Los Vasos
Arturo W. Alarcón Z
“No sabes lo que es trabajar aquí…” sus
palabras son pesadas, de las que cargan demasiado en pocas letras. “¿Por qué
me dice eso?” respondo. Esta vieja parece querer acaparar el puesto sola; ya
me decían que hay muchas brujas así.
“Yo ya me voy, y tengo que dejar a alguien
que se haga cargo. La verdad espero puedas ser tu.” ¿será un truco? Mas la
siento sincera. “La paga es muy buena, es tiempo completo, pero con todo
cubierto y cama adentro…” recalco mientras ella acomoda los enseres en la
bandeja. Fija su mirada en mí, asienta con gravidez. “…hare crecer mi
sueldo, ¡y recién empezando la carrera!” le afirmo. Pero ante mi alegría,
el rostro se le arruga aún más, su tranquilidad va siendo vencida por la
pesadez.
Estoy expectante y ansiosa, es obvio para ella.
Menea la cabeza con lentitud agarrando mi mano “Hija, prepárate.” Me
pide.
Estamos listas. Ella es tan experimentada; yo,
un pimpollo mojado. “Tu no preguntes nada. Aquí las cosas funcionan así…”
me dice mientras entramos al salón principal de la casa, haciéndome señas de
seguirla y cerrar la boca. Lentas y silentes vamos acercándonos a una de las
tantas puertas de la mansión. Es un lugar fuera de lo común, donde resuena una
voz grácil, femenina y de trasfondo rasposo. A partir de ahí… no doy crédito a
nada de lo que veo y escucho, intuyendo sin margen de error, que se me
estrujara el corazón como nunca.
“¡Deja de mirar así mocoso malagradecido!” grita una mujer dentro de una habitación. Se
esconde en la sombra que genera la luna nueva. “…entiendes el mundo al revés
Silvio. Tan pegado a tu padre, y tan distante conmigo.” reclama tajante. La
vieja ve como el espectáculo me impacta, lo siento por el rabillo del ojo. Sé
que disfruta, como diciéndome que a esto se refería. “Ahora yo mando en casa
y soy la dueña de este estudio...” Escucho perpleja a esa mujer de voz
grácil.
Trago saliva amarga, pero de solo pensar en mi
sueldo… debo a como dé lugar, seguir callada. “Aquí jugaban, aquí te
mostraba sus patéticos triunfos ¿no ve? esos trofeos ridículos… plástico
barato, nada de metal; ni oro, ni plata, menos bronce…nada.” quiero entrar
e intervenir, detener eso. Pero mi colega, apoyando sus huesudos dedos en mi
brazo, me apacigua a tiempo. “aquí ustedes solitos y nunca conmigo ¿no ve?
…” reclama esa mujer, tan concentrada...
“¿la recuerdas? Nuestra única foto familiar. El
desgraciado de tu padre hizo de algo tan simple un infierno. ¡hasta el
fotógrafo le temblaba!” ella es fina y algo
aristocrática por la forma como agarra esa foto; hermosa imagen, de
portada. La observo pasmada a través del espacio de la puerta mientras ardo de
envidia. Una familia así era lo único que deseaba cuando era niña. Estoy a un
tris de reventar en lágrimas, pero quiero este trabajo, sin importar nada, lo
necesito. Me aguanto, bien “macha” me aguanto para no cagarla. “…hacías un
berrinche por el calor de los reflectores, Emilio me humillaba como a su puta y
el fotógrafo con cara de ratón estaba a punto de morir de un infarto…” al
tocar la vieja mi hombro, casi se me sale el corazón. Con el sigilo del aire
realiza sus movimientos; me arrincona lejos de la puerta y con un suave empujón
la abre sin mucho esfuerzo, presionando contra el borde al lado de la bisagra.
Mientras me vuelve el alma, voy aprendiendo de a poco sus mañas.
“…Pero eso ya es pasado. Ahora seremos dos, en
pocas horas, o minutos quizá,
solo tú y yo. No temas hijo, estoy haciendo todo esto por
nosotros. Para protegernos...Ya lo entenderás.” La mujer se perfila hacia la puerta y me tiene a vista. El rayo frio
del miedo me pega en el tronco; mis tripas quieren ceder, ¿y si se la toma
conmigo? “¡Silvio no te vayas!
¡Regresa aquí malcriado!” grita
desaforada. Rabiosa mira hacia el pasillo, para ella no existo, en cambio para
mí lo imposible, lo impensable va haciéndose realidad mientras uno las piezas...
“Observa y aprende…” susurra la vieja al
ingresar rauda al estudio.
─Buenas tardes,
señora. Permiso.
─¿Qué haces
aquí? ¿No te enseñaron en tu pueblo a
tocar las puertas, ¿verdad?
─Lo siento, mejor
regreso en otro momento.
─Mejor anda a ver cómo está Silvio, ese malcriado.
No debe corretear estando mal de la pancita.
─Ya señora. —veo como trepada a una silla, descarga unas
frazadas viejas de la más alta de las gavetas.
─Puta madre ¡hazme caso Frida!
─Claro… en este momento.
“¡Que gente está!” Escupe las palabras mientras Frida se retira,
viendo como es esa mujer, lo dijo para que se dé cuenta y duela. Pero la otra
ni se despeina, deja las frazadas sobre un mesón y sale con la misma suavidad
que con la que entro.
“No me dijo que se llamaba Frida” le
comento al recibirla y buscar refugio bajo su ala protectora, y es que me
genera cierta admiración, pero… “no me llamo Frida. Me llamo Leonor.” responde
cortante y firme. Con esto más, ya nada tiene sentido. “Soy Claudia, mucho
gusto…” ni se inmuta al alejarse de mí.
Leonor, que es como ahora creo que la llamare,
se sienta en la cocina. Tocando su pecho hace señas con la huesuda mano para
que la acompañe en la otra silla. Conoce tan al dedillo este lugar, que desde
ahí vigila lo que sucede en el estudio. “Ahora, escucha bien. Yo no digo las
cosas más de una sola vez...” Es la amenaza que lanza directo a mis ojos mientras
tomo asiento.
“Los médicos ya deben estar por comunicarse…” sisea en voz baja la mujer que observamos, pero se la
escucha nítida desde el escritorio hasta la cocina. Mi corazón chorrea pena
mientras me esfuerzo por comprender en algo todo esto, preguntas se acumulan y
atropellan impotentes en mi gargüero. “… ¿Lo harán al móvil? no creo, desde hace mucho que
nadie me llama, vivir aquí fue prácticamente un secuestro.” Escucho ese monologo aguantando mis nauseas. Leonor me
observa con maternal diligencia concluyendo así “lo dicho”. Después, sus
manos y mirada me empujan para que retorne al costado de la puerta y este
atenta a esa criatura. Miro con el pecho hecho nudos, miro así adentro del
estudio, miro así a la anciana que ha ido enseñándome sus trucos.
“Aburrido, muy
aburrido…” y así siguiendo. Pobre mujer, con dedos
finos va dejando caer los dichosos trofeos y diplomas del señor de la casa,
cada impacto al piso me estremece más y más. Los cachivaches riegan el lugar
volviéndolo caótico, pareciera que esas cosas pesan mucho más; cargadas con ese
odio confeso. Se salva solo… la bella foto. “Mi
chiquito, tan hermoso con ojitos almendra
gigantes y ese hoyuelo en tu mejilla...”
La acaricia como lo hizo hasta ahora, con ojos dulces que aterran.
“Ahora te toca a ti… ya sabes…” Leonor me entrega la bandeja
que acomodo momentos antes y con suavidad hace que ingrese al estudio. Arrastro
las ganas y el miedo por los suelos. Poco antes de ingresar, se pega a mi oído,
y con su aliento fétido, susurra “No te olvides de seguir la corriente… tampoco
de Silvio...”. mi mandíbula primero y después el resto de mi rostro, son un solo
temblor. Pero aquí voy…
─Permiso señora ¿ahora si puedo pasar?
─Si, si, pasa Frida. Estaba pensando en voz
alta.
─No le escuche nada.
─Llamaran de la clínica. Quizás al fijo, te
pido que esté
cargado.
─Claro.
─Supongo que Silvio está viendo tele. Por favor
arrópalo biencito, es raro que no se le pase hasta
ahora ese dolor de estómago.
─Si, sí.
─Me pareció escucharlo bajar…
─No señora, está en su cuarto... Yo me encargo.
Tú tienes que estar tranquila.
─El señor está muy mal, no creo que supere la
terapia intensiva. De todos modos, después de esta noche hija, pase lo que
pase, las cosas en esta casa cambiarán para siempre.
─Qué bueno señora. Ahora tomate este matecito
bien rico, un poquito amargo, pero te hará bien.
─Gracias. ¿para qué es?
─Seguí tomando señora, es para que te calmes. Tiene manzanilla y toronjil, que te gustan.
─¿Está cargado el teléfono? Quizá están llamando y…
─Está cargado, no te preocupes. Si llaman, va a
sonar.
─Mira —da una vuelta sobre sus talones con
perfecta gracia— ¿Qué te parece?─Es uno de mis mejores enterizos… puro raso
negro, lo traje de Buenos Aires. ¡hermoso, señora! Estás vestida para una fiesta.
─Lo sé... ¿estas llorando?
─Si, si señora… perdón, ¿es por el caballero?
─Este… ¡Si! Si…
─Si, una pena, gracias... Encárgate
del niño y cuando suene el teléfono me lo pasas
enseguida.
Saliendo, Leonor efusiva gesticula su
aprobación. Yo siento que acabo de matar a alguien mientras me limpio las
lágrimas. Entrecierra los ojos y agitando los brazos, me recuerda lo más
importante por hacer; “señora, sonó el
teléfono, es sobre el caballero…” grito bajo el quicio de la puerta con voz
quebrada. Ella está en un sillón de cuero negro acurrucándose satisfecha. Balbucea algo sobre que no necesita más
confirmaciones, y de que ya todo termino. Así va cayendo en sus sueños. Una mezcla de culpa y alivio me chupa lo poco que
me queda de energía. De nuevo entro a ese estudio maldito y confirmo la
efectividad del brebaje. Detrás mío, se
proyecta una sombra negra que la señora logra ver; “debe ser su alma en pena, los condenados como el vagan
eternamente…”
balbucea. El contraste de la asepsia con los olores pútridos que salen
de esa mujer me confunde aún más. Quiero salir corriendo de ahí. Quiero… me
cago en la paga… pero no puedo.
“Cúbrela con una de esas frazadas
por favor, y acomódala bien.” ordena la voz masculina que es esa sombra. “Don Emilio, lo siento mucho. Yo no sabía que
había que… actuar. Y, y darle sedantes. Que me llame Frida, yo no creo poder…” me ahogo de compungida, “soy salubrista, no mucama y menos
actriz…” Recogiendo los
trofeos y cuadros caídos, el hombre —demasiado demacrado para su edad— espeta “está bien, eres nueva. Ya te volverás ducha,
como Leonor, y las otras Fridas”. Curvea los labios suavemente, la sonrisa
penosa me dice que no será fácil irme de aquí. En tanto la mujer del vestido de
raso raído, se retuerce y ronca sobre el largo sillón de cuero negro. Tiene la
cabellera sucia y descuidada cual paja quemada, duerme entre hedores y
medicamentos. Leonor me observa y quizá me controla desde la lejana sombra,
mientras barro el estudio y Don Emilio acomoda sus cosas.
─Y… disculpe… ¿Qué fue de ella?
─¿De quién? ¿de mi esposa? Ahí la ves.
─No… no, me refiero a Frida.
─Enfermó.
─Vi a su hijito en esa foto, era muy lindo. Lo siento mucho
don Emilio.
─Gracias. Este año hubiera cumplido cinco… y ella estaría
cuerda.
─Doña Leonor me dijo que fue un accidente, y que la señora
vio todo.
─¿Accidente? Bueno, sí fue un accidente… en cierta manera,
si… y ella antes de enloquecer, lo vivió todo.
─¿Qué fue lo que pasó? Si es que puedo saber…
Erguido cual roble, seguro que después de las frases que
soltará no habrá vuelta atrás, el hombre de la casa clava sus ojos en mí. A
cada palabra que dice, le corresponde una tonelada más de pesar en mi pecho
mientras odio mi angurria, mi cobardía y curiosidad; “Si vas a envenenar a tu esposo, procura que no cambie los
vasos, y mucho menos que tu cómplice y tu hijo beban de ahí…”
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