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La Demostración

 

Por Past

 

 

El cuarto está tan oscuro que Víctor no puede verse las manos a un centímetro de los ojos. Quizás las cortinas-extra-gruesas-con-0%-de-paso-de-luz fueron un gasto inútil. Muy caras y ni siquiera le gustan. Una cosa es dormir con una oscuridad agradable y otra levantarse a orinar de madrugada, no ver un carajo e ir reventándose los dedos de los pies contra los muebles.

Además, gastó otro dineral en el colchón-ortopédico-antimovimiento para que resultara ser otra mierda, igual que los tapones de oídos. La gorda de su mujer no para de dar vueltas y roncar y no hay dios que lo haga no sentirlo.

Mañana, Víctor tiene que empezar temprano en el taller, como siempre, y no logra dormirse de ninguna manera.

En el taller se pasa el día pintando carros o poniéndoles pegatinas. Casi siempre sin descanso, o con muy poco, pero saca buen dinero. El dueño es su cuñado y no le paga mal, aparte de la propina que casi siempre dejan los clientes.

A tientas, encuentra el celular en la mesita de noche a su derecha. Se levanta. A estas alturas, no tiene esperanzas de alcanzar ni el más liviano sueño. Por lo menos no en la cama, con el ruido y el tembleque y la oscuridad.

Sale del cuarto alumbrando el camino con el móvil. Va hasta la cocina. La pantalla del refrigerador inteligente le indica que son las 3 y media de la mañana. “¡Qué mujer!”, piensa, “luego quiere que le pague la liposucción y la liposucción y la liposucción, y resulta que no me deja ni trabajar con energías. A ver con qué le pago nada”.

Toma un poco de agua, va hasta la sala, se lanza sobre el butacón reclinable desde el cual suele ver la televisión y revisa sus redes sociales.

En Whatsapp, un par de mensajes tontos y cien stickers en el grupo que tiene con sus compañeros de trabajo. Ningún correo nuevo. En Instagram, su sobrina de quince años mostrando las nalgas en alguna playa de su país. Víctor se queda mirando la foto. Mira en rededor. Le preocupa que su mujer pueda despertarse, acercarse en silencio y terminar creyendo que le está mirando las nalgas a su propia sobrina, cuando en verdad mira la playa. Hace tiempo que no pisa la arena de su país o se moja los pies en aquellas aguas. Las playas de aquí no están mal, pero no son como aquellas. No hay ninguna playa como aquellas. Y la gente…

Pasa a Facebook mientras recuerda su vida antes de venir a este país. Los juegos de dominó los sábados por la noche, las borracheras asquerosas con los amigos. Amigos… Aquí nunca ha tenido amigos de verdad, con los que pueda compartir todo, como aquellos de su juventud. En Facebook todo es aburrido esta noche. Algunos carteles y memes sin gracia, poco más, hasta que se topa con una noticia que habla de su país: “Joven amenazado con perder su carrera por firmar petición de marcha antigubernamental”. Víctor se altera. Aunque hace tiempo no vive allí y lleva años sin ir, se interesa por seguir las noticias de su tierra. Le hierven la sangre las arbitrariedades que comete diariamente aquel gobierno del que él escapó hace dos décadas.

Lee el resto de la noticia. El joven se llama Alberto Soto y fue citado por la policía por haber apoyado una propuesta de marcha en contra del gobierno. Lo amenazaron con quitarle su carrera universitaria. Alberto hizo una publicación aireada en su perfil de la red social y, a partir de esta, el medio construyó su noticia.

Víctor no puede creer que un joven reciba amenazas de este tipo solo por pensar como piensa, o por expresarse, pero menos puede entender que alguien sucumba a tales amenazas de un poder despótico.

“Que les diga que se metan la carrera por el culo y luche por la libertad del país. Después, en libertad, tendrá muchas más oportunidades”, escribe en los comentarios de la publicación y cierra la red social. Apaga el móvil. Recuesta la cabeza al espaldar, empieza a sentirse muy cansado y se va rindiendo a un dormitar profundo, sin sueños, que se rompe con la alarma de las seis de la mañana.

Desayuna fuerte, como siempre. Pan con mantequilla de maní, algunos trozos de beicon, una tortilla de dos huevos, un vaso de zumo de naranja, otro de leche. Se viste y sale hacia el trabajo. El carro es casi nuevo, se lo compró hace apenas dos semanas. Aún no está acostumbrado, pero le gusta. Los asientos son cómodos y vienen equipados con calentadores que, en combinación con el frío del aire acondicionado, le dejan una buena sensación en la espalda y las nalgas. El timón tiene una textura agradable... Le da gusto manejar ese carro.

La mañana está floja en el trabajo. Su cuerpo mal descansado lo agradece, aunque su cerebro no pare de gritarle que está haciendo menos dinero que de costumbre. “Dinero, dinero, dinero…”.

A la hora de almuerzo, va a un sitio cercano de comida rápida. Pide un pan baguette larguísimo con mucho jamón y mucho queso. Va engulléndolo poco a poco, mientras revisa de nuevo sus redes sociales. Como siempre, nada interesante en ninguna, hasta que vuelve a llegar a Facebook.

El joven de la noticia reaccionó a su comentario con un corazón. Víctor cree que no sería mala idea escribirle por privado y darle fuerzas.

“No te rindas, muchacho –le escribe en Messenger–, esos esbirros se hacen mucho la gran cosa y al final no son nada. Son unas tristes personitas cobardes que se escudan detrás de una porra. La gente que lucha contra ellos sí es grande y valiente. ¡Ánimo!”.

Termina de tragar el pan. Regresa al trabajo. La tarde está un poco más atareada. Acaba su jornada y vuelve a casa. Su mujer no está. Hoy iba a quedarse con su hermana, o a lo mejor lo está engañando. ¿Qué le importa? Le harían un favor si se la llevaran y de paso le pagaran la liposucción y las tetas y lo que quiera. Que la hagan nueva.

Se baña. Come unas galletas con sabor a pizza que compró ayer en la tarde. No saben a ninguna pizza que conozca. Agarra dos cervezas y se sienta a ver televisión. Las noticias hablan de algún conflicto en el medio oriente. Cambia de canal. Hay una película que debe ir por la mitad y ni siquiera luce muy bien. Vuelve a cambiar. Un humorístico que, se imagina, solo puede darle gracia a los nacidos en este país; a él le dan ganas de llorar. Apaga el televisor. Vuelve a su teléfono móvil. Tiene una notificación en Messenger. El joven le escribió de vuelta.

–¿En serio cree que la libertad puede llegar pronto? –le pregunta– ¿Qué yo puedo ayudar a alcanzarla?

Víctor responde:

–Claro que sí, muchacho. Allá hace falta gente valiente que se enfrente al poder, como tú. Solo así llegará la libertad.

El joven está en línea. Casi instantáneamente ve el mensaje y vuelve a escribirle:

–Muchas gracias por su apoyo. Seguiré en la lucha.

Víctor le envía un sticker de una mano con ojos, que muestra el pulgar y hace un guiño al mismo tiempo.

Ha caído la noche. Aprovecha que su mujer no está y se va a dormir temprano. Por fin podrá disfrutar el colchón nuevo.

Sueña que es joven, está de vuelta en su país y lucha contra la policía en medio de una revuelta. Las calles están abarrotadas de personas exigiendo derechos. Él está sin camisa. Tiene el pecho hundido, huesudo, como lo tenía cuando vivía allá y estaba muy flaco. Lanza pedradas y botellas vacías a unos pocos policías que huyen despavoridos. Los objetos les impactan, pero no les hacen daño, y él se miente pensando que solo ese detalle hace notar que todo es un sueño. Sigue lanzando botellas, aunque sabe que está dormido.

En realidad, sabía que todo era un sueño antes de notar que las piedras no duelen y los cristales no cortan. Lo sabía porque su subconsciente recuerda a la perfección que él, mientras vivió allá, jamás alzó la voz, ni exigió derechos en una plaza pública, ni se enfrentó a la policía, ni siquiera se atrevió a pelear contra el mar embravecido y los tiburones como muchos de su generación, que se lanzaron en balsas inventadas por ellos mismos para huir de aquella realidad. Él fue un corderito obediente y muerto de hambre, hasta que su padre, a quien no veía desde los siete años, decidió apiadarse y dárselas de bonachón y lo reclamó legalmente. Él se fue en avión, tranquilo. Ahora tiene una buena casa y un buen trabajo y un carro nuevo y un butacón cómodo y una esposa caprichosa, pero está seguro de que allá, en su país, hace falta gente valiente que enfrente al régimen, gente que sea como él nunca fue, gente como Alberto.

Suena la alarma de las seis de la mañana. Otro desayuno fuerte mientras hace la revisión periódica de sus redes sociales. Esta vez va directo a Messenger. Tiene varios mensajes de Alberto. Entra a su chat. Ve una foto de un muro grafiteado con improperios hacia el presidente del país. “Mire lo que hice esta noche”, dice un mensaje. “La libertad se acerca”, dice otro.

Víctor sonríe. Tiene un subidón de adrenalina que primero le recorre desde el cerebro hasta las puntas de los dedos y le acelera el corazón, pero luego, muy rápido, pierde intensidad. Se torna insuficiente.

“Eres valiente, tengo que admitirlo–responde–, pero una simple pintada no va a solucionar nada. Hace falta gente con cojones de verdad, que se atreva a más”.

De nuevo al trabajo en su carro nuevo. Esta mañana está más ajetreada. El taller está lleno de carros que pintar. Trabaja sin descanso hasta las 12 del día, su hora de almuerzo. Va al mismo sitio de comida rápida. Pide un pan con dos hamburguesas, tomate, lechuga y papas fritas. Lo embadurna todo con mucho kétchup. Mientras come, vuelve al celular. Un nuevo mensaje de Alberto. “La libertad está cerca, muy cerca”, dice. No sabe qué responderle. Tampoco se toma el trabajo de pensarlo. Guarda el móvil y vuelve a la faena hasta que empieza a caer la noche.

Es viernes y tiene todo el fin de semana para descansar, así que, cuando sale del taller, pasa por una licorería y se lleva dos cajas de cerveza y dos botellas de whisky. Le gusta ver fútbol y emborracharse en sus días libres. No pide nada más.

Regresa a casa. Su mujer volvió. Lo recibe con que tiene que comprarse ropa nueva, prácticamente renovar todo su clóset, porque lo que tiene le va a quedar ancho luego de la liposucción. Él ni la mira. Come cualquier cosa, toma un baño y se sienta frente al televisor, en su butacón perfecto, a bajar la primera cerveza. Logra encontrar una película que está empezando, pero en diez minutos lo aburre. Cambia el canal. Enciende el móvil. Va a Messenger. Siente algo de vergüenza por no haberle respondido nada a Alberto. No tiene ningún mensaje nuevo. Quizás se molestó, pero da igual, tampoco tiene nada que decirle.

Da el repaso habitual por sus redes sociales. Esta vez se topa con la noticia en Instagram. Uno de los medios independientes de su país está transmitiendo en vivo una revuelta. Un grupo de jóvenes salió a las calles. Gritan contra el gobierno, contra la policía, contra los dirigentes… Lanzan piedras a instituciones estatales…

Víctor siente de nuevo aquella adrenalina. Es justo como su sueño, solo que él no está ahí. Ahora mismo quisiera tanto estar ahí. Seguramente Alberto está. Si pudiera entrar en su piel…

En la televisión comienza un resumen de la última jornada en las principales ligas de fútbol. Víctor baja el volumen del móvil y presta atención al televisor. Luego verá cómo se va desarrollando la revuelta.

No han terminado con la primera liga cuando se le empiezan a cerrar los ojos. La cerveza y el cansancio de la semana le caen encima como un camión de nueve toneladas. La cabeza se le cae sola contra el espaldar del butacón. Su mujer apaga el televisor, las luces, el celular, y se va a la cama. Lo deja a él donde está. ¿Para qué despertarlo y hacerlo ir hasta el cuarto, si al final se va a levantar en la madrugada y terminará durmiendo ahí mismo?

A las seis de la mañana, suena la alarma. Víctor despierta sobresaltado. Por un momento, no entiende qué pasa ni dónde está.

“Cojones, se me olvidó desactivar la mierda de alarma esta”.

El sol no ha terminado de salir.

Encuentra el celular en el brazo del butacón. Su mujer debió ponerlo ahí.

“¿En qué habrá terminado la revuelta?”.

Busca información en Google.

Lee el primer resultado: “Policía del régimen deja un muerto y al menos treinta heridos tras brutal represión”. ´

Abre la noticia: “La única víctima mortal conocida de los hechos de la pasada noche fue un joven de 22 años que, según testigos, fue baleado por la espalda. Allegados declaran que su nombre era Alberto Soto…”

Alberto solo tiene dos aspiraciones en su vida: ser reconocido y ser libre. Reconocido, como quien dice famoso; tiene la fantasía de andar por la calle y que la gente lo señale y susurren: “miren, ahí va Alberto Soto”. Libre, en el sentido más amplio que se le pueda dar a la palabra; quiere decir lo que quiera, hacer lo que quiera, sin que nadie se lo impida y sin tener que darle explicaciones a nadie.

Ahora está de vacaciones. Pronto empezará el último año de su carrera universitaria. Estudia Periodismo, pero su verdadera aspiración es llegar a ser un gran escritor, aunque no le molestaría ser un gran escritor de no ficción, que a fin de cuentas es algo muy parecido a ser un periodista, si no es completamente lo mismo.

En este tiempo sin clases, ha estado escribiendo relatos donde la decadencia es siempre el eje principal. Se ha hartado de escuchar que hay que escribir sobre lo que se conoce, y si algo conoce es la decadencia. Vive con sus padres en el segundo piso de un biplanta que hace años fue un consultorio médico, con puertas y ventanas de aluminio y paredes llenas de moho, en un barrio de calles repletas de baches y gente flaca y sin dientes que se emborracha en el contén de la acera o se pasa el día trabajando para luego regresar en la tarde, con la tez sudada, grasienta, y quejarse porque todo está muy caro y malamente hay arroz para comer y no hay café en las tiendas ni en ningún lado. Especial énfasis en el café. Hay un solo placer en sus vidas: Tomar una taza bien caliente cuando se levantan o después de almorzar, pero no hay café. No hay placeres. No hay nada. No en el barrio, en todo el país. Y la gente se va como puede. En avión, en balsa, como sea. Se van para poder vivir, para tener placeres, para poder hablar y denunciar. Aquí casi nadie se atreve a alzar la voz. A quien lo hace, le cortan la cabeza –figuradamente, pero como si no.

Por eso, cuando un amigo de la universidad puso en manos de Alberto la carta en la que se exigía permiso gubernamental para realizar una marcha contra la decadencia, por la búsqueda de soluciones, por el derecho de todas esas personas a ser escuchadas por sus dirigentes, él la firmó sin pensarlo.

Ha pasado una semana desde ese día. Hoy, en la mañana, la puerta de aluminio de su casa sonó fuerte. Solo estaba él. Abrió y se encontró a una policía joven, de rostro cansado y altanero al mismo tiempo, que le entregó una citación para lo que decía ser una entrevista en la estación policial. Lo hizo firmar el recibimiento. No le dijo cuál era el motivo de la cita. “Podemos acusarte de desobediencia si no vas”, le advirtió antes de darle la espalda para marcharse.

Alberto llega a la estación a la hora indicada en el papel. Lo hacen recorrer un pasillo muy estrecho, con cambios de dirección constantes, hasta llegar a una oficinita casi escondida en un fondo oscuro. Cinco agentes se encierran con él. Le dicen que está ahí por haber firmado aquella carta y que la marcha que intentan hacer es un acto ilegal porque va contra el gobierno y todo lo que vaya contra el gobierno es ilegal porque el gobierno lo es todo y él es un tonto por dejarse lavar el cerebro y caer en ese tipo de actos indeseables porque la decadencia y los problemas sociales no son culpa del gobierno sino de presiones externas al país y que piense en su carrera y en su vida si desea seguir por ese camino.

Todo, por supuesto, de forma mucho más extensa, pero así, sin pausas, ensayado. La conversación dura cerca de tres horas y Alberto sale furioso, impotente, con una herida abierta en el mismo centro de su anhelo de libertad.

Regresa a casa. Los borrachos del barrio están sentados en la acera frente a su puerta. Cantan el himno nacional a coro, sin poder vocalizar correctamente una sola palabra. Más bien berrean y hacen sonidos guturales con un ritmo que, por momentos, recuerda al himno nacional.

Alberto entra. Hasta ahora se ha mostrado sereno, pero, cuando cierra la puerta y queda solo, deja caer su espalda contra la pared y el pánico lo envuelve, lo mastica, lo traga y lo vomita una y otra vez. Los baches, el hambre, el churre, el moho de las paredes… Todo parece empujar la puerta para entrar. Él lucha por mantenerlo fuera, pero todo aquello gana una fuerza inmensa, la fuerza de una simple citación, de varias simples amenazas, y se cuela por las ventanas y le viene de frente, lo golpea en el rostro, en el estómago, lo hace caer de nuevo impotente, de nuevo furioso, y el himno nacional mutilado se alza como banda sonora de su derrota.

Va al baño. Se desnuda. Abre la ducha. El agua fría cae sobre su espalda. Gime. Se retuerce. Llora hasta expulsar todo el miedo de sí, para quedarse solo con la furia, que va creciendo dentro suyo como una raíz virulenta, enredándose en su estómago y sus pulmones y su corazón, hasta mezclarse en el torrente sanguíneo y llegar al cerebro.

Cuando sale, más calmado y, al mismo tiempo, furioso como nunca, hace una publicación en Facebook contando todo lo sucedido en la estación.

Sus padres llegan de sus respectivos trabajos. Ambos vieron lo que publicó y están muy preocupados. Temen que hacer público algo así pueda acabar trayéndole más problemas. Él los calma. Les dice que todos los días miles de personas publican cosas peores en las redes sociales y no les ocurre nada. ¿Qué le va a pasar a él?

En el fondo, sabe que sí puede ocurrirle cualquier cosa, pero lleva demasiado tiempo en silencio. Se dice a sí mismo que la furia que se apoderó de él le soltó los músculos y la lengua y le dijo: “no más silencio”.

Come algo de arroz con un huevo frito y se va a dormir temprano. La televisión está rota y no tienen dinero para arreglarla, así que no hay mucho más que hacer a las nueve de la noche.

Cae rendido, con algunos sueños inquietos que luego no recordará.

Acostarse tan pronto le trae como consecuencia despertar de madrugada. Son cerca de las seis. Escucha a sus padres cerrar la puerta al salir de la casa. Todos los días se van muy temprano a trabajar y regresan cayendo la noche, desde que él tiene recuerdos. Ganan dinero suficiente para comer un mísero plato de arroz con huevo todos los días, a veces pollo, a veces solo arroz. Tienen el mismo televisor desde principios de siglo. Ahora se rompió –ya era hora– y su salario no les alcanza ni para intentar arreglarlo. No se diga comprar uno nuevo.

Alberto se levanta. Toma su desayuno de todos los días: agua fría con azúcar y un pan solo.

El pan ya empieza a oler ácido. Le da mordiscos lentos. Mastica sin ganas. La masa se compacta y se hace un chicle asqueroso dentro de su boca, hasta que logra deshacerla en pedazos pequeños y tragarla con ayuda de un buche de milordo –como la gente lo llama para no decir abiertamente que lo que toman es agua con azúcar.

Mientras desayuna, revisa sus redes sociales. Solo usa Whatsapp y Facebook, e intenta no abrirlas mucho, porque solo le alcanza para comprar el plan de datos móviles más barato y tiene que durarle el mes entero, pero en las mañanas siempre les echa un vistazo.

En Whatsapp tiene un mensaje del mismo amigo de la universidad que le pasó la carta para que firmara. “¿Viste esto?”, dice, seguido de un link que Alberto abre al instante. Es una noticia de un medio opositor al gobierno. “Joven amenazado con perder su carrera por firmar petición de marcha antigubernamental”, apunta el título. Debajo hay una foto suya, sacada de su perfil de Facebook.

Lee hasta el final. Utilizaron su publicación para reconstruir lo ocurrido en la estación y criticar el trabajo coercitivo de la policía

Una sensación rara se apodera de él. Mezcla de felicidad y miedo, una adrenalina ambigua que le combina sentimientos. Sabe que aparecer en ese medio de prensa solo puede traerle más problemas en el futuro, pero por primera vez se siente importante. Es el centro de una noticia. ¡Y tiene más de cien comentarios! Una centena de personas leyeron su historia –suya, sobre él– y quisieron opinar.

Revisa qué han escrito. Algunos lanzan ofensas contra la policía y contra el gobierno, otros le brindan ánimos, otros lo alientan a ser valiente y seguir luchando, otros lo acusan de ser él mismo un policía encubierto y otros, evidentemente defensores del gobierno, lo llaman traidor y gusano y mentiroso.

Alberto se dedica reaccionar a casi todos. A los que critican al gobierno y le dan alientos a él, les pone un corazón; a los que lo acusan de ser un policía encubierto, les coloca una cara riéndose; y a los que se dedican a ofenderlo, una cara enojada.

Luego busca su nombre en Google. Si apareció en un medio de prensa puede estar en más. Y efectivamente, lo está. Cuenta por lo menos diez diarios o revistas digitales que replicaron la noticia. Algunos de ellos, incluso, en idiomas extranjeros.

De pronto, los hombros y la cabeza parecen chocarle con las paredes y el techo. Todo se queda muy pequeño mientras él crece sin parar. Se hincha como un globo. Flota en la corriente de su fama repentina.

“Mi nombre por fin será reconocido –se dice a sí mismo–. Finalmente seré una figura”, y de pronto se da cuenta de que eso también le trae cierta responsabilidad. A partir de ahora, si realmente quiere mantener ese reconocimiento, tiene que dedicarse a no defraudar. ¿Pero qué significa eso?

Efectivamente, es un globo. Flota majestuoso, gigante, colorido, pero bastaría la rama de un árbol para pincharlo y hacerlo caer al suelo, a donde mismo estaba antes de alzarse, pero peor, roto.

Intenta sacar esos pensamientos de su cabeza. Le escribe a su amigo por Whatsapp:

–¿A ti también te citaron?

–Sí –le responde casi al instante.

–¿Te dijeron más o menos lo mismo que puse en mi publicación?

–No quiero hablar eso por aquí. Ven a mi casa y hablamos.

Termina de desayunar, se cambia de ropa y sale hacia allá. Su amigo vive a solo dos paradas de un ómnibus que se demora y cuando llega está repleto, como casi siempre.

Alberto agradece que el viaje sea corto. Va apretujado. Los codos y las caderas de la gente lo maltratan. Los bolsos le aprietan el estómago o le golpean las rodillas. Siente los olores y el sudor de los demás encima suyo. Y no se puede quitar la extraña sensación de ser observado todo el tiempo. Todo el mundo parece estar especialmente interesado en él. Su mente le hace rejuegos malévolos, que van desde que todos ya saben quién es y lo admiran hasta que todos son policías y lo vigilan. Un vehículo repleto de policías solo para él.

Se baja. Camina un poco, sin dejar de mirar hacia atrás. Nadie parece seguirlo. ¿Y si lo siguen qué? ¿Qué le van a hacer? El valor se convierte en paranoia y luego de nuevo en valor de un segundo a otro.

Llega a donde vive su amigo: una casita pequeña, pero colorida y de paredes perfectas, con un jardincito muy cuidado.

Antes de poder tocar la puerta, esta se abre. El muchacho ha estado mirando por el visor cada un minuto, esperando a que llegara. Se le ve despeinado, un poco ojeroso, evidentemente mucho más afectado que él por el interrogatorio y las amenazas. Escucha que igualmente lo amenazaron con su carrera, pero también con la de sus padres. Su padre tiene una reputación y cierto rango como profesor universitario. ¿Imaginas perder todo eso por un joven rebelde sin causa? Perderlo todo para lograr nada, porque le aseguraron que con esas estupideces no iba a lograr nada.

«Hasta intentaron reclutarme, hacer que trabaje para ellos», le dice su amigo. «Por supuesto, me negué, pero me hicieron firmar que no hablaría de nada de esto. Lo que te digo no puede salir de aquí, Alberto, ¿está bien?».

Está bien, claro. Todo está bien. Alberto escucha. Habla por momentos. A final de cuentas, tienen poco apoyo. La gente no está en estos tiempos para andarse metiendo en problemas. Es cierto que no van a lograr nada. Perderlo todo para nada. Lo más recomendable es tranquilizarse, no llevar las cosas más allá.

Alberto almuerza con su amigo y regresa a casa convencido de que lo mejor es lo acordado: enfriarse. Se da un baño y se acuesta un rato a no hacer nada. No tiene nada que hacer. No está en condiciones mentales para escribir ahora, ha leído todos los libros que tiene, la televisión rota… Listo, ahí se agota su lista de posibles cosas que hacer, excepto el internet. Decide darle un vistazo rápido a sus redes. En cuanto abre Facebook, ve la notificación en Messenger. Tiene un mensaje de un tal Víctor García.

«No te rindas, muchacho –dice–, esos esbirros se hacen mucho la gran cosa y al final no son nada. Son unas tristes personitas cobardes que se escudan detrás de una porra. La gente que lucha contra ellos sí es grande y valiente. ¡Ánimo!».

Cree recordar la foto de perfil de ese tal Víctor García. Debe ser uno de los que comentó la noticia sobre su citación policial.

Alberto regresa a la publicación. Justamente, ahí está Víctor. Vuelve a leer su comentario y todos los demás. Hay al menos setenta nuevos. La mayoría habla de su valentía, de que no puede dejarse vencer por la represión. Siente cómo se va hinchando otra vez, hasta que la casa y hasta el barrio le quedan pequeños. También siente, igual que antes, ese extraño sentido de responsabilidad hacia esas personas que, si se dedicara a algún tipo de espectáculo, llamaría público. Viaja a la mañana de hoy mismo, cuando se dijo que, ahora, ya no podía decepcionar. ¿No hacer nada es decepcionar? Seguramente, pero a veces es mejor buscar respuestas en los otros.

Le escribe a Víctor: «¿En serio cree que la libertad puede llegar pronto? ¿Que yo puedo ayudar a alcanzarla?».

Deja el celular. Se queda unos minutos mirando al techo, pensando, y lo vence un sueño que no sabía tener.

Sueña con una gran marcha en las calles, tan multitudinaria que solo puede ser pacífica. Ni la policía ni nadie puede estar tan loco para salir a luchar contra kilómetros y kilómetros de calles repletas de gente cansada de sufrir.

El pueblo defendiendo sus derechos.

Más que una protesta, parece una fiesta. Todos sonríen y cantan y él va al frente de la multitud, dando inicio a las canciones y a las consignas de libertad. Detrás, mucha gente lo anima y corea su nombre.

Despierta feliz, esperanzado. Mira la hora. Son casi las ocho de la noche. Durmió toda la tarde. Ni siquiera recuerda qué estaba haciendo antes de quedarse fundido en la cama.

“Ah, sí –piensa–, le respondí al tal Víctor. ¿Me habrá vuelto a escribir?”. Revisa. Y sí, Víctor le envió otro mensaje.

–Claro que sí, muchacho –dice–. Allá hace falta gente valiente que se enfrente al poder, como tú. Solo así llegará la libertad.

Alberto siente un agrandamiento instantáneo en su ego. Aquel hombre de verdad cree que él es una persona valiente, una especie de héroe. Intenta mantenerse humilde y responde:

–Muchas gracias por su apoyo. Seguiré en la lucha.

Apaga el móvil tras recibir un sticker de una mano con ojos que le muestra el pulgar.

Se siente importante, quizá un libertador.

Da un recorrido por la casa. Sus padres no han llegado. Va a preparar algo de comer. La cocinita es muy pequeña, con una meseta que ocupa casi la mitad del espacio, un refrigerador enano que bota agua cada cierto tiempo y una hornilla de gas con dos fogones, de los cuales solo sirve uno.

Pone tres jarros de arroz a cocinar en una cazuela con agua, dos cucharadas de sal y apenas una gotita de aceite. El aceite escasea, hay que ahorrar lo que se pueda.

Busca qué más hacer. No hay nada. Los huevos se acabaron ayer y el pollo hace al menos una semana.

Una persona importante, un héroe, un libertador, comiendo arroz solo. ¡Qué vida!

Pasan unos minutos y escucha abrirse la puerta de la sala. Sus padres entran, le preguntan cómo ha ido el día, si ha tenido algún problema más. “Nada, todo tranquilo”, responde, y su madre le pasa un paquete de salchichas que le compró a una compañera en el trabajo.

Alberto fríe una para cada uno, come junto a ellos su plato de arroz con salchicha y les dice que quedó con unos amigos para salir. Seguramente no regrese tan tarde, pero quizás sí.

Sale sin saber qué hacer. No ha quedado con nadie ni tiene ningún plan. Solo quiere caminar, se dice, despejar su mente, pero en verdad sabe que desea más. Debe actuar como lo que ahora es: una especie de justiciero.

En cuanto baja las escaleras, se topa con la lata de pintura de aceite roja que su padre compró hace un mes para pintar el pasamanos. Quedó la mitad y la “escondió” pegada al primer escalón, pero la verdad es que no puede estar más a la vista. Si no se la han robado aún es por puro milagro. Esta puede ser la noche en que por fin desaparezca.

Agarra la lata y se va. Aún no sabe a dónde ir ni qué hacer. Simplemente camina por las calles destruidas y desiertas de la zona donde vive. Cuando el sol se esconde, la gente también. Comen la mierda que pueden, ven la mierda que ponen en la televisión y duermen temprano para intentar olvidar su vida de mierda.

Las luces todavía están encendidas dentro de las casas, pero no cree que haya nadie mirándolo desde alguna ventana o algo así. La noche le da una impunidad casi pesada.

Termina su caminata frente a un muro alto, larguísimo, que pertenece a una pequeña fábrica estatal de zapatos. Parece haber recibido una mano de pintura hace poco tiempo. Se le ve de un color marfil intachable, desfigurado solo por los signos de humedad y las marcas de zapatos en la parte inferior.

A Alberto le parece demasiado perfecto. Tanto que le molesta. No puede haber nada tan impoluto entre tanta mierda, y menos algo que le pertenezca al estado, al gobierno. Abre la lata de pintura, recoge un palo del suelo y, mojando un extremo de este como si fuera una brocha, escribe bien grande la mayor ofensa que se le ocurra, ya no contra el gobierno, que a fin de cuentas es algo demasiado amplio y abstracto, sino específica y personalmente contra el presidente del país. ¡Que se joda!

Hace una foto de la pintada con el celular, tira la lata y el palo en cualquier latón de basura, regresa a casa, se tumba en la cama y de pronto se da cuenta de lo que ha hecho.

En la boca se le dibuja una sonrisa de orgullo que va evolucionando hasta un ataque de risa imparable. Retuerce todo el cuerpo sobre las sábanas, se aprieta la almohada contra el rostro para intentar silenciar sus carcajadas y piensa que, si alguien lo viera ahora mismo, lo internarían por loco.

Regresa a Messenger, al chat con Víctor. Le envía la foto y la acompaña con el texto: “Mire lo que hice esta noche”. Va dejarlo en eso, pero antes de cerrar la aplicación, sin pensarlo demasiado, escribe también: “La libertad se acerca”. Siente que de verdad está cerca y que él puede ayudar a lograrla.

Pasa horas dando vueltas, sonriendo para sí mismo, imaginando escenas increíbles en las que el pueblo toma el poder enaltecido con él al frente, a veces incluso cargado en hombros como un rey o un héroe muy querido, como si él fuera la última esperanza de todos, principalmente de gente como Víctor, que, obligado a irse de este país por quién sabe cuáles razones, solo puede ver el panorama desde la distancia y soñar con la libertad de sus compatriotas.

Finalmente, se queda dormido. Los sueños se vuelven una continuidad de sus fantasías. Mucha acción, muchas revueltas, pero todo felicidad.

Despierta a media mañana.

Sin haber separado la cabeza de la almohada, se apresura a revisar Messenger. Víctor debe haber quedado sorprendido con su arrojo. Está listo para cosechar los elogios correspondientes a su valentía.

Sin embargo, acaba chocando contra un mensaje frío e inamovible como el propio muro de anoche.

“Eres valiente, tengo que admitirlo –dice–, pero una simple pintada no va a solucionar nada. Hace falta gente con cojones de verdad, que se atreva a más”.

¿Gente con cojones de verdad? ¿Víctor piensa que él es un blandengue? ¿Un cobarde? ¿Que no se atreve a nada más que a hacer una pintadita en un muro? Pero claro, piensa, “¿a quién se le ocurre que pintar un muro sea un gran acto de valentía cuando hacen falta cambios radicales? Tengo que hacer más. Tengo que atacar sin miedo”.

Le escribe a su amigo de la universidad:

–¿Estás solo en tu casa?

–Sí, ¿por qué? –le responde.

–Olvida todo lo que hablamos ayer. Voy a lanzarme con todo, a matar o morir. ¿Te unes o no?

Pasa unos minutos sin recibir respuesta, pero al final llega:

–Ok, me uno si tienes un buen plan.

–¿Podemos reunirnos en tu casa? Esto se tiene que hacer rápido o no se hace.

–Sí, supongo que sí.

–Perfecto, cita a todo en quien confíes para dentro de dos horas. Déjales caer algo, pero no les digas para qué es.

–¿Qué les voy a decir, si ni yo sé?

Alberto sonríe.

–Nos vemos en dos horas.

Crea una lista con todos los contactos en los que cree poder confiar y escribe un único mensaje para todos ellos: “¿Quieres libertad en tu país? Está aquí en dos horas”, seguido por la dirección de su amigo.

Se empuja el mismo pan viejo y el mismo vaso de milordo de todos los días y sale corriendo. Ni siquiera espera el ómnibus. Va a pie. Es un poco lejos para ir caminando, pero aún falta cerca de una hora y media para el momento fijado. El sol empieza a arreciar, le quema la frente. La gente anda como de costumbre: sudada, grasienta, sonriendo cuando se encuentran los unos con los otros, pero con una sonrisa insuficiente, de comisuras torcidas hacia arriba y lagrimales hacia abajo, como escondiendo una gran depresión detrás de una gran sonrisa, como una mezcla de las máscaras representativas del teatro, la tragedia y la comedia, medio rostro para cada una.

Alberto, dentro de su cabeza, les pide que tengan esperanza y arrojo, que se le unan, y él les dará la libertad. Cree que para esas personas la felicidad es la libertad, como para él; pero quizás, para ellos, la felicidad sea un trozo de carne y un potaje que echarle al arroz todos los días.

Llega a casa de su amigo. Hay unas quince personas. Esperan a la hora pactada. Llegan algunas otras. Esperan un poco más. Llega otro. Siguen esperando. Nadie más aparece. En total, hacen veinticinco.

Alberto dice que es hora de empezar, que quienes no fueron tendrán que cargarlo sobre sus consciencias. Dice, también, que es momento de salir a luchar por la libertad, de ponerle freno al hambre y a la miseria y a la represión, que hay que ser valientes, dejar de pensar en uno mismo y pensar en el bienestar colectivo, y el bienestar colectivo pasa por poner en juego el suyo propio.

–En concreto, ¿cuál es tu plan? –pregunta uno de los asistentes.

–Esperar a que caiga la noche para que la mayoría de los trabajadores, incluyendo a los policías, hayan regresado a sus casas. Entonces salimos y tomamos las calles. Empezamos un levantamiento que haga caer a los opresores.

–¿Veinticinco personas? –dice otro.

–No, somos veinticinco ahora, pero cuando salgamos habrá más. La gente se nos va a unir y, sin darnos cuenta, se va a armar un tumulto que no podrá parar ni Dios.

Alberto suelta tres o cuatro párrafos más sobre la necesidad de ser valientes, de alcanzar la libertad, sobre el hastío y la miseria de la gente, y al final pregunta: “¿Quiénes están dispuestos?”.

Cinco se levantan y se van, sin mediación de palabras. Su amigo le dice que no se va porque está en su casa, pero que con él no cuente para semejante locura y que, de hecho, si pueden salir a terminar el plan a otro lado, mejor; él no quiere saber más nada del asunto. Otros, poco convencidos, hacen unas pocas preguntas más e igual terminan yéndose. Al final, termina en un parque, a dos cuadras de ahí, con solo catorce personas.

Los catorce se ven animados. Creen en el plan. Pactan encontrarse a las nueve de la noche en el parque central del municipio. Ahí empezará todo.

En cuanto se separan, Alberto le escribe a Víctor: “La libertad está cerca, muy cerca”. Prometió no hablar con nadie de lo que harán, pero, en el fondo, muere por contárselo a Víctor, y que este le diga lo valiente que es y cuán necesario es ese levantamiento para el futuro de su país. Quiere volver a inflarse, a hacerse gigante, antes de la batalla.

Regresa a casa. Revisa Messenger. Nada. No tiene qué almorzar. Sale a ver qué encuentra. Se topa con un panadero. Compra tres panes, que es para lo único que le alcanza. Regresa y se come dos, solos. Vuelve a revisar el Messenger. Nada. Se acuesta en la cama. Intenta descansar algo antes de la noche ajetreada que tendrá, pero no logra más que dar vueltas y vueltas, pensando en sus sueños de los últimos días y revisando el Messenger cada pocos minutos. No recibe respuesta alguna.

Comienza a sentirse mal. Cree que perdió la confianza de Víctor, y Víctor es todos, o al menos muchos. Tal vez ya nadie lo cree capaz de hacer lo que es necesario. Pero le demostrará que se equivoca. A él y a todo el que haga falta. Él, Alberto, no es un cobarde, no es un globo desinflado.

Intenta escribir un relato, o una carta, o un alegato. No le sale más que un título: “Demostración”. Y vomita. Suelta los panes y la bilis. Se queda vacío. Se tumba de lado en la cama y deja pasar el tiempo. La tarde va bajando, se convierte en noche y, antes de que lleguen sus padres, se va.

Camina hasta el parque. Se sienta en un banco. Mientras espera a que lleguen los otros, le entra hambre, le ruge el estómago y empieza a temblar. Primero solo las piernas, después el cuerpo entero. Ríe a carcajadas, de forma compulsiva. Algunos pasan y lo miran como a un loco. Él mismo se siente trastornado, como si la lógica hubiera escapado de su cuerpo y ahora actuara por algo que ni es instinto ni nada racional, solo que no sabe qué es.

Llega el primero de los citados y Alberto se calma. Todo está bien. En un segundo, se transforma en lo que ahora es: el líder de una revuelta, un libertador, el globo que flota hinchado sobre el resto del mundo. No puede dejarse ver como un triste harapo destrozado.

Los otros van llegando de a poco. A las nueve de la noche han llegado ocho. Esperan un poco más. A las nueve y media hay once. Los otros, seguramente, no llegarán. Alberto advierte que cada minuto que se atrasen pude servir para que los intercepten, en caso de que alguien haya dado un chivatazo.

Todos concuerdan. Es momento de empezar, pero nadie sabe cómo.

Alberto recoge una piedra, va hasta la avenida que pasa por un costado del parque y la arroja contra la vitrina de una tienda.

–¡¡¡Libertaaad!!! –grita.

Los demás reaccionan como si les hubieran presionado un interruptor. Recogen piedras también y comienzan a lanzarlas contra todos los edificios estatales que hay alrededor. Van avanzando por la avenida, gritando “libertad”, “abajo la opresión”, ofendiendo al gobierno, al presidente del país…

La calle, primero casi desierta, se llena de personas que quieren ver qué ocurre. No queda nadie dentro de sus casas en los alrededores. Algunos solo se quedan observando. Otros se unen.

En pocos minutos, el grupo de once crece hasta ser treinta. Luego sesenta. Los gritos cada vez truenan más alto. La destrucción cada vez es peor. Algunos ya no se limitan a los edificios estatales y arrojan piedras o apalean cualquier puerta, ventana o automóvil.

Alberto comenzó en el frente. Todos le seguían. Casi podía percibir en sus vellos la admiración de la gente por él, pero, mientras la turba fue avanzando y creciendo, se lo fue tragando. Ahora es uno más. Va en el centro, rodeado de personas que lo chocan, lo ignoran y ya no exigen solo libertad, sino también comida, o vivienda digna, o más dinero, o lo que necesite cada cual.

Alberto recibe un pisotón. Pierde un zapato. Intenta recogerlo, pero un hombro le choca el rostro y recibe un codazo en las costillas y tiene que seguir andando. La masa de personas no frena por nadie ni por nada. Tiene ganas de desastre y venganza. Alguien tiene que pagar por sus vidas de mierda, y si no hay quién pague, pues arrasan con todo a su paso.

Por fin Alberto tiene lo que quería; sin embargo, se siente más pequeño y roto que antes. Se descubre a sí mismo como la nada en el centro de algo verdaderamente importante. En sus sueños, ahora sonreiría y sería vitoreado. En la realidad, no alcanza a abrir la boca entre los gritos rabiosos que vuelan como disparos al viento. Le corre una lágrima de impotencia.

Los del frente comienzan a dispersarse. Corren. La gritería se vuelve peor. Algunos caen al suelo y, entre los espacios vacíos, Alberto logra divisar los uniformes, las porras subiendo y bajando y danzando contra la brisa nocturna en una sinfonía brutal. Hay quien sigue gritando y corre de frente, sin miedo. Otros intentan dar la vuelta y huir. Chocan los unos con los otros. A Alberto lo empujan y cae al suelo. Trata de levantarse. Lo vuelven a tumbar. Le pisan una mano. Recibe un rodillazo en la nuca. Está mareado, desesperado, le falta el aire. Empuja con todas sus fuerzas y en todas direcciones. Lanza puñetazos y manotazos y se lanza hacia arriba como si luchara por no ser tragado por un mar embravecido. Logra ponerse de pie. Toma una bocanada de aire, profunda, y siente el estruendo. De pronto todo se paraliza. La gente lo mira. Abren los ojos y las bocas. Por unos segundos, nadie mueve ni un pelo y él es el único centro de atención. Por fin, el centro de atención. Entonces vuelve la gritería y la turba corre y se desintegra en mil direcciones. Alberto cae, primero, de rodillas, luego acostado con la frente pegada al pavimento y el charco de sangre creciendo bajo su pecho.

Cuando María y Antonio eran jóvenes, el país empezó a vaciarse, o eso parecía. Los paisajes de las costas, las mañanas, los atardeceres, se veían repletos de puntos oscuros, como manchas de ceniza sobre una fotografía. Las personas se lanzaban en balsas, en cuatro tablas agarradas con algunos clavos, en gomas de camión, en lo que fuera, y se alejaban y se alejaban hasta ser puntos oscuros en la lejanía. Manchas de ceniza. Polvo en el viento.

Los vecinos de María y Antonio se fueron. Los tíos de él también, y los primos de ella. Los amigos de la infancia. Los antiguos compañeros de la escuela. Algunos del trabajo. Y los que quedaban se saludaba con un gesto raro que mezclaba un deseo de resistencia con una inevitable melancolía. “Todos se van, pero quedamos nosotros, y tenemos que aguantar”.

María y Antonio pudieron lanzarse en varias balsas. Se lo propusieron, pero no aceptaron. Querían tener un hijo ahí. En ningún lugar iba a estar mejor que ahí, donde les prometían que el hambre y la pobreza se acabarían, como todos los males sociales, y la educación y la salud serían bastiones de un pueblo superior a cualquier otro; y, si algunos no estaban dispuestos a sacrificarse por ese ideal, que se fueran. No los querían. No los necesitaban.

Ellos dos sí estaban dispuestos a sacrificarse y crear el edén para sus hijos, así que se quedaron. Trabajaron duro. Pasaron algunos años y la gente dejó de irse en masa. Y llegó Alberto, el primero de muchos otros niños que nunca llegaron. Su único hijo.

Vieron a Alberto crecer diciendo las consignas que en su momento también fueron de ellos. Sus padres las inventaron y creyeron en ellas; ellos las repitieron, chocaron con un cierto vacío en ellas, pero decidieron seguir, si no creyendo, al menos luchando por ellas; luego, vieron a su hijo repetirlas también, hasta que creció, pudo pensar por sí mismo y las desechó para siempre.

Más de dos décadas después de decidir quedarse y luchar, estaban peor que antes. No solo ellos, todos. Y la gente se volvía a ir de cualquier forma. Se dieron por vencidos y se dijeron el uno al otro, en voz baja, donde nadie pudiera escucharlos, que cometieron un error. Ahora, sin esperanzas de crear el paraíso, solo les quedaba algo por lo cual sacrificarse: su hijo.

Esa mañana, ambos fueron a trabajar, como cada día.

Cuando regresaron, en la noche, Alberto no estaba. Seguro andaba con un amigo y regresaba pronto. Prepararon algo de comida. Le guardaron un plato a él. Mientras fregaban, María protestó porque su hijo no aparecía y la comida se le iba a enfriar como el pie de un muerto. Antonio le dijo que era joven, que había que dejarlo un poco en paz, que fuera independiente.

Se sentaron a ver cualquier cosa en la televisión. Normalmente se acuestan temprano, pero Alberto no llegaba. Pasó un programa y luego otro y después una película de artes marciales que no pudieron terminar. Quedaron los dos rendidos en el sofá.

Cuando Antonio abrió los ojos, entraban rayos de sol por la ventana. Les había cogido tarde para el trabajo, para todo.

–¿Por qué Alberto no nos despertó? –preguntó María, alterada.

Fueron al cuarto de su hijo. Estaba vacío, como lo habían dejado.

Lo llamaron al celular. No contestó. Volvieron a llamar. Nada. Lo llamaron veinte veces, sin respuesta.

Alguien golpeó a la puerta. Creyeron que sería Alberto. Se dijeron el uno al otro lo irresponsable que era y los mil regaños que le iban a soltar en cuanto abrieran, pero, cuando lo hicieron, no estaba su hijo, sino un oficial de policía, con un rostro muy serio, que les dio la noticia.

“Los padres no han querido ofrecer declaración alguna, pero los vecinos advierten que, desde la calle, se escuchan gritos y gemidos que aterrorizan. Temen que hayan perdido la cordura”, dice el final de la nota, bastante sensacionalista, en aquel medio de prensa.

Víctor termina de leerla y apaga el celular.

–Me escribió tu tío de allá, del país. Dice que si este año sí vamos a ir en las vacaciones, que quiere que le llevemos unas cositas.

Víctor carraspea la garganta, le responde: “Dile que no. Allá la cosa está muy mala”; y enciende el televisor. Está empezando una película. Esta sí parece estar buena.

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