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Fenecer

 

Luna Lunas

 

Proemio

Abandoné el consenso de los “sabios” y sus aulas malolientes, lugares estériles con alopecias pulidas de investigadores marchitos, que desentonarían con anaqueles polvorientos donde se atrofiaron máquinas de escribir en desuso. Por mucho tiempo, argumentos fútiles de eclécticos bribones, amantes de glosas académicas que se reducían a observaciones ya dichas del conocimiento, ocuparon mi vida. Resuelto a olvidar improductivos años de aprendizaje, gobernados por cansadas horas de correcciones, alabanzas dirigidas a grandes autores y memorizaciones de citas que agitaban el frenesí exagerado de las turbas escolarizadas –quienes suponían que la repetición era augurio de sabiduría–, decidí mi venganza.

Firmé varios libros con nombres y apellidos de mis profesores. Al ser acusado me escondí en el anonimato. Fueron rumores las imputaciones. Era bien sabido el comportamiento ventajoso de ciertas editoriales para evitar litigios sobre derechos de autor. Por tales habladurías toleré el acoso de célebres investigadores. Recibí llamadas amenazadoras, casi ridículas, que me restregaron una “ética profesional” que ninguno de mis interlocutores seguía. Odiaban que se les conociese por sus aportaciones teológicas –que en realidad eran mis contribuciones a dicha ciencia– y no por sus ensayos monográficos en torno a algún filósofo en boga. El teléfono dejó de sonar cuando las imprentas les depositaron cientos de miles de pesos por el éxito de las obras que yo escribí.

Hundido en el ocio, que supongo fungió como catalizador, una nueva idea fue encarnándose. Descubrí el terreno yermo, sombrío, oculto para las tesis bien organizadas. Llamé a tal idea Epílogo de la muerte, premisa que atendería el estudio de transformaciones anímicas en los cuerpos tras su deceso. Manuscritos esparcidos sobre un cuarto rutilante, grabados con mis seudónimos, ofrecerían fundamentos para  esbozar que, en ciertos cadáveres, mucho tiempo después de inhumarse, germinaba un tenue y constante aliento motriz, herencia de cierta memoria corporal inédita. Reflejos latentes en occisos descubiertos por algunos profanadores de tumbas, sugerían que pasiones vigorosas seguían impresas, grabadas en diversas partes corporales de lo inanimado. Aún en momias reducidas a despojos eran obvios dichos impulsos. Mi hipótesis establecía que algunos cráneos huecos, al borde de convertirse en serrín, podrían rechinar molares inferiores con maxilares superiores al estimularse correctamente. La causa era un acto reflejo ocurrido en la mandíbula, patrimonio de lo que mordieron cuando estaban vivos.

Estas observaciones nacerían de ensayos, citados en el grueso volumen Las  festividades de los vivos, que publiqué tras el nombre de F. Fibonacci –reconocido profesor de epistemología–. Ahí relaté historias de pueblos autóctonos que describían sórdidas experiencias al visitar sus necrópolis en el mes de noviembre. Las crónicas, escritas en tercera persona como era mi costumbre, pormenorizaban que al disponer jugosos banquetes y excéntricas bebidas en lo alto de los sepulcros –hogar de inánimes amortajados moradores de terrosos pasajes subterráneos–, el olor a comida recién hecha, a suaves enchiladas y crujientes buñuelos, producía movimientos telúricos bajo los pies.

Quien detonó el inicio del proyecto fue la nota roja de un rotativo de circulación regional. La nota hablaba de un caso atípico, ocurrido a José Godete, vitoreado antropólogo. El autor refería que, en asentamientos de las cordilleras occidentales, era muy habitual, a finales de mayo, el regreso de antepasados, que emergían de la tierra en forma de escupitajos, para catar sabores de las primeras lluvias. Godete narró que el año pasado, mientras intentaba ubicar a una etnia casi extinta, los Yarq, lo alcanzó un chaparrón. Para esconderse del aguacero descuidó la conocida vereda. Sabía que tras una loma estaba el refugio. Lo buscaría hasta encontrar la portezuela del camposanto. Quitó la aldaba y divisó, entre la niebla, la planicie de un techo improvisado para velatorios. El torrencial hizo que brotase, a escasos metros suyos, un hombre de mirada ausente, torcido como la raíz de un árbol. La aparición expuso un cráneo agujerado al cielo y su enlodada mandíbula perseguiría cada gota venida del cielo.

Mi proyecto intentaba resolver tres interrogantes: ¿Era posible que la muerte no lograse desconectar las pasiones de cuerpos inertes? ¿Los cuerpos olvidados bajo tierra guardarían en cada tendón, en cada hueso, la semilla de una memoria irrevocable de antiguas voliciones, tan latente que intentaría manifestarse a cualquier precio? ¿La imaginación sensible, deseante, hecha para gozar el mundo, al reducirse a un montón de carne maloliente, intentaría revivir sueños y recuerdos de su vida pasada, hasta que boca, manos, ojos y fosas nasales se animaran por su cuenta?

I

Irritado por el barullo vespertino de la calle, traté de interpretar los movimientos de la Sinfonía 40 de Mozart, que nacían de las bocinas de una vieja grabadora fuliginosa. De pronto, escuché el rechinido de una llave moviendo los pernos de la vieja y oxidada chapa de mi cuarto. Empujé rápidamente un taburete para evitar la entrada del intruso. Una voz socarrona gritó desde fuera. Alguien insistía en que bajase a merendar. Entonces tuve una idea: los organismos muertos exteriorizan, al perder su conciencia regulatoria, movimientos torpes, instintos del sujeto, ergo no habrá fuerza mayor que la reprimida, para forjar en la memoria epidérmica, una energía capaz de agitar las partes corpóreas subyugadas a las pasiones vivas; algún tipo de reminiscencia, producto de una voluntad exacerbada, sin cordura, ocasionaría, ante tentaciones muy poderosas originadas en el medio, una leve reverberación de los músculos corruptos; consecuentemente, las extremidades podridas, sin un guía –la personalidad del alma– serían capaces de emitir leves oscilaciones basadas en memorias refrenadas; la carne sería una afección eterna, deseante, que, liberada del yo, buscaría el movimiento automático –estímulo- respuesta–.

Durante la madrugada cualquier bullicio acabó y mis reflexiones cambiaron. El único ruido perceptible fue el de pequeños granizos golpeteando la ventana. Sentado en mi escritorio, debatía, envuelto en una cobija, aporías y contradicciones posibles al buscar pruebas físicas, concluyentes, de tan augusta empresa. Bajé del librero el manual de L. Escudero –que yo había redactado–. Escudriñaría algunas técnicas, ciertos artificios que me protegieran de un desenlace fatal. Una y otra vez leía mis propias advertencias y las explicaciones relativas a la profanación de cuerpos. Ojos enrojecidos, lastimados por minúsculas arenillas, hicieron que detuviese la lectura. Rehabilité mis globos oculares con gotas hidratantes. Aquello me dio tiempo para intuir que los muertos al ser presas del rictus mortis, de la putrefacción desfiguradora de los músculos, escondían las habilidades para comunicarse con el mundo e hibernaban hasta que otro eón les permitiera vivir. En mi cabeza, iluminada sólo por un faro intermitente, ubicado en la calle, vibraron las imaginaciones recién inventadas: cadáveres hallados en posición coital, voluntades moribundas capaces de lanzarse sobre el primer cuerpo vivo que apareciese, animal u hombre. L. Escudero señalaba que un cuerpo exánime podría vaciar la mente de un nuevo huésped, si era capaz de motivar y volver a unir las afecciones de cada parte corporal y lanzarlas hacia otro ente. Dubitativo tallé mis ojos para que las letras borrosas se volviesen claras. Apareció ante mí un párrafo minúsculo, el de la página... El autor sugería que, si un cadáver era desenterrado y hallado en el instante fugaz del movimiento originario, el profanador, ese que captó la vida del ido, debería optar por el suicido.

La cortina del ventanal dejaría pasar un brillo turbulento. El coro de las aves matutinas entró como un murmullo sin vida. Pensar en el griterío que se avecinaba me produjo espasmos que se esparcirían por el vientre y bajaban hasta las piernas. Rápidamente el zumbido de vehículos y pasos indiscretos de transeúntes me obligaron a dejar un ambiente tan ruidoso. Descolgué mi chaqueta. Bajaría las escaleras. Intenté calmarme, pero mis oídos eran un timbre zumbando. Deambulé por la orilla de la banqueta. Cavilaba las posibles alternativas del experimento. Me detuve frente al escaparate de una panadería. Vi mi rostro, las ojeras se dibujaron encima de pómulos como un antifaz. La vendedora, que acomodaba panqués sobre una barniza, sonrió. ¡Ocurría una reminisencia! Necesitaba un grupo de empleados fieles, de preferencia tan bobos e ignorantes que me ubicaran como salteador ordinario de tumbas. ¡Sabía dónde encontrarlos! Una caravana de ancianos, extendidos tras la arboleda de nogales –cuyos troncos fueron pintados color verde en honor al aniversario del ayuntamiento– miraban la fachada el templo de la San Iscariote el mártir, mezcla de gótico y neoclásico. Debatían noticias en boga, se pasaron compulsivamente un periódico de fecha reciente, señalaban una foto con dedos inquietos, la compararían con el nicho del edificio. Era un ritual para ilustrarme su oficio y motivar, con sus conocimientos arquitectónicos, a ridículos visitantes como yo que necesitaran sus servicios.

Acuclillándose sobre fríos adoquines de piedra, dormitaban extraños remedos de hombres dispuestos a todo –escupían bilis–. Enfundados de la cabeza con gorros de lana y tapados con gruesas y olorosas chamarras de cuero, disimularon sus semblantes cadavéricos con sonrisas de sangre. Eran sujetos hambrientos, con ropa descosida y de tufo dulzón, que se elevaban del piso como marionetas. Ofrecían destrezas por demás rústicas: limpiar las casas del mal de ojo o pulir azulejos con una lupa. Cierto cojo de pantalón raído me detuvo, agitaba las manos, creyó que podía resolver cualquier tarea de espiritista, fontanero o pintor. Agaché la mirada y faltó poco para que se desgarrase su camisa –al desabotonarla hasta el ombligo–.

La pareja de idiotas que intentaba prender una fogata me interesó. Hallándose lejos del grupo no pusieron atención en su nuevo cliente. Frotaban sus dedos rugosos encima de un barril lleno de harapos al que le habían prendido fuego. Creí que estaría acostumbrados al trabajo duro y a no preguntar demasiado. Me acerqué sigiloso. Ellos no se enteraron de mi llegada. Escuchaban muy atentos las noticias que emitía un antiguo radio manchado de cemento. Los saludé. Barbas canosas y cejas amarillentas empañaron sus rasgos faciales. Observarían mis zapatos antes de alzar la cabeza. Economizaban cualquier movimiento corporal innecesario. Decidieron regresarme el saludo hasta que les propusiera un buen negocio. Fui al grano: <<Necesito que me ayuden a cavar y a derribar losas>>. El más viejo, encorvado como arco, encendió una colilla de cigarro, preguntó qué se iba a desenterrar. Despegué un billete de mi cartera y se los ofrecí: <<Necesitamos hablar del trabajo, les invito una copa>>. Su mano corta, ulcerada, tomaría el dinero. A regañadientes, desempolvándose la chaqueta, indicó el camino. Su compañero caminó tras de mí. Nos detuvimos cerca de unos columpios oxidados. Demandaron les revelase la naturaleza del trabajo. Intenté explicarles con lenguaje simple los pormenores del oficio, pero un viento helado, ruidoso, que enrojecía las narices, me obligó a repetir varias ocasiones el plan. Subrayé que analizaríamos cadáveres. A pesar de mi retórica empecinada, que minimizaba los riesgos, coloreando la facilidad del trabajo, ellos se mostraron recelosos. El que dijo llamarse José insistió sobre la paga. Murmuré una cifra cualquiera. El viejo pidió unos minutos a solas para razonarlo con su ayudante. Se retiraron a escasos metros hasta tocar un carrusel metálico, despintado y rechinante. Aguardé calentándome las extremidades encima del bote flamígero que había quedado encendido. El olor a diésel se fusionó con la humareda de vehículos que transitaban por la avenida contigua. Tapé mi nariz con una bufanda cuadriculada, herencia de mi madre. Luego de diez o quince minutos advertí que volvían. Se acercaron riñendo. El anciano negaba con la testa y el otro puntualizaba sus argumentos tomándolo del hombro. Reacios, interrumpiéndose mutuamente, despedían palabras entrecortadas: <<a-lo mejor, no...>> Aquilataron que tal empresa les iba a meter en problemas y que no accederían si la renta era menor de dos mil por jornada. Extraje de la bolsa del pantalón vales de despensa. Le di uno a cada albañil: <<Nos vemos en la noche, aquí mismo. Diez en punto. Si no faltan tendrán lo acordado>>. Me retiré pensando que esos hombres vivían de limosnas, al corregir averías menores en los apartamentos de gente avariciosa, que no soportaba una mancha de humedad sobre las paredes de sus pequeños hogares, ni la leve grieta en los mosaicos de su microscópica cochera. Tal sonrisa punzante se dibujó en mi cara que la sentiría a pesar de no verla. Discerní que la penuria de esa pareja de imprudentes les impidió avizorar alcances y ganancias que me daría tal búsqueda. Imaginé el producto de la fama de tan respetable estudio. Un diploma notable pendería del muro situado en la sala de mi nueva morada, herencia del gobierno, quien, agradecido por mis aportaciones, bendeciría al nuevo metafísico con lujosas propiedades.

Obvié el resto de la tarde. En mi memoria quedó música estridente de lugares ignotos y aguanieve cayendo desde un cielo vacío, sin brillo. Cerca de las diez abandoné mi casa hacia aglomeraciones urbanas conocidas que me llevarían al lugar acordado. Las calles borboteaban gente a pesar del frío. Todas ellas iban a un parque, sitial de vendimias y transexuales. El único lugar vacío era un columpio, en donde me acomodé. Guantes de lana que envolvieron mis manos se resbalaban de las cuerdas metálicas que detenían el asiento del venturoso juego. Las verbenas populares se tranquilizaron tras le llegada de un grupo masivo de seres con tetas enormes, vestidos únicamente con mallones que les cubrían desde los hombros hasta los tobillos.

Por la mañana era imposible detectar melodiosos y acompasados sonidos de animales que vivían en el parque. Ahora el ulular de la lechuza retumbaba en corteza de los árboles, ocasionando, junto con el maullido de gatos, una breve pero intensa armonía de noche. Era como si el rugido de automóviles y gritos estridentes de niños llorones fuesen resonancias invasivas, fuera de lugar, que no permitían el influjo de eso que se abría ante mí. Podía olvidar mis sentidos al permitirme una gran mente fraguada en el silencio, junto a las grandes voces de otras especies. La sensación de unicidad, el brillo intermitente sobre la copa de árboles con ojos enrojecidos, cuyos moradores graznaban ante la caída de hojas entumecidas con cadáveres de polluelos en su regazo, hicieron que olvidara toda sensación más allá de estrellas fugaces parpadeando cada vez que habría y cerraba los ojos.

Me interrumpieron pasadas las once. A trompicones se empujaban uno contra el otro para darse valor. La única forma de aceptar el trabajo fue viniendo juntos. Se habían bañado y afeitado, como si asistieran a una celebración. Su piel rugosa lucía áspera, humana, al no tener el necio bocio plagado de cal y cemento. Les hablé de la jornada. Con un lenguaje claro y preciso hasta para ellos, anuncié la visita a una célebre tumba en el panteón municipal. El último descanso de Lisandro Alba, mejor conocido como Doctor Talmud, marcaba el inicio de nuestras labores. La evidencia sería documentada por una cámara fotográfica, una de video y mi libreta de notas. Añadí que el sostén del experimento se basaba en las peculiaridades del inánime cadáver. Di libertades para hurtar cualquier bien preciado que se descubriese en la tumba del finado. Inmediatamente les chispearon los ojos.

Pretendí acelerar el paso. Uno de ellos, el de mayor edad, se adelantó: << Tobia no nos conocemos, patrón>>. Dijo llamarse José Pech y que le podía llamar: “Pech”. El otro, cuyo nombre ya sabía – Valentín Rodríguez­–, de cuarenta y tantos, con un lenguaje soez, rogó que esperáramos el repliegue de la policía. Pedí se me explicase la razón de aplazar el trabajo. Rodríguez lanzaría esputo al piso y aclaró que realizaban vigilas de madrugada. Propusieron visitar una taberna mientras pasaba el tiempo. No supe qué decir. Pech solicitó la elección del sitio.

Cuál fue mi sorpresa al enterarme que visitaríamos –luego de caminar tras ellos unas ocho cuadras, a paso veloz, e ingresar a la zona roja de la ciudad­– un riesgoso burdel, infestado de narcotraficantes, carteristas y prostitutas callejeras. El establecimiento olía mal. Sus habitantes despedían tufo sudoroso mezclado con olor a látex recién abierto. Las mesas, herencia de una cervecería muy conocida, pintarrajeadas de anuncios con los tipos de bebidas que ofertaba la empresa, eran de metal oxidándose. Se notaron aleaciones de cobre en los bordes de sus patas. Nos sentamos en una de ellas. Había cáscaras de cacahuate, restos de ron esparcidos en la superficie. Un desfile de mujeres fornidas de medio cuerpo y escuálidas de pies o manos ­­–las esbeltas regodeándose de un vientre abultado, las obesas con brazos al borde de la inanición–, ataviaban negligés de nylon brillantes u oscuros, que rallaron en lo grotesco. Transitaban por todos los rincones del salón, ofreciendo sus exiguos pero necesarios servicios. La cadena de féminas se iba acortando. Clientes en potencia las jaloneaban, tentando glúteos, piernas y senos, igual que un matarife verifica la calidad del ganado, hasta que uno de ellos se animaba a tirar a alguna del cabello y preguntarle el costo del servicio. Risotadas masculinas enmudecerían. Los comensales se apoderaron del cuerpo favorito para usarlo a su gusto. Pech, Rodríguez y yo, olvidándonos del asunto, compartimos algunas experiencias en torno a las mujeres. Les aclaré, ya entrado en copas, presa de una taquicardia insoportable, motivada por la continua ingesta de licor adulterado, que jamás iría a la alcoba con tales adefesios.

Se acercó una fémina, de cuarenta y tantos, que no había desfilado junto a las otras. Tenía cuerpo atlético, pero notablemente arrugado. Su cara seca, deduje, por la edad, aparentaba a una manzana en putrefacción. Era rubia o así lo pareció. Movía su boca con colmillos viperinos. El griterío estridente de ciertos rijoso me impidió que la escuchase. Fruncí el ceño. Iba a preguntarle qué deseaba. Al momento, la silla de enfrente crujió y el ilustre Pech babeando como un perro rabioso, sin dejar de verla, declaró: << ¡Cógetela!>>. La dama embutiría su lengua de cobra en mi oído: <<Seiscientos pesos cada uno>>. Seguí, como hipnotizado, falanges heladas que me guiaron a una pieza sin enjarrar, compuesta por silla de madera y telón que fungía de puerta.

 

II

Sentí un escozor en la entrepierna. Recordaba brevemente lo ocurrido en el antro. Inhalé con suavidad el aire gélido del entorno y sentí el perfume barato de la mujerzuela. Dos botellas de ron y una cita compartida con la vieja Afrodita provocaron que vagásemos por calles inhóspitas tomados de los hombros, lanzando blasfemias que encendían luces en las fincas. Pronto, el único sonido audible fueron nuestras pisadas que retumbaban sobre adoquines. Las últimas farolas de la ciudad eran tapadas por el aleteo de lechuzas que circundaron los alrededores en busca de cabezas de pichón.

El camposanto estaba cerca. Un frío entumecedor hizo que me frotase el pecho, ni siquiera mi chamarra de piel de carnero atemperó los besos gélidos del viento escurriéndose por las entrañas. Pómulos enrojecidos y ojos lagrimosos de mis acompañantes hicieron de sus facciones arrugadas bustos rígidos, crepitantes. Pese a que eran hombres acostumbrados al mal clima, proferían gemidos dolorosos al respirar.

Hallamos el pórtico abierto y tras de la jamba una picota recargada sobre la carretilla que descansaba recargándose sobre el parapeto –dichas herramientas las acomodó un mezquino sepulturero que soborné–. Distinguí los primeros altozanos cenagosos de las tumbas más viejas, esas que reposaban, desde hacía tiempo, cerca de la entrada del olvidado lugar. Pech desembolsó un ánfora metálica de aguardiente y bebió antes de persignarse e intentar alejar -lanzándole manotazos- el celaje de los alrededores. Rodríguez le pidió bebida mientras caminábamos rumbo al oratorio situado en la tercera línea de los sepulcros.

Al sortear brazos de árboles que colgaban hasta el piso, supe que olvidaba algo. Me detuve. Había mandado estacionar un vehículo en la acera contigua del panteón. El amo de llaves tenía órdenes de acomodar la camioneta de servicio y esconder bajo el asiento del piloto una mochila, donde estarían la cámara de video, la fotográfica y una libreta de apuntes. Hice saber a mis acompañantes que necesitaría ausentarme. Boquiabiertos aceptaron. Pregunté si deseaban acompañarme. Negaron con la testa. Atravesé sigilosamente la calzada, a la izquierda y derecha se elevaban toscos nichos con epitafios mal escritos, unos partidos y el resto maltrechos. Pequeños jardines de breña, iluminados por luciérnagas apostadas entre la sarta de tumbas, delineaban el sendero.

Hurgué en los bolsillos del pantalón buscando el juego de llaves. Aparcado, según el acuerdo, estaba el vehículo, cuya lámina helada sentí en la manija y al abrir la puerta. Examiné debajo del asiento del copiloto y sustraje una mochila deshilachada. Noté por el espejo retrovisor que Pech me había seguido, creí, para cuidar su inversión. Guarecido tras el alféizar de una ventana del Camposanto me advertía algo. Levantaba la mano señalando una esquina de la calle. Giré la cabeza, notaría la torreta de patrulla. Me agaché inútilmente. Los gendarmes pasaron a toda velocidad sin tomarnos en cuenta. Le hice saber al viejo aprensivo que no desconfiara, eran necesarios enseres guardados en la mochila para registrar experiencias noctámbulas.

Transitamos el mismo camino de regreso. Empecé a sentirme incómodo. Ahora tenía a Pech silbándome en la espalda y a Rodríguez en el fondo del panteón profiriendo jadeos tan agudos que retumbaban en cada recoveco de las estelas. Un interés sabido exclusivamente por ellos les motivaba a tenerme cerca. Pronto aterrizamos en el sitio pactado. Rodríguez nos esperaba indiferente, dibujando con una filosa laja, cruces sobre el granito de lápidas vecinas. Extraje de la bolsa utensilios de grabación. Mostraría largo rato, a los dos hombres, el funcionamiento general de una cámara fotográfica, resaltándoles el modo de enfocar el lente y de obtener imágenes a gran velocidad. Rodríguez prestó atención a las funciones de la videocámara, cuyo poderoso lente alumbraba cuadros imperceptibles, ubicados en la más profunda oscuridad. Absortos, miraron pantallas táctiles y aparatos. Entendían lo básico. Pech me demandó con suma amabilidad que fuese yo quien registrase todo hallazgo y que ellos cavarían según les indicase.

Los obligué a que verificaran si algún intruso se había metido en el Camposanto. No quería, justo cuando la empresa estuviese en el punto medular de su desarrollo, que algunos curiosos, escondidos tras un recoveco, arruinasen la velada. Pech molesto y renuente fustigó mis excesivas precauciones. Mientras aluzaba con una pequeña linterna las paredes del oratorio, dijo que hacía problemas incluso del repentino crujir de hojarasca sobre las tumbas. Hinchado de ira como un tonel, le aclaré la suma pagada por sus escasos servicios y que no era tan estúpido para correr riesgos. Balbuceó remedos inaudibles.

Resolví cerciorarme yo mismo. Me adelanté guiado por una lámpara de cuerda. Caminaría unos veinte metros. Alumbré la lontananza. Lo único que se movía eran alas inquietas de cuervos encima de los árboles. Alzaba recurrentemente la mirada para observar si en alguno de los edificios aledaños había una luz encendida. Giré mi cabeza a izquierda y derecha. Mis pisadas se volvieron fuertes, seguras, hasta que el dolor de rótula, supongo, originado por el frío, me detuvo un poco. Llamé a los trabajadores para iniciar trabajos. Quedaron tres sombras acercándose, dos de ellas erguidas, la otra, a cuatro patas. Al estar próximas las iluminé con el farol. Pech y Rodríguez eran seguidos, muy de cerca, por un can amarillo, de orejas puntiagudas, que jadeaba nerviosamente. Presentaron a su mascota. Según entendí aquel animal podía hallarlos en cualquier parte.

Cerré los ojos, dos o tres lágrimas se escurrieron por mis huesudos pómulos. Advertí el error: dos forajidos y su animal, a solas, con el inocente explorador que los contrató, vaticinaban una tragedia. Podrían hacer lo que gustasen conmigo: llevarse aparatos, billetera, golpearme hasta saciarse y después lanzar mis restos a cualquier fosa abierta de las que abundaban en el terreno. Rodríguez notó que mis frases se volvían inentendibles y que la palidez inflamaba mi rostro. Sostuvo que no pensaban matar, tampoco retrasarse en el encargo. Traté de serenarme. No tenía otra opción. El miedo acortaría su buen juicio y mi vida también. Las palabras se iban de mi boca, salieron como sonidos extraviándose al ser manifestados. Insistí en la confianza mutua. Socavar el receso de los muertos podía convertirse en una aventura colmada de riesgos y de vivencias traumatizantes. Un sudor helado volvió pegajosa mi ropa interior. José caminó hacia donde yo estaba. Desembolsó un cigarro sin filtro de la bolsa de su pantalón, se lo llevó a la boca, lo encendió y después lo puso en mis labios.

Buscamos la tumba divididos en grupos. Rodríguez me acompañaba. Por seguridad dejé que fuera delante. A unos metros de distancia iba Pech hablándole a su mascota de temas ordinarios y de pasada vociferaba los epitafios de las tumbas que tenía enfrente: <<Ukulele Pech, 1946-1994, Luis Escudero, 1983-2010>>. El último nombre vibró dentro de mi cabeza. Indicaba el nombre de un joven aventurero, itinerante. Fue un amigo de la infancia muerto de ébola en diciembre pasado.

Transitamos pasadizos minúsculos asediados por tumbas improvisadas y pedazos de cruces de madera que contenían dibujos borrosos e imágenes religiosas. Esculturas sin cabeza y mantos de vírgenes hechos trizas se esparcían por todo el lugar. Sudorosos y cansados de pisotear arreglos florales desvalijados y lajas empotradas sobre el macadán, hallamos el tan ansiado enterramiento. Un ridículo mausoleo rectangular, cubierto de azulejos y de piedras brillosas que arropaban el techo, contrastaban con el mural de Santa Teresa, tallado en cantera, irguiéndose encima de la bóveda. Sobre un capitel, la oración Padre Nuestro, fungía como el prólogo de un epitafio que rezaba: Lisandro Alba, 1932-2009. La construcción, presa de un eclecticismo vulgar, mezcla del estilo barroco y gótico, al reflejar bajorrelieves cimbrados groseramente en las paredes y una torre situada a la mitad de la bóveda, en cuya punta sobresalía una cruz inclinada hacia el ángulo derecho, irradiaba sombras tan deformes en la tierra, que me produjeron mareos.

Resolví que Pech trepanase el domo, mientras su compañero intentaba perforar uno de los muros. Derribar tan infame obra, tirarla abajo, se convirtió en mi objetivo. Un deseo enfermizo me instó a liberar el mundo de la molestia visual que representaba esa perorata de rocas. Arengué a José para que rompiese, de una vez, las paredes y después reventase como mejor le placiera cierta figurilla mística que reposaba al lado de uno de los capiteles de la edificación. Estuvo de acuerdo en moler tabiques recientemente aglutinados, pero se negó a profanar la efigie religiosa. Intenté convencerlo echando mano de argumentos filosóficos y teológicos: los santos eran producto del averno y un vehículo garantizado a la condenación de las almas. No logré persuadirle. Sus creencias eran el resultado de una larga tradición. Le indiqué que bajara la figura, que la arropase con su chaqueta para mantenerla intacta. Acomodó la virgen de cantera junto a sus pertenencias y siguió atormentando al muro inmenso, de casi dos metros de largo.

El silencio intermitente, demencial, aparecido tras cada golpe que propinaban el mazo y la picota a las débiles marquesinas de cemento, parecía de relámpago tras el rayo. Mis oídos produjeron un zumbido alargado, como de gong. Estaba a punto de enloquecer, los nervios flaqueaban ante tal sinfonía. Percibí una polvareda remojada creciendo dentro mis pulmones. El sabor a tierra me arrojó hacia un pino inmenso, en donde pude recuperar el aliento. Su tallo me pareció tan grande, cuando alcé la mirada para observar su copa celeste, que no tuve duda del origen de su alimento. El abono que devoraban sus imponentes raíces fluía de la carne putrefacta estancada bajo sus pies.

Cada golpe propinado a la cúpula y a las bardas del mausoleo salpicó el piso con gotas de sudor que emanaban de los brazos callosos de Pech y Rodríguez, quienes destruyeron poco a poco el escondrijo que guarecía el pasado del fatídico personaje. Aquellos tapándose boca y nariz con un trapo granate, reventaban el ladrillo al doblar varillas de la construcción. El intenso ruido ocasionado por tan escandaloso procedimiento hizo que les pidiera ser más discretos. Su incomodidad fue creciendo debido a mi insistencia en el silencio. Incluso el desgastado can, propiedad de Pech, que se había tendido al lado mío, rechinaba los dientes de ira ante el insoportable ruido.

No pasó mucho tiempo antes que el enorme boquete se abriera en la bóveda y una cascada de escombros se desplomase encima del grueso féretro que sobresalía desde la cámara. Poco después, Pech destruyó las tapias del mausoleo. Alumbramos el fondo de la cripta con el brillo de nuestras linternas. Me siguieron en el ritual. Los acomodé uno a la derecha y otro a la izquierda del ataúd. Yo dominaría el extremo oriente, donde había quedado apuntada la testa del finado. Un olor fétido, húmedo, corroboró el estado final del cuerpo. Aguardamos escasos segundos. Mientras el hedor se iba Pech me tocó el hombro. Giré la cabeza y vi que acercaba una navaja oxidada, de esas multiusos que poseen también un pequeño desarmador y un sacacorchos. Raspé la tapa con ella. Dije que sacaríamos la caja del olvido. Formamos un triángulo, yo al frente y mis acompañantes en los extremos traseros del cajón mortuorio. El viento se volvió más frío, sentí mis labios escarbados por la fricción del aire helado y podrido. Acomodamos al féretro sobre tierra. Bruscamente el rostro de mis acompañantes fue ocultado por nubes que apagaron el brillo lunar. Rodeados de penumbra nos conocimos solo por la voz. Pech se adelantó e iluminaría la tapa del ataúd con la flama de un encendedor. Tenía grabada la séptima letra del alfabeto hispano. Con un cincel la perforé. Nos retiramos para dejar al aire el predominio sobre los humores internos del muerto. Pech extrajo un abultado papel de su voluminosa chaqueta. Leyó en voz baja aquel Salmo cuyo número y nombre he olvidado. Dadas las tres de la mañana removimos la cubierta. Me acerqué con la videocámara lista para observar al fenómeno. Lisandro Alba reposaba en una postura extraordinaria. Seguramente lo enterraron con manos tejidas sobre el pecho. Pero, una de ellas, la derecha, alojándose en su boca descosida, indicaba que el finado intentó devorar un anillo brillante, incrustación de ópalo, que tenía alojado en su lengua verdosa.

Tomé series fotográficas de los mordiscos en la falange del occiso. Una uña arrancada, perdida entre los molares, corroboraba el deseo sobrenatural del finado por apoderarse del anillo. El cadáver evidenciaba un irritante gusto por el oro como muestra de lo que perdura y de cierto demiurgo, llamador el Gran Arquitecto, representado por una G. El reciente acomodo del índice entre sus fauces era producto de la intromisión en el descanso del muerto, no de un deseo insustancial por algo vivo. De alguna manera el occiso se dio cuenta de nuestra llegada y escondió la única joya que había representado algo valioso en su vida.

Elevé la mirada fuera de la hoja del cuaderno de notas ante tal hallazgo. Desconozco la razón de que ideara así los hechos. Mandé a mis acompañantes apartarse del cuerpo. Los gritos hicieron que retrocediesen presurosos. Cruzaron entre ellos miradas de asombro e inundaron la atmósfera sombría con voces chillonas, de espanto. Pech y Rodríguez hablaban de un aparecido, de cierto espejismo olisqueado por el can que aullaba profusamente. Ordené desdeñar toda superchería; el muerto intentó esconder el anillo en su bocaza debido a nuestra intervención; por el momento no podía corporeizarse. Se limpiaron el cuerpo entero al sacudir las ropas de alguna suciedad ilusoria. Pech tallaba sus costillas desesperadamente y el otro prorrumpía lamentaciones. La falta de sentido común reinante me orilló a voltear de espaldas al cadáver. Rompí la camisa que abrigaba su espinazo y noté que la podredumbre iba desapareciendo. Un tejido vivo, rosáceo, cicatrizaba agujeros tisulares que los gusanos perforaron durante el gran festín. Resolví sellar el ataúd e introducirlo entre ruinas de la tumba profanada. Pech se tentó la espalda y gritó que olía a carne descompuesta. Traté de calmarlo, pero un súbito escozor agudo en mi brazo izquierdo provocó que rodase en tierra maltrecho e inconsciente.

Me despertó Pech. Casi sin voz sostuvo que encallásemos al interfecto muy hondo para que dejara de molestarnos. Le pregunté a qué se refería y señaló con un dedo el talle desnudo de Rodríguez, quien mostraba una copiosa herida atestada de larvas amarillentas. << ¡Mee pudrió! >> clamaba. A toda prisa intentarían reconstruir la tumba del difunto para acomodarla tal y como fue edificada por sus constructores. Tal empresa se prolongó durante la madrugada. El pecho del muerto ahora latía en mi cabeza. Exasperado por su tardanza ayudé a pegar, unos encima de otros, tabiques despedazados. Supe entonces que esa pareja de ineptos era una falacia: confundían arena y cal, olvidaban agregar cemento a la mezcla. Mis escasos conocimientos de albañilería sirvieron para terminar el amasijo que sirvió de pegamento. Pech y Rodríguez convirtieron la ostentosa cripta en un montículo de termitas.

Antes de hundir el cuerpo en esa masa amorfa de escombros, me acomodé tras la cabeza de Alba. Con la navaja de bolsillo levanté sus tiesos párpados e insté a mis empleados a que miraran fijamente los ojos del muerto. Así serían liberarlos de una virtual posesión. Confiados de mis parcos y elementales conocimientos, no dudaron. Las pupilas inexistentes del finado serían registradas con miradas bobas de esos idiotas que creyeron así sortear un destino fatal. Mi objetivo era, si había ocurrido algo, lanzar sobre ellos el odio del muerto. Pensaba que el síncope, padecido minutos antes, se debía a un entorpecimiento de la corriente eléctrica de mi corazón, utilizada por el músculo cardiaco de Alba, para rehabilitar su cansado pecho –ahora martilleaba tanto que escuchábamos claramente un eco atronador rezumando de entre los mal puestos escombros–.

Cerca de las seis de la mañana los primeros rallos de sol permitían árboles y tumbas florecer. El desfigurado megalito, con una cruz en la cima, se alzaba en medio del Camposanto. Era hora de abandonarlo todo. Aguardaron junto a un sauce, al lado de la entrada del panteón. Atravesé la calle para verificar el escenario que empezó a volverse concurrido. Olorosas señoras recién perfumadas, que acompañaban a sus vástagos hasta la puerta de los institutos, nos miraban con asombro. Hice una seña para que atravesasen el camino y me alcanzaran junto a la camioneta. Desdeñosos, injuriarían a uno que otro automovilista que los maldecía por cruzar sin precaución el carril dibujado para el tránsito vehicular. Se recargaron en la salpicadera. Rodríguez lanzó un breve suspiro. Muecas de sorpresa enardecían su rostro atormentado por lo desconocido. Habló, pero el rechinido del viento que golpeaba los flancos de la camioneta me impidieron escucharlo. Ansiaba, junto a su amigo, un rol de víctima. Pech colocó en dirección horizontal de su oído el dedo índice y lo giró. Me creyó demente. Extraje dos sobres de mi bolso y se los di. Sus ojos revelarían tremenda incredulidad. Jamás pensaron que llevase la paga conmigo. Pudieron haberme asaltado la noche anterior y evitar tan desagradable experiencia. Los invité a que subiesen en la parte de carga del vehículo. Pregunté dónde vivían y respondieron que les dejara en la colonia... Conduje distraído, meditaba sobre razones sin forma. Mi brazo izquierdo seguía entumecido. De reojo, por el espejo retrovisor, advertí que Rodríguez no cesaba de tallarse la espalda. Los bajé en un área terregosa, abarrotada de piedras sueltas. El caserío recién iluminado permitió ver tejas de asbesto encima de jicoteras. Una pequeña vía, en medio de improvisadas viviendas, empantanada por limo azulado, ocultaba el hormigón del piso exhausto, que reflejaría, al mirarlo fijamente, sombras, casuchas de adobe sin ventanas, colapsando.

III

Macilento y obnubilado disfruté como nunca mi vetusto colchón de alcoba. El sueño, a pesar del agotamiento, tardó en llegar. Un pasaje difuso, el caso de Lisandro Alba, se repetía en mi cabeza. Ideas entreveradas, anteriormente leídas, darían forma a ese temible ser, mitad hombre y mitad cadáver. Lo imaginé sumergido en una gaveta anónima, bajo criptas de hombres comunes a pesar de su abolengo. Revivía, por nuestra intromisión, como neblina. Era murmullo del viento sintonizándose en estación de radio. El curioso golpeteo de bocinas llamaba a moradores de otros tiempos, quienes, expulsados de mausoleos de familias pudientes, ahora eran bateristas de un grupo de heavy metal.

La vívida ilusión se desvaneció. Entre sueños oí un ambiguo murmullo repicando en mi cabeza. El silbido de una aspiradora falsificaba la inconfundible voz meliflua de Andrea. Los rechinidos provenientes de la calle, ocasionados por autobuses cargados de gente que sofocaban el asfalto, llegaban y se iban, como elementos de una gran sinfonía absurda, imposible. Me imaginé tendido sobre el patio cenagoso de siempre, acompañado por dos medias lunas que sobresalían en la oscuridad de una bóveda celeste vacía, cuyo fondo eran voces radiantes de los muertos. Sentía el cuerpo pegajoso, engarrotado al piso, derritiéndose por el calor insoportable. Una monstruosa tapa de bocina me pisaba sin que yo abrigara dolor alguno –el crujir de los huesos eran Alba naciendo–. En el piso se dibujaba calco de mí. Dos gigantes naranjas aparecían para calcinarme. Querían limpiar esa horrible mancha de humano.

El entumecimiento del brazo izquierdo se había ido. A lo lejos escuché barullo de transeúntes que regresaban en tropel, por aceras contiguas a mi hogar, de su trabajo. Me dolía el cuello y tenía las fosas nasales bloqueadas. Tal constipación provocó que respirase por mi boca al revisar anotaciones obtenidas la pasada noche. Los manuscritos parecían redactados en lengua cuneiforme ante semejante jaqueca y las grafías se extendían en el papel como manchas imperfectas. Signos de interrogación usurpaban frases de exclamación y las comas, misteriosamente, habían sido cambiadas por punto y seguido. Era un lenguaje incomprensible el que se esparció por hojas en blanco. Reí del temor infundado que me produjeron las extrañas vibraciones en el ataúd de Alba. Pensar que fotos borrosas y videos caseros transformarían el bagaje de la metafísica, me dibujó una sonrisa llena de mocos en la cara. Mi intuición giraba en sentido contrario, advertí el peligro del experimento. Repasé faltas ocurridas durante el reclutamiento de mis ayudantes. Calcularía los riesgos de haberme quedado a solas con ese par de charlatanes y quizás, padecer enormes consecuencias por mi actitud temeraria frente a la muerte. Sin duda transferí mis propios escritos a un ensayo real, el único peligro concreto era haber dejado testigos de mis andanzas.

Pasos altivos alcanzarían la escalera. Paraban tras la puerta y luego se iban dejando un murmullo femenino en el pasillo. Vi el reloj, eran las diez. Traté de levantarme. Mareos hicieron que la pantalla del ordenador y un juego de lapiceros flotaran, elevándose en círculos concéntricos hasta quedar atrapados por la gravedad del foco. Tras varios intentos pude levantarme. Al girar el picaporte hallé la sonrosada cara de mi hermana: <<Te busca. Pasó al vestíbulo>> dijo al extenderme una jarra con agua y dos aspirinas. Meneé la cabeza y pregunté: << ¿Quién? >> No obtuve respuesta. Vi la espalda nívea de ella disminuirse entre los peldaños. ¿Alguien nos descubrió la noche anterior y quería dinero por su silencio? Demoré en abrir el armario, en instalarme frente al espejo del tocador y cubrir mi torso desnudo con una camiseta blanca antes de que mis pies sudorosos se enjuagaran en calcetines recién lavados. Bebí el agua y tragué de un sorbo el medicamento. La emulsión se escurrió fuera de la boca como un elíxir nauseabundo. No soportaba analgésicos en ayunas.

Lo encontré hojeando la revista Frara, esparcido sobre una poltrona. El mal olor que despedía me hizo recordar al cadáver desenterrado la noche anterior. Un aroma rancio se esparció por la cámara cuando el infeliz se levantó para extenderme su mano forrada de callosidades. Demandé hoscamente que explicase la razón de su visita. Pidió agua. Aclaré que la sirvienta no tardaría en llegar y que la solicitara a ella. Tocó nervioso los bordes de su gorra amarillenta y se inclinó un poco, para olisquear al desconcertante incienso acabado de prender. Me susurró quedo. << Err. Don… verá. Supimos. Le aseguro patrón, no  fuimos a ver… Haigo la tumba destapada, avisó a la poli. Dice que estaba ahí, pudriéndose sin novedá >>. Tardé en recordar su nombre: <<Pech, ¿verdad?>>. Sin permitirme hablar dijo que el sepulturero, anciano alcohólico de pantalones raídos y de ojos claros, le reveló que salteadores destruyeron el mausoleo de un importante “don” y que la policía buscaba a los responsables. Traté de organizar mis ideas. Evitaría toda diplomacia ante tan penosa historia: <<Es irrelevante lo que hayan encontrado. No tuve que ver. A ustedes los contraté para realizar una tarea de albañilería que hicieron muy mal. Dudo que en verdad sean lo que dicen ser>>. Los ojos se le crisparon y tomándome del antebrazo reveló que su acompañante había desaparecido. Valentín nunca faltaba al trabajo, aseguraría. La historia me sonó me a escuetos artilugios ventajosos y pésimamente creados.

Intenté despacharlo al argumentar que tenía ocupaciones pendientes esa noche y los próximos días también. Aquel hombre comenzó a increparme por la desaparición de su acompañante: << Usté nos sonsacó. Yo no quería, pero la maldita nececidá. >>. Alcé la voz para aclarar las cosas: << ¡Es muy burdo y de pésimo gusto fastidiar a un ingenuo investigador que les dio trabajo pensado que eran industriosos! Probablemente su compañero fue a gastarse la paga en algún tugurio barato o se ha escondido, despreocupado, en una licorería, a la espera que usted cobre dinero por su rescate >>. Pech rechinaba los dientes. Apretaría con sus dos manos agrietadas un cojín y suspiró: <<No somos deesos. Gente pobre, raterons no. Malentendió, patrón. Acá juimos nosotros. Verá usté. Soñé raros. Lo peor jué cuando me levanté. Miré al zaguán, a de lao a lao, como una rama. Desperté… mi vieja y le pregunté si veía. Mire dejándose venir. Era puro humo, metía por la chapa. Nos jugó chueco usté. Pa mi que hubo algo que vino.>>. Reconocí que fue mala idea servirme de una pareja de supersticiosos, de idiotas embusteros sin ética. Su pobre artificio consistía en llevar nuestra turbulenta experiencia a las autoridades y utilizar la opinión pública para su beneficio. Le recomendé que escuchase con atención.

Pedí a la doméstica que le acercara una taza de café al invitado. Utilicé ejemplos muy burdos, casi ridículos, sobre límites y alcances del proyecto, investigaciones preliminares y referencias teóricas. Entendía poco. Los ojos abiertos, marcados por algunas venas enrojecidas, hinchadas, discrepaban de su incredulidad. De vez en cuando reía como un idiota para aparentar que era capaz de seguirme las ideas. Le expliqué que el interés no fue descubrir vida en la muerte, reconocía lo imposible de tal empresa. Sostuve que mis gustos tomaban otro curso, el de impresiones espirituales generadas desde la conciencia y grabadas en restos mortales de los idos: << Verá, mi querido Pech, mi campo es el estudio volitivo de los mórbidos reflejos involuntarios que animan la carne expirada. No estoy interesado en artes supersticiosas. Lo único que me atrae son impulsos emotivos, superiores a los racionales y si estos pueden sobrevivir fuera del cerebro, en el tejido inerte.>> El albañil apretó los nudillos de rabia. Odiaba quedar como iletrado. Tragaría saliva, pidió otro café y extrajo una nota de su bolsillo. Exigió la leyera. Sólo para darle gusto y evitar una trifulca ocasionada por mi evidente superioridad intelectual, accedí. El párrafo con letra brillosa, en manuscrita, redactado sobre las imágenes de una hoja de periódico, expresaba lo siguiente:

Usted comete un error. La carne, fruto natural del pecado, está incapacitada para almacenar recuerdos. Su examen nace de una cuna falsa, errónea. El sesgo científico que busca imprimirle a su pesquisa no debe sostenerse. Le recomiendo inscribirse a un curso de teología. Lo que usted busca es el insano gusto de la usurpación corporal y producir en un laboratorio lo indigno: el paso de una mente eclipsada a un receptáculo vivo. Desista.

Pech, intranquilo, esperaría una respuesta, mordisqueaba compulsivamente sus labios raídos, pusilánimes. Me acicalé la nuca. Pasaron unos minutos antes de que brotase un pensamiento capaz de rebatir la advertencia. El estilo me pareció fruto de mente instruida, que sin duda se alejaba de los implicados en el caso. Traté de serenarme. No era bueno que un estulto me venciese con documentos apócrifos. Pensé que, asediados por su miedo irracional, aducían complicaciones futuras por su participación en un trabajo que escapaba a sus facultades. Le confesaron nuestras andanzas al cura. Dicho personaje utilizó sus ventajas sobre la plebe, quiso ganarse una suntuosa limosna. Escribió en el pliego que tuvo a mano cierta admonición que sus feligreses aprovecharían para obtener algún beneficio económico del destinatario.

Volteé la cabeza rumbo al arreglo florar que mi hermana había acomodado, encima de la mesa de centro, la semana pasada. Rosas marchitas y maleza podrida nadaban en el interior de un jarrón lleno de agua amarillenta. Sin quitarle la vista al florero expuse mis conclusiones: << Estuvo en el templo, alarmado por faltas cometidas, de esas que la moral no tolera, ordenó audiencia con el sacerdote. Un temor sin fundamento le impidió, al momento de la confesión, iluminar lo que su conciencia le indicaba como pecaminoso. Su lengua supersticiosa trastocó los hechos, al espetar pasajes inventados, adornó nuestra aventura. El vicario le creyó, obligándolo a realizar alguna penitencia carente de sentido y a entregarme la nota >>.

Tomé el cenicero de vidrio que estaba sobre unos biombos implantados a la vera de mi asiento –pensé que el hosco albañil me atacaría por revelarle sus verdaderos intereses– Pech tosió para abrir el labio superior hasta la punta de la nariz y mostrarme los dientes como un animal enjaulado: << Yo no voy hay. Est papel metido bolsa de i chaqueta. Usté dijo. Tuve un. Vide, usté abrio al muertito y tenta agujeros de la mollera del. Tabacos. Hay estaba ssu papelillo>>.

Pech era falso. Las cosas no ocurrieron así. Jamás los obligué a tocar los ausentes glóbulos oculares del finado. Él no recordaba bien el evento. Por angustia e incomodidad maquilló el suceso con alucinaciones. Le aclararé que jamás tentamos la cabeza del cadáver. Mis correcciones le ocasionaron una sonrisa maliciosa en el rostro que le hizo parecer un demonio ladino, de esos conocedores de los más turbios pensamientos del otro y que al escuchar las evasivas de su víctima, se ríen despreocupadamente. Los cabellos crispados, su boca escamosa, llena de saliva, revelaron que algo traía entre manos. La blasfemia de su rostro incrédulo, necio a escuchar nuevas versiones de lo acaecido, me puso en una situación apremiante. No sabía si ante esos oídos sordos eran necesarias más explicaciones o precisar el ambiente de la pasada noche y acotar los detalles que validaran mis testimonios, o si por el contrario, debía gratificar su visita e invitarle a que abandonase mi domicilio.

El silencio incómodo encubrió rechinidos de puertas y ventanas, voces aledañas que vendían elotes con mayonesa o pan recién horneado. Dilucidé excusarme un momento y solicitar ayuda al jardinero. Iba a hacerlo, pero su voz socarrona, de hiena hambrienta, criticó el lujo la residencia, la incomodidad que le producían los muebles recién abrillantados y el piso lustroso. Pech objetó que el respaldo de los sillones era tan suave que acabaría por machacarle la espalda. Adelantándose a ser despedido, optó por sugerirme que prolongásemos la reunión en algún bar o en la delegación de policía. Insinuaba que en un ambiente neutral se aclararía cualquier malentendido, mío, suyo.

Pasé a ser un esclavo. Consentí. Lo hice porque aquél jugaba bien sus cartas. Sabía que yo no deseaba involucrar a mis parientes en el caso y tampoco permitiría un escándalo. Pech conocía al binomio mortal de familia acaudalada: jóvenes recién graduados, que, debido a la crisis económica, no lograban obtener un empleo digno y padres impacientes, que esperaban el mínimo error de sus vástagos para reducirles ingresos y proferirles un desafortunado exilio. Mi caso no era distinto, el visitante lo utilizó a la perfección. Jamás pensé que un hombre de corto entendimiento me acorralase y orillara a un campo tan deleznable.

Al asegurarme que no veía, tomé un poco de dinero de la cartera –lo justo– antes de acomodarla bajo la efigie de un elefante gris, de metal, que se ubicaba sobre la mesita de servicio. Me frotaría compulsivamente las manos hasta que se encendieron como una braza al rojo vivo. Le pregunté si deseaba viajar en automóvil. Susurró con una tranquilidad impactante que no le molestaba el frío. Atravesamos la calle pavimentada de grava calcárea. Sentía el relieve de las piedras bajo mis pies. Una ventisca helada nos inundó. Lo tomé del hombro para rogarle que nos detuviésemos en una vieja fonda que a la distancia sobresalió de entre vendimias populares. Le gustó la idea. Recordaba que ahí se ofrecía muy buena cerveza y pozole rojo exquisito. Avanzamos lentamente. Canes, muertos de frío, que chillaban escondidos debajo de automóviles abandonados, eran los únicos seres no humanos parapetados en la calle.

La tendera, señora de piernas arqueadas que escondía sus manos tras un mandil rojizo, cuadriculado, nos invitó a pasar. En el local la situación era otra, las mesas estaban llenas de comensales, miradas perdidas se hundieron sobre copiosos platos de barro atiborrados de carne de puerco y de huesos escarpados que sobresalían del potaje. Nos sentamos en bancos tapizados por granos de elote. Una viejecilla de cabellera gris acercó cajetes con limones, chile piquín, cebolla y rábanos. Pech golpeteaba nerviosamente la superficie de nuestra mesa. No hablamos hasta que la anciana se acercó haciendo malabares, con una bandeja metálica que transportaba dos guisos, olorosos, repletos de caldo hirviendo. Pech apenas olisqueó el potaje y cambió de humor. Lanzaría un soliloquio de sucesos fugaces: aparecidos, mal de ojo e historias grotescas, moribundos que revelaban antes de morir el lugar donde habían escondido sus peculios. Empecé a fastidiarme. Dichos relatos los escuché en mi niñez, mejor contados y con mayor soltura. Trataría de entretenerme al atender sonidos, el jolgorio de las otras mesas. Fútbol, mujeres con cara de caballo, patrones despóticos, atenciones innecesarias de la añeja mesera hacia el gentío, revoloteaban organizando una polifonía lingüística. Pech centró la atención en mordisquear trozos de carne mal cocida que yo dejaba sobre el recipiente de limones ya exprimidos. De la boca le escurría saliva como a un perro hambriento al verme escoger los huesos que iba a chupar. Opté por acercarle mi plato y dejar que lo relamiera. Como agradecimiento buscó algo dentro del bolsillo izquierdo de su pantalón. Era otro papel que decía lo siguiente:

Por su bien es necesaria la investigación. Recomiendo no desistir. Si abandona el proyecto denunciaré sus actividades al ministerio público. Siga excavando. Alba es sólo el comienzo de una presea invaluable.

Pech, santiguándose, ingirió un largo trago de cerveza oscura. Los ojos cafés, biliosos, se le iluminaron antes de asestarme tremendo puñetazo en el rostro. Borbotones de sangre rociaron la espalda de una grácil señora que disfrutaba su cena en la mesa lindante. Caí de bruces. Los presentes resguardaron con ambas manos sus platos humeantes, antes de voltear llenos de curiosidad. El viejo se lanzó encima de mí. Chillaba: << ¡Cabrón! >>. Un jovenzuelo de manos anchas y de dorso potente apretujó al rijoso por detrás. Éste, de un codazo, lo hizo retroceder. La anciana gritaría: << ¡Sepárenlos, apárenlos! >> mientras se llevaba el auricular del teléfono a la oreja arrugada. Dos o tres sujetos aparecieron de la nada. Forcejeaban con el villano hasta que quedó boca abajo. Sacudí la cabeza. Me zumbaban los oídos y casi perdí la vista. No podía respirar más que por la boca. Pus brotaba de mis fosas nasales y sentía su espesor inundando mi aliento. Repicaron sirenas. Al intentar levantarme los rostros caducaron, dando paso a masas informes, rutilantes. Quedé en un estado limítrofe entre vigilia y sueño. Oí voces femeninas, balbuceaba nombres propios…

Desperté en una ambulancia que viajaba a toda velocidad. Me insertaron suero en el brazo, gasas mal acomodadas cubrían mi nariz. Un paramédico cuarentón preguntó la fecha de mi onomástico. Se la dije sin titubear. Me puso al tanto de los hechos: tenía fracturado el tabique nasal y acarreaba posible traumatismo craneoencefálico. Aseguró que de un momento a otro llegaríamos al hospital y que médicos especialistas intentaría minimizar, con cirugía, mis lesiones.

Aparecí en la sala de urgencias, rodeado de camas maltrechas, que, en su seno, albergaban enfermos adormecidos, unos rapados de la cabeza, con heridas recién suturadas y otros sin rastro de excoriaciones. El médico, personaje anémico, de huesudas manos, revisó mis signos vitales al tiempo que inspeccionaba resultados de los estudios. Noté a su calva pronunciada marcharse e intuí el traqueteo de sus zapatos en el piso recién desinfectado.

Viajaría sobre pasadizos angostos, con ventanas laterales, propietarias de un olor chillante. En el quirófano, tras la plancha de operaciones, pegado en la superficie granulosa de la barda azulina, había un cristo negro, que disentía de las pantallas de cardiología, consola de instrumentos y tanques de oxígeno. Enseres médicos acomodados alrededor de la mesa sólo dejaban tres o cuatro espacios libres, que supongo, ocuparía el personal. Me acomodaron encima de la mesa, donde espléndida luz, venida del foco inmenso colgado del techo, hizo fulgurar una mascarilla acercándose a mi boca justo antes de que la enfermera contara del número diez al cero…

Recuperé el sentido de madrugada. Un armazón protector, estrujando mi cráneo, apretó los pómulos y mi frente. Enormes líneas diagonales germinarían de la pantalla de cierto monitor que registraba mis signos vitales. Advertí cuchicheos inconfundibles de mi hermana. Otra persona –desconozco su identidad– vació el cuarto para informarle al galeno de mi estado. El techo blanquecino se opacó con la testa de Andrea acercándose. Revisó la careta que me habían puesto y averiguó que no estuviera floja. Me preguntaría sobre el evento: << ¿Debes dinero? ¿Novias? ¿Vendes droga? >>. Utilicé la mano para quitarla de en medio, preferí la inanidad del techo que, a su voz chillante, prejuiciosa. Al sentirse rechazada me conminó a tener cuidado y poner la denuncia. Le dije que desconocía las razones que tuvo mi atacante para herirme, toda demanda sería levantada en cuanto abandonase el nosocomio y un chofer de la casa me hiciese el favor de llevarme con las autoridades judiciales. Pero Andrea era demasiado inteligente para aceptar mis evasivas. Sabedora de que podía obtener un beneficio, frunció el ceño: << Llegarán mis padres. Tendrán curiosidad de algunas amistades de su niño >>. Me hervía la sangre. Era una arpía despiadada, embaucadora, que, al sentirse perdida, lloraba como plañidera. Intenté convencerla. Le aseguraría que, si guardaba silencio, yo, su hermano mayor, ilustre y sabio, compartiría mi pensión semanal. Exigió le recitase con lujo de detalle los acontecimientos y el motivo de mis expresiones vulgares. Molesto, sin otra opción, accedí a narrarle ambiguos sucesos de la noche anterior: << Ejecuté una investigación taxonómica. Desenterramos un cuerpo. Contraté a dos ineptos. El más viejo fue quien me golpeó y el otro posiblemente esté escondido en algún cuartucho de hotel. Les pagué bien. Pech llegó a la casa hace unas horas. Soporté de mala gana la perorata de argumentos que graznó el muy ignorante. Reclamaba dinero. Pensó que yo era un hombre opulento de gusto extravagantes y que, al verme amenazado por el escándalo, liberaría de mi billetera unos cuantos miles de pesos. Lo conminé a salir. Visitamos una fonda. Ahí supo que no me afectaban las impresiones sociales y que su jugosa ganancia se esfumaba. Buscó el modo de vengarse. Convirtiéndose en energúmeno me asestó un mordaz golpe. Lo demás era bien sabido>>.

Se le tornaron los cachetes rojizos. Ella desarrollaba, ante tales oportunidades, una fijación enferma por la maternidad y se divertía fungiendo como progenitora. Apremié el modo de igualar la balanza. El efecto de la anestesia aminoró y las ideas se tornaron más claras. En cierta ocasión la escuché hablarle al espejo del baño. Lloriqueando pedía al creador un hijo. Mostraba sus caderas al vacío y un berrido se esfumó cuando descubrió que yo me había quedado en el pasillo mirándola. Gruñó un poco y cerró la puerta. Desde ese día fui su víctima y ahora, que estaba desprotegido, le apetecía explotar mi condición. Entonces le recordé la mencionada experiencia para aclararle que no gozaría jamás de ninguna autoridad moral frente a su hermano y que me importaban un bledo sus trastornos psicológicos. Ella perdió el control. Hundiéndose en el asiento pulido de una silla temblaba de ira. Sus ojos enrojecidos de felina amenazada equivalían a dos protuberancias al rojo vivo. Chasqueó el mango de su bolsa y dijo: < < ¡Es muy grave! ¡Llamaré a mis papás!>> Intervine risueño: << ¿Lo harías? >> De inmediato supo. Yo diseminaría el secreto al menor indicio de ataque. Quitó las uñas recién pintadas de los botones del teléfono móvil que presumía en su mano izquierda y lo guardó en su enorme bolso rosado.

Mi verdadera madre brotó del umbral de la puerta. Como espectro surcaba la habitación casi sin tocar el piso con sus zapatillas manchadas de talco. Se apostó encima de la cama para revisar mis brazos en busca de lesiones. Sus enormes gargantillas suspendidas del cuello me golpeaban la barbilla y tuve que soportar su aliento fétido, a besugo podrido: << ¡Tu abuelo andaba con lo mismo! Los rancheros no son de fiar. ¡Sien-ta cabeza! ¿Por qué no buscas trabajo, te casas? ¿Qué de malo tiene ser asalariado? >>. Una punzada en mi frente, reverberaciones de su voz monótona en mi oído, provocarían que fingiera lasitud. Cerré los ojos. Deseaba evitar a toda costa esos regaños vergonzosos, irrelevantes. Recibí una cachetada que me hizo despertar. Andrea, aprovechando la situación, comenzó a reírse. Puse el dedo en mi boca, señalándoles que necesitaba silencio. Entendieron que no era el momento adecuado para resolver disputas familiares y abandonarían el dormitorio.

Intenté razonar lo sucedido. Los excesos de medicamentos me turbaron. Ocasionaban que se entrecortaran razonamientos antes de cristalizarse, para dar pie a otros sin relación alguna, mismos que velozmente se perdían entre barullos de reflexiones incompletas. Sentí molestias en la espalda. El hormigueo hizo que me tallase la nuca y un trozo de papel sobresalió del cabello. Me toqué con suavidad la oreja para cerciorarme que estaba despierto. Desenvolví el pedazo de hoja rallada. Mi estómago se hizo nudo:

Polaridad. Opuestos. Inexistencia.

Rompí el papel y lo arrojé al cesto de basura metálico ubicado en uno de los flancos de la cama. Escucharía tumultos en el pasillo. El médico había llegado a pasar revista. Mi madre y hermana lo fastidiaban, evitándole ingresar al cuarto. Entre ambas lanzarían preguntas insultantes a su profesión: << ¿Lo medicó bien? ¿Suturó la herida? ¿Le sentó mal la anestesia? >>. Amablemente las hizo a un lado. Pidió que se mantuvieran en la sala de espera. Acercaría un banco plateado que encontró cerca del baño para apalancar el picaporte. Era un individuo fornido, de cabeza pesada y frente diminuta. Su magnífica cabellera, peinada hacia delante, casi ocultó sus ojos perrunos, azulados, escondidos tras unos quevedos que reflejaban mi cara. Se presentaría: << Doctor Ramírez. Experto en nariz y garganta. ¿Se siente bien? Al operarlo noté que el tabique nasal rosaba parte de la masa encefálica. Estuvo cerca…>>. Hablaba mucho y su voz delgada, incapaz de enunciar lo que su mente quería decir, era incomprensible. Le pregunté si existía otra lesión mayor a las ya conocidas. Incrédulo se tocó la barbilla: << ¿Usted es universitario? >> Al quitarse las gafas balbuceó: << ¡Diantres! >>. Extendí las manos fuera del cuerpo, en señal de desconcierto. Ramírez fue directo al grano: << ¡Increíble! Entiendo. ¿Teólogo? ¡Jamás me había pasado! Dudo que en la literatura médica haya alguna referencia. Mire, su léxico cambió ulterior al accidente. Su hermana me lo dijo y su madre lo confirmó. Digamos que ha olvidado pronunciar la letra s de las palabras que terminan así y su competencia lingüística se redujo al grado mínimo. La contusión debió perforar el hemisferio cerebral que controla el lenguaje. Mandaré exámenes >>. Se levantó asegurando que los más probable era la recuperación paulatina de letras y palabras que olvidé tras el accidente. Lo detuve. Pedí una libreta, argumenté que sabía ejercitarme para redescubrir mi léxico. El otorrinolaringólogo extrajo del maletín que traía consigo un recetario vencido. Lo acepté.

Al esgrimir una pluma que tenía grabado en el lomo promocionales de un laboratorio alemán, intenté rebatir los funestos pronósticos que el médico señaló. Era imposible, por mi copiosa erudición, que yo adoptara el vocabulario de un obrero. Acomodé la punta del bolígrafo sobre la hoja 24 del recetario. La mano me tembló un poco, supuse que por la medicación. Comencé a escribir. ¡Incurría en errores ortográficos de principiante y al final de los enunciados torcía la puntuación más elemental del español! Puntos y comas perdieron su sentido. Mi diestra, sin el intelecto, olvidó la gramática más elemental. Las falanges no podían discernir lo mandado. Redacté cosas sin sentido: segu haiga sido. la vidá; usté no entende gefe… Desesperado, rayé la página entera hasta quebrar el bolígrafo. No quería dejar evidencia. Furibundo, golpeé con mi puño el colchón. Disertaba posibles hipótesis para comprender lo sucedido: << ¿Estaba disociada la psique de mi cuerpo? ¿Padecí un abrupto daño cerebral irreversible? ¡Pech lamentaría su ofensa! >>.

Me arranqué la aguja del suero. Una enfermera abrió la puerta. Noté a su cofia blanca alzarse encima de su cabellera. Chillaba voces de auxilio que en la lejanía se disiparon. Camilleros gordinflones, de gris, malhumorados por haber sido extraídos del tedio absoluto, dirigidos por el otorrino, se sincronizaron a la perfección. Uno de ellos me ató el brazo izquierdo a la cabecera. El de menor tamaño recibió una patada en la frente y cayó de bruces. Ramírez, quien se debatía ente atrapar mis piernas o darme una cachetada, solicitó una ampolla de Valium. Quiso mandarme al demonio hasta el día siguiente. Pero esto tendría que solucionarse…

Me despertaron las campanas de una iglesia situada a escasas cuadras del hospital. Vi que el reloj de pared indicaría pronto las doce. Mi familia registró la habitación. Les gritaba: << ¡busca usteé está en el tanbo!>>. ¡Oí por fin mi nueva voz! Quedé estupefacto. Yo quise decir: <<Lo que busca usted, madre, yace en el cesto de basura, no pierda su tiempo>>. Moví la cabeza en señal de desaprobación. Andrea se acercó. Preguntaba cuál era el problema. Le solicité una revista o un periódico. Halló el Vademécum arriba de la cómoda, bajo el teléfono. Desesperadamente busqué conceptos entre páginas amarillentas que significasen lo que en realidad pretendía transmitir. Le ordené seguir mis dedos. Casi sufre un desmayo: <<Afasia. Taquicardia. Alucinaciones táctiles. Trastorno límite de la personalidad. Agrafía>>.

Andrea informó del hallazgo al médico, que extrañado, lo minimizaría. Ramírez, con gafas en mano se asentaba en la cama. Meditabundo, explicó los síntomas como un reflejo de lesiones sufridas y su inminente desaparición. Con locuciones vulgares me di a entender. Pedía una opinión distinta a la suya. El galeno, confiando en su jerarquía, sonrió explicándome la naturaleza del enojo. Argumentaba que los jóvenes no soportábamos el mínimo dolor. Le recomendé cobrar sus honorarios e irse. Mi conducta lo sorprendió. Quiso enmendar la situación. Remitiéndose a mi progenitora dijo que el tratamiento no estaba concluido. Alimentó la idea, con vocablos rimbombantes, especializados, incomprensibles para neófitos de la medicina, de los riesgos de facilitarle el expediente a otro médico inexperto. Él era una autoridad en su campo. Andrea, un poco molesta también, le subrayó que la decisión estaba tomada y que no era necesaria su presencia. Ramírez abandonó el lugar voceando su malestar con falacias a cerca de la confianza entre el paciente y el doctor. La verdad era que no soportaba mi pésimo carácter y el alejamiento de una suma cuantiosa de miles de pesos.

Forcé mi conciencia para recordar olores, formas arquitectónicas y cada uno de los cambios de humor sufridos por mis empleados –si los hubo–. Encontré poca evidencia al respecto. Los recordaba dubitativos e incongruentes antes y después de la velada. Repasaría el orden de los acontecimientos y sólo oteé dos hipótesis lejanas: ¿Todo fue mera sugestión? o ¿Una parte de nosotros fue robada en el cementerio?

Desperté a las nueve con la nariz tapada y la vista difusa. La recepcionista nos visitó. El gendarme aguardaba en la sala de espera. Pedí un momento. Necesitaba argüir los hechos, darles lógica, para deshacerme de cualquier responsabilidad que desearan imputarme. Buscaba el modo de trasmitir versiones originales de lo acontecido, a pesar de mi léxico básico. Tomé un lapicero de la bolsa de Andrea. Intentaría forzar la mano al escribir la palabra “señor”. Sólo pude redactar cuatro letras: gefe. Y delante de la segunda “e” apareció un punto remachado en el papel que no lograba deslizarse bien para terminar de dibujar una “s”. Mis dedos engarrotados revolvían los caracteres que yo les indicaba, escribieron párrafos dignos de un párvulo. ¡Las extremidades habían alcanzado una realidad infantil!

Ingresó sigiloso, miraba para todas direcciones con ojos cansados e imperceptibles, debido a sus cachetes rechonchos elevándose hasta casi tocar las pestañas. Tendría unos veinte años. El recelo que lo acompañaba era propio de su edad. Mi madre le recomendó sentarse al lado de la cama y ser lo más claro para que me permitiera seguir descansando. Hablaría de su rango, de la academia en donde estudió. Su mano cubierta por la manga de una chaqueta despintada, raída, en algún tiempo azul y que ahora parecía un lienzo grisáceo, con pigmentos cafés, permitía un leve temblor –era posible que este caso fuera el primero de su carrera–. El inexperto detective quería saber minucias de los hechos. Tecleó nerviosamente la pantalla de una tableta electrónica. Engurruñaba su nariz, que al elevarse permitió dos colmillos prominentes y un agujero en donde deberían estar los incisivos. Se detuvo a releer, gracias a su mirada henchida de institucionalismo, reflejo de la suspicacia del hombre vehemente, lo increíble de mi narración. Le insistí que me facilitase el escrito. Se negó, sólo el juez tendría acceso al documento. Para tranquilizarme dijo que Pech reposaba en una celda bien custodiada y que pronto sería trasladado, a causa del homicidio de su cómplice y de ciertas lesiones que me ocasionó, a un cerezo de alta seguridad. El funcionario me dio la espalda –su traje estaba zurcido, botones y mangas eran de otro color, se notaba que fueron agregados cuando los originales se rompieron-. Tocó el muro desconchado del cuarto, giraría la cabeza: <<No está fuera de la ley iniciar el juicio. ¿Desea conocer el testimonio de su adversario?>> Accedí:

El impostor se aprovechaba de nuestra pobreza. Visitó el Jardín Alambique. Antes de toparse con nosotros, revisó cada uno de los cuerpos indefensos que deambulaban sobre frías tapias de asbesto, situadas al lado del área de juegos infantiles. Vacilante, tocó la frente del hambriento Salgado, célebre fontanero venido a menos y pateó la muleta que lo sostenía, provocándole un súbito desplome.

Nos eligió, supongo por idiotas. Accedimos, escépticos. Lo único que deseábamos era poder llevar algo de comida a casa y no ver morir de hambre a la familia –tengo una esposa artrítica que no puede valerse sola–. El desgraciado nos citó pasadas las diez. Sospeché que tratábamos con un simple profanador. Llegaríamos al panteón a eso de las doce. Excavamos varias horas, hasta desterrar cuerpos malolientes, putrefactos. El maldito encontraría uno que le llamó la atención. Bramaba, presa de una inquietud enfermiza y temeraria, que Alba, el finado, no era podredumbre. Lo que yo vi fue un cadáver hediondo, decrépito, con llagas en la cabeza y gusanos carcomiéndole la piel. Le insistimos que su vista trastocada hacía notar argucias inexistentes. Desesperado, saltó encima de una tumba, elevó los brazos al cielo y de repente extrajo un arma de su chaqueta. Nos obligaría a descocer los párpados del muerto. Por su voluntad, uno a uno clavamos la mirada en las oblicuas manchas oculares del cadáver. Luego, el villano profirió un grito horrendo. Empezó a tambalearse. Vi cómo las rodillas se le doblaban. Lanzó un disparo. Sentí ardor en la nuca y sobre mí cayó una infinita calma. Desperté en casa, desnudo, con las manos llenas de sangre. ¡Uno de los tres había muerto!

El ministerial alcanzó la salida. Antes de irse espetaría palabras de confianza, junto con una sonrisa que denotaba confianza. Pero lo que en verdad trasmitió ese gesto amable fue la certeza de que yo perdería el juicio. La sofística de Pech, esparcida por no sé qué motivo, le brindó una sorprendente ventaja. Mi cabeza, a punto de estallar, intentaría explicarse cómo un pedestre desempleado adquirió ese vocabulario tan profuso. ¿Sería posible que un ignorante, de la noche a la mañana, aumentase, mejor que cualquier estudiante de letras, su dicción y riqueza de su lenguaje, orillándome así al borde de la cárcel, gracias a unos argumentos bien ordenados?

Codicié, al estar anclado en un lecho hospitalario, el regreso a mi biblioteca para hurgar teorías, experiencias semejantes a la naturaleza de los hechos. Tuve que reconfortarme con vagas remembranzas de mis olvidados libros para no enloquecer. Ensamblaba lívidas conjeturas e interpretaciones forzadas. Pensé que la historia distorsionada por una voz usurpadora, de Pech, coincidía con la postura que todo sensato estaría de acuerdo, pero que enmascaraba lo fundamental. Aquella noche brotaron cuatro esencias y sólo tres cuerpos habitables –la esencia de Alba y nuestros cuerpos vivos– Bien pudo ser –aunque el villano lo negase– que Alba hubiera invadido su cuerpo. El recién desaparecido Rodríguez, fraterno de Pech, lo conocía mejor que cualquiera y era el indicado para resolver el caso. ¿Dónde pudo estar? Las pestañas se me adhirieron unas a otras. Sentí a mi mente gritar y mi boca descocerse.

Les llamé por su nombre y no obtuve respuesta. Dos párpados, sellados, alejándose de mí, gritaban que les era insoportable olfatear la esencia apiñonada que me regaló Andrea de Navidad. Los veía difusos, pintados como dos líneas entre las nubes. Gruñeron que seguirían vagando hasta encontrar una habitación sin luna. Percheros desteñidos y taburetes cubiertos de herrumbre, atollados en la negrura del campo, me perseguían tallando mis zancas. La necesidad de saber el escondite y la causa de su búsqueda resultó mayor que mis trompicones ante un sendero opaco, agobiado por enseres que minaban el lugar. Abruptamente los párpados se detuvieron. El reflejo de su sombra me dio aviso. Los encontré sentados en una mesa agrietada, buscaban con lentitud entre los recovecos del piso una rendija. << ¿Han perdido algo? >> musité. Sin levantarse, profirieron vibraciones guturales que no advertí. Una corriente boreal me golpeó las cienes e hizo que sus palabras se volvieran inconsistentes: << Buscamos la identificación para que alguien nos crea. A media luz viviremos ¿Nos visitan? ¿Pretenderán razones en nuestra búsqueda? ¡Qué se vayan! Hace mucho tiempo>>.

Sentí una punzada en el brazo. Otra enfermera regordeta, ojerosa, manchada por acné –esa que me recibió el primer día en el área de urgencia–, sonrió. Miré que el reloj de pared indicaba cuatro y veinte de la madrugada. Andrea dormía, tenues ronquidos sobresalieron tras el respaldo de un sillón e hicieron que la reconociera todavía en su penumbra.

Me acomodaron cinta protectora, flexible, sobre la nariz y un armazón de titanio ceñido a la cabeza. El alta médica la giró cierto médico inexperto, recién graduado de la especialidad, quien gozoso de obtener nuevos clientes y compaginar, me refirió durante su última auscultación, grandezas de la teología y pequeñeces de la medicina. Sus mandíbulas lampiñas me recitaron lo que no podría hacer. Quedaban prohibidos deportes de contacto. Mi nariz sólo la higienizaría con una solución salina y tomaría analgésicos si presentaba dolor. Escuché sus recomendaciones, indiferente, restándoles valía. ¿Qué me importaban las consecuencias de una intervención quirúrgica, ridícula, si mi cuerpo estaba cada vez más desunido?

 

IV

Efectué la relectura de algunos pasajes escritos, compilados a lo largo de la historia, que tocaron el asunto de disociaciones anímicas. Sumergido en la pequeñez de un cuarto sombrío, iluminado por la tenue lámpara anclada al escritorio, me esforzaba, obligándome a no salir, en hallar el origen de la afasia y comprender la sinrazón de aquella noche en el Camposanto.

Asimilaría cierto artículo que escribí en el pasado. Era la versión que ningún editor quiso publicar. Eché un vistazo para descifrar grabados que sobresalieron del papel amarillento, con olor a moho, aporreado por años y años de tachaduras y borrones. Había relatos de monjes, que ulterior a celebrar la misa de fin de año, presas del embelesamiento, recorrían callejuelas de minúsculos poblados, trepaban árboles como auténticos simios. Por debajo de cada párrafo redundaron advertencias de espiritistas decimonónicos, que referían animales mitad simios y mitad peces, capaces de volver el rostro de los posesos como de pirañas y las extremidades de los estultos tan peludas como las de un orangután.

Mientras una lluvia escurridiza empañaba cristales del ventanal y un humor sofocante inundó el cuarto, escarbé la pila de libros recién descubiertos. Estaban en casa desde hacía un mes. Debido a mis actividades nocturnas y al accidente, cayeron en el olvido, esparcidos sobre la alfombra. Empolvados, unos sin tapa y otros arrugados de las hojas por un mal empaquetamiento, se elevaban en tres grandes columnas malformadas. Entre ellos descubrí otro de mis escritos, atribuido a Joseph Steward, llamado Los vivientes, colección de cuentos que denotaron mi antiguo interés antropológico. Las primeras hojas versaban sobre una primitiva leyenda, común entre los habitantes del monte. Durante las cosechas, un hombre de campo, apiñonado, de ojos rasgados y mirada convulsa, asolaba caminos, apoderándose con la mirada del primer ser vivo que se le atravesase, fuera animal o humano. Este ser canoso y descalzo, recorría los parajes que bordeaban las villas. Decían que, al toparse con los perros de las haciendas, Don Rómulo, como le llamaban al aparecido, comenzaba a andar en cuatro patas y a lanzar estridentes aullidos, en tanto que los desafortunados animales adoptaban un perfil bípedo. Abruptamente retiré la vista, los ojos enrojecidos me obligaron a inundarlos de gotas hidratantes. Quise regresar a la lectura. Imaginaría que alguno de los implicados en la leyenda pudo apoderarse de otro cuerpo. No estaba clara la manera en que esto fuera posible. La intuición me dijo que lo recordara.

El picaporte saltaba desordenadamente. Alguien pidió que abriera. Supuse que llevaba el almuerzo o la cena. Traté de erguirme y una súbita e inesperada dolencia se extendió hasta el cuello. Giré la llave insertada en la chapa y solicité un analgésico. Minutos después regresaría esa cara ignota con una aspirina y una garrafa de agua encima de la charola de servicio. Expuso, al limpiarse las manos en su delantal encarnado, que llamaron del ministerio público. José Pech iba a ser juzgado.

Me levanté temprano. El chofer se había estacionado frente a la casa. Subí en la parte de atrás de esa mole enorme, de ocho cilindros. Cerré los ojos, dejé a mis otros sentidos la experiencia del viaje. Baches impuros, cimbrados en el asfalto, indicaron la zona del juzgado. Columnas enormes de pobladores intentaban levantar denuncias. Fueron interpelados por una manada de estudiantes de leyes. Iban y venían como buitres hambrientos. Prometieron reducir la espera o acelerar procesos judiciales interminables. Los desgastados mártires, atontados por el sofocante calor de invierno y la insoportable burocracia, negaban con su cabeza esas ventajas ofrecidas por los aprendices de leguleyos. Me resultó increíble la ecuanimidad de aquella marejada de gente. Orgullosos e inmutables, ponía su destino encima del lomo de un poder corrupto, desinteresado, incapaz de conmoverse ante las ringleras estáticas de cabezas desesperadas, sudorosas.

El tráfico había sido descartado por vendimias que ocupaban la cinta asfáltica. Tanques oxidados de gas, enormes fumarolas grises y mecates atados en los pilares de señales de tránsito, cortejaban puestos de tacos y de aguas frescas, cuyos anaqueles, invadidos por moscas, serían visitados, en unas horas, cuando las oficinas de gobierno cerrasen, por una jauría hambrienta, deseosa de saborear cualquier fétido bocado que no fuera el de la burocracia. Un impertinente pasante de derecho, tísico, vestido con traje barato recién zurcido y apolillado, me detuvo, garantizó sus servicios al escupirme innecesarias jergas legales en la cara. Se vanagloriaba de haber sido alumno del juez en turno. De un manotazo lo quité de mi vista. Insistió, pero un grupo de gente enfurecida, con carteles sobre el mal servicio, nos envolvería. Perdí entre la multitud a ese amante del engaño, usurero y precursor del laboratorio más grande de la infamia: facultades de leyes.

Una oficial regordeta, bigotona, de cabello enchinado y cejijunta, que desayunaba –tarta de queso–, torció la reja para que ingresase a las salas del Ministerio Público, emplazadas en el lado izquierdo del Reclusorio. Pisé la alfombra que inauguraba el inmenso salón tapizado de escribanías enarboladas sobre unos mosaicos cetrinos. El símbolo de la institución, grabado en cada una de las paredes del fútil lugar, rezaba así: Sirviendo justicia a la comunidad. La secretaria del juez y el abogado me esperaban. Llamaron desde uno de los escritorios. Reconocí la voz autoritaria de Márquez, mi defensor, educada para impresionar a cualquier interlocutor principiante. Tomé asiento. Una viejecilla de sesenta y tantos registraba datos y señas de la demanda. El licenciado se adelantó. Aclararía su papel de representante legal, ordenó que me callase y estiró un documento que firmé. A él le otorgaba la voz en la corte, volviéndose casi innecesaria mi presencia. El obeso licenciado, calvo hasta la mitad de la testa y de perfil achatado, sonrió. Acercaría el escrito a la anciana. Ésta lo registró con gran desinterés al archivarlo en un expediente de cientos de hojas percudidas. El abogado explicó mi posición: << De acuerdo con la ley, estimada señora, mi cliente, el honorable señor…, presente, solicita la indemnización por daños a la salud, en tentativa de lesiones graves, por parte del inculpado, el ciudadano José Pech Pech>>. La mujer se tocó suavemente lo anteojos para acomodarlos. Su mirada perdida ajustándose a la mía, vociferó: <<En un momento analizaremos la sentencia. El juez los recibirá. Pasen >>.

Me enviaron a la sala quinta, independizada de la cuarta y sexta únicamente por un frágil muro de triplay. En una de las esquinas superiores reposaban dos videocámaras, encima de archivos humedecidos que sólo dejaron espacio a una mesa despintada, una silla que le correspondía al magistrado y cuatro asientos incómodos dispuestos para los querellantes. Márquez me explicó la lógica del aula. El juez, individuo altivo y honorable, vestido de negro, con una inmensa toga parecida a la de aquella casta sacerdotal anglicana, llegaría. Lo saludaríamos con la mirada, sin extenderle la mano. Tras de este personaje, caminaría el secretario, voz encargada de llamar al acusado por la ventanilla pegada sobre uno de los muros de local.

El tiempo se alargó. Permanecer más de dos horas en un sitio falto de ventilación, bajo un calor abrazador diseminado por el encierro y sentir el aliento nauseabundo del abogado, hizo que me escondiera tras los anales la memoria. Imaginé al fantasma de ella que usurpaba el cadáver de la nueva amante para mostrarse a su amado. O la mirada atónita de él, infinita, apostada tras una resquebrajadura de montaña, que buscaba en los confines del pensamiento, la cara perdida de aquélla que murió de la peste.

Parecía un esperpento, fraterno tanto del asesino serial como de la joven desprotegida, si podía obtener ganancia de sus personas. Nos levantamos. El abogado defensor intentaba emparejarse al paso del juez, susurrándole frases en la espalda, a las que éste ponía oídos sordos. El “honorable” tomó asiento y se apoderó de un martillo pequeño, de madera, que no volvió a soltar durante la lectura de “agravantes”. Pidió, con voz profunda y desinteresada, al secretario –un mequetrefe sexagenario­–, que solicitase al guardia de una ventanilla incrustada en la pared del lado izquierdo de la cámara, a Pech Pech.

Se escucharon pisadas, un eco intermitente, venido del grupo de túneles ocultos tras las bardas que conectaban juzgados con galeras. El juez me llamó. Caminé lento, esquivando papeles tirados en el piso. Exigió relatase los hechos. Agregué que mi declaración estaba dicha. El magistrado abrió su enorme bocaza que presumía una dentadura postiza de oro y resaltó que las versiones del “accidente”, tomadas desde mi voz, durante mi estancia hospitalaria, no eran concluyentes y que suponía estaban falseadas por intereses particulares. Volví a insistirle, al adoptar una voz solemne, impropia, que los eventos sucedidos ya estaban en actas. Batió la cabeza. Su mirada jadeante se pegó en mí y dijo que era inconcebible la crónica del suceso. Agregó que un ciudadano educado como yo no podía dictar la minuta recién llegada a sus manos. Clamé mis derechos, refugiándome en una dolencia motivada por mis heridas, pero el juez no dejó de insistir que relatase la experiencia.

Mi abogado, sin perder los estribos, se adelantaría para ofrecer el certificado médico que avalaba mi afasia y agrafía El juez elevó su mano para que no se acercara. Observé el techo salpicado por un hongo amarillento que desdibujaba el color original de la marquesina, cerré los puños, lanzaría un profundo suspiro. Discutí el proceder de la ley. El sonido de unos pasos interrumpió mi disertación. Germinaba tras rejillas la tez irónica de Pech. No paró de observarme. Envejecido, se movía de izquierda a derecha como un animal enjaulado. Noté que renqueaba, sin duda, fruto de su estancia en la cárcel. El “honorable”, jadeante y molesto por mi tardanza, frunció el ceño.

Traté de darme a entender. Consciente de mis limitaciones emplearía movimientos de manos y gestos de hartazgo para ejemplificar ideas. Atendí vagamente las inquisiciones del secretario, quien hundía los dedos sobre teclas gastadas de una inmensa máquina de escribir inútil –sus botones se atascaban cada dos o tres segundos–. De reojo miré el talante de Pech. Encendido de furia, producía un líquido oscuro, desde su nariz, extendiéndose por su mentón cubierto por cerdas albinas.

Cedieron al juez mi declaración. La intuí plagada de erratas, de oraciones fútiles, vulgares, propias de un mendigo o de un empleado de clase trabajadora. Este leyó indiferente. Con la cabeza pidió me acercara. De un fólder amarillento extrajo una antigua versión de los hechos, recabada en el hospital. Las comparó y reconoció que mi “problema” iba mejorando. Satisfecho con el nuevo “giro” del caso, rompió la primera minuta. El secretario alzó la voz, para preguntarle al acusado si quería agregar algo. Pech tomó la palabra, acomodaría sus encías azafranadas tras los labios y se agazapó sobre los barrotes como si quisiera despedazarlos: <<Es una farsa. Carece de sentido. ¿Tuve un abogado decente? Acá el joven, creador de la serie de dificultades padecidas, vivió el proceso en la comodidad de su casa, siendo que él nos embaucó para asistirlo en ciertas investigaciones que por su ignominia y consecuencias no voy a nombrar. Por culpa del estulto, aquí presente, mi compañero de trabajo, de toda la vida, ha muerto. Lo supe al estar confinado en una celda minúscula. Durante la noche sufrí una reminiscencia, pude ver claramente la desaparición y el oprobio de Rodríguez. Hoy mi esposa revalidó la noticia al traerme el desayuno –porque en esta cárcel de tercera cobran la comida–. Hallaron a Rodríguez tirado encima de unos juncos, por las antiguas vías del tren. Los policías, ineptos como siempre, teorizaron que falleció de hipotermia, producto de su alcoholismo. Nada más falso. Su hijo, horas antes, sostuvo que lo encontró tirado en el patio de su casa, gesticulando que su nombre era como el de mi acusador. Sé que me van a culpar por darle una bofetada a este malnacido, pero se lo ganó. No tengo dinero para la fianza. Regrésenme a prisión>>.

El juez templado y altivo explicó los cargos, una cascada de incisos relativos al código penal. Dijo haber revisado pruebas del caso, testigos y gastos comprobables de la lesión. Su fallo vino ulterior a una tos estertórea que lo invadió. Declararía al ciudadano José Pech Pech culpable de lesiones dolosas agraviadas, cuya fianza sería la indemnización del quejoso. El abogado del inculpado, obeso de cuarenta y tantos, de nariz aguileña y de frente pronunciada, se mantuvo en silencio. Escondido tras una mesita disforme, revisaba compulsivamente su teléfono móvil hasta que terminaron de leer el dictamen. Indubitablemente un soborno cuantioso, ofrecido por mi familia al magistrado fue el origen de tal desenlace. Era inconcebible que hubiesen desestimado los eventos ocurridos en el panteón, borrado de la minuta el escándalo ocurrido en la cenaduría y excluido la supuesta muerte del otro, Valentín Rodríguez.

Respiré tranquilo. El ser que osó arruinarme, por un momento, la vida, estaría tras rejas el tiempo suficiente para que, sin inquietarme, avivase las investigaciones. Recibí un facsímil de la sentencia colmado de firmas. El vigilante altivo, de mediana estatura y poseedor de un bigote inmenso, retorcido, me sugirió que esperase en el pasillo.

Sentado en una banca de madera, observé –a través de un cristal enorme que dividía el estacionamiento de los juzgados–, cómo, un grupo de judiciales, vestidos de caqui, subían a la patrulla al villano Pech. Bajé la mirada. Una mosca intentó pararse encima de mi cara. La espanté. Fastidiado de resolver asuntos baladíes, sentí curiosidad por leer el facsímil. Puse mis ojos sobre los manuscritos, evité la versión recabada en el hospital –documento que ya conocía– y ojeé la minuta trascrita hacía escasos segundos. Esperaba párrafos incomprensibles, apestados de erratas lingüísticas, malversaciones de sentido y una pésima utilización de conceptos iguales a los de mi antigua declaración:

 Les hallé muertos de frío, tiritando, aferrándose a sus cuerpos tísicos deseosos de un bocado. Prorrogaban junto a unos sabinos desnudos cualquier vestigio de escasa suerte. La hojarasca tirada en el piso le servía a la pareja de indigentes de combustible para alimentar una escasa fogata. Pech a pesar del congelamiento, levantaba, cada que los ruidos de unos pasos lejanos hacían chirriar la breña, un inmenso cartel en donde, apuntados con tinta negra, se describía la naturaleza de sus servicios. Extenuado por falta de pitanza y pobreza, se divertía gritándoles a  resbaladillas y columpios bien empotrados en el piso verdoso, que volarían por los cielos ante la próxima ventisca. Luego, compulsivamente, encumbrando las manos al cielo, se tallaba el espinazo con la fárfara de un árbol y gruñía que aquellos objetos oxidados, sin valor, envidiaban a los sabinos, quienes orgullosos de sus raíces profundas, soportarían el tifón…

Pensé que el juez junto con mi abogado, anexaron a las actas un sorpresivo documento, Argüí, casi de inmediato, que había estado en un juicio rodeado por la parte defensora y acusatoria, con muchos testigos, lo que empañaba una posible filtración. ¡Mi léxico había regresado! El pánico despertado por la búsqueda de lo sobrenatural me hizo exagerar mis síntomas. La afasia y agrafía no eran producto de una fuerza desconocida, puesta en marcha semanas antes, sino fantasías de un inexperto aprendiz de metafísico.

La sombra inconfundible, un poco encorvada de Manríquez se dibujó frente a mí. Dijo que podíamos retirarnos. Se mostraba dubitativo al escuchar mi fluida conversación, engalanada por notorias sinécdoques y metonimias que defendían la justicia ante lo parco del oprobio. Aquel hombre, ocupado en pensamiento, por otra querella legal, fingía darme la razón. Dejamos atrás vendimias populares y filas interminables de visitantes, conformadas mayormente por señoras abultadas, rugosas como un cedazo. El chofer abrió la puerta del vehículo para que entráramos. Manríquez cambio de actitud. Antes de llegar a casa me daría un consejo. Sentí repulsión por la hipotética perorata de banas moralidades que se avecinaba. El abogado cerró la ventanilla que nos comunicaba con el conductor. Tosió un poco y dijo: << Esas personas han estado en prisión desde jóvenes, tienen… digamos, gustos diferentes. ¿Usted es igual?>> Se sonrojó como si preguntase algo fuera de lugar. Entendí sobremanera el gesto de su cara requemada. Sonreí antes de responderle que las filias que profesaba eran de lo más comunes. Cerró un poco sus párpados húmedos y agregó: <<Investigamos. Don José y su amigo tenían una relación muy cercana. La escondían bien. Dejaron testigos. Sabemos que “pasaron la noche” en brazos de no sé qué semental. Lo engatusaron. Conozco sus investigaciones. Me las dio su hermana para revalidar ciertos datos. Lamento decirle que cayó en un engaño. En este pueblo no existen tales cosas. Buscó entre lodazales el lomo blanco del cadáver de una palomilla. Don José y el otro jamás fueron lo que usted creía. Se disfrazaban de pordioseros en el mal llamado Jardín de los desempleados. Ese lugar no es una fuente de trabajo, sino una yema de prostitución. Hombres ofrecen sus servicios íntimos a los que ahí visitan. Debería salir más de su casa y airearse en la calle. Empleó a dos maricones. Pensarían que era un loco. Accedieron por las migajas que ofreció. La policía siempre está informada de apariciones y leyendas. Me pongo a sus órdenes. No se arriesgue >>.

Observé en el reflejo de la botella de agua que bebí, la palidez de mi rostro. ¿Estaría diciendo la verdad? Aspiraba rápidamente el aire sulfuroso que prevalecía dentro del carro. Los vidrios se empañaron y el chofer tuvo que abrir las ventanas. Entró una ráfaga llena de polvo que tapó mi nariz. El licenciado giraría la cabeza para ver a los transeúntes que desfilaban como tinta corrida debido a la velocidad a la que viajábamos. Le hablé por su apellido: <<Manríquez ¿Qué ocurrió entonces con el ayudante de don Pech y con los recados que aparecían en mi testa y en las bolsas de la ropa de aquél?>> Volteó risueño: << ¿Quiere saber? >> No permitió que asintiera o negase: << Rodríguez está en la tumba de Alba. Lo metieron allá. Si fue usted o Pech es asunto de cada uno. Sobre los papelitos que aparecían en la ropa usted sabe la respuesta. Alguien los acomodó para organizar responsabilidades>>. Me deslindé inmediatamente del asunto, desconocía el origen de los textos aparecidos y si el asesino consumó el delito por líos amorosos o económicos. El leguleyo pidió una gaseosa. La extraje del frigobar y se la extendí mientras susurraba quedo: <<Lo más probable joven es que se hayan matado entre sí, porque el otro, un idiota, rondaba al hijo de Pech>>. Me tallé los ojos hasta que se enrojecieron. No daba crédito a una historia tan mundana, tan vulgar. << ¿Y mi afasia? >> musité, tratando de otorgarle dignidad al evento. Manríquez, habituado a las pifias de los infractores y a la “inocencia” de sus clientes, frunció el ceño, se acomodó la corbata: << ¡Olvídese!>>.

Pasé el resto de la tarde frente a la televisión. Intentaba olvidar lo ocurrido. Decidí perder mi conciencia entre argucias de programas sin sentido e imágenes aberrantes, faltas de idea, cuya mayor valía era el ser transmitidas en alta definición. Ocupé mi intelecto en actuaciones planas, deshonestas. Policías incorruptibles y villanos moralistas lograron someter mi razón fuera de las revelaciones del abogado. Luego de unas horas de olvido mi nuca se estrujó, el cerebro fue apretado de tal modo que un intenso dolor solidificaría mi cuello. Mi vista estática fundiéndose con la pantalla disimularía los comentarios del abogado. Dudaba de mis preferencias sexuales. Supuso tintes amorosos que me llevaron a contratar a los inmundos personajes. Mi familia interesada por la “desviación” de uno de su estirpe, encargó al inútil de Manríquez que reparara el oprobio. Ocultarían tras una historia falaz la perfidia del linaje. El motivo de mi enfermedad era un desafortunado encuentro con dos degenerados.

La luz del televisor se volvía insoportable. Brillos tremebundos, resplandecientes, provocaron que cerrase los ojos. Por mi mente confundida surcaban memorias imprecisas. Sentía curiosidad otra vez. Vibraba como el día en que profanamos la tumba. Mi pérdida súbita de la escritura, del lenguaje, de la competencia lingüística y el modo tan abrupto de recuperar todas esas facultades, sin ningún esfuerzo, probarían la necesidad de una nueva odisea. Comencé a subir y bajar las escaleras de la casa. El sudor me inundaba el cuerpo y un arrojo desconocido, incitándome a seguir, engrandecía mis rodillas punzantes. Degusté sabor ferroso en la garganta, supuse que algo se había roto en mi nariz, quizás un minúsculo vaso sanguíneo había explotado en la cabeza. Visité la cochera, abrí mansamente la puerta, descolgué las llaves del Jeep del dispensario, tomaría del gabinete de servicio pico y cincel. Giré el interruptor del portón elevadizo, una brisa calurosa, sofocante, inundó el recinto. La calle ambientada por el canto del grillo o el zumbido lejano de escasos automóviles estremecieron mi voluntad. Una parte de mí quería que abandonase el proyecto y subiera a dormir; otra insaciable, sabedora de lo venidero, deseó escaparse hacia lo desconocido.

Encendí el vehículo. Avancé un poco hasta que la trompa cubrió gran parte de la banqueta. Junto al farol de la esquina emergía una imagen borrosa desde la alcantarilla. Un hombre vuelto silueta brotó como remolino. Parecía ídolo cristalino, fugaz. Agucé la mirada. Quería descubrir su identidad. Pensé que algún fraterno de Pech deseaba amedrentarme, valiéndose de trucos de magia ridículos. Detuve la marcha del auto. En el asiento del copiloto encontré un bastón de seguridad. Lo tomaría para defenderme. Caminaba por la calle desierta, iluminada tenuemente por la luna. Aullidos recelosos de espías caninos, provenientes de azoteas, rebotaban en secos y deslucidos adoquines que esbozaron mi sombra. Los pies se volvían pesados al tocar el pavimento y mis manos, sin que yo las controlara, se paralizaron. La aparición exánime iba cobrando forma en la medida que me acercaba. El hermoso brillo despedido por sus contornos hizo que desease fundirme con ese hálito fantasmal. ¡Era la viva imagen de Lisandro Alba revelándose ante mí! Sin rastros de putrefacción, sonreía: <<Sígueme>>. El resucitado se adelantó tirándome del antebrazo con una fuerza ciclópea. De reojo vi que su faz, entre más caminábamos, se transformaba en la de Pech. ¿Cómo era posible si él estaba preso? Intenté zafarme de esas uñas gélidas que se pudrían en mis brazos. Su oído, sus ojos, su pelo, los rasgos de la cara, poco a poco se fueron convirtiendo en mí. El espectro cayó abatido. De su ropa gastada brotaron decenas de notas escritas con mi letra.

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