La muchacha de la
noche
Edy Báez
En aquel año de 1948, el doctor
Alfredo Guzmán Coto se desempeñaba como especialista en medicina interna de la
clínica Hijas de Galicia, de La Habana. Pero en sus ratos libres también
atendía a algunas personas necesitadas y sobre todo de bajos recursos en su
barriada natal de Leguina, en la villa de Güines, por lo que esta actitud
altruista le había hecho ganar el respeto y el cariño de todos sus coterráneos.
Esa noche llovía a cántaros y el
doctor luego de cenar y como ya era su costumbre se sentó en su confortable
butacón de cuero marrón a fumarse un singular tabaco y escuchar la radio.
Afuera la lluvia arreciaba y los truenos se dejaban escuchar sin cesar. Pero al
doctor Guzmán no le interesaba el clima, absorto como estaba en su programa
radial, no le brindaba atención a más nada a su alrededor. Podría estarse
acabando el mundo que él no le prestaría atención hasta que no terminara su
programa radial preferido.
El reloj de la sala marcó con sus
sonoras campanaditas las diez de la noche, cuando de repente se sintió el rudo
golpear del aldabón de la puerta dejándose sentir tres veces su agudo choque
contra el bronce. Después de los primeros tres toques, sonaron otros tres y
fueron estos últimos los que lograron sacar al doctor de su deliciosa
distracción. Este, contrariado y sorprendido por el hecho de que en una noche
tan tempestuosa alguien estuviera en la calle, se levantó de su cómodo butacón,
se estiró su bata de dormir y se dirigió hacia la puerta, pensando en que debía
ser alguna urgencia, puesto que de lo contrario nadie se hubiera aventurado tan
tarde en la noche y bajo semejante tormenta.
Pero mayúscula fue la sorpresa
del doctor, cuando abrió la puerta y vio parada frente a él y empapada desde
los cabellos hasta los pies, a una jovencita de unos veinte años. El desespero
estaba dibujado en sus ojos ─ ¡buenas noches doctor, disculpe usted la molestia
por venir a estas horas y bajo esta tempestad! ─ El doctor Guzmán sin salir de
su asombro, contestó ─ buenas noches jovencita, pero dígame… ¿qué le
ha sucedido como para obligarle a salir de su casa en una noche como esta?─ La
muchacha se deshizo en lastimeros sollozos, hasta que logrando calmarse le
explica al doctor:
─Por favor doctor, mi mamá está
muy enferma y no puede levantarse de la cama, pues es muy ancianita, si usted
no va pronto a verla, ella va a morir…
El doctor, compadeciéndose de la
pobre joven le tomó de la mano y le invitó a pasar al interior de la casa:
─Pero no te mojes más, ven, pasa
a la sala, de lo contrario serán dos los pacientes. No te preocupes, ponte
cómoda, dame un momento para cambiarme de ropa y sacar el carro del garaje,
enseguida nos vamos para tu casa a ver a tu mamá.
Una oscuridad inmensa persistía
esa noche, solo atenuada por los terroríficos resplandores de los rayos al
caer. Los faroles delanteros de un carro que se movía con dificultad por el
accidentado camino real rasgaban la cortina de lluvia y neblina que cubría todo
el lugar. En la parte delantera del auto y al volante de este viajaba el doctor
Guzmán y a su lado la joven que permanecía taciturna y en silencio.
La lluvia, que durante largas
horas se había precipitado sobre la tierra como desenfrenadas cataratas,
comenzó a amainar en el preciso momento que el auto desembocaba en un terreno
donde aguacates, guayabos y algunas matas de mango formaban un corto corredor
natural que desembocaba en una humilde casita, de esas que en los campos de los
países del Caribe llaman Conucos y que están construida con tablas de palma y
techo de guano. En su interior brillaba una tenue luz.
El doctor se apeó del auto y
abriendo un paraguas dio la vuelta y abrió la puerta a la joven, esta salió del
auto lentamente resguardándose bajo el amparo que el doctor cortésmente le
ofrecía. Sin demora, ambos se dirigieron hasta la puerta del Conuco y tocaron
insistentemente. La muchacha se dirigió al galeno y le propuso:
─Espere aquí doctor, mis padres
ya deben dormir, yo voy a dar la vuelta por detrás y le abriré la puerta─ El caballeroso doctor Guzmán no tuvo tiempo de
dirigirle la palabra para solicitarle que llevara consigo el paraguas, pues la
chica echando a correr desapareció inmediatamente por uno de los laterales de
la casita. Acto seguido se abrió la puerta dando paso a un sorprendido anciano
que sostenía un candil en sus temblorosas manos:
─Buenas noches caballero…─ saludó
con algo de desconfianza el anciano de unos ochenta años de edad ─
¿diga en qué puedo serle útil?
─Sí, buenas noches, soy el
doctor Guzmán… ¿dónde se encuentra la paciente?
El anciano no salía de su
asombro. Su mirada inquisitiva no cesaba de contemplar con aire de sorpresa al
recién llegado. Pero no obstante, invitó a pasar al doctor y lo llevo hasta un
humilde camastro forrado con sacos de yute donde yacía una famélica anciana sin
fuerzas casi para moverse. El doctor la atendió como su proverbial fama de
excelente profesional lo indicaba. Posteriormente se dirigió al anciano y le
hizo varias recomendaciones, luego abrió su maletín y tomando algunos
medicamentos se los entregó a este, quien le contempló con los ojos vidriosos
por la vergüenza. El doctor Guzmán comprendió la triste mirada del anciano por
lo que le dijo con una sonrisa tranquilizadora y mientras apretaba cordialmente
las longevas manos con los frascos entre las suyas:
─No se preocupe mi viejo, es
gratis.
El anciano con la voz
entrecortada por la emoción le contestó mientras una lágrima brotaba por sus
mejillas:
─¡Que Dios se lo pague doctor!
El doctor Guzmán, esbozando una
agradable sonrisa le contestó al anciano:
─No merece gracias, es un
deber... la suerte fue que su muchachita me avisó…y por cierto, ahora que la
menciono… ¿dónde está ella?, atendiendo a la señora no reparé en su ausencia.
El anciano estupefacto,
contemplaba al doctor sin comprender.
─Discúlpeme usted doctor, pero…
¿de qué muchacha me habla usted?
─De su hija… ¡ah, mire mi viejo,
de ella!
El galeno señaló un viejo
marquito de madera que colgaba de la pared y que soportaba la casi borrosa fotografía
de una muchacha… pero su corazón se detuvo y la sangre se le heló en sus venas,
cuando su mirada chocó con un bucarito que contenía unas flores marchitas y que
colgaba a los pies del humilde cuadrito.
─Es imposible doctor─ dijo el
anciano atónito ─ esa es nuestra hija que falleció hace ya treinta
años.
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