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Un hombre en el pozo

 

Claudio Echeguerry

 

El hombre parece dormido. Mantiene los ojos cerrados, y su boca esboza un rictus de tranquilidad. Su pelo es de un tono platinado, aunque descuidado y un poco sucio, mientras que el bigote y la barbita de chivo, también ornamentados con unas hebras de plata, se mantienen húmedos y llenas de hojarasca. Si no fuera por el encabezado que aparece en la página principal del periódico, donde la nota dice que el hombre fue encontrado flotando bocabajo en un pozo, cualquiera pensaría que murió sin sufrir el menor daño, o que sólo duerme plácidamente.

Dejé de mirar el periódico. El asunto estaba zanjado, y no quería levantar sospechas al hacer demasiado evidente mi curiosidad. El vendedor del quiosco de revistas se podría preguntar: «Y este, ¿por qué mira con tanta insistencia al muertito? ¿Lo conocerá, o estará involucrado en el asesinato? Conozco a este tipo de gente. Por lo regular, tienden a formarse todo tipo de juicios y conjeturas en sus cabecitas enfermas; así que, para no dar lugar a suspicacias ni malos entendidos, miro la foto por última vez, como quien mira cualquier otra cosa que considera intrascendente; y, sin darle ningún tipo de importancia, prosigo mi camino.

Yo le conseguí aquel empleo a Germán en el Centro Cambiario, donde llevo varios años trabajando como contador en el área de oficinas, y él se encarga de atender la caja. Lo hice, no como un acto de generosidad de mi parte, ni tampoco porque yo quisiera trabajar con él, sino fue mi madre quien me lo pidió insistentemente; «Consíguele trabajo a tu primo en la Centro Cambiario», me dijo, «¿no ves que está desempleado?». Y entonces, para mantenerla contenta, y que dejara de molestar, me vi obligado a solicitar una cita con el señor Ruíz (el gerente) para que le hiciera una entrevista.

Todo habría marchado a la perfección sino hubiera existido de por medio el especial interés y confianza que el señor Ruíz depositó en él, además de cruzarse en mi vida una mujer: su prometida Maritza.

Aunque de adultos no mantuve una relación muy cercana con Germán, de niños sí que convivimos al grado de decir que éramos inseparables, casi como hermanos. Los fines de semana se quedaba a dormir en mi casa, donde jugábamos videojuegos, o veíamos lucha libre en la televisión, mientras mi madre nos preparaba esquimos, o nos llevaba de paseo al zócalo a montar en bici. A veces íbamos a comer al Burguer Boy.

Una vez que nos hicimos adultos nuestro carácter y nuestros intereses cambiaron, lo que motivó que nos termináramos por distanciar. Mientras yo no dejaba de estudiar, y lanzarme a la caza de libros a la biblioteca de la ciudad, Germán optó por formar un grupo de rock con sus amigos (música que abomino y me parece deleznable. Mil veces prefiero escuchar a Beethoven); siempre que se rodeaba de ellos se transformaba en un maldito Wannabe; un sujeto presuntuoso y desagradable con delirios de grandeza e ínfulas de Rockstar. Más de una vez que me acerqué a él como en los viejos tiempos, se pasó de largo, y fingió no reconocerme. Eso duele. Era como si el muy cabrón se avergonzara de mí cortando tajantemente los lazos sanguíneos que me enlazaban a él.

 «Qué el muy hijo de puta se meta el bajo por el culo”, pensaba yo cuando lo miraba tocar su instrumento, encaramado en la tarima, mientras la gente del público no dejaba de aplaudirle.

Debo confesar que soy un hombre ecuánime, carente de vicios (no fumo ni bebo), y nunca me he formado grandes expectativas en la vida; mucho menos en aquel trabajo, donde uno como empleado no tiene la menor posibilidad de ascender. Vivo con mi madre, es septuagenaria, y está obligada a andar en silla de ruedas debido a una artritis degenerativa que padece desde hace veinte años. Mi hermana Aurora sacó un crédito para comprar un departamentito del INFONAVIT (Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores), después se juntó con un fulano, se fue de la casa, y me dejó a su cuidado. «Ahora a ti te toca cuidar a mamá», me dijo parada en el umbral de la puerta con su equipaje en la mano. Pude haberle respondido: «Grandísima cabrona te largas de la casa para hacer tú vida, y a mí me dejas solo para cuidar a la vieja», pero curiosamente no me afectó en lo absoluto. He descubierto que me gusta cuidar a mamá, y nunca le refuto cuando me pide la bañe, la vista, y le corte la uña del dedo gordo del pie cuando se le entierra; y dice, le produce un dolor insoportable. También la ayudo a levantarse para ir al baño, le caliento la comida, y le doy la sopa en la boca. No le recrimino nada. Es lo mínimo que puedo hacer por ella.

En algunas ocasiones se pone pesada, y me alienta para que salga con mujeres. «Deberías de conseguirte una mujercita, casarte, tener hijos y formar una familia», me dice, mientras lleno revistas de crucigramas sentado en la mesa del comedor, escuchando en la radio a Beethoven. «Ajá», le digo, fingiendo que la oigo para que deje de molestar.

Hace tiempo salí con una mujer. Se llamaba Beatriz. La conocí por Internet en una página de citas. Salimos un par de meses, pero la cosa no funcionó. Discrepancias de carácter, digo yo. Me echaba en cara un montón de cosas, como reprocharme mi sequedad afectiva, y mi indiferencia en la intimidad.

Me terminó por fastidiar…

Soy feliz escuchando a Beethoven. Me gusta su música. La tercera sinfonía me hace sentir ligero, me hace soñar y sentir diferente; quiero decir, me hace olvidar durante el lapso que dura, sobre lo que en realidad soy: un sujeto hermanado con esa música tan bella, pero al mismo tiempo alienado del mundo, lo cual no deja de ser absurdo y grotesco. Al menos me consideraba un hombre feliz, antes de que Germán y su prometida se cruzaran en mi camino.

La verdad no entiendo que me sucede con las mujeres. Siempre que hay una a mi lado, me siento como un sujeto tonto y vulnerable; ya saben, tartamudeo y me entorpezco, y no sé qué hablar ni que decir, lo cual me convierte en un tipo ridículo, en una mirruña de hombre; lo sé, y lo aborrezco, sobre todo cuando ya estoy rozando la cuarentena.

Un día Maritza llegó a la oficina, y entonces la vi, y ella también me miró, como mira una mujer a un hombre carente de interés para ella. Algo extraño sucedió en mí; me sentía cohibido, pero al mismo tiempo no podía quitarle el ojo de encima; no sólo me parecía hermosa, sino también poseía un porte muy distinguido: rubia, alta, de vestido entallado, y tenía los piececitos metidos en unos vistosos zapatos de tacón (me vuelven loco las mujeres que utilizan zapatos de tacón. Hay un no sé que de elegancia en ellas al portarlos. Algo así como un aire de sofisticación).

Ese día Germán me la presentó. Ella me saludó de mano. Se la toqué. Era blanca y cálida, tan suave que sentí el impulso de llevármela a la boca y no parar de besarla.

Retiró su mano a tiempo. Volví a mi trabajo detrás del escritorio a revisar facturas, mientras miraba de reojo, como Germán presentaba a su prometida con el señor Ruíz; y el viejo rabo verde le hacía las mismas caravanas que le hubiera hecho a una modelo de pasarela. Un hombre adulador y vulgar. Sin soltarla de la mano, que le había cubierto de besos, empezó a decirle lo despampanante que le parecía; y, asiendo a Germán por el brazo, lo condujo hasta su despacho, hablándole en el pasillo sobre un posible ascenso. Un ascenso que incrementaría su salario y lo llenaría de prestigio, cuando el único esfuerzo que realiza mi primo es estar sentado detrás de un cubículo, dando y recibiendo dinero de los clientes.

Muchas veces, durante las noches, recostado en la cama, me pongo a pensar que tiene él que a mí me falta. Entonces la palabra me llega como un fogonazo a la cabeza, haciendo que me hierva la sangre al pensar que yo carezco de ese maldito atractivo que forma parte de su personalidad: Charm. Encanto. Encanto y elocuencia para hablar, haciendo que se desenvuelva fácilmente en sociedad; y eso seduce a cualquiera.

«Hablé con Germancito para invitarlo a comer», me dice mi madre sin consultarlo primero conmigo. Me desagrada que venga gente ajena al departamento. Es como entrometerse en mi mundo, y lo considero como una violación a mi intimidad. Desde niño siempre me ha fastidiado. A veces llegaba Germán acompañado por sus amigos a la casa donde vivíamos, y yo me ocultaba para no ser visto. Ellos se burlaban de mí, de lo raro que les parecía que yo sintiera vergüenza de hablar en público, o prefiriera quedarme sentado en la sala, sin saber que decir. También hacían escarnio de los pantalones de casimir que mamá me planchaba, haciéndoles una raya en medio.

«Oye, Germán. ¿Tu primo está retardado o qué?», le decían.

«Caray, primo, como me avergüenzas. ¿Podrías comportarte como alguien normal? Me reclamaba.

Así que a instancias de mi madre me pongo a cocinar espagueti con bistec y papas a la francesa. «La comida preferida de Germancito», dice ella sonriente. Ordeno la mesa, coloco los cubiertos, y espero la llegada de mi primo y su mujer.

Mi madre se deshace en halagos. Felicita a Germán por su nuevo puesto como supervisor en el trabajo (me he convertido en su subordinado), y por tener una bella mujer. «Ya ves, hijo», me dice, «deberías de aprender a tu primo, él si sabe relacionarse», murmura, haciéndome sentir avergonzado. El único argumento que se me ocurre esgrimir es decir tontamente que “uno hace lo que puede”; y permanezco silencioso, haciendo visible mí incomodidad.

Durante la comida no me agrada como me miran. Quizá en verdad piensan que soy un subnormal que no ha hecho el mínimo esfuerzo por superarse y acomodarse un lugar en la sociedad. Cuando termino de comer, recojo mis cubiertos, los llevo al fregadero para lavarlos, me despido parcamente y me retiro a mi habitación. Como no resisto pensar que hablan de mí, pego la oreja a la puerta, sólo para escuchar decir a mi madre: «Caray, Germán, no sé qué hacer con tú primo. Ya casi es un cuarentón, y ni siquiera es capaz de encontrar una mujer para casarse». Mi primo dice algo, supongo que gracioso, porque se echan a reír durante un buen rato; después cambian el tono de la conversación, bajando la voz como si estuvieran cuchicheando.

Hay una casa abandonada ubicada al lado de los multifamiliares donde vivo. Cuando éramos pequeños, mamá nos traía acá para jugar; nos saltábamos la barda e imaginábamos estar dentro de una casa encantada. Ahora la propiedad es un cascajo que amenaza con derrumbarse en cualquier momento. Si uno sufre un accidente ahí adentro ni quien se entere.

En el trabajo me acerco a Germán y le recuerdo nuestros juegos en la casa abandonada. Le digo que contacté al dueño para comprar el terreno, porque quiero poner un negocio. Le cuento que me he asociado con unas personas que quieren extender la sucursal de una importante librería. Me felicita. Da muestras de un vivo entusiasmo, que hasta yo mismo me creo las mentiras que le he contado. Le pido que me acompañe para echarle un vistazo a la casa a la salida del trabajo. «Si gustas primo, llámale a Maritza para que te alcance en el departamento; les prepararé algo sabroso para cenar», le digo con la actitud más convincente posible.

«Sale y vale, primo», me dice.

Mamá duerme desde la mañana. Antes de salir al trabajo le vacié un frasco de gotas entero en su café, y no creo que despierte en un buen rato. Quizá no despierte nunca.

Uno puede introducirse a la casa a través de un boquete hecho entre el marco que sostiene la puerta de hierro forjado y la combada pared enjabelgada. Miro alrededor. La calle está desierta. Nadie nos mira entrar. Escogí de antemano esta hora (son las 6:00 de la tarde), porque la calle está vacía, y casi no circulan coches. Me sorprende que Germán sea tan ingenuo, como para haberse creído la mentira que le conté. Basta con que le recuerde la leyenda urbana de la casa encantada, para darle cuerda y hacerlo imaginar y soñar y comportarse como un niño.

Caminamos entre un montón de hierbas que nos llegan a la cintura. Le platico mis planes acerca de donde estaría ubicada cada estancia con sillones, mesas, estantes con libracos, y le pido un consejo sobre el lugar adecuado donde podría quedar la cafetería. «Al aire libre en una terraza quedaría bien; ¿tú cómo ves, primo? le pregunto, esperando que note el valor que le doy a su opinión. Lo conozco. Sé que eso lo hace sentir importante; además da credibilidad a mis buenas intenciones. Me da su juicio crítico, que simulo valorar mucho, mientras caminamos por un empinado sendero de tierra. Una vez que llegamos a la derruida construcción, nos adentramos por un estrecho pasillo que termina en un cuarto con un viejo pozo excavado en el suelo. Me acerco al hoyo para mostrárselo. Le digo que habrá que limpiarlo para hacerlo funcionar de nuevo. Mi primo se asoma por el borde; es un agujero oscuro y mal oliente que mide aproximadamente unos ocho metros de profundidad. Las paredes están llenas de pedruscos, hierbas y raíces. Al fondo se alcanza a distinguir un charco hondo de aguas negras; residuos del agua de lluvia que se cuela a través de las grietas del techo de tejas, y de donde proviene aquel hedor…

«Caray primo», me dice, mientras busco entre el suelo terroso una piedra pesada «aquí apesta. Ha de haber algún perro muerto por ahí», dice echando una ojeada al hoyo. Al fondo, flotando entre lama y basura, sobresale un rostro cenizo y apenas reconocible. Es Beatriz. Lleva un buen tiempo nadando allá abajo.

«¡Qué carajo es eso!», me dice. No lo dejo terminar. De una pedrada le reviento la nuca, lo veo tambalearse y quedar atarantado. Da unos pasos buscando asirse de algún lado, pero no le doy tiempo, propinándole un empujón. Germán cae. Oigo un chapoteo al fondo, luego gritos, y después de un rato, ya no oigo nada. Hay algo en mi interior que se niega aceptar lo que está sucediendo. Dejo pasar unos minutos para ver si sale a la superficie, pero nada. Pasados unos minutos, me voy de allí, antes de que alguien me vea en la calle. Camino a casa, paso a la tienda a comprar una botella de vino y un paquete grande de bolsas de basura para amortajar a mamá. Después voy directo al departamento para preparar la cena, y esperar  a Maritza mientras afilo los cuchillos.

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