Placer Amputado
Autor: H
—Siento mucho que le haya ocurrido un accidente tan terrible —dice el
doctor, evitando mirar la extremidad, y continúa hablando—: ¿Dice usted que aún
puede sentir como si el brazo estuviera ahí?
Jorge asiente, como si le diera vergüenza asegurarlo de nuevo.
—No tiene que preocuparse. En realidad, esto es algo muy común. El
Síndrome del miembro fantasma. Es así como se le conoce. Su cerebro aún recuerda
las sensaciones de su brazo y le envía señales, aunque ya no esté ahí. Es por
ello que, hasta que se reajuste en su cabeza, aún sentirá algunas cosas.
«Así que es eso», piensa Jorge. Sí. No hay nada que temer, no es como si
su brazo hubiera regresado, como un fantasma vengativo, a cobrárselas con su
antiguo dueño.
—¿Ha experimentado algo más, además de las sensaciones que antes me ha
descrito?
—No.
—¿Y tiene alguna condición? No, tranquilo, le pregunto porque muchas
veces estas historias clínicas están desactualizadas.
—No tengo nada de eso, doctor. —Jorge se muestra un poco turbado, por lo
que la sesión de preguntas se da por terminada.
—La sensación de su brazo desaparecerá en algunos días —dice el doctor
mientras le despide, y agrega—: De todos modos, por favor regrese a la consulta
la semana que viene. Le voy a recetar unas pastillas y escribirle una cita
ahora mismo.
Jorge agradece su buen trato y preocupación, y sale de inmediato de la
pequeña sala. Desanda el pasillo, baja las escaleras al primer piso, y sale al
exterior por la entrada principal del hospital. Respira un aire más puro, solo
un poco, sin tan fuerte antiséptico rodeándolo, y suspira.
Ha terminado. Fue incómodo al principio, volver a enfrentarse a un
doctor desde entonces, pero era algo que debía hacer, pues empezaba a
preocuparle un poco. Desde el accidente muchas cosas han cambiado, para bien o
para mal. De todos modos, Jorge hasta podría asegurar que se encuentra algo
feliz.
Tiene hambre. Claro, fue una mañana de ayuno para hacerse análisis.
Menos mal que hay varios puestos de comida ligera cerca. Se aleja del complejo,
cruza la calle y llega frente al quiosco que le parece más agradable. Una pizza
y un jugo. Que caro… no importa, hay hambre. Coge con una mano el vaso, y con
la otra…
Por un momento, casi puede sentir la calidez de la masa recién horneada
subiendo desde sus palmas hasta su brazo y finalmente a su pecho… solo por un
momento.
Puede que si sea un poco molesto el pensar que está ahí todavía. Varias
veces se ha sentido engañado, y pierde el equilibrio o queda como un tonto,
como le pasa justo ahora frente al dependiente, aunque este lo ignora casi de
inmediato.
Mas, si pudiera, le gustaría mantener dicha sensación por siempre, aun
con todos los problemas que trae.
A Jorge se le hace difícil contener la vergüenza, así que termina lo más
rápido posible y se marcha. El regreso a casa transcurre sin otras
dificultades. A excepción de algunos lapsus, por lo general ha logrado
acostumbrarse a vivir sin su brazo izquierdo. Además, esta pérdida le ha traído
algo positivo, algo que no parecía posible. Piensa en ello, y se sonroja
levemente. En realidad, no puede esperar a llegar a casa.
Las luces tenues, las cortinas cerradas; una leve brisa penetra en la
habitación. En el centro de la cama Jorge está recostado, la espalda contra la
cabecera, su parte inferior descubierta.
Su miembro, flácido, descansa sobre la zona interior de su muslo
izquierdo. Él lo mira, recuerda: así había sido siempre, llegó a pensar que era
impotente, porque no había nada que lograra excitarlo. Pero eso ha cambiado
ahora.
Cierra los ojos, se concentra en su miembro amputado, en su brazo que ya
no está, pero que aún puede sentir. Experimenta cada nervio, cada movimiento,
cada contracción, como si estuviera ahí todavía. Extiende la etérea extremidad,
palpa su órgano viril, y con fantasmal delicadeza acaricia el tronco.
Entonces ocurre, finalmente ha llegado el momento que anhela desde la
noche anterior. Su miembro se llena de sangre, se erige y endurece, y una
lágrima se resbala por el rostro de Jorge. Con la derecha agarra la base,
mientras la izquierda atraviesa el tronco de un lado al otro.
Cada vez más erecto, Jorge lo observa con pasión, emocionado. Desde que
descubriera la reacción, pasa las noches enteras disfrutando del placer vicioso
que hasta entonces se le había negado.
Y mientras mueve su mano arriba y abajo, aprieta suavemente con sus
dedos y gime, resopla, suda, piensa que ha sido un intercambio equivalente. Se
le quitó algo, y algo se le dio, mucho más valioso que cualquier brazo:
virilidad, hombría.
Su cuerpo se retuerce un poco, exhala un gemido, y los ojos se le nublan
levemente. Ya viene, puede sentirlo, muy cerca. Arquea la espalda, y aprieta
con más fuerza, acelera sus movimientos, traga en seco.
Luego, una pausa, expectación, un estremecimiento, y la eyaculación
directa sobre su abdomen. En algunos segundos, su miembro ha vuelto a ser el
pequeño y blando de antes, pero Jorge no se entristece por ello. Sabe que, con
el toque mágico de sus dedos inexistentes, puede levantarlo de nuevo cuando lo
desee.
Sonríe, no todos los días se puede uno dar placer a sí mismo. Él,
ciertamente, no puede… no podía. Las cosas han cambiado.
Limpia el líquido de su abdomen con un pañuelo, y lo lanza a un cesto
que ha dispuesto de forma oportuna al lado de la cama. Se relaja, mira al
techo, piensa. Cree que es espectrofilia, lo ha investigado. Su condición no es
tan anormal. Al mismo tiempo, se pregunta qué tan malvado se tiene que haber
sido en la vida anterior para que la única forma de excitarse en esta sea con
elementos que no se pueden sentir de forma natural, con espectros, fantasmas.
Pero no importa realmente, ahora todo está bien.
Mientras su brazo siga con él, ya nunca más le llamarán eunuco, no se
burlarán. Cierra los ojos, se concentra en su miembro amputado, lo mueve de un
lado a otro. Ciertamente, es como si todavía estuviera ahí, frente a él, pero
ya no puede verlo. Suspira, y mueve abajo ambos brazos. La noche es joven, y
una sola sesión no es suficiente para calmar su floreciente libido. Se comporta
como un niño con un juguete nuevo, con un juguete erecto.
Sabe que todo terminará en algún momento, pero no es el momento de
pensar en ello.
Han pasado dos semanas desde que las sensaciones desaparecieron. Dos
semanas desde que Jorge ya no pasa las noches en disfrute consigo mismo. Dos
semanas…
Al principio no le importó demasiado. Lo dejó ir, sabía que en algún
momento lo haría. Pensó entonces que aquello no había sido un intercambio
equivalente, sino un premio de consolación.
Intentó ignorarlo, regresar a sus días normales, días sin erecciones.
Sin embargo, no pudo evitar intentar, cada noche, recuperar un poco de lo que
había experimentado cuando su brazo fantasma aún le respondía, en vano.
¿Cuántas veces sacudió, removió, jaló, empujó? Nada.
Al final, Jorge no ha podido olvidarlo, lo que se siente el placer, la
lujuria, y cada día solo desea volver a encontrar esa felicidad. Pero sabe, en
su interior, que no volverá; no de ese modo, al menos.
Es otra mañana aburrida, el certificado médico todavía lo avala para
faltar al trabajo, aunque preferiría estar allí, y así no tener que pensar en
nada más que llenar informes. Aquí, en su casa, solo, no puede sino recordar,
entristecerse, sentir que algo le falta.
El desayuno se ha acabado, solo quedan unas migajas de pan sobre la
mesa, un vaso sin contenido, un mantel ennegrecido por el tiempo, un cuchillo.
Por un momento, se queda mirando el filo, que ha perdido el brillo con
el paso de los años, pero aún sirve a su propósito.
Toma el cuchillo por el mango, lo admira durante unos instantes, duda.
¿Merece la pena una vida así, sin placer?
La respuesta llega a él, relampagueante, y se incrusta en lo profundo de
su mente. ¡No! No puede soportar continuar cada día así, después de
experimentar el gozo, la libertad, la felicidad. Es un vicio, lo sabe. Pero ya
no puede contenerse, lo necesita. Lo quiere.
No pasa demasiado tiempo antes de que Jorge tome su decisión. No es algo
muy inteligente, él lo sabe, pero ¿qué otra opción le queda, además de
redimirse? Es eso, o esto.
Toma el teléfono, marca, de forma torpe, el número de urgencias. Pide
una ambulancia, un hombre ha sufrido un accidente y perdió un dedo. Cuelga.
Espera algunos minutos, mirando al techo, sopesando. Un profundo suspiro
corta sus pensamientos. No será lo único que se corte hoy.
Se acerca al instrumento, lo coloca contra la pared de la meseta. Con la
yema del dedo, siente el filo a lo largo, pero no es suficiente. El anular es
el que considera menos útil, el elegido para ser sacrificado al placer.
Levanta la mano, calcula la caída y en un impulso férreo, balancea la
extremidad en dirección al cuchillo.
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