizador, una nueva idea fue encarnándose. Descubrí el terreno yermo,
sombrío, oculto para las tesis bien organizadas. Llamé a tal idea Epílogo de la muerte, premisa que
atendería el estudio de transformaciones anímicas en los cuerpos tras su
deceso. Manuscritos esparcidos sobre un cuarto rutilante, grabados con mis
seudónimos, ofrecerían fundamentos para esbozar que, en ciertos cadáveres, mucho
tiempo después de inhumarse, germinaba un tenue y constante aliento motriz,
herencia de cierta memoria corporal inédita. Reflejos latentes en occisos
descubiertos por algunos profanadores de tumbas, sugerían que pasiones
vigorosas seguían impresas, grabadas en diversas partes corporales de lo inanimado.
Aún en momias reducidas a despojos eran obvios dichos impulsos. Mi hipótesis
establecía que algunos cráneos huecos, al borde de convertirse en serrín,
podrían rechinar molares inferiores con maxilares superiores al estimularse
correctamente. La causa era un acto reflejo ocurrido en la mandíbula,
patrimonio de lo que mordieron cuando estaban vivos.
Estas observaciones nacerían de ensayos,
citados en el grueso volumen Las festividades de los vivos, que publiqué tras
el nombre de F. Fibonacci –reconocido profesor de epistemología–. Ahí relaté
historias de pueblos autóctonos que describían sórdidas experiencias al visitar
sus necrópolis en el mes de noviembre. Las crónicas, escritas en tercera
persona como era mi costumbre, pormenorizaban que al disponer jugosos banquetes
y excéntricas bebidas en lo alto de los sepulcros –hogar de inánimes
amortajados moradores de terrosos pasajes subterráneos–, el olor a comida
recién hecha, a suaves enchiladas y crujientes buñuelos, producía movimientos
telúricos bajo los pies.
Quien detonó el inicio del proyecto
fue la nota roja de un rotativo de circulación regional. La nota hablaba de un
caso atípico, ocurrido a José Godete, vitoreado antropólogo. El autor refería
que, en asentamientos de las cordilleras occidentales, era muy habitual, a
finales de mayo, el regreso de antepasados, que emergían de la tierra en forma
de escupitajos, para catar sabores de las primeras lluvias. Godete narró que el
año pasado, mientras intentaba ubicar a una etnia casi extinta, los Yarq, lo
alcanzó un chaparrón. Para esconderse del aguacero descuidó la conocida vereda.
Sabía que tras una loma estaba el refugio. Lo buscaría hasta encontrar la
portezuela del camposanto. Quitó la aldaba y divisó, entre la niebla, la
planicie de un techo improvisado para velatorios. El torrencial hizo que
brotase, a escasos metros suyos, un hombre de mirada ausente, torcido como la
raíz de un árbol. La aparición expuso un cráneo agujerado al cielo y su
enlodada mandíbula perseguiría cada gota venida del cielo.
Mi proyecto intentaba resolver tres
interrogantes: ¿Era posible que la muerte no lograse desconectar las pasiones de
cuerpos inertes? ¿Los cuerpos olvidados bajo tierra guardarían en cada tendón,
en cada hueso, la semilla de una memoria irrevocable de antiguas voliciones,
tan latente que intentaría manifestarse a cualquier precio? ¿La imaginación
sensible, deseante, hecha para gozar el mundo, al reducirse a un montón de
carne maloliente, intentaría revivir sueños y recuerdos de su vida pasada,
hasta que boca, manos, ojos y fosas nasales se animaran por su cuenta?
I
Irritado por el barullo vespertino de
la calle, traté de interpretar los movimientos de la Sinfonía 40 de Mozart, que
nacían de las bocinas de una vieja grabadora fuliginosa. De pronto, escuché el
rechinido de una llave moviendo los pernos de la vieja y oxidada chapa de mi
cuarto. Empujé rápidamente un taburete para evitar la entrada del intruso. Una
voz socarrona gritó desde fuera. Alguien insistía en que bajase a merendar.
Entonces tuve una idea: los organismos muertos exteriorizan, al perder su
conciencia regulatoria, movimientos torpes, instintos del sujeto, ergo no habrá
fuerza mayor que la reprimida, para forjar en la memoria epidérmica, una
energía capaz de agitar las partes corpóreas subyugadas a las pasiones vivas;
algún tipo de reminiscencia, producto de una voluntad exacerbada, sin cordura,
ocasionaría, ante tentaciones muy poderosas originadas en el medio, una leve
reverberación de los músculos corruptos; consecuentemente, las extremidades
podridas, sin un guía –la personalidad del alma– serían capaces de emitir leves
oscilaciones basadas en memorias refrenadas; la carne sería una afección
eterna, deseante, que, liberada del yo, buscaría el movimiento automático
–estímulo- respuesta–.
Durante la madrugada cualquier
bullicio acabó y mis reflexiones cambiaron. El único ruido perceptible fue el
de pequeños granizos golpeteando la ventana. Sentado en mi escritorio, debatía,
envuelto en una cobija, aporías y contradicciones posibles al buscar pruebas
físicas, concluyentes, de tan augusta empresa. Bajé del librero el manual de L.
Escudero –que yo había redactado–. Escudriñaría algunas técnicas, ciertos
artificios que me protegieran de un desenlace fatal. Una y otra vez leía mis
propias advertencias y las explicaciones relativas a la profanación de cuerpos.
Ojos enrojecidos, lastimados por minúsculas arenillas, hicieron que detuviese
la lectura. Rehabilité mis globos oculares con gotas hidratantes. Aquello me
dio tiempo para intuir que los muertos al ser presas del rictus mortis, de la
putrefacción desfiguradora de los músculos, escondían las habilidades para
comunicarse con el mundo e hibernaban hasta que otro eón les permitiera vivir.
En mi cabeza, iluminada sólo por un faro intermitente, ubicado en la calle,
vibraron las imaginaciones recién inventadas: cadáveres hallados en posición
coital, voluntades moribundas capaces de lanzarse sobre el primer cuerpo vivo
que apareciese, animal u hombre. L. Escudero señalaba que un cuerpo exánime podría
vaciar la mente de un nuevo huésped, si era capaz de motivar y volver a unir
las afecciones de cada parte corporal y lanzarlas hacia otro ente. Dubitativo
tallé mis ojos para que las letras borrosas se volviesen claras. Apareció ante
mí un párrafo minúsculo, el de la página... El autor sugería que, si un cadáver
era desenterrado y hallado en el instante fugaz del movimiento originario, el
profanador, ese que captó la vida del ido, debería optar por el suicido.
La cortina del ventanal dejaría pasar
un brillo turbulento. El coro de las aves matutinas entró como un murmullo sin
vida. Pensar en el griterío que se avecinaba me produjo espasmos que se esparcirían
por el vientre y bajaban hasta las piernas. Rápidamente el zumbido de vehículos
y pasos indiscretos de transeúntes me obligaron a dejar un ambiente tan
ruidoso. Descolgué mi chaqueta. Bajaría las escaleras. Intenté calmarme, pero
mis oídos eran un timbre zumbando. Deambulé por la orilla de la banqueta.
Cavilaba las posibles alternativas del experimento. Me detuve frente al
escaparate de una panadería. Vi mi rostro, las ojeras se dibujaron encima de
pómulos como un antifaz. La vendedora, que acomodaba panqués sobre una barniza,
sonrió. ¡Ocurría una reminisencia! Necesitaba un grupo de empleados fieles, de
preferencia tan bobos e ignorantes que me ubicaran como salteador ordinario de
tumbas. ¡Sabía dónde encontrarlos! Una caravana de ancianos, extendidos tras la
arboleda de nogales –cuyos troncos fueron pintados color verde en honor al
aniversario del ayuntamiento– miraban la fachada el templo de la San Iscariote
el mártir, mezcla de gótico y neoclásico. Debatían noticias en boga, se pasaron
compulsivamente un periódico de fecha reciente, señalaban una foto con dedos
inquietos, la compararían con el nicho del edificio. Era un ritual para
ilustrarme su oficio y motivar, con sus conocimientos arquitectónicos, a
ridículos visitantes como yo que necesitaran sus servicios.
Acuclillándose sobre fríos adoquines
de piedra, dormitaban extraños remedos de hombres dispuestos a todo –escupían bilis–.
Enfundados de la cabeza con gorros de lana y tapados con gruesas y olorosas
chamarras de cuero, disimularon sus semblantes cadavéricos con sonrisas de
sangre. Eran sujetos hambrientos, con ropa descosida y de tufo dulzón, que se
elevaban del piso como marionetas. Ofrecían destrezas por demás rústicas:
limpiar las casas del mal de ojo o pulir azulejos con una lupa. Cierto cojo de
pantalón raído me detuvo, agitaba las manos, creyó que podía resolver cualquier
tarea de espiritista, fontanero o pintor. Agaché la mirada y faltó poco para
que se desgarrase su camisa –al desabotonarla hasta el ombligo–.
La pareja de idiotas que intentaba
prender una fogata me interesó. Hallándose lejos del grupo no pusieron atención
en su nuevo cliente. Frotaban sus dedos rugosos encima de un barril lleno de
harapos al que le habían prendido fuego. Creí que estaría acostumbrados al
trabajo duro y a no preguntar demasiado. Me acerqué sigiloso. Ellos no se
enteraron de mi llegada. Escuchaban muy atentos las noticias que emitía un
antiguo radio manchado de cemento. Los saludé. Barbas canosas y cejas
amarillentas empañaron sus rasgos faciales. Observarían mis zapatos antes de
alzar la cabeza. Economizaban cualquier movimiento corporal innecesario. Decidieron
regresarme el saludo hasta que les propusiera un buen negocio. Fui al grano:
<<Necesito que me ayuden a cavar y a derribar losas>>. El más
viejo, encorvado como arco, encendió una colilla de cigarro, preguntó qué se
iba a desenterrar. Despegué un billete de mi cartera y se los ofrecí:
<<Necesitamos hablar del trabajo, les invito una copa>>. Su mano
corta, ulcerada, tomaría el dinero. A regañadientes, desempolvándose la
chaqueta, indicó el camino. Su compañero caminó tras de mí. Nos detuvimos cerca
de unos columpios oxidados. Demandaron les revelase la naturaleza del trabajo.
Intenté explicarles con lenguaje simple los pormenores del oficio, pero un
viento helado, ruidoso, que enrojecía las narices, me obligó a repetir varias
ocasiones el plan. Subrayé que analizaríamos cadáveres. A pesar de mi retórica
empecinada, que minimizaba los riesgos, coloreando la facilidad del trabajo,
ellos se mostraron recelosos. El que dijo llamarse José insistió sobre la paga.
Murmuré una cifra cualquiera. El viejo pidió unos minutos a solas para
razonarlo con su ayudante. Se retiraron a escasos metros hasta tocar un
carrusel metálico, despintado y rechinante. Aguardé calentándome las
extremidades encima del bote flamígero que había quedado encendido. El olor a
diésel se fusionó con la humareda de vehículos que transitaban por la avenida
contigua. Tapé mi nariz con una bufanda cuadriculada, herencia de mi madre.
Luego de diez o quince minutos advertí que volvían. Se acercaron riñendo. El
anciano negaba con la testa y el otro puntualizaba sus argumentos tomándolo del
hombro. Reacios, interrumpiéndose mutuamente, despedían palabras entrecortadas:
<<a-lo mejor, no...>> Aquilataron que tal empresa les iba a meter
en problemas y que no accederían si la renta era menor de dos mil por jornada.
Extraje de la bolsa del pantalón vales de despensa. Le di uno a cada albañil:
<<Nos vemos en la noche, aquí mismo. Diez en punto. Si no faltan tendrán
lo acordado>>. Me retiré pensando que esos hombres vivían de limosnas, al
corregir averías menores en los apartamentos de gente avariciosa, que no
soportaba una mancha de humedad sobre las paredes de sus pequeños hogares, ni
la leve grieta en los mosaicos de su microscópica cochera. Tal sonrisa punzante
se dibujó en mi cara que la sentiría a pesar de no verla. Discerní que la
penuria de esa pareja de imprudentes les impidió avizorar alcances y ganancias
que me daría tal búsqueda. Imaginé el producto de la fama de tan respetable
estudio. Un diploma notable pendería del muro situado en la sala de mi nueva
morada, herencia del gobierno, quien, agradecido por mis aportaciones,
bendeciría al nuevo metafísico con lujosas propiedades.
Obvié el resto de la tarde. En mi
memoria quedó música estridente de lugares ignotos y aguanieve cayendo desde un
cielo vacío, sin brillo. Cerca de las diez abandoné mi casa hacia aglomeraciones
urbanas conocidas que me llevarían al lugar acordado. Las calles borboteaban
gente a pesar del frío. Todas ellas iban a un parque, sitial de vendimias y
transexuales. El único lugar vacío era un columpio, en donde me acomodé. Guantes
de lana que envolvieron mis manos se resbalaban de las cuerdas metálicas que
detenían el asiento del venturoso juego. Las verbenas populares se tranquilizaron
tras le llegada de un grupo masivo de seres con tetas enormes, vestidos
únicamente con mallones que les cubrían desde los hombros hasta los tobillos.
Por la mañana era imposible detectar
melodiosos y acompasados sonidos de animales que vivían en el parque. Ahora el
ulular de la lechuza retumbaba en corteza de los árboles, ocasionando, junto
con el maullido de gatos, una breve pero intensa armonía de noche. Era como si
el rugido de automóviles y gritos estridentes de niños llorones fuesen
resonancias invasivas, fuera de lugar, que no permitían el influjo de eso que
se abría ante mí. Podía olvidar mis sentidos al permitirme una gran mente fraguada
en el silencio, junto a las grandes voces de otras especies. La sensación de
unicidad, el brillo intermitente sobre la copa de árboles con ojos enrojecidos,
cuyos moradores graznaban ante la caída de hojas entumecidas con cadáveres de
polluelos en su regazo, hicieron que olvidara toda sensación más allá de
estrellas fugaces parpadeando cada vez que habría y cerraba los ojos.
Me interrumpieron pasadas las once. A
trompicones se empujaban uno contra el otro para darse valor. La única forma de
aceptar el trabajo fue viniendo juntos. Se habían bañado y afeitado, como si
asistieran a una celebración. Su piel rugosa lucía áspera, humana, al no tener
el necio bocio plagado de cal y cemento. Les hablé de la jornada. Con un
lenguaje claro y preciso hasta para ellos, anuncié la visita a una célebre
tumba en el panteón municipal. El último descanso de Lisandro Alba, mejor
conocido como Doctor Talmud, marcaba el inicio de nuestras labores. La
evidencia sería documentada por una cámara fotográfica, una de video y mi
libreta de notas. Añadí que el sostén del experimento se basaba en las
peculiaridades del inánime cadáver. Di libertades para hurtar cualquier bien
preciado que se descubriese en la tumba del finado. Inmediatamente les
chispearon los ojos.
Pretendí acelerar el paso. Uno de
ellos, el de mayor edad, se adelantó: << Tobia no nos conocemos,
patrón>>. Dijo llamarse José Pech y que le podía llamar: “Pech”. El otro,
cuyo nombre ya sabía – Valentín Rodríguez–, de cuarenta y tantos, con un
lenguaje soez, rogó que esperáramos el repliegue de la policía. Pedí se me
explicase la razón de aplazar el trabajo. Rodríguez lanzaría esputo al piso y
aclaró que realizaban vigilas de madrugada. Propusieron visitar una taberna
mientras pasaba el tiempo. No supe qué decir. Pech solicitó la elección del
sitio.
Cuál fue mi sorpresa al enterarme que
visitaríamos –luego de caminar tras ellos unas ocho cuadras, a paso veloz, e
ingresar a la zona roja de la ciudad– un riesgoso burdel, infestado de narcotraficantes,
carteristas y prostitutas callejeras. El establecimiento olía mal. Sus
habitantes despedían tufo sudoroso mezclado con olor a látex recién abierto.
Las mesas, herencia de una cervecería muy conocida, pintarrajeadas de anuncios con
los tipos de bebidas que ofertaba la empresa, eran de metal oxidándose. Se notaron
aleaciones de cobre en los bordes de sus patas. Nos sentamos en una de ellas.
Había cáscaras de cacahuate, restos de ron esparcidos en la superficie. Un
desfile de mujeres fornidas de medio cuerpo y escuálidas de pies o manos –las
esbeltas regodeándose de un vientre abultado, las obesas con brazos al borde de
la inanición–, ataviaban negligés de nylon brillantes u oscuros, que rallaron
en lo grotesco. Transitaban por todos los rincones del salón, ofreciendo sus exiguos
pero necesarios servicios. La cadena de féminas se iba acortando. Clientes en
potencia las jaloneaban, tentando glúteos, piernas y senos, igual que un
matarife verifica la calidad del ganado, hasta que uno de ellos se animaba a
tirar a alguna del cabello y preguntarle el costo del servicio. Risotadas
masculinas enmudecerían. Los comensales se apoderaron del cuerpo favorito para
usarlo a su gusto. Pech, Rodríguez y yo, olvidándonos del asunto, compartimos
algunas experiencias en torno a las mujeres. Les aclaré, ya entrado en copas,
presa de una taquicardia insoportable, motivada por la continua ingesta de
licor adulterado, que jamás iría a la alcoba con tales adefesios.
Se acercó una fémina, de cuarenta y
tantos, que no había desfilado junto a las otras. Tenía cuerpo atlético, pero
notablemente arrugado. Su cara seca, deduje, por la edad, aparentaba a una
manzana en putrefacción. Era rubia o así lo pareció. Movía su boca con
colmillos viperinos. El griterío estridente de ciertos rijoso me impidió que la
escuchase. Fruncí el ceño. Iba a preguntarle qué deseaba. Al momento, la silla
de enfrente crujió y el ilustre Pech babeando como un perro rabioso, sin dejar
de verla, declaró: << ¡Cógetela!>>. La dama embutiría su lengua de
cobra en mi oído: <<Seiscientos pesos cada uno>>. Seguí, como
hipnotizado, falanges heladas que me guiaron a una pieza sin enjarrar,
compuesta por silla de madera y telón que fungía de puerta.
II
Sentí un escozor en la entrepierna.
Recordaba brevemente lo ocurrido en el antro. Inhalé con suavidad el aire gélido
del entorno y sentí el perfume barato de la mujerzuela. Dos botellas de ron y
una cita compartida con la vieja Afrodita provocaron que vagásemos por calles
inhóspitas tomados de los hombros, lanzando blasfemias que encendían luces en
las fincas. Pronto, el único sonido audible fueron nuestras pisadas que
retumbaban sobre adoquines. Las últimas farolas de la ciudad eran tapadas por
el aleteo de lechuzas que circundaron los alrededores en busca de cabezas de
pichón.
El camposanto estaba cerca. Un frío entumecedor
hizo que me frotase el pecho, ni siquiera mi chamarra de piel de carnero
atemperó los besos gélidos del viento escurriéndose por las entrañas. Pómulos
enrojecidos y ojos lagrimosos de mis acompañantes hicieron de sus facciones
arrugadas bustos rígidos, crepitantes. Pese a que eran hombres acostumbrados al
mal clima, proferían gemidos dolorosos al respirar.
Hallamos el pórtico abierto y tras de
la jamba una picota recargada sobre la carretilla que descansaba recargándose
sobre el parapeto –dichas herramientas las acomodó un mezquino sepulturero que
soborné–. Distinguí los primeros altozanos cenagosos de las tumbas más viejas,
esas que reposaban, desde hacía tiempo, cerca de la entrada del olvidado lugar.
Pech desembolsó un ánfora metálica de aguardiente y bebió antes de persignarse
e intentar alejar -lanzándole manotazos- el celaje de los alrededores. Rodríguez
le pidió bebida mientras caminábamos rumbo al oratorio situado en la tercera
línea de los sepulcros.
Al sortear brazos de árboles que
colgaban hasta el piso, supe que olvidaba algo. Me detuve. Había mandado
estacionar un vehículo en la acera contigua del panteón. El amo de llaves tenía
órdenes de acomodar la camioneta de servicio y esconder bajo el asiento del
piloto una mochila, donde estarían la cámara de video, la fotográfica y una
libreta de apuntes. Hice saber a mis acompañantes que necesitaría ausentarme.
Boquiabiertos aceptaron. Pregunté si deseaban acompañarme. Negaron con la
testa. Atravesé sigilosamente la calzada, a la izquierda y derecha se elevaban
toscos nichos con epitafios mal escritos, unos partidos y el resto maltrechos.
Pequeños jardines de breña, iluminados por luciérnagas apostadas entre la sarta
de tumbas, delineaban el sendero.
Hurgué en los bolsillos del pantalón
buscando el juego de llaves. Aparcado, según el acuerdo, estaba el vehículo,
cuya lámina helada sentí en la manija y al abrir la puerta. Examiné debajo del
asiento del copiloto y sustraje una mochila deshilachada. Noté por el espejo
retrovisor que Pech me había seguido, creí, para cuidar su inversión. Guarecido
tras el alféizar de una ventana del Camposanto me advertía algo. Levantaba la
mano señalando una esquina de la calle. Giré la cabeza, notaría la torreta de
patrulla. Me agaché inútilmente. Los gendarmes pasaron a toda velocidad sin
tomarnos en cuenta. Le hice saber al viejo aprensivo que no desconfiara, eran
necesarios enseres guardados en la mochila para registrar experiencias
noctámbulas.
Transitamos el mismo camino de
regreso. Empecé a sentirme incómodo. Ahora tenía a Pech silbándome en la
espalda y a Rodríguez en el fondo del panteón profiriendo jadeos tan agudos que
retumbaban en cada recoveco de las estelas. Un interés sabido exclusivamente
por ellos les motivaba a tenerme cerca. Pronto aterrizamos en el sitio pactado.
Rodríguez nos esperaba indiferente, dibujando con una filosa laja, cruces sobre
el granito de lápidas vecinas. Extraje de la bolsa utensilios de grabación.
Mostraría largo rato, a los dos hombres, el funcionamiento general de una
cámara fotográfica, resaltándoles el modo de enfocar el lente y de obtener
imágenes a gran velocidad. Rodríguez prestó atención a las funciones de la
videocámara, cuyo poderoso lente alumbraba cuadros imperceptibles, ubicados en
la más profunda oscuridad. Absortos, miraron pantallas táctiles y aparatos.
Entendían lo básico. Pech me demandó con suma amabilidad que fuese yo quien
registrase todo hallazgo y que ellos cavarían según les indicase.
Los obligué a que verificaran si algún
intruso se había metido en el Camposanto. No quería, justo cuando la empresa
estuviese en el punto medular de su desarrollo, que algunos curiosos,
escondidos tras un recoveco, arruinasen la velada. Pech molesto y renuente
fustigó mis excesivas precauciones. Mientras aluzaba con una pequeña linterna
las paredes del oratorio, dijo que hacía problemas incluso del repentino crujir
de hojarasca sobre las tumbas. Hinchado de ira como un tonel, le aclaré la suma
pagada por sus escasos servicios y que no era tan estúpido para correr riesgos.
Balbuceó remedos inaudibles.
Resolví cerciorarme yo mismo. Me
adelanté guiado por una lámpara de cuerda. Caminaría unos veinte metros.
Alumbré la lontananza. Lo único que se movía eran alas inquietas de cuervos
encima de los árboles. Alzaba recurrentemente la mirada para observar si en
alguno de los edificios aledaños había una luz encendida. Giré mi cabeza a izquierda
y derecha. Mis pisadas se volvieron fuertes, seguras, hasta que el dolor de
rótula, supongo, originado por el frío, me detuvo un poco. Llamé a los
trabajadores para iniciar trabajos. Quedaron tres sombras acercándose, dos de
ellas erguidas, la otra, a cuatro patas. Al estar próximas las iluminé con el
farol. Pech y Rodríguez eran seguidos, muy de cerca, por un can amarillo, de
orejas puntiagudas, que jadeaba nerviosamente. Presentaron a su mascota. Según
entendí aquel animal podía hallarlos en cualquier parte.
Cerré los ojos, dos o tres lágrimas se
escurrieron por mis huesudos pómulos. Advertí el error: dos forajidos y su
animal, a solas, con el inocente explorador que los contrató, vaticinaban una
tragedia. Podrían hacer lo que gustasen conmigo: llevarse aparatos, billetera,
golpearme hasta saciarse y después lanzar mis restos a cualquier fosa abierta
de las que abundaban en el terreno. Rodríguez notó que mis frases se volvían
inentendibles y que la palidez inflamaba mi rostro. Sostuvo que no pensaban
matar, tampoco retrasarse en el encargo. Traté de serenarme. No tenía otra
opción. El miedo acortaría su buen juicio y mi vida también. Las palabras se
iban de mi boca, salieron como sonidos extraviándose al ser manifestados.
Insistí en la confianza mutua. Socavar el receso de los muertos podía
convertirse en una aventura colmada de riesgos y de vivencias traumatizantes.
Un sudor helado volvió pegajosa mi ropa interior. José caminó hacia donde yo
estaba. Desembolsó un cigarro sin filtro de la bolsa de su pantalón, se lo
llevó a la boca, lo encendió y después lo puso en mis labios.
Buscamos la tumba divididos en grupos.
Rodríguez me acompañaba. Por seguridad dejé que fuera delante. A unos metros de
distancia iba Pech hablándole a su mascota de temas ordinarios y de pasada
vociferaba los epitafios de las tumbas que tenía enfrente: <<Ukulele Pech,
1946-1994, Luis Escudero, 1983-2010>>. El último nombre vibró dentro de
mi cabeza. Indicaba el nombre de un joven aventurero, itinerante. Fue un amigo
de la infancia muerto de ébola en diciembre pasado.
Transitamos pasadizos minúsculos
asediados por tumbas improvisadas y pedazos de cruces de madera que contenían
dibujos borrosos e imágenes religiosas. Esculturas sin cabeza y mantos de
vírgenes hechos trizas se esparcían por todo el lugar. Sudorosos y cansados de
pisotear arreglos florales desvalijados y lajas empotradas sobre el macadán,
hallamos el tan ansiado enterramiento. Un ridículo mausoleo rectangular,
cubierto de azulejos y de piedras brillosas que arropaban el techo,
contrastaban con el mural de Santa Teresa, tallado en cantera, irguiéndose
encima de la bóveda. Sobre un capitel, la oración Padre Nuestro, fungía como el
prólogo de un epitafio que rezaba: Lisandro
Alba, 1932-2009. La construcción, presa de un eclecticismo vulgar, mezcla
del estilo barroco y gótico, al reflejar bajorrelieves cimbrados groseramente
en las paredes y una torre situada a la mitad de la bóveda, en cuya punta
sobresalía una cruz inclinada hacia el ángulo derecho, irradiaba sombras tan
deformes en la tierra, que me produjeron mareos.
Resolví que Pech trepanase el domo,
mientras su compañero intentaba perforar uno de los muros. Derribar tan infame
obra, tirarla abajo, se convirtió en mi objetivo. Un deseo enfermizo me instó a
liberar el mundo de la molestia visual que representaba esa perorata de rocas.
Arengué a José para que rompiese, de una vez, las paredes y después reventase
como mejor le placiera cierta figurilla mística que reposaba al lado de uno de
los capiteles de la edificación. Estuvo de acuerdo en moler tabiques
recientemente aglutinados, pero se negó a profanar la efigie religiosa. Intenté
convencerlo echando mano de argumentos filosóficos y teológicos: los santos
eran producto del averno y un vehículo garantizado a la condenación de las
almas. No logré persuadirle. Sus creencias eran el resultado de una larga
tradición. Le indiqué que bajara la figura, que la arropase con su chaqueta
para mantenerla intacta. Acomodó la virgen de cantera junto a sus pertenencias
y siguió atormentando al muro inmenso, de casi dos metros de largo.
El silencio intermitente, demencial,
aparecido tras cada golpe que propinaban el mazo y la picota a
las débiles marquesinas de cemento, parecía de relámpago tras el rayo. Mis
oídos produjeron un zumbido alargado, como de gong. Estaba a punto de
enloquecer, los nervios flaqueaban ante tal sinfonía. Percibí una polvareda
remojada creciendo dentro mis pulmones. El sabor a tierra me arrojó hacia un
pino inmenso, en donde pude recuperar el aliento. Su tallo me pareció tan
grande, cuando alcé la mirada para observar su copa celeste, que no tuve duda
del origen de su alimento. El abono que devoraban sus imponentes raíces fluía
de la carne putrefacta estancada bajo sus pies.
Cada golpe propinado a la cúpula y a
las bardas del mausoleo salpicó el piso con gotas de sudor que emanaban de los
brazos callosos de Pech y Rodríguez, quienes destruyeron poco a poco el
escondrijo que guarecía el pasado del fatídico personaje. Aquellos tapándose
boca y nariz con un trapo granate, reventaban el ladrillo al doblar varillas de
la construcción. El intenso ruido ocasionado por tan escandaloso procedimiento
hizo que les pidiera ser más discretos. Su incomodidad fue creciendo debido a
mi insistencia en el silencio. Incluso el desgastado can, propiedad de Pech,
que se había tendido al lado mío, rechinaba los dientes de ira ante el
insoportable ruido.
No pasó mucho tiempo antes que el
enorme boquete se abriera en la bóveda y una cascada de escombros se desplomase
encima del grueso féretro que sobresalía desde la cámara. Poco después, Pech
destruyó las tapias del mausoleo. Alumbramos el fondo de la cripta con el
brillo de nuestras linternas. Me siguieron en el ritual. Los acomodé uno a la
derecha y otro a la izquierda del ataúd. Yo dominaría el extremo oriente, donde
había quedado apuntada la testa del finado. Un olor fétido, húmedo, corroboró
el estado final del cuerpo. Aguardamos
escasos segundos. Mientras el hedor se iba Pech me tocó el hombro. Giré la
cabeza y vi que acercaba una navaja oxidada, de esas multiusos que poseen
también un pequeño desarmador y un sacacorchos. Raspé la tapa con ella. Dije que
sacaríamos la caja del olvido. Formamos un triángulo, yo al frente y mis
acompañantes en los extremos traseros del cajón mortuorio. El viento se volvió
más frío, sentí mis labios escarbados por la fricción del aire helado y podrido.
Acomodamos al féretro sobre tierra. Bruscamente el rostro de mis acompañantes
fue ocultado por nubes que apagaron el brillo lunar. Rodeados de penumbra nos
conocimos solo por la voz. Pech se adelantó e iluminaría la tapa del ataúd con
la flama de un encendedor. Tenía grabada la séptima letra del alfabeto hispano.
Con un cincel la perforé. Nos retiramos para dejar al aire el predominio sobre
los humores internos del muerto. Pech extrajo un abultado papel de su
voluminosa chaqueta. Leyó en voz baja aquel Salmo cuyo número y nombre he
olvidado. Dadas las tres de la mañana removimos la cubierta. Me acerqué con la
videocámara lista para observar al fenómeno. Lisandro Alba reposaba en una postura
extraordinaria. Seguramente lo enterraron con manos tejidas sobre el pecho. Pero,
una de ellas, la derecha, alojándose en su boca descosida, indicaba que el
finado intentó devorar un anillo brillante, incrustación de ópalo, que tenía
alojado en su lengua verdosa.
Tomé series fotográficas de los
mordiscos en la falange del occiso. Una uña arrancada, perdida entre los
molares, corroboraba el deseo sobrenatural del finado por apoderarse del
anillo. El cadáver evidenciaba un irritante gusto por el oro como muestra de lo
que perdura y de cierto demiurgo, llamador el Gran Arquitecto, representado por
una G. El reciente acomodo del índice entre sus fauces era producto de la
intromisión en el descanso del muerto, no de un deseo insustancial por algo
vivo. De alguna manera el occiso se dio cuenta de nuestra llegada y escondió la
única joya que había representado algo valioso en su vida.
Elevé la mirada fuera de la hoja del
cuaderno de notas ante tal hallazgo. Desconozco la razón de que ideara así los
hechos. Mandé a mis acompañantes apartarse del cuerpo. Los gritos hicieron que
retrocediesen presurosos. Cruzaron entre ellos miradas de asombro e inundaron
la atmósfera sombría con voces chillonas, de espanto. Pech y Rodríguez hablaban
de un aparecido, de cierto espejismo olisqueado por el can que aullaba
profusamente. Ordené desdeñar toda superchería; el muerto intentó esconder el
anillo en su bocaza debido a nuestra intervención; por el momento no podía
corporeizarse. Se limpiaron el cuerpo entero al sacudir las ropas de alguna
suciedad ilusoria. Pech tallaba sus costillas desesperadamente y el otro
prorrumpía lamentaciones. La falta de sentido común reinante me orilló a
voltear de espaldas al cadáver. Rompí la camisa que abrigaba su espinazo y noté
que la podredumbre iba desapareciendo. Un tejido vivo, rosáceo, cicatrizaba
agujeros tisulares que los gusanos perforaron durante el gran festín. Resolví
sellar el ataúd e introducirlo entre ruinas de la tumba profanada. Pech se tentó
la espalda y gritó que olía a carne descompuesta. Traté de calmarlo, pero un
súbito escozor agudo en mi brazo izquierdo provocó que rodase en tierra
maltrecho e inconsciente.
Me despertó Pech. Casi sin voz sostuvo
que encallásemos al interfecto muy hondo para que dejara de molestarnos. Le
pregunté a qué se refería y señaló con un dedo el talle desnudo de Rodríguez,
quien mostraba una copiosa herida atestada de larvas amarillentas. <<
¡Mee pudrió! >> clamaba. A toda prisa intentarían reconstruir la tumba
del difunto para acomodarla tal y como fue edificada por sus constructores. Tal
empresa se prolongó durante la madrugada. El pecho del muerto ahora latía en mi
cabeza. Exasperado por su tardanza ayudé a pegar, unos encima de otros,
tabiques despedazados. Supe entonces que esa pareja de ineptos era una falacia:
confundían arena y cal, olvidaban agregar cemento a la mezcla. Mis escasos
conocimientos de albañilería sirvieron para terminar el amasijo que sirvió de
pegamento. Pech y Rodríguez convirtieron la ostentosa cripta en un montículo de
termitas.
Antes de hundir el cuerpo en esa masa
amorfa de escombros, me acomodé tras la cabeza de Alba. Con la navaja de
bolsillo levanté sus tiesos párpados e insté a mis empleados a que miraran
fijamente los ojos del muerto. Así serían liberarlos de una virtual posesión. Confiados
de mis parcos y elementales conocimientos, no dudaron. Las pupilas inexistentes
del finado serían registradas con miradas bobas de esos idiotas que creyeron
así sortear un destino fatal. Mi objetivo era, si había ocurrido algo, lanzar
sobre ellos el odio del muerto. Pensaba que el síncope, padecido minutos antes,
se debía a un entorpecimiento de la corriente eléctrica de mi corazón, utilizada
por el músculo cardiaco de Alba, para rehabilitar su cansado pecho –ahora
martilleaba tanto que escuchábamos claramente un eco atronador rezumando de
entre los mal puestos escombros–.
Cerca de las seis de la mañana los
primeros rallos de sol permitían árboles y tumbas florecer. El desfigurado
megalito, con una cruz en la cima, se alzaba en medio del Camposanto. Era hora
de abandonarlo todo. Aguardaron junto a un sauce, al lado de la entrada del
panteón. Atravesé la calle para verificar el escenario que empezó a volverse
concurrido. Olorosas señoras recién perfumadas, que acompañaban a sus vástagos
hasta la puerta de los institutos, nos miraban con asombro. Hice una seña para
que atravesasen el camino y me alcanzaran junto a la camioneta. Desdeñosos,
injuriarían a uno que otro automovilista que los maldecía por cruzar sin
precaución el carril dibujado para el tránsito vehicular. Se recargaron en la
salpicadera. Rodríguez lanzó un breve suspiro. Muecas de sorpresa enardecían su
rostro atormentado por lo desconocido. Habló, pero el rechinido del viento que
golpeaba los flancos de la camioneta me impidieron escucharlo. Ansiaba, junto a
su amigo, un rol de víctima. Pech colocó en dirección horizontal de su oído el
dedo índice y lo giró. Me creyó demente. Extraje dos sobres de mi bolso y se
los di. Sus ojos revelarían tremenda incredulidad. Jamás pensaron que llevase
la paga conmigo. Pudieron haberme asaltado la noche anterior y evitar tan
desagradable experiencia. Los invité a que subiesen en la parte de carga del
vehículo. Pregunté dónde vivían y respondieron que les dejara en la colonia...
Conduje distraído, meditaba sobre razones sin forma. Mi brazo izquierdo seguía
entumecido. De reojo, por el espejo retrovisor, advertí que Rodríguez no cesaba
de tallarse la espalda. Los bajé en un área terregosa, abarrotada de piedras
sueltas. El caserío recién iluminado permitió ver tejas de asbesto encima de
jicoteras. Una pequeña vía, en medio de improvisadas viviendas, empantanada por
limo azulado, ocultaba el hormigón del piso exhausto, que reflejaría, al
mirarlo fijamente, sombras, casuchas de adobe sin ventanas, colapsando.
III
Macilento y obnubilado disfruté como
nunca mi vetusto colchón de alcoba. El sueño, a pesar del agotamiento, tardó en
llegar. Un pasaje difuso, el caso de Lisandro Alba, se repetía en mi cabeza.
Ideas entreveradas, anteriormente leídas, darían forma a ese temible ser, mitad
hombre y mitad cadáver. Lo imaginé sumergido en una gaveta anónima, bajo
criptas de hombres comunes a pesar de su abolengo. Revivía, por nuestra
intromisión, como neblina. Era murmullo del viento sintonizándose en estación
de radio. El curioso golpeteo de bocinas llamaba a moradores de otros tiempos,
quienes, expulsados de mausoleos de familias pudientes, ahora eran bateristas
de un grupo de heavy metal.
La vívida ilusión se desvaneció. Entre
sueños oí un ambiguo murmullo repicando en mi cabeza. El silbido de una
aspiradora falsificaba la inconfundible voz meliflua de Andrea. Los rechinidos
provenientes de la calle, ocasionados por autobuses cargados de gente que sofocaban
el asfalto, llegaban y se iban, como elementos de una gran sinfonía absurda,
imposible. Me imaginé tendido sobre el patio cenagoso de siempre, acompañado
por dos medias lunas que sobresalían en la oscuridad de una bóveda celeste
vacía, cuyo fondo eran voces radiantes de los muertos. Sentía el cuerpo
pegajoso, engarrotado al piso, derritiéndose por el calor insoportable. Una
monstruosa tapa de bocina me pisaba sin que yo abrigara dolor alguno –el crujir
de los huesos eran Alba naciendo–. En el piso se dibujaba calco de mí. Dos gigantes
naranjas aparecían para calcinarme. Querían limpiar esa horrible mancha de
humano.
El entumecimiento del brazo izquierdo
se había ido. A lo lejos escuché barullo de transeúntes que regresaban en
tropel, por aceras contiguas a mi hogar, de su trabajo. Me dolía el cuello y
tenía las fosas nasales bloqueadas. Tal constipación provocó que respirase por
mi boca al revisar anotaciones obtenidas la pasada noche. Los manuscritos
parecían redactados en lengua cuneiforme ante semejante jaqueca y las grafías
se extendían en el papel como manchas imperfectas. Signos de interrogación
usurpaban frases de exclamación y las comas, misteriosamente, habían sido
cambiadas por punto y seguido. Era un lenguaje incomprensible el que se
esparció por hojas en blanco. Reí del temor infundado que me produjeron las
extrañas vibraciones en el ataúd de Alba. Pensar que fotos borrosas y videos
caseros transformarían el bagaje de la metafísica, me dibujó una sonrisa llena
de mocos en la cara. Mi intuición giraba en sentido contrario, advertí el
peligro del experimento. Repasé faltas ocurridas durante el reclutamiento de
mis ayudantes. Calcularía los riesgos de haberme quedado a solas con ese par de
charlatanes y quizás, padecer enormes consecuencias por mi actitud temeraria
frente a la muerte. Sin duda transferí mis propios escritos a un ensayo real, el
único peligro concreto era haber dejado testigos de mis andanzas.
Pasos altivos alcanzarían la escalera.
Paraban tras la puerta y luego se iban dejando un murmullo femenino en el
pasillo. Vi el reloj, eran las diez. Traté de levantarme. Mareos hicieron que
la pantalla del ordenador y un juego de lapiceros flotaran, elevándose en
círculos concéntricos hasta quedar atrapados por la gravedad del foco. Tras
varios intentos pude levantarme. Al girar el picaporte hallé la sonrosada cara
de mi hermana: <<Te busca. Pasó al vestíbulo>> dijo al extenderme
una jarra con agua y dos aspirinas. Meneé la cabeza y pregunté: <<
¿Quién? >> No obtuve respuesta. Vi la espalda nívea de ella disminuirse entre
los peldaños. ¿Alguien nos descubrió la noche anterior y quería dinero por su
silencio? Demoré en abrir el armario, en instalarme frente al espejo del
tocador y cubrir mi torso desnudo con una camiseta blanca antes de que mis pies
sudorosos se enjuagaran en calcetines recién lavados. Bebí el agua y tragué de
un sorbo el medicamento. La emulsión se escurrió fuera de la boca como un
elíxir nauseabundo. No soportaba analgésicos en ayunas.
Lo encontré hojeando la revista Frara, esparcido sobre una poltrona. El
mal olor que despedía me hizo recordar al cadáver desenterrado la noche
anterior. Un aroma rancio se esparció por la cámara cuando el infeliz se
levantó para extenderme su mano forrada de callosidades. Demandé hoscamente que
explicase la razón de su visita. Pidió agua. Aclaré que la sirvienta no
tardaría en llegar y que la solicitara a ella. Tocó nervioso los bordes de su
gorra amarillenta y se inclinó un poco, para olisquear al desconcertante
incienso acabado de prender. Me susurró quedo. << Err. Don… verá.
Supimos. Le aseguro patrón, no fuimos a
ver… Haigo la tumba destapada, avisó a la poli. Dice que estaba ahí,
pudriéndose sin novedá >>. Tardé en recordar su nombre: <<Pech,
¿verdad?>>. Sin permitirme hablar dijo que el sepulturero, anciano
alcohólico de pantalones raídos y de ojos claros, le reveló que salteadores
destruyeron el mausoleo de un importante “don” y que la policía buscaba a los
responsables. Traté de organizar mis ideas. Evitaría toda diplomacia ante tan
penosa historia: <<Es irrelevante lo que hayan encontrado. No tuve que
ver. A ustedes los contraté para realizar una tarea de albañilería que hicieron
muy mal. Dudo que en verdad sean lo que dicen ser>>. Los ojos se le
crisparon y tomándome del antebrazo reveló que su acompañante había
desaparecido. Valentín nunca faltaba al trabajo, aseguraría. La historia me
sonó me a escuetos artilugios ventajosos y pésimamente creados.
Intenté despacharlo al argumentar que
tenía ocupaciones pendientes esa noche y los próximos días también. Aquel
hombre comenzó a increparme por la desaparición de su acompañante: <<
Usté nos sonsacó. Yo no quería, pero la maldita nececidá. >>. Alcé la voz
para aclarar las cosas: << ¡Es muy burdo y de pésimo gusto fastidiar a un
ingenuo investigador que les dio trabajo pensado que eran industriosos!
Probablemente su compañero fue a gastarse la paga en algún tugurio barato o se
ha escondido, despreocupado, en una licorería, a la espera que usted cobre
dinero por su rescate >>. Pech rechinaba los dientes. Apretaría con sus
dos manos agrietadas un cojín y suspiró: <<No somos deesos. Gente pobre,
raterons no. Malentendió, patrón. Acá juimos nosotros. Verá usté. Soñé raros.
Lo peor jué cuando me levanté. Miré al zaguán, a de lao a lao, como una rama.
Desperté… mi vieja y le pregunté si veía. Mire dejándose venir. Era puro humo,
metía por la chapa. Nos jugó chueco usté. Pa mi que hubo algo que
vino.>>. Reconocí que fue mala idea servirme de una pareja de
supersticiosos, de idiotas embusteros sin ética. Su pobre artificio consistía
en llevar nuestra turbulenta experiencia a las autoridades y utilizar la
opinión pública para su beneficio. Le recomendé que escuchase con atención.
Pedí a la doméstica que le acercara
una taza de café al invitado. Utilicé ejemplos muy burdos, casi ridículos, sobre
límites y alcances del proyecto, investigaciones preliminares y referencias
teóricas. Entendía poco. Los ojos abiertos, marcados por algunas venas enrojecidas,
hinchadas, discrepaban de su incredulidad. De vez en cuando reía como un idiota
para aparentar que era capaz de seguirme las ideas. Le expliqué que el interés
no fue descubrir vida en la muerte, reconocía lo imposible de tal empresa.
Sostuve que mis gustos tomaban otro curso, el de impresiones espirituales
generadas desde la conciencia y grabadas en restos mortales de los idos:
<< Verá, mi querido Pech, mi campo es el estudio volitivo de los mórbidos
reflejos involuntarios que animan la carne expirada. No estoy interesado en
artes supersticiosas. Lo único que me atrae son impulsos emotivos, superiores a
los racionales y si estos pueden sobrevivir fuera del cerebro, en el tejido inerte.>>
El albañil apretó los nudillos de rabia. Odiaba quedar como iletrado. Tragaría
saliva, pidió otro café y extrajo una nota de su bolsillo. Exigió la leyera.
Sólo para darle gusto y evitar una trifulca ocasionada por mi evidente
superioridad intelectual, accedí. El párrafo con letra brillosa, en manuscrita,
redactado sobre las imágenes de una hoja de periódico, expresaba lo siguiente:
Usted comete un error. La carne, fruto natural del pecado, está
incapacitada para almacenar recuerdos. Su examen nace de una cuna falsa,
errónea. El sesgo científico que busca imprimirle a su pesquisa no debe
sostenerse. Le recomiendo inscribirse a un curso de teología. Lo que usted
busca es el insano gusto de la usurpación corporal y producir en un laboratorio
lo indigno: el paso de una mente eclipsada a un receptáculo vivo. Desista.
Pech, intranquilo, esperaría una
respuesta, mordisqueaba compulsivamente sus labios raídos, pusilánimes. Me
acicalé la nuca. Pasaron unos minutos antes de que brotase un pensamiento capaz
de rebatir la advertencia. El estilo me pareció fruto de mente instruida, que
sin duda se alejaba de los implicados en el caso. Traté de serenarme. No era
bueno que un estulto me venciese con documentos apócrifos. Pensé que, asediados
por su miedo irracional, aducían complicaciones futuras por su participación en
un trabajo que escapaba a sus facultades. Le confesaron nuestras andanzas al
cura. Dicho personaje utilizó sus ventajas sobre la plebe, quiso ganarse una
suntuosa limosna. Escribió en el pliego que tuvo a mano cierta admonición que
sus feligreses aprovecharían para obtener algún beneficio económico del
destinatario.
Volteé la cabeza rumbo al arreglo
florar que mi hermana había acomodado, encima de la mesa de centro, la semana
pasada. Rosas marchitas y maleza podrida nadaban en el interior de un jarrón
lleno de agua amarillenta. Sin quitarle la vista al florero expuse mis
conclusiones: << Estuvo en el templo, alarmado por faltas cometidas, de
esas que la moral no tolera, ordenó audiencia con el sacerdote. Un temor sin
fundamento le impidió, al momento de la confesión, iluminar lo que su
conciencia le indicaba como pecaminoso. Su lengua supersticiosa trastocó los
hechos, al espetar pasajes inventados, adornó nuestra aventura. El vicario le
creyó, obligándolo a realizar alguna penitencia carente de sentido y a
entregarme la nota >>.
Tomé el cenicero de vidrio que estaba
sobre unos biombos implantados a la vera de mi asiento –pensé que el hosco
albañil me atacaría por revelarle sus verdaderos intereses– Pech tosió para
abrir el labio superior hasta la punta de la nariz y mostrarme los dientes como
un animal enjaulado: << Yo no voy hay. Est papel metido bolsa de i
chaqueta. Usté dijo. Tuve un. Vide, usté abrio al muertito y tenta agujeros de
la mollera del. Tabacos. Hay estaba ssu papelillo>>.
Pech era falso. Las cosas no
ocurrieron así. Jamás los obligué a tocar los ausentes glóbulos oculares del
finado. Él no recordaba bien el evento. Por angustia e incomodidad maquilló el
suceso con alucinaciones. Le aclararé que jamás tentamos la cabeza del cadáver.
Mis correcciones le ocasionaron una sonrisa maliciosa en el rostro que le hizo
parecer un demonio ladino, de esos conocedores de los más turbios pensamientos
del otro y que al escuchar las evasivas de su víctima, se ríen
despreocupadamente. Los cabellos crispados, su boca escamosa, llena de saliva,
revelaron que algo traía entre manos. La blasfemia de su rostro incrédulo,
necio a escuchar nuevas versiones de lo acaecido, me puso en una situación
apremiante. No sabía si ante esos oídos sordos eran necesarias más
explicaciones o precisar el ambiente de la pasada noche y acotar los detalles
que validaran mis testimonios, o si por el contrario, debía gratificar su
visita e invitarle a que abandonase mi domicilio.
El silencio incómodo encubrió
rechinidos de puertas y ventanas, voces aledañas que vendían elotes con
mayonesa o pan recién horneado. Dilucidé excusarme un momento y solicitar ayuda
al jardinero. Iba a hacerlo, pero su voz socarrona, de hiena hambrienta, criticó
el lujo la residencia, la incomodidad que le producían los muebles recién
abrillantados y el piso lustroso. Pech objetó que el respaldo de los sillones
era tan suave que acabaría por machacarle la espalda. Adelantándose a ser
despedido, optó por sugerirme que prolongásemos la reunión en algún bar o en la
delegación de policía. Insinuaba que en un ambiente neutral se aclararía cualquier
malentendido, mío, suyo.
Pasé a ser un esclavo. Consentí. Lo
hice porque aquél jugaba bien sus cartas. Sabía que yo no deseaba involucrar a
mis parientes en el caso y tampoco permitiría un escándalo. Pech conocía al
binomio mortal de familia acaudalada: jóvenes recién graduados, que, debido a
la crisis económica, no lograban obtener un empleo digno y padres impacientes,
que esperaban el mínimo error de sus vástagos para reducirles ingresos y
proferirles un desafortunado exilio. Mi caso no era distinto, el visitante lo
utilizó a la perfección. Jamás pensé que un hombre de corto entendimiento me
acorralase y orillara a un campo tan deleznable.
Al asegurarme que no veía, tomé un
poco de dinero de la cartera –lo justo– antes de acomodarla bajo la efigie de
un elefante gris, de metal, que se ubicaba sobre la mesita de servicio. Me frotaría
compulsivamente las manos hasta que se encendieron como una braza al rojo vivo.
Le pregunté si deseaba viajar en automóvil. Susurró con una tranquilidad
impactante que no le molestaba el frío. Atravesamos la calle pavimentada de
grava calcárea. Sentía el relieve de las piedras bajo mis pies. Una ventisca
helada nos inundó. Lo tomé del hombro para rogarle que nos detuviésemos en una
vieja fonda que a la distancia sobresalió de entre vendimias populares. Le
gustó la idea. Recordaba que ahí se ofrecía muy buena cerveza y pozole rojo
exquisito. Avanzamos lentamente. Canes, muertos de frío, que chillaban
escondidos debajo de automóviles abandonados, eran los únicos seres no humanos
parapetados en la calle.
La tendera, señora de piernas
arqueadas que escondía sus manos tras un mandil rojizo, cuadriculado, nos
invitó a pasar. En el local la situación era otra, las mesas estaban llenas de
comensales, miradas perdidas se hundieron sobre copiosos platos de barro
atiborrados de carne de puerco y de huesos escarpados que sobresalían del
potaje. Nos sentamos en bancos tapizados por granos de elote. Una viejecilla de
cabellera gris acercó cajetes con limones, chile piquín, cebolla y rábanos. Pech
golpeteaba nerviosamente la superficie de nuestra mesa. No hablamos hasta que
la anciana se acercó haciendo malabares, con una bandeja metálica que
transportaba dos guisos, olorosos, repletos de caldo hirviendo. Pech apenas
olisqueó el potaje y cambió de humor. Lanzaría un soliloquio de sucesos fugaces:
aparecidos, mal de ojo e historias grotescas, moribundos que revelaban antes de
morir el lugar donde habían escondido sus peculios. Empecé a fastidiarme.
Dichos relatos los escuché en mi niñez, mejor contados y con mayor soltura.
Trataría de entretenerme al atender sonidos, el jolgorio de las otras mesas.
Fútbol, mujeres con cara de caballo, patrones despóticos, atenciones
innecesarias de la añeja mesera hacia el gentío, revoloteaban organizando una
polifonía lingüística. Pech centró la atención en mordisquear trozos de carne
mal cocida que yo dejaba sobre el recipiente de limones ya exprimidos. De la
boca le escurría saliva como a un perro hambriento al verme escoger los huesos
que iba a chupar. Opté por acercarle mi plato y dejar que lo relamiera. Como
agradecimiento buscó algo dentro del bolsillo izquierdo de su pantalón. Era
otro papel que decía lo siguiente:
Por su bien es necesaria la
investigación. Recomiendo no desistir. Si abandona el proyecto denunciaré sus
actividades al ministerio público. Siga excavando. Alba es sólo el comienzo de
una presea invaluable.
Pech, santiguándose, ingirió un largo
trago de cerveza oscura. Los ojos cafés, biliosos, se le iluminaron
antes de asestarme tremendo puñetazo en el rostro. Borbotones de sangre
rociaron la espalda de una grácil señora que disfrutaba su cena en la mesa
lindante. Caí de bruces. Los presentes resguardaron con ambas manos sus platos
humeantes, antes de voltear llenos de curiosidad. El viejo se lanzó encima de
mí. Chillaba: << ¡Cabrón! >>. Un jovenzuelo de manos anchas y de
dorso potente apretujó al rijoso por detrás. Éste, de un codazo, lo hizo
retroceder. La anciana gritaría: << ¡Sepárenlos, apárenlos! >>
mientras se llevaba el auricular del teléfono a la oreja arrugada. Dos o tres
sujetos aparecieron de la nada. Forcejeaban con el villano hasta que quedó boca
abajo. Sacudí la cabeza. Me zumbaban los oídos y casi perdí la vista. No podía
respirar más que por la boca. Pus brotaba de mis fosas nasales y sentía su
espesor inundando mi aliento. Repicaron sirenas. Al intentar levantarme los
rostros caducaron, dando paso a masas informes, rutilantes. Quedé en un estado
limítrofe entre vigilia y sueño. Oí voces femeninas, balbuceaba nombres
propios…
Desperté en una ambulancia que viajaba
a toda velocidad. Me insertaron suero en el brazo, gasas mal acomodadas cubrían
mi nariz. Un paramédico cuarentón preguntó la fecha de mi onomástico. Se la
dije sin titubear. Me puso al tanto de los hechos: tenía fracturado el tabique
nasal y acarreaba posible traumatismo craneoencefálico. Aseguró que de un
momento a otro llegaríamos al hospital y que médicos especialistas intentaría
minimizar, con cirugía, mis lesiones.
Aparecí en la sala de urgencias,
rodeado de camas maltrechas, que, en su seno, albergaban enfermos adormecidos,
unos rapados de la cabeza, con heridas recién suturadas y otros sin rastro de
excoriaciones. El médico, personaje anémico, de huesudas manos, revisó mis
signos vitales al tiempo que inspeccionaba resultados de los estudios. Noté a
su calva pronunciada marcharse e intuí el traqueteo de sus zapatos en el piso
recién desinfectado.
Viajaría sobre pasadizos angostos, con
ventanas laterales, propietarias de un olor chillante. En el quirófano, tras la
plancha de operaciones, pegado en la superficie granulosa de la barda azulina,
había un cristo negro, que disentía de las pantallas de cardiología, consola de
instrumentos y tanques de oxígeno. Enseres médicos acomodados alrededor de la
mesa sólo dejaban tres o cuatro espacios libres, que supongo, ocuparía el
personal. Me acomodaron encima de la mesa, donde espléndida luz, venida del
foco inmenso colgado del techo, hizo fulgurar una mascarilla acercándose a mi
boca justo antes de que la enfermera contara del número diez al cero…
Recuperé el sentido de madrugada. Un
armazón protector, estrujando mi cráneo, apretó los pómulos y mi frente. Enormes
líneas diagonales germinarían de la pantalla de cierto monitor que registraba
mis signos vitales. Advertí cuchicheos inconfundibles de mi hermana. Otra
persona –desconozco su identidad– vació el cuarto para informarle al galeno de
mi estado. El techo blanquecino se opacó con la testa de Andrea acercándose.
Revisó la careta que me habían puesto y averiguó que no estuviera floja. Me
preguntaría sobre el evento: << ¿Debes dinero? ¿Novias? ¿Vendes droga?
>>. Utilicé la mano para quitarla de en medio, preferí la inanidad del
techo que, a su voz chillante, prejuiciosa. Al sentirse rechazada me conminó a
tener cuidado y poner la denuncia. Le dije que desconocía las razones que tuvo
mi atacante para herirme, toda demanda sería levantada en cuanto abandonase el
nosocomio y un chofer de la casa me hiciese el favor de llevarme con las
autoridades judiciales. Pero Andrea era demasiado inteligente para aceptar mis
evasivas. Sabedora de que podía obtener un beneficio, frunció el ceño: <<
Llegarán mis padres. Tendrán curiosidad de algunas amistades de su niño
>>. Me hervía la sangre. Era una arpía despiadada, embaucadora, que, al
sentirse perdida, lloraba como plañidera. Intenté convencerla. Le aseguraría
que, si guardaba silencio, yo, su hermano mayor, ilustre y sabio, compartiría
mi pensión semanal. Exigió le recitase con lujo de detalle los acontecimientos
y el motivo de mis expresiones vulgares. Molesto, sin otra opción, accedí a
narrarle ambiguos sucesos de la noche anterior: << Ejecuté una
investigación taxonómica. Desenterramos un cuerpo. Contraté a dos ineptos. El
más viejo fue quien me golpeó y el otro posiblemente esté escondido en algún
cuartucho de hotel. Les pagué bien. Pech llegó a la casa hace unas horas.
Soporté de mala gana la perorata de argumentos que graznó el muy ignorante.
Reclamaba dinero. Pensó que yo era un hombre opulento de gusto extravagantes y
que, al verme amenazado por el escándalo, liberaría de mi billetera unos
cuantos miles de pesos. Lo conminé a salir. Visitamos una fonda. Ahí supo que
no me afectaban las impresiones sociales y que su jugosa ganancia se esfumaba.
Buscó el modo de vengarse. Convirtiéndose en energúmeno me asestó un mordaz
golpe. Lo demás era bien sabido>>.
Se le tornaron los cachetes rojizos.
Ella desarrollaba, ante tales oportunidades, una fijación enferma por la
maternidad y se divertía fungiendo como progenitora. Apremié el modo de igualar
la balanza. El efecto de la anestesia aminoró y las ideas se tornaron más
claras. En cierta ocasión la escuché hablarle al espejo del baño. Lloriqueando
pedía al creador un hijo. Mostraba sus caderas al vacío y un berrido se esfumó
cuando descubrió que yo me había quedado en el pasillo mirándola. Gruñó un poco
y cerró la puerta. Desde ese día fui su víctima y ahora, que estaba
desprotegido, le apetecía explotar mi condición. Entonces le recordé la
mencionada experiencia para aclararle que no gozaría jamás de ninguna autoridad
moral frente a su hermano y que me importaban un bledo sus trastornos
psicológicos. Ella perdió el control. Hundiéndose en el asiento pulido de una
silla temblaba de ira. Sus ojos enrojecidos de felina amenazada equivalían a
dos protuberancias al rojo vivo. Chasqueó el mango de su bolsa y dijo: <
< ¡Es muy grave! ¡Llamaré a mis papás!>> Intervine risueño: <<
¿Lo harías? >> De inmediato supo. Yo diseminaría el secreto al menor
indicio de ataque. Quitó las uñas recién pintadas de los botones del teléfono
móvil que presumía en su mano izquierda y lo guardó en su enorme bolso rosado.
Mi verdadera madre brotó del umbral de
la puerta. Como espectro surcaba la habitación casi sin tocar el piso con sus
zapatillas manchadas de talco. Se apostó encima de la cama para revisar mis
brazos en busca de lesiones. Sus enormes gargantillas suspendidas del cuello me
golpeaban la barbilla y tuve que soportar su aliento fétido, a besugo podrido:
<< ¡Tu abuelo andaba con lo mismo! Los rancheros no son de fiar. ¡Sien-ta
cabeza! ¿Por qué no buscas trabajo, te casas? ¿Qué de malo tiene ser
asalariado? >>. Una punzada en mi frente, reverberaciones de su voz
monótona en mi oído, provocarían que fingiera lasitud. Cerré los ojos. Deseaba
evitar a toda costa esos regaños vergonzosos, irrelevantes. Recibí una
cachetada que me hizo despertar. Andrea, aprovechando la situación, comenzó a
reírse. Puse el dedo en mi boca, señalándoles que necesitaba silencio.
Entendieron que no era el momento adecuado para resolver disputas familiares y
abandonarían el dormitorio.
Intenté razonar lo sucedido. Los
excesos de medicamentos me turbaron. Ocasionaban que se entrecortaran razonamientos
antes de cristalizarse, para dar pie a otros sin relación alguna, mismos que
velozmente se perdían entre barullos de reflexiones incompletas. Sentí
molestias en la espalda. El hormigueo hizo que me tallase la nuca y un trozo de
papel sobresalió del cabello. Me toqué con suavidad la oreja para cerciorarme
que estaba despierto. Desenvolví el pedazo de hoja rallada. Mi estómago se hizo
nudo:
Polaridad. Opuestos. Inexistencia.
Rompí el papel y lo arrojé al cesto de
basura metálico ubicado en uno de los flancos de la cama. Escucharía tumultos
en el pasillo. El médico había llegado a pasar revista. Mi madre y hermana lo
fastidiaban, evitándole ingresar al cuarto. Entre ambas lanzarían preguntas
insultantes a su profesión: << ¿Lo medicó bien? ¿Suturó la herida? ¿Le
sentó mal la anestesia? >>. Amablemente las hizo a un lado. Pidió que se
mantuvieran en la sala de espera. Acercaría un banco plateado que encontró
cerca del baño para apalancar el picaporte. Era un individuo fornido, de cabeza
pesada y frente diminuta. Su magnífica cabellera, peinada hacia delante, casi
ocultó sus ojos perrunos, azulados, escondidos tras unos quevedos que
reflejaban mi cara. Se presentaría: << Doctor Ramírez. Experto en nariz y
garganta. ¿Se siente bien? Al operarlo noté que el tabique nasal rosaba parte
de la masa encefálica. Estuvo cerca…>>. Hablaba mucho y su voz delgada,
incapaz de enunciar lo que su mente quería decir, era incomprensible. Le
pregunté si existía otra lesión mayor a las ya conocidas. Incrédulo se tocó la
barbilla: << ¿Usted es universitario? >> Al quitarse las gafas
balbuceó: << ¡Diantres! >>. Extendí las manos fuera del cuerpo, en
señal de desconcierto. Ramírez fue directo al grano: << ¡Increíble!
Entiendo. ¿Teólogo? ¡Jamás me había pasado! Dudo que en la literatura médica
haya alguna referencia. Mire, su léxico cambió ulterior al accidente. Su
hermana me lo dijo y su madre lo confirmó. Digamos que ha olvidado pronunciar
la letra s de las palabras que terminan así y su competencia lingüística se
redujo al grado mínimo. La contusión debió perforar el hemisferio cerebral que
controla el lenguaje. Mandaré exámenes >>. Se levantó asegurando que los
más probable era la recuperación paulatina de letras y palabras que olvidé tras
el accidente. Lo detuve. Pedí una libreta, argumenté que sabía ejercitarme para
redescubrir mi léxico. El otorrinolaringólogo extrajo del maletín que traía
consigo un recetario vencido. Lo acepté.
Al esgrimir una pluma que tenía
grabado en el lomo promocionales de un laboratorio alemán, intenté rebatir los
funestos pronósticos que el médico señaló. Era imposible, por mi copiosa
erudición, que yo adoptara el vocabulario de un obrero. Acomodé la punta del
bolígrafo sobre la hoja 24 del recetario. La mano me tembló un poco, supuse que
por la medicación. Comencé a escribir. ¡Incurría en errores ortográficos de
principiante y al final de los enunciados torcía la puntuación más elemental
del español! Puntos y comas perdieron su sentido. Mi diestra, sin el intelecto,
olvidó la gramática más elemental. Las falanges no podían discernir lo mandado.
Redacté cosas sin sentido: segu haiga
sido. la vidá; usté no entende gefe… Desesperado, rayé la página entera hasta
quebrar el bolígrafo. No quería dejar evidencia. Furibundo, golpeé con mi puño
el colchón. Disertaba posibles hipótesis para comprender lo sucedido: <<
¿Estaba disociada la psique de mi cuerpo? ¿Padecí un abrupto daño cerebral irreversible?
¡Pech lamentaría su ofensa! >>.
Me arranqué la aguja del suero. Una
enfermera abrió la puerta. Noté a su cofia blanca alzarse encima de su
cabellera. Chillaba voces de auxilio que en la lejanía se disiparon. Camilleros
gordinflones, de gris, malhumorados por haber sido extraídos del tedio
absoluto, dirigidos por el otorrino, se sincronizaron a la perfección. Uno de
ellos me ató el brazo izquierdo a la cabecera. El de menor tamaño recibió una
patada en la frente y cayó de bruces. Ramírez, quien se debatía ente atrapar
mis piernas o darme una cachetada, solicitó una ampolla de Valium. Quiso
mandarme al demonio hasta el día siguiente. Pero esto tendría que solucionarse…
Me despertaron las campanas de una
iglesia situada a escasas cuadras del hospital. Vi que el reloj de pared
indicaría pronto las doce. Mi familia registró la habitación. Les gritaba:
<< ¡busca usteé está en el tanbo!>>. ¡Oí por fin mi nueva voz! Quedé
estupefacto. Yo quise decir: <<Lo que busca usted, madre, yace en el
cesto de basura, no pierda su tiempo>>. Moví la cabeza en señal de
desaprobación. Andrea se acercó. Preguntaba cuál era el problema. Le solicité
una revista o un periódico. Halló el Vademécum arriba de la cómoda, bajo el
teléfono. Desesperadamente busqué conceptos entre páginas amarillentas que
significasen lo que en realidad pretendía transmitir. Le ordené seguir mis
dedos. Casi sufre un desmayo: <<Afasia. Taquicardia. Alucinaciones
táctiles. Trastorno límite de la personalidad. Agrafía>>.
Andrea informó del hallazgo al médico,
que extrañado, lo minimizaría. Ramírez, con gafas en mano se asentaba en la
cama. Meditabundo, explicó los síntomas como un reflejo de lesiones sufridas y
su inminente desaparición. Con locuciones vulgares me di a entender. Pedía una
opinión distinta a la suya. El galeno, confiando en su jerarquía, sonrió
explicándome la naturaleza del enojo. Argumentaba que los jóvenes no
soportábamos el mínimo dolor. Le recomendé cobrar sus honorarios e irse. Mi
conducta lo sorprendió. Quiso enmendar la situación. Remitiéndose a mi
progenitora dijo que el tratamiento no estaba concluido. Alimentó la idea, con
vocablos rimbombantes, especializados, incomprensibles para neófitos de la
medicina, de los riesgos de facilitarle el expediente a otro médico inexperto. Él
era una autoridad en su campo. Andrea, un poco molesta también, le subrayó que
la decisión estaba tomada y que no era necesaria su presencia. Ramírez abandonó
el lugar voceando su malestar con falacias a cerca de la confianza entre el
paciente y el doctor. La verdad era que no soportaba mi pésimo carácter y el
alejamiento de una suma cuantiosa de miles de pesos.
Forcé mi conciencia para recordar
olores, formas arquitectónicas y cada uno de los cambios de humor
sufridos por mis empleados –si los hubo–. Encontré poca evidencia al respecto.
Los recordaba dubitativos e incongruentes antes y después de la velada.
Repasaría el orden de los acontecimientos y sólo oteé dos hipótesis lejanas:
¿Todo fue mera sugestión? o ¿Una parte de nosotros fue robada en el cementerio?
Desperté a las nueve con la nariz
tapada y la vista difusa. La recepcionista nos visitó. El gendarme aguardaba en
la sala de espera. Pedí un momento. Necesitaba argüir los hechos, darles lógica,
para deshacerme de cualquier responsabilidad que desearan imputarme. Buscaba el
modo de trasmitir versiones originales de lo acontecido, a pesar de mi léxico
básico. Tomé un lapicero de la bolsa de Andrea. Intentaría forzar la mano al
escribir la palabra “señor”. Sólo pude redactar cuatro letras: gefe. Y delante de la segunda “e” apareció
un punto remachado en el papel que no lograba deslizarse bien para terminar de
dibujar una “s”. Mis dedos engarrotados revolvían los caracteres que yo les
indicaba, escribieron párrafos dignos de un párvulo. ¡Las extremidades habían alcanzado
una realidad infantil!
Ingresó sigiloso, miraba para todas
direcciones con ojos cansados e imperceptibles, debido a sus cachetes
rechonchos elevándose hasta casi tocar las pestañas. Tendría unos veinte años.
El recelo que lo acompañaba era propio de su edad. Mi madre le recomendó
sentarse al lado de la cama y ser lo más claro para que me permitiera seguir
descansando. Hablaría de su rango, de la academia en donde estudió. Su mano
cubierta por la manga de una chaqueta despintada, raída, en algún tiempo azul y
que ahora parecía un lienzo grisáceo, con pigmentos cafés, permitía un leve
temblor –era posible que este caso fuera el primero de su carrera–. El
inexperto detective quería saber minucias de los hechos. Tecleó nerviosamente
la pantalla de una tableta electrónica. Engurruñaba su nariz, que al elevarse
permitió dos colmillos prominentes y un agujero en donde deberían estar los
incisivos. Se detuvo a releer, gracias a su mirada henchida de
institucionalismo, reflejo de la suspicacia del hombre vehemente, lo increíble
de mi narración. Le insistí que me facilitase el escrito. Se negó, sólo el juez
tendría acceso al documento. Para tranquilizarme dijo que Pech reposaba en una
celda bien custodiada y que pronto sería trasladado, a causa del homicidio de
su cómplice y de ciertas lesiones que me ocasionó, a un cerezo de alta
seguridad. El funcionario me dio la espalda –su traje estaba zurcido, botones y
mangas eran de otro color, se notaba que fueron agregados cuando los originales
se rompieron-. Tocó el muro desconchado del cuarto, giraría la cabeza:
<<No está fuera de la ley iniciar el juicio. ¿Desea conocer el testimonio
de su adversario?>> Accedí:
El impostor se aprovechaba de nuestra pobreza. Visitó el Jardín Alambique.
Antes de toparse con nosotros, revisó cada uno de los cuerpos indefensos que
deambulaban sobre frías tapias de asbesto, situadas al lado del área de juegos
infantiles. Vacilante, tocó la frente del hambriento Salgado, célebre fontanero
venido a menos y pateó la muleta que lo sostenía, provocándole un súbito
desplome.
Nos eligió, supongo por idiotas. Accedimos, escépticos. Lo único que
deseábamos era poder llevar algo de comida a casa y no ver morir de hambre a la
familia –tengo una esposa artrítica que no puede valerse sola–. El desgraciado
nos citó pasadas las diez. Sospeché que tratábamos con un simple profanador.
Llegaríamos al panteón a eso de las doce. Excavamos varias horas, hasta
desterrar cuerpos malolientes, putrefactos. El maldito encontraría uno que le
llamó la atención. Bramaba, presa de una inquietud enfermiza y temeraria, que Alba,
el finado, no era podredumbre. Lo que yo vi fue un cadáver hediondo, decrépito,
con llagas en la cabeza y gusanos carcomiéndole la piel. Le insistimos que su
vista trastocada hacía notar argucias inexistentes. Desesperado, saltó encima
de una tumba, elevó los brazos al cielo y de repente extrajo un arma de su
chaqueta. Nos obligaría a descocer los párpados del muerto. Por su voluntad,
uno a uno clavamos la mirada en las oblicuas manchas oculares del cadáver.
Luego, el villano profirió un grito horrendo. Empezó a tambalearse. Vi cómo las
rodillas se le doblaban. Lanzó un disparo. Sentí ardor en la nuca y sobre mí
cayó una infinita calma. Desperté en casa, desnudo, con las manos llenas de
sangre. ¡Uno de los tres había muerto!
El ministerial alcanzó la salida.
Antes de irse espetaría palabras de confianza, junto con una sonrisa que
denotaba confianza. Pero lo que en verdad trasmitió ese gesto amable fue la
certeza de que yo perdería el juicio. La sofística de Pech, esparcida por no sé
qué motivo, le brindó una sorprendente ventaja. Mi cabeza, a punto de estallar,
intentaría explicarse cómo un pedestre desempleado adquirió ese vocabulario tan
profuso. ¿Sería posible que un ignorante, de la noche a la mañana, aumentase,
mejor que cualquier estudiante de letras, su dicción y riqueza de su lenguaje,
orillándome así al borde de la cárcel, gracias a unos argumentos bien
ordenados?
Codicié, al estar anclado en un lecho
hospitalario, el regreso a mi biblioteca para hurgar teorías, experiencias
semejantes a la naturaleza de los hechos. Tuve que reconfortarme con vagas
remembranzas de mis olvidados libros para no enloquecer. Ensamblaba lívidas
conjeturas e interpretaciones forzadas. Pensé que la historia distorsionada por
una voz usurpadora, de Pech, coincidía con la postura que todo sensato estaría
de acuerdo, pero que enmascaraba lo fundamental. Aquella noche brotaron cuatro
esencias y sólo tres cuerpos habitables –la esencia de Alba y nuestros cuerpos
vivos– Bien pudo ser –aunque el villano lo negase– que Alba hubiera invadido su
cuerpo. El recién desaparecido Rodríguez, fraterno de Pech, lo conocía mejor
que cualquiera y era el indicado para resolver el caso. ¿Dónde pudo estar? Las pestañas se me adhirieron unas a otras.
Sentí a mi mente gritar y mi boca descocerse.
Les llamé por su nombre y no obtuve
respuesta. Dos párpados, sellados, alejándose de mí, gritaban que les era
insoportable olfatear la esencia apiñonada que me regaló Andrea de Navidad. Los
veía difusos, pintados como dos líneas entre las nubes. Gruñeron que seguirían
vagando hasta encontrar una habitación sin luna. Percheros desteñidos y
taburetes cubiertos de herrumbre, atollados en la negrura del campo, me
perseguían tallando mis zancas. La necesidad de saber el escondite y la causa
de su búsqueda resultó mayor que mis trompicones ante un sendero opaco,
agobiado por enseres que minaban el lugar. Abruptamente los párpados se
detuvieron. El reflejo de su sombra me dio aviso. Los encontré sentados en una
mesa agrietada, buscaban con lentitud entre los recovecos del piso una rendija.
<< ¿Han perdido algo? >> musité. Sin levantarse, profirieron
vibraciones guturales que no advertí. Una corriente boreal me golpeó las cienes
e hizo que sus palabras se volvieran inconsistentes: << Buscamos la
identificación para que alguien nos crea. A media luz viviremos ¿Nos visitan?
¿Pretenderán razones en nuestra búsqueda? ¡Qué se vayan! Hace mucho
tiempo>>.
Sentí una punzada en el brazo. Otra enfermera
regordeta, ojerosa, manchada por acné –esa que me recibió el primer día en el
área de urgencia–, sonrió. Miré que el reloj de pared indicaba cuatro y veinte
de la madrugada. Andrea dormía, tenues ronquidos sobresalieron tras el respaldo
de un sillón e hicieron que la reconociera todavía en su penumbra.
Me acomodaron cinta protectora,
flexible, sobre la nariz y un armazón de titanio ceñido a la cabeza. El alta
médica la giró cierto médico inexperto, recién graduado de la especialidad,
quien gozoso de obtener nuevos clientes y compaginar, me refirió durante su
última auscultación, grandezas de la teología y pequeñeces de la medicina. Sus
mandíbulas lampiñas me recitaron lo que no podría hacer. Quedaban prohibidos
deportes de contacto. Mi nariz sólo la higienizaría con una solución salina y
tomaría analgésicos si presentaba dolor. Escuché sus recomendaciones,
indiferente, restándoles valía. ¿Qué me importaban las consecuencias de una
intervención quirúrgica, ridícula, si mi cuerpo estaba cada vez más desunido?
IV
Efectué la relectura de algunos
pasajes escritos, compilados a lo largo de la historia, que tocaron el asunto
de disociaciones anímicas. Sumergido en la pequeñez de un cuarto sombrío,
iluminado por la tenue lámpara anclada al escritorio, me esforzaba, obligándome
a no salir, en hallar el origen de la afasia y comprender la sinrazón de
aquella noche en el Camposanto.
Asimilaría cierto artículo que escribí
en el pasado. Era la versión que ningún editor quiso publicar. Eché un vistazo
para descifrar grabados que sobresalieron del papel amarillento, con olor a
moho, aporreado por años y años de tachaduras y borrones. Había relatos de
monjes, que ulterior a celebrar la misa de fin de año, presas del
embelesamiento, recorrían callejuelas de minúsculos poblados, trepaban árboles
como auténticos simios. Por debajo de cada párrafo redundaron advertencias de
espiritistas decimonónicos, que referían animales mitad simios y mitad peces, capaces
de volver el rostro de los posesos como de pirañas y las extremidades de los
estultos tan peludas como las de un orangután.
Mientras una lluvia escurridiza
empañaba cristales del ventanal y un humor sofocante inundó el cuarto, escarbé
la pila de libros recién descubiertos. Estaban en casa desde hacía un mes. Debido
a mis actividades nocturnas y al accidente, cayeron en el olvido, esparcidos
sobre la alfombra. Empolvados, unos sin tapa y otros arrugados de las hojas por
un mal empaquetamiento, se elevaban en tres grandes columnas malformadas. Entre
ellos descubrí otro de mis escritos, atribuido a Joseph Steward, llamado Los
vivientes, colección de cuentos que denotaron mi antiguo interés
antropológico. Las primeras hojas versaban sobre una primitiva leyenda, común
entre los habitantes del monte. Durante las cosechas, un hombre de campo,
apiñonado, de ojos rasgados y mirada convulsa, asolaba caminos, apoderándose
con la mirada del primer ser vivo que se le atravesase, fuera animal o humano.
Este ser canoso y descalzo, recorría los parajes que bordeaban las villas. Decían
que, al toparse con los perros de las haciendas, Don Rómulo, como le llamaban
al aparecido, comenzaba a andar en cuatro patas y a lanzar estridentes
aullidos, en tanto que los desafortunados animales adoptaban un perfil bípedo.
Abruptamente retiré la vista, los ojos enrojecidos me obligaron a inundarlos de
gotas hidratantes. Quise regresar a la lectura. Imaginaría que alguno de los
implicados en la leyenda pudo apoderarse de otro cuerpo. No estaba clara la
manera en que esto fuera posible. La intuición me dijo que lo recordara.
El picaporte saltaba desordenadamente.
Alguien pidió que abriera. Supuse que llevaba el almuerzo o la cena. Traté de
erguirme y una súbita e inesperada dolencia se extendió hasta el cuello. Giré
la llave insertada en la chapa y solicité un analgésico. Minutos después
regresaría esa cara ignota con una aspirina y una garrafa de agua encima de la
charola de servicio. Expuso, al limpiarse las manos en su delantal encarnado,
que llamaron del ministerio público. José Pech iba a ser juzgado.
Me levanté temprano. El chofer se
había estacionado frente a la casa. Subí en la parte de atrás de esa mole enorme,
de ocho cilindros. Cerré los ojos, dejé a mis otros sentidos la experiencia del
viaje. Baches impuros, cimbrados en el asfalto, indicaron la zona del juzgado. Columnas
enormes de pobladores intentaban levantar denuncias. Fueron interpelados por
una manada de estudiantes de leyes. Iban y venían como buitres hambrientos.
Prometieron reducir la espera o acelerar procesos judiciales interminables. Los
desgastados mártires, atontados por el sofocante calor de invierno y la
insoportable burocracia, negaban con su cabeza esas ventajas ofrecidas por los
aprendices de leguleyos. Me resultó increíble la ecuanimidad de aquella
marejada de gente. Orgullosos e inmutables, ponía su destino encima del lomo de
un poder corrupto, desinteresado, incapaz de conmoverse ante las ringleras
estáticas de cabezas desesperadas, sudorosas.
El tráfico había sido descartado por
vendimias que ocupaban la cinta asfáltica. Tanques oxidados de gas, enormes
fumarolas grises y mecates atados en los pilares de señales de tránsito,
cortejaban puestos de tacos y de aguas frescas, cuyos anaqueles, invadidos por
moscas, serían visitados, en unas horas, cuando las oficinas de gobierno
cerrasen, por una jauría hambrienta, deseosa de saborear cualquier fétido
bocado que no fuera el de la burocracia. Un impertinente pasante de derecho,
tísico, vestido con traje barato recién zurcido y apolillado, me detuvo,
garantizó sus servicios al escupirme innecesarias jergas legales en la cara. Se
vanagloriaba de haber sido alumno del juez en turno. De un manotazo lo quité de
mi vista. Insistió, pero un grupo de gente enfurecida, con carteles sobre el
mal servicio, nos envolvería. Perdí entre la multitud a ese amante del engaño,
usurero y precursor del laboratorio más grande de la infamia: facultades de
leyes.
Una oficial regordeta, bigotona, de
cabello enchinado y cejijunta, que desayunaba –tarta de queso–, torció la reja
para que ingresase a las salas del Ministerio Público, emplazadas en el lado
izquierdo del Reclusorio. Pisé la alfombra que inauguraba el inmenso salón
tapizado de escribanías enarboladas sobre unos mosaicos cetrinos. El símbolo de
la institución, grabado en cada una de las paredes del fútil lugar, rezaba así:
Sirviendo justicia a la comunidad. La
secretaria del juez y el abogado me esperaban. Llamaron desde uno de los
escritorios. Reconocí la voz autoritaria de Márquez, mi defensor, educada para
impresionar a cualquier interlocutor principiante. Tomé asiento. Una viejecilla
de sesenta y tantos registraba datos y señas de la demanda. El licenciado se
adelantó. Aclararía su papel de representante legal, ordenó que me callase y
estiró un documento que firmé. A él le otorgaba la voz en la corte, volviéndose
casi innecesaria mi presencia. El obeso licenciado, calvo hasta la mitad de la
testa y de perfil achatado, sonrió. Acercaría el escrito a la anciana. Ésta lo
registró con gran desinterés al archivarlo en un expediente de cientos de hojas
percudidas. El abogado explicó mi posición: << De acuerdo con la ley,
estimada señora, mi cliente, el honorable señor…, presente, solicita la
indemnización por daños a la salud, en tentativa de lesiones graves, por parte
del inculpado, el ciudadano José Pech Pech>>. La mujer se tocó suavemente
lo anteojos para acomodarlos. Su mirada perdida ajustándose a la mía, vociferó:
<<En un momento analizaremos la sentencia. El juez los recibirá. Pasen
>>.
Me enviaron a la sala quinta,
independizada de la cuarta y sexta únicamente por un frágil muro de triplay. En
una de las esquinas superiores reposaban dos videocámaras, encima de archivos
humedecidos que sólo dejaron espacio a una mesa despintada, una silla que le
correspondía al magistrado y cuatro asientos incómodos dispuestos para los
querellantes. Márquez me explicó la lógica del aula. El juez, individuo altivo
y honorable, vestido de negro, con una inmensa toga parecida a la de aquella
casta sacerdotal anglicana, llegaría. Lo saludaríamos con la mirada, sin
extenderle la mano. Tras de este personaje, caminaría el secretario, voz
encargada de llamar al acusado por la ventanilla pegada sobre uno de los muros
de local.
El tiempo se alargó. Permanecer más de
dos horas en un sitio falto de ventilación, bajo un calor abrazador diseminado
por el encierro y sentir el aliento nauseabundo del abogado, hizo que me
escondiera tras los anales la memoria. Imaginé al fantasma de ella que usurpaba
el cadáver de la nueva amante para mostrarse a su amado. O la mirada atónita de
él, infinita, apostada tras una resquebrajadura de montaña, que buscaba en los
confines del pensamiento, la cara perdida de aquélla que murió de la peste.
Parecía un esperpento, fraterno tanto
del asesino serial como de la joven desprotegida, si podía obtener ganancia de
sus personas. Nos levantamos. El abogado defensor intentaba emparejarse al paso
del juez, susurrándole frases en la espalda, a las que éste ponía oídos sordos.
El “honorable” tomó asiento y se apoderó de un martillo pequeño, de madera, que
no volvió a soltar durante la lectura de “agravantes”. Pidió, con voz profunda
y desinteresada, al secretario –un mequetrefe sexagenario–, que solicitase al
guardia de una ventanilla incrustada en la pared del lado izquierdo de la
cámara, a Pech Pech.
Se escucharon pisadas, un eco
intermitente, venido del grupo de túneles ocultos tras las bardas que
conectaban juzgados con galeras. El juez me llamó. Caminé lento, esquivando
papeles tirados en el piso. Exigió relatase los hechos. Agregué que mi
declaración estaba dicha. El magistrado abrió su enorme bocaza que presumía una
dentadura postiza de oro y resaltó que las versiones del “accidente”, tomadas
desde mi voz, durante mi estancia hospitalaria, no eran concluyentes y que
suponía estaban falseadas por intereses particulares. Volví a insistirle, al
adoptar una voz solemne, impropia, que los eventos sucedidos ya estaban en
actas. Batió la cabeza. Su mirada jadeante se pegó en mí y dijo que era inconcebible la crónica del
suceso. Agregó que un ciudadano educado como yo no podía dictar la minuta
recién llegada a sus manos. Clamé mis derechos, refugiándome en una dolencia
motivada por mis heridas, pero el juez no dejó de insistir que relatase la
experiencia.
Mi abogado, sin perder los estribos,
se adelantaría para ofrecer el certificado médico que avalaba mi afasia y
agrafía El juez elevó su mano para que no se acercara. Observé el techo
salpicado por un hongo amarillento que desdibujaba el color original de la
marquesina, cerré los puños, lanzaría un profundo suspiro. Discutí el proceder
de la ley. El sonido de unos pasos interrumpió mi disertación. Germinaba tras
rejillas la tez irónica de Pech. No paró de observarme. Envejecido, se movía de
izquierda a derecha como un animal enjaulado. Noté que renqueaba, sin duda,
fruto de su estancia en la cárcel. El “honorable”, jadeante y molesto por mi
tardanza, frunció el ceño.
Traté de darme a entender. Consciente de mis
limitaciones emplearía movimientos de manos y gestos de hartazgo para
ejemplificar ideas. Atendí vagamente las inquisiciones del secretario, quien
hundía los dedos sobre teclas gastadas de una inmensa máquina de escribir
inútil –sus botones se atascaban cada dos o tres segundos–. De reojo miré el talante
de Pech. Encendido de furia, producía un líquido oscuro, desde su nariz,
extendiéndose por su mentón cubierto por cerdas albinas.
Cedieron al juez mi declaración. La
intuí plagada de erratas, de oraciones fútiles, vulgares, propias de un mendigo
o de un empleado de clase trabajadora. Este leyó indiferente. Con la cabeza
pidió me acercara. De un fólder amarillento extrajo una antigua versión de los
hechos, recabada en el hospital. Las comparó y reconoció que mi “problema” iba
mejorando. Satisfecho con el nuevo “giro” del caso, rompió la primera minuta.
El secretario alzó la voz, para preguntarle al acusado si quería agregar algo. Pech
tomó la palabra, acomodaría sus encías azafranadas tras los labios y se agazapó
sobre los barrotes como si quisiera despedazarlos: <<Es una farsa. Carece
de sentido. ¿Tuve un abogado decente? Acá el joven, creador de la serie de
dificultades padecidas, vivió el proceso en la comodidad de su casa, siendo que
él nos embaucó para asistirlo en ciertas investigaciones que por su ignominia y
consecuencias no voy a nombrar. Por culpa del estulto, aquí presente, mi
compañero de trabajo, de toda la vida, ha muerto. Lo supe al estar confinado en
una celda minúscula. Durante la noche sufrí una reminiscencia, pude ver
claramente la desaparición y el oprobio de Rodríguez. Hoy mi esposa revalidó la
noticia al traerme el desayuno –porque en esta cárcel de tercera cobran la
comida–. Hallaron a Rodríguez tirado encima de unos juncos, por las antiguas
vías del tren. Los policías, ineptos como siempre, teorizaron que falleció de
hipotermia, producto de su alcoholismo. Nada más falso. Su hijo, horas antes,
sostuvo que lo encontró tirado en el patio de su casa, gesticulando que su
nombre era como el de mi acusador. Sé que me van a culpar por darle una
bofetada a este malnacido, pero se lo ganó. No tengo dinero para la fianza.
Regrésenme a prisión>>.
El juez templado y altivo explicó los
cargos, una cascada de incisos relativos al código penal. Dijo haber revisado
pruebas del caso, testigos y gastos comprobables de la lesión. Su fallo vino
ulterior a una tos estertórea que lo invadió. Declararía al ciudadano José Pech
Pech culpable de lesiones dolosas agraviadas, cuya fianza sería la
indemnización del quejoso. El abogado del inculpado, obeso de cuarenta y
tantos, de nariz aguileña y de frente pronunciada, se mantuvo en silencio.
Escondido tras una mesita disforme, revisaba compulsivamente su teléfono móvil
hasta que terminaron de leer el dictamen. Indubitablemente un soborno
cuantioso, ofrecido por mi familia al magistrado fue el origen de tal desenlace.
Era inconcebible que hubiesen desestimado los eventos ocurridos en el panteón,
borrado de la minuta el escándalo ocurrido en la cenaduría y excluido la
supuesta muerte del otro, Valentín Rodríguez.
Respiré tranquilo. El ser que osó
arruinarme, por un momento, la vida, estaría tras rejas el tiempo suficiente
para que, sin inquietarme, avivase las investigaciones. Recibí un facsímil de
la sentencia colmado de firmas. El vigilante altivo, de mediana estatura y
poseedor de un bigote inmenso, retorcido, me sugirió que esperase en el
pasillo.
Sentado en una banca de madera,
observé –a través de un cristal enorme que dividía el estacionamiento de los
juzgados–, cómo, un grupo de judiciales, vestidos de caqui, subían a la
patrulla al villano Pech. Bajé la mirada. Una mosca intentó pararse encima de
mi cara. La espanté. Fastidiado de resolver asuntos baladíes, sentí curiosidad
por leer el facsímil. Puse mis ojos sobre los manuscritos, evité la versión
recabada en el hospital –documento que ya conocía– y ojeé la minuta trascrita
hacía escasos segundos. Esperaba párrafos incomprensibles, apestados de erratas
lingüísticas, malversaciones de sentido y una pésima utilización de conceptos
iguales a los de mi antigua declaración:
Les hallé muertos de frío,
tiritando, aferrándose a sus cuerpos tísicos deseosos de un bocado. Prorrogaban
junto a unos sabinos desnudos cualquier vestigio de escasa suerte. La hojarasca
tirada en el piso le servía a la pareja de indigentes de combustible para
alimentar una escasa fogata. Pech a pesar del congelamiento, levantaba, cada
que los ruidos de unos pasos lejanos hacían chirriar la breña, un inmenso cartel
en donde, apuntados con tinta negra, se describía la naturaleza de sus
servicios. Extenuado por falta de pitanza y pobreza, se divertía gritándoles a resbaladillas y columpios bien empotrados en
el piso verdoso, que volarían por los cielos ante la próxima ventisca. Luego,
compulsivamente, encumbrando las manos al cielo, se tallaba el espinazo
con la fárfara de un árbol y gruñía
que aquellos objetos oxidados, sin valor, envidiaban a los sabinos, quienes
orgullosos de sus raíces profundas, soportarían el tifón…
Pensé que el juez junto con mi abogado,
anexaron a las actas un sorpresivo documento, Argüí, casi de inmediato, que
había estado en un juicio rodeado por la parte defensora y acusatoria, con
muchos testigos, lo que empañaba una posible filtración. ¡Mi léxico había
regresado! El pánico despertado por la búsqueda de lo sobrenatural me hizo exagerar
mis síntomas. La afasia y agrafía no eran producto de una fuerza desconocida,
puesta en marcha semanas antes, sino fantasías de un inexperto aprendiz de
metafísico.
La sombra inconfundible, un poco
encorvada de Manríquez se dibujó frente a mí. Dijo que podíamos retirarnos. Se
mostraba dubitativo al escuchar mi fluida conversación, engalanada por notorias
sinécdoques y metonimias que defendían la justicia ante lo parco del oprobio.
Aquel hombre, ocupado en pensamiento, por otra querella legal, fingía darme la
razón. Dejamos atrás vendimias populares y filas interminables de visitantes,
conformadas mayormente por señoras abultadas, rugosas como un cedazo. El chofer
abrió la puerta del vehículo para que entráramos. Manríquez cambio de actitud. Antes
de llegar a casa me daría un consejo. Sentí repulsión por la hipotética
perorata de banas moralidades que se avecinaba. El abogado cerró la ventanilla
que nos comunicaba con el conductor. Tosió un poco y dijo: << Esas
personas han estado en prisión desde jóvenes, tienen… digamos, gustos
diferentes. ¿Usted es igual?>> Se sonrojó como si preguntase algo fuera
de lugar. Entendí sobremanera el gesto de su cara requemada. Sonreí antes de
responderle que las filias que profesaba eran de lo más comunes. Cerró un poco sus
párpados húmedos y agregó: <<Investigamos. Don José y su amigo tenían una
relación muy cercana. La escondían bien. Dejaron testigos. Sabemos que “pasaron
la noche” en brazos de no sé qué semental. Lo engatusaron. Conozco sus
investigaciones. Me las dio su hermana para revalidar ciertos datos. Lamento
decirle que cayó en un engaño. En este pueblo no existen tales cosas. Buscó
entre lodazales el lomo blanco del cadáver de una palomilla. Don José y el otro
jamás fueron lo que usted creía. Se disfrazaban de pordioseros en el mal
llamado Jardín de los desempleados. Ese lugar no es una fuente de trabajo, sino
una yema de prostitución. Hombres ofrecen sus servicios íntimos a los que ahí
visitan. Debería salir más de su casa y airearse en la calle. Empleó a dos maricones.
Pensarían que era un loco. Accedieron por las migajas que ofreció. La policía
siempre está informada de apariciones y leyendas. Me pongo a sus órdenes. No se
arriesgue >>.
Observé en el reflejo de la botella de
agua que bebí, la palidez de mi rostro. ¿Estaría diciendo la verdad? Aspiraba
rápidamente el aire sulfuroso que prevalecía dentro del carro. Los vidrios se
empañaron y el chofer tuvo que abrir las ventanas. Entró una ráfaga llena de
polvo que tapó mi nariz. El licenciado giraría la cabeza para ver a los
transeúntes que desfilaban como tinta corrida debido a la velocidad a la que
viajábamos. Le hablé por su apellido: <<Manríquez ¿Qué ocurrió entonces
con el ayudante de don Pech y con los recados que aparecían en mi testa y en
las bolsas de la ropa de aquél?>> Volteó risueño: << ¿Quiere saber?
>> No permitió que asintiera o negase: << Rodríguez está en la
tumba de Alba. Lo metieron allá. Si fue usted o Pech es asunto de cada uno.
Sobre los papelitos que aparecían en la ropa usted sabe la respuesta. Alguien
los acomodó para organizar responsabilidades>>. Me deslindé
inmediatamente del asunto, desconocía el origen de los textos aparecidos y si
el asesino consumó el delito por líos amorosos o económicos. El leguleyo pidió una
gaseosa. La extraje del frigobar y se la extendí mientras susurraba quedo:
<<Lo más probable joven es que se hayan matado entre sí, porque el otro,
un idiota, rondaba al hijo de Pech>>. Me tallé los ojos hasta que se
enrojecieron. No daba crédito a una historia tan mundana, tan vulgar. <<
¿Y mi afasia? >> musité, tratando de otorgarle dignidad al evento.
Manríquez, habituado a las pifias de los infractores y a la “inocencia” de sus
clientes, frunció el ceño, se acomodó la corbata: << ¡Olvídese!>>.
Pasé el resto de la tarde frente a la
televisión. Intentaba olvidar lo ocurrido. Decidí perder mi conciencia entre
argucias de programas sin sentido e imágenes aberrantes, faltas de idea, cuya
mayor valía era el ser transmitidas en alta definición. Ocupé mi intelecto en
actuaciones planas, deshonestas. Policías incorruptibles y villanos moralistas
lograron someter mi razón fuera de las revelaciones del abogado. Luego de unas
horas de olvido mi nuca se estrujó, el cerebro fue apretado de tal modo que un
intenso dolor solidificaría mi cuello. Mi vista estática fundiéndose con la
pantalla disimularía los comentarios del abogado. Dudaba de mis preferencias
sexuales. Supuso tintes amorosos que me llevaron a contratar a los inmundos
personajes. Mi familia interesada por la “desviación” de uno de su estirpe,
encargó al inútil de Manríquez que reparara el oprobio. Ocultarían tras una
historia falaz la perfidia del linaje. El motivo de mi enfermedad era un
desafortunado encuentro con dos degenerados.
La luz del televisor se volvía
insoportable. Brillos tremebundos, resplandecientes, provocaron que cerrase los
ojos. Por mi mente confundida surcaban memorias imprecisas. Sentía curiosidad
otra vez. Vibraba como el día en que profanamos la tumba. Mi pérdida súbita de
la escritura, del lenguaje, de la competencia lingüística y el modo tan abrupto
de recuperar todas esas facultades, sin ningún esfuerzo, probarían la necesidad
de una nueva odisea. Comencé a subir y bajar las escaleras de la casa. El sudor
me inundaba el cuerpo y un arrojo desconocido, incitándome a seguir,
engrandecía mis rodillas punzantes. Degusté sabor ferroso en la garganta,
supuse que algo se había roto en mi nariz, quizás un minúsculo vaso sanguíneo
había explotado en la cabeza. Visité la cochera, abrí mansamente la puerta,
descolgué las llaves del Jeep del dispensario, tomaría del gabinete de
servicio pico y cincel. Giré el interruptor del portón elevadizo, una brisa
calurosa, sofocante, inundó el recinto. La calle ambientada por el canto del
grillo o el zumbido lejano de escasos automóviles estremecieron mi voluntad. Una
parte de mí quería que abandonase el proyecto y subiera a dormir; otra
insaciable, sabedora de lo venidero, deseó escaparse hacia lo desconocido.
Encendí el vehículo. Avancé un poco
hasta que la trompa cubrió gran parte de la banqueta. Junto al farol de la
esquina emergía una imagen borrosa desde la alcantarilla. Un hombre vuelto
silueta brotó como remolino. Parecía ídolo cristalino, fugaz. Agucé la mirada.
Quería descubrir su identidad. Pensé que algún fraterno de Pech deseaba
amedrentarme, valiéndose de trucos de magia ridículos. Detuve la marcha del
auto. En el asiento del copiloto encontré un bastón de seguridad. Lo tomaría
para defenderme. Caminaba por la calle desierta, iluminada tenuemente por la
luna. Aullidos recelosos de espías caninos, provenientes de azoteas, rebotaban
en secos y deslucidos adoquines que esbozaron mi sombra. Los pies se volvían
pesados al tocar el pavimento y mis manos, sin que yo las controlara, se
paralizaron. La aparición exánime iba cobrando forma en la medida que me
acercaba. El hermoso brillo despedido por sus contornos hizo que desease
fundirme con ese hálito fantasmal. ¡Era la viva imagen de Lisandro Alba
revelándose ante mí! Sin rastros de putrefacción, sonreía:
<<Sígueme>>. El resucitado se adelantó tirándome del antebrazo con
una fuerza ciclópea. De reojo vi que su faz, entre más caminábamos, se
transformaba en la de Pech. ¿Cómo era posible si él estaba preso? Intenté zafarme
de esas uñas gélidas que se pudrían en mis brazos. Su oído, sus ojos, su pelo,
los rasgos de la cara, poco a poco se fueron convirtiendo en mí. El espectro
cayó abatido. De su ropa gastada brotaron decenas de notas escritas con mi
letra.
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