El Lobo
La Voz
“No reniegues. Se intenso”, dice
la voz.
Casimiro
cruza la línea de los sesenta. A veces mira los atardeceres, empina el codo, la
bebida lo hace evocar el pasado, algunas astucias de aquellos tiempos. Sólo
eso. En los treinta goza la mejor parte de su vida: mujer, hijos, obra y, al
final, años de rancio matrimonio. La costumbre raspa los hilos de la apatía.
Llega el esguince emocional. Atrapado en la histeria y, sin remedio, da razones
al voto de los hijos. Permuta la casa por dos y el mundo sigue. “Disparate
senil”, le llama la prole. Ni le van ni le viven desórdenes mentales; menos,
equívocos de abusos en su infancia. Se califica un tipo flema, y, como toda
flema, tiene sus momentos.
Le ronda la edad de la peste. Por las mañanas
sale al balcón. No hay pureza en el aire, tampoco en su pedigrí. Razona en
soliloquios despectivos con el criterio de la vecina.
—Sí, Casimiro, la vida te está disparando a
matar.
Le
irrita el ungüento del vejestorio. Coinciden en el riego de plantas
ornamentales. Teme a la vejez, los humos donde se incrusta. No está preparado
para su convención. Alardea con el derecho a la eutanasia, si de a poco lo engulle
un final de espanto. Cuando lo explora la tragicomedia se olvida de si, ni ríe;
acaso almuerza y come por instinto. Proyecta un estado cataléptico y surge una
voz. Según su ira, así es el decibel que muestra la visitante. No quiere
averiguar de dónde, ni cómo, pero le mella con exabruptos.
“Se
intenso”, le recuerda la voz.
—Los
pulmones de la tierra me respaldan — dice a su imagen frente al espejo.
Susana,
la hija del vejestorio, sale al balcón. Casimiro comparece por segunda vez,
nada es casual, lo saben. La joven fuma uno, dos, hasta tres cigarros
sucesivamente. Ojos azules y cansados; senos puntiagudos y, en sus cúspides, el
dorado del mundo. Su balcón queda en una segunda planta; arriba, en diagonal,
el del vejestorio. Puede admitir un término: fisgón, y que el mundo lo
incinere, le valen mil hostias.
—¿Tatuaje
nuevo? —pregunta Casimiro.
—Un
verso de un poema de Neruda —contesta Susana.
—Blasfemas
a Neruda con un verso en esa parte —su tono es sarcástico.
—No
importa, él nunca sabrá.
—Bodrio
—blasfema la vieja de regreso al balcón.
Madre e
hija alimentan un ritual: la vida como pasatiempo. Sonríen descaradamente. Mamá
abre sus ojos, la ninfa capta, bajo la franela de dormir se pone un short. La
progenitora vuelve a sus quehaceres. Aprovechan el instante.
—¿Qué
tal de miserias? —se interesa Susana.
Su pregunta
es conocida, él intuye; quiso decir: “nos vemos en el mismo lugar”.
Caminan.
Una veinteañera observa desde un portal en ruinas.
—¡Hola!
—saluda con desgano.
No
parece zombi a ninguno de los dos.
Le ruegan,
se les une.
La
chica dice tener hambre. Casimiro toca con cariño su cabeza.
— ¿No
puedo tener hambre? —se inmuta la púber. Desafecta el roce.
En los
rostros se deshacen mohines. Llegan a un bar-cafetería.
Nada asombra a la rescatada del portal.
Los
embiste una muchacha de piercing en las cejas, su onda es hippy. El maquillaje
es perturbador, pero guarda un bello rostro. Los imagina en busca de culpas. Casimiro
no es el tejado del Karma. Susana se concentra en un pan con pizca de mortadela,
traduce azufre, dice: esto sabe a cucaracha. La chica del piercing disfruta de
una perspectiva global. Sonríe la veinteañera tras un bocado, se desentiende: “A
estómagos llenos, vicios profundos”, es suave su cadencia. Nada es de extrañar,
todas las miserias tras el mismo botón. El hombre rasca sus heridas.
Es perspicaz
la del piercing.
—
¿Tenemos tiempo? —pregunta.
Casimiro
sabe, están conectados desde su entrada al café bar.
—¿Para…?
—se interesa Susana.
—Sí
—dice él—. Todo el tiempo que desees.
—Me
parece tierno —resume la veinteañera.
La del piercing
registra el flujo gravitatorio, propone una dirección. Le siguen, no es lejos. Abre la puerta de su apartamento. Un lienzo de
2 por 2 la consume.
Observan:
Figuras andróginas caminan hacia un acantilado, antes de caer, se convierten en
bolas de fuego.
— ¿Lo interiorizas?
—se interesa la del piercing por su obra.
Casimiro
comienza a ver en el cuadro fisuras de una tragedia, otra tragedia, millones…
Se identifica, lo hace saber. Pregunta a Susana, la necedad le vence. Ella alimenta
su ignorancia con nicotina. No se esfuerza. Ligera de opinión emite un bostezo.
La
mirada de la veinteañera lo seduce.
—A
estómagos llenos, vicios profundos —repite.
Casimiro
ve materia en combustión. El abrazo onírico termina convenciéndole. La artista invoca
un canto de cultos espirituales, se le turban los ojos. Les pide tomarse las manos.
Todos sucumben a la idea. Dice unas palabras oscuras y comienzan a fatigarse. Un
calor da paso a arritmias y sudores. A la señal de, “ábranlos”, los quiebra el
enigma, el pensamiento de cada uno se grafica dentro del collage. La humanidad
se les muestra.
Igual
petición, manos cruzadas para salir del trance. El sentido hipnótico no los
defrauda. Regresan del atisbo surreal.
La
anfitriona habla de ser originales, plus no sé qué, dice, y quita su blusa. En
cada uno de los pezones un piercing. Hace un remolino a su cabello, coloca una
felpa. Susana se pellizca de lo que supone una visión.
—¡Oh!
¡Ah! —exclama el ángel veinteañero.
—Bueno
—añade Casimiro—. ¿Puedo ir al lavabo a refrescar los ojos?
De
regreso ha tomado iniciativa la dama de los percing, bosqueja un cielo azul
entre los senos de la veinteañera. Con Susana apuesta a un diluvio.
Casimiro
abraza la gentil naturaleza de masturbarse, a nadie estremece ni sonroja. Deduce:
ser un tipo denso es cuestión de cómo van, vida y máscaras, alimentando
desdichas.
“Convéncete.
Se tú”, lo interpela la voz.
Casimiro
maldice. Recrea la frase del vejestorio.
—La
vida me está disparando a matar —su tono es violento.
“No
importa, se mucho más trágico”, lo incita la voz.
Babea,
se le van pedos, eructa, demora en correrse, ronca. Las muchachas se deshacen de él con un
puntapié. La pasan feliz con lo que les da la materia. Casimiro es un topo
sobre baldosas frías. Nada vale que despabile y sea capaz. Los cuerpos de ellas,
entretejidos y con mucha información, dan respuesta al oleaje de los años.
“Despiértalas.
Grítales”, obliga la voz.
Piensa
en su condición de tipo flema. No ríe, pero tampoco ladra. Toma un trago de whisky,
eructa, le da asco. Sin auxilio de una toalla húmeda limpia la baba del mentón,
deja todo como está y cierra la puerta. Hay acuse en la estación del solo:
viejo, rabia, sinsentido y esa voz, que se niega averiguar ni de dónde, ni
cómo, pero sataniza dentro de él.
“Escribe.
Se leal a lo que enfrentas”, jadea la intrusa.
Llega a
casa. Enciende el computador. Intenta un título sobre el entorno de la tercera
edad. Lanza el teclado. Tiene a mano unas píldoras. El vejestorio toca a la
puerta. “No te me castres”, dice. Lo sabe, la hija ha confesado cada incursión.
—Toma —le
ofrece un pote.
Casimiro
no va por cubiertos. Prueba la sopa, le cae por la barbilla, embarra el pulóver.
No se molesta. Tiene hambre y sed y poca voluntad.
La
vileza de voz lo persuade con tono homicida:
“Mátala
y ahórcate”.
Lo
juzga una broma. Tiende un cebo. Con una película cautiva al vejestorio. Apagan
el televisor en medio del drama fílmico. No hay tempestad en sus venas. Los cuerpos
no regulan la temperatura. Él, tamborilea índices; ella, intenta ocultar la
humedad que emanan sus axilas. Se hallan en la red de lo inverosímil.
Despedirse
con pucheros, idioteces y malas palabras, no es cosa que empalague sus timos.
—Ojalá
y te desangres —grita el vejestorio desde el umbral.
Casimiro
prologa ideas que no van al futuro. Se refugia en ansiolíticos, un bastidor lleno
de comejenes y aspas sucias, sin girar, colgadas en el techo.
“No te
dejes vencer…”, inserta, a modo de candil, la voz.
Reacomoda
una almohada. Sumergido en sí, purga. Nunca ha creído en Dios, ni en Belcebú,
ni en esa voz que a diario lo hace pensar diferente: oler la vida lejos del
vulgo, vivir en simulacro.
Piensa
en las figuras andróginas del lienzo, el abrazo onírico, la bola de fuego que
ni siquiera es. Los días los asume con la vanidad de un depredador. Valora el
suicidio, la estocada con que otros han sabido lucirse, pero a él le faltan
cojones.
“Púdrete”.
Lo
invade el conjuro de una voz extenuada. Le vienen imágenes. Se erotiza. Mira
las aspas, comienzan el recorrido sobre su eje. La mano se inspira. Tose,
escupe al suelo. “Dispárate senil”, la razón de los hijos no lo saca del lodo.
La mano abandona su vaivén. Se odia. Va más allá de saberes. Apuesta a un mañana donde el frío cumpla su
función, y no haya voz, ni lumbre, ni lugar para el miedo.
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