Descenso
Anisley Miraz Lladoza
El joven
policía Rangel Cuesta entró en el despacho y se sentó en un taburete.
La Makarov de 9 mm le pesaba como un jodido
Browning.
─Otra vez aquí,
y por la misma razón… ─ refutó el mandamás de Vacamuerta.
─Por mí
estaría en una playa, capitán.
─¡Con que
te crees chistoso! ¿Piensas que tienes huevos para esto?
─Quiero que
mi padre sienta orgullo.
Hacía demasiado
calor.
─¿Orgullo? El coronel Arsenio nunca aprobará
tu mano blanda con los criminales.
─Esos, los
de ayer, no eran criminales. Por eso me rehusé a usar la tonfa.
─Y desprestigiaste
tu uniforme nuevamente… Hay que transferirte hoy mismo.
─¿Es “secreto
de Estado”?
─Oh, no, puedes
saber a dónde… – el capitán encendió un Cohiba Espléndido. – Cierto lugar no
muy cerca de aquí necesita individuos de tu clase. ¡La Unidad de Black Hadal!
─Black H-a-d-a-l…
─Los
imperialistas, enemigos de toda la vida, no son los únicos que ponen nombres interesantes
a sus lugares. Aunque quizá te suene mejor en español… ─el capitán se echó a reír.
─Debo
avisar a mi padre.
─No puedes,
el tiempo vuela, o-fi-ci-al.
─Pero
supongo que necesite…
─Oh, allá
no te hará falta na-da.
El capitán Terry hizo varios anillos
de humo con su Cohiba, como la oruga azul de Alicia en el país de las
maravillas. Empezaría a preguntar ¿Quién eres tú? en cualquier momento, a
juzgar por la mueca de su rostro.
Pero todo
quedó ahí.
El transporte
que vino a buscar al oficial Rangel era un jeep igual a los que remolcaban
cañones antitanques en el desierto del Sahara, en la selva de Nueva Guinea y en
los campos nevados de Islandia.
Lo ubicaron
en el jeep, custodiado por dos guardias con caras de pocos amigos.
Fue un
trayecto corto, sin palabras.
El jeep se
detuvo frente a una estación de trenes.
Allí lo
recibieron otros gendarmes que también parecían estar molestos con la vida.
Al vislumbrar
un teléfono público, Rangel les pidió permiso para llamar a su padre, pero
recibió una negativa rotunda y un golpe en la cara.
Luego lo obligaron
a abordar el vagón.
La vía era primitiva; estaba hecha de
troncos de alerce clavados sobre otros troncos más cortos. Y el tren parecía de
ficción; sin embargo, saldría de aquella terminal rumbo a la Unidad-del-Infierno-Negro,
y eso era una verdad irrefutable.
─Hay un
error – dijo mientras lo esposaban al asiento.
─No hay
error – respondió uno de los milicos.
─Soy
policía, ¡por el amor de dios!
─¿Has visto
a dios aquí? – se burló el otro. – Un poli flojo que incumple con su deber,
¡eso eres!
─¿Qué mierda
de Unidad es Black Hadal?
Otro golpe sirvió para que no hiciera
más preguntas.
La risa de
los gendarmes se unió al silbido de la locomotora y el vagón comenzó a moverse.
(La casa en
el sueño no se caía a pedazos; estaba organizada, limpiecita. Los viejos hablaban
de cuando salieran las crónicas del periodista Rangel Cuesta en periódicos que
no tenían el nombre de un “yate revolucionario”, sino algo así como Nueva Era,
o La Voz de Hoy).
Cuando
abrió los ojos, el vagón había perdido el techo y las paredes, y ya no existían
ni línea ferroviaria, ni militares pedantes, ni el recuerdo de haber estado
esposado.
Venía en un
barco tan desvencijado como el tren, junto a un montón de hombres enjutos.
Entre
aquellas caras parecidas se destacó un rostro ovalado, un dulce rostro femenino
que miraba al mar.
De pronto,
tras una ola enorme, volvieron a aparecer techo y tabiques.
Viajaba ahora
en una especie de submarino, y no hacia adelante sino hacia abajo, alcanzando
cada vez más profundidad.
No tenía ánimos
para preguntarse por los cambios absurdos de medio de transporte.
Solamente logró
reacomodar el cuerpo; los otros seguían allí, excepto la chica del rostro ovalado.
¡Y en un
abrir y cerrar de ojos estaba en Black Hadal!
Aquella
construcción no se parecía a Vacamuerta, no se parecía a las unidades
policiales donde había servido.
Su primera
impresión fue la oscuridad, una oscuridad densa.
Su primera reacción, obedecer a la voz
autoritaria que lo fue guiando hasta la oficina de aquel sujeto de alta
jerarquía.
─Gobernador Tomás Lobo. Siéntate.
Se sentó. Con un nudo en la garganta preguntó en qué
lugar exactamente estaba.
─Por si te dice algo, el océano está
dividido en varias zonas: la mesopelágica a casi 1000 metros de la superficie;
luego la batial y la abisal. Por último, justamente donde estamos, “el reino de
Hades”.
Pensó que la estadía allí no podría ser muy agradable si el
dios de los muertos estaba metido en el asunto.
─Nada más y
nada menos que el hijo del coronel Cuesta…
─Así es,
señor; yo no golpeo a inocentes.
─Por
supuesto que no los golpeas, lo sabemos. ¡Haces mal! Cuando te mandan a
golpear, tienes que golpear. La inocencia es indeterminada; todos somos
culpables de alguna forma.
─Bien, ¿cuáles
son mis tareas aquí?
─Esa es la
actitud; estamos entrando en confianza.
Midió el
espacio. Sobre un buró había un teléfono arcaico y una máquina de escribir. Contra
la pared, un desvencijado sofá. Del otro lado, un librero pequeño y muchas,
muchísimas hojas de papel.
Recalcando
el pronombre posesivo, el gobernador le había dicho: Puedes utilizar todo lo
que hay en TU oficina, TU misión es hacer listados, mejor que correr tras delincuentes
de poca monta y disconformes con el sistema.
Salió al
pasillo y vio que un hombre muy alto revisaba las celdas de la derecha, y otro
más bajo y grueso, las de la izquierda.
Era una
cárcel sin principio ni fin. Le recordó el Castillo de If, algo así, algo como
eso...
Quiso regresar
donde el gobernador, tenía muchas dudas.
Pero no
encontró el camino y le pidió ayuda al hombre grueso.
Logró entrar nuevamente al despacho, el
mismo de un rato antes, solo que el orden de las cosas se había alterado.
─¿Qué se
supone que debo hacer con tanto papel?
─En esos
folios debe ser recogido TODO – respondió el gobernador con una mueca.
─¿TODO?
─Lo que se
mueva y respire. El orden de los datos y la manera de hacerlo es asunto tuyo.
Solo te aconsejo que no pierdas tiempo contando ratones – el tal Lobo rió.
─A ver si entiendo…
– abandonó la silla y dio un breve recorrido por el despacho para sentarse de
nuevo, como si esa acción hubiera bastado para comprender. – Debo censar a los trabajadores de la unidad,
o sea, el recurso humano.
─Humano y TODO
aquello que parezca… Me refiero a los habitantes vivos y muertos del abismo; dígase
los que ya no están, los presos “en pie”, el personal de la cocina, la
biblioteca, la enfermería, los que mutan y los que no… También los entrenadores
y los perros…
─¿Tienen
perros?
El gobernador se echó a reír otra vez.
─Oh, cinco
magníficos pastores alemanes: Stalin, Kalinin, Mao Tse Tung, Lenin y Trotski.
─¿Cuáles
nombres ha dicho?
─Stalin,
Kalinin, Mao Tse Tung, Lenin y Trotski. Así se llaman.
Le pareció bastante excéntrico poner
tales nombres a cinco perros policía.
¡En aquel lugar todo era jodidamente raro!
─Los nombres en realidad no importan,
prescinde de ellos. No te alcanzarían ni diez cadenas perpetuas para saber cómo
nos llamamos aquí ─ el gobernador tenía una expresión de burla cuando le indicó
con la mano que era momento de salir. ─ Regresa a mi oficina únicamente cuando tengas
el inventario completo. Mientras, solo moléstame por un asunto de vida o muerte.
Salió de allí todavía lleno de incertidumbre,
¿cómo hacer un listado del recurso humano sin nombres?, y atravesó unas cinco
puertas antes de encontrarse con SU buró, SU máquina de escribir, SU librero y
SU montón de folios.
Si el
teléfono estaba allí entonces también era SUYO y podía utilizarlo.
Levantó el auricular y escuchó la voz
de la operadora.
─Por favor, marque la clave.
¡Jamás había visto un teléfono con
clave!
Colgó y quiso intentarlo nuevamente.
─Por favor,
la clave.
─Debí
caerle a tonfazos a aquella gente…
─Sin dudas.
─Ah, ¿usted
puede oírme?
─Claro, ¡tiene
la boca pegada al auricular! Si le mandan a golpear discrepantes, golpee y punto.
─Eran buenos
ciudadanos, inocentes la mayoría.
─No hay inocentes
absolutos y a usted no le paga el Estado para absolver a nadie. Marque la clave.
─No sé qué
hacer.
─¿No sabe? Búsquela,
ahí mismo, dentro del disco de marcar. En la gaveta del buró encontrará una
herramienta útil.
En la gaveta además de files viejos, baterías hinchadas y
trozos de cable había un destornillador.
─Gracias.
─Soy Mesalina,
ha sido un placer.
Colgó y se dispuso a desarmar el
teléfono, pero lo interrumpió un alarido.
Al mirar
fuera de SU oficina, vio que el patilargo y dos sujetos más entraban a una celda.
Sintió otro
grito y se quedó escondido entre las sombras.
Al poco
rato el grupúsculo uniformado desapareció.
No pudo con
la curiosidad y se asomó a la pequeña ventanilla de la puerta de hierro.
Tendido
sobre un charco de sangre había un hombre, herido o muerto, no podría asegurar.
¡Qué susto!
Volvió en
tres zancadas a su oficina y después de poner el buró contra la puerta, cayó
como un bulto en el sofá.
No tenía su
Makarov, ¡ni siquiera la tonfa de
golpear disidentes!
El capitán Terry
le había dicho que no necesitaría nada… ¿Realmente estaba a salvo?
Tocaron a
la puerta. Dudó en abrir.
Volvieron a
tocar. Corrió el buró cuidando no hacer mucho ruido y finalmente abrió, temeroso.
Era un viejo con barba larguísima y
ropas muy sucias. Le traía comida.
─Pescado
para hoy…
─Oh, gracias.
Entre, por favor. ¿Trabaja en la cocina?
-
Soy el único loco que prepara pescado;
ahora soy el único allí. Éramos cuatro: dos ayudantes desaparecieron sin dejar rastro
y el último cocinero de verdad terminó en el horno... Llámame Dámaso y tutéame,
es más cómodo.
─Bien,
Dámaso… Llevo un día aquí, ¡pero me parece que ha pasado un mes!
─¿Sancionado?
¿Incumplimiento del deber? Qué lástima; puedo reconocer de una ojeada cuando un
hombre merece podrirse en este abismo, y cuando no – dijo Dámaso mirando cómo devoraba el
pescado. – ¿Para mañana quieres sopa de Falsa-tortuga?
─No sé qué
es; suena a algo que no se come.
─Pues te
equivocas. Falsa-tortuga es una criatura compuesta de partes de dos animales: tronco, caparazón y
aletas de tortuga marina, y cabeza, cola y patas de novillo. ¡Un manjar exquisito!
─Por Dios… Yo solo necesito
salir de aquí – Rangel se chupó los dedos.
─¿Estaba
bueno el rodaballo?
─Sí. Tenía
hambre.
─Amigo mío,
¡cuán pronto has perdido el control de tu mente!
─¿Cómo
dices?
─Simplemente
estás comparando objetos intencionales para destacar una esencia común. Te has
aferrado al recuerdo que tienes de un sabor y un olor y luego has dado
cumplimiento de esas vivencias y evi-den-cias. Mira la bandeja.
Obedeció al momento.
La grasa
cálida de la bandeja, las pocas espinas que dejara Rangel y hasta el viejo
cocinero, se esfumaron de pronto.
Había sido
una ilusión probar la delicada carne del pez pleuronectiforme.
Sin embargo
se sentía satisfecho.
Volvió a oír la voz de Dámaso sin
verlo, así como la Alicia de Lewis Carroll debió percibir la presencia del gato
de Cheshire, que estaba y no estaba al mismo tiempo:
─Pudo tocarte chícharos con gorgojos y
un poco de arroz…
Sí… dijo para sus adentros, ¡Siempre
puede ser peor!
Todavía
tenía sabor a pescado en la boca.
Colocó una
hoja en la máquina de escribir y tecleó: el gobernador Tomás Lobo, el oficial
alto, el oficial gordo, dos oficiales más, dos ayudantes de cocina, un cocinero
de verdad, Dámaso el cocinero de rodaballo, Mesalina la operadora, un muerto o
herido…
Pero los
nombres carecían de valor…
Se acordó del teléfono y alzó el
auricular.
─¿Intentó
hallar la clave?
─Aún no.
Dime algo, Mesalina… Los barcos…
─¿Cuáles
barcos? No divague más y vaya a lo importante.
─¿Podrías
ayudarme?
─Ah, por
supuesto… Pensé que no lo pedirías… Relájate, queridito. A ver, cierra los ojos
e imagíname desnuda, toda para ti…
Se relajó apoyado en el escritorio, como
si acabaran de hipnotizarlo por teléfono.
Mientras
Mesalina le susurraba al oído, desfilaron por su mente las chicas picantes de
Sex-App.
Había
transcurrido otro día cuando volvió en sí.
Por el
pasillo caminaban varios oficiales jóvenes, algunos en su dirección y otros en
sentido contrario.
¿A esos
también debería sumarlos en las planillas?
¿Cuántos
prisioneros había en Black Hadal?
El tipo alto estaba parado en medio
del pasillo.
─¡Al fin te
encuentro! ─ lo palmoteó en el hombro con un exceso de confianza.
─He estado todo
el tiempo en mi oficina.
─Eso crees,
pero no. Soy Macario, debo mostrarte las instalaciones. Ah, ¡y guarda energías
para lo que viene!
Siguió al tal Macario y comenzaron el recorrido
por las celdas, en cuyos ventanucos logró asomarse.
Vio a los presos;
unos babeándose en sus propias heces, otros nerviosos como vacas locas.
La celda donde antes descubriera al
muerto (o al herido), estaba vacía.
─Cinco
bloques con seis pasillos. En cada pasillo, veinte mazmorras: diez a la
derecha, diez a la izquierda, y en cada mazmorra, un criminal. Toma nota.
─¿Qué pasó
con el prisionero de esta celda, Macario?
─Murió,
amigo mío. ¡Aquí también llega la parca!
─¿Lo
asesinaron?
─Estaba enfermo,
¡todos estamos jodidos de alguna forma!
─¡Vi a ese
hombre en un charco de sangre!
─Una
ilusión mal construida, poli. Pero ya no está, nadie vive para semilla. Hoy
tuvimos otras dos bajas, anótalas también. Continuamos… Allá, ¿ves las puertas?,
están los lavabos. Acá, la biblioteca… Sígueme, conoce a nuestra fascinante Mesalina.
Sonriendo, la muchacha se dejó tocar
las nalgas por Macario.
Era hermosa, rubia, con unos ojos de
encanto.
─Creí que era
operadora telefónica – Rangel todavía entornaba los ojos mientras se alejaban
de la biblioteca.
─Mesalina
cubre cualquier frente, puede estar en todas partes. Pero jamás hagas estancia:
ella no es para ti, ni para mí… Pasillos, más pasillos… ¡La cocina! Ahí está Dámaso.
─Lo
conozco, ya probé su rodaballo al horno.
El viejo guiñó un ojo y siguió en lo suyo.
─Así que
rodaballo al horno… En fin, continuamos. Aquello, ya sabes, es el despacho del
gobernador Lobo, donde no debes entrar a no ser que el asunto sea…
─Antes de
seguir, Macario, necesito saber cuáles son los itinerarios del transporte náutico.
─¿Itinerarios
del transporte náutico? ¿Eso qué es? De aquí nada sale, poli. No hay vuelta
posible a ningún sitio.
─Pero no todos
somos reclusos.
─Pero la
inocencia es imprecisa, no hay cómo medirla.
─Eso lo he
oído otras veces... Y los muertos, ¿quién recoge a los muertos?
─Los perros
se encargan.
─¿¡Los
perros?!
La risa de Macario estremeció las
paredes.
Rangel cerró
y abrió los ojos.
Pensó que estaba
en un espacio abierto. En realidad, se trataba de una superficie cercada, con
un techo traslúcido que dejaba ver el cielo.
Del mar no le
llegaba ni el olor.
Un joven se
presentó como el-entrenador-Guto.
Al momento aparecieron
cinco pastores alemanes.
Uno de ellos le enseñó los dientes y a
la señal del tal Guto se echó inmediatamente.
─Hermosas criaturas, ¿no es cierto? Temo
que demasiado perspicaces.
A Rangel siempre le llamó la atención el entrenamiento
canino; era lo que más le gustaba hacer en Vacamuerta. Pero cuando más a gusto
se sentía entre los perros, lo enviaban a cualquier otra misión.
─Eso es,
Chispaetren, buen chico. Oh, creo que Mazambala está cojeando un poco. Por
suerte, Matarratas y Guafarina empezaron a llevarse bien.
─Tenía
entendido que los perros se llamaban Stalin, Kalinin, Mao Tse Tung, Lenin y
Trotski.
─¿Quién
pondría tales nombres a cinco perros policía?
‘El
gobernador me dijo…
─¡El
gobernador! Claro, esa es su idea, su reducción trascendental. Tú cuídate de él.
En realidad, desconfía hasta de tu sombra.
─Necesito
un barco.
─¿A dónde
vas a ir, amigo mío?
Uno de los perros le gruñó.
─Tranquilo, Chispaetren. Parece que el
oficialito nuevo no les ha caído muy bien, ¿eh, Matarratas? Guafarina… Huesoetigre…
Los perros se pusieron en guardia.
─Hazme caso. ¡Ni en tu sombra!
El entrenador chasqueó los dedos y los
perros se le echaron encima.
Todo en un
abrir y cerrar de ojos.
De repente
volvía a estar frente a la máquina de escribir y al teléfono, como si no
hubiera pasado nada. Sin embargo, había pasado; tenía las manos llenas de
arañazos y un dolor punzante en la pierna derecha.
Agarró el destornillador
y abrió el teléfono con bastante trabajo.
Adentro
había un papel.
Una vez que
lo sacó, estuvo mucho rato uniendo las piezas del teléfono, parecía una misión
imposible. Finalmente consiguió dejarlo como estaba.
Leyó. Se
trataba de una relación de “personas perdidas”.
Había un
número escrito con tinta diferente, quizás la fecha en que se comenzó aquel
informe que parecía inconcluso.
De modo que presumió fuera la dichosa
clave para utilizar la telefonía. Marcó 1─9─8─1 y, acto seguido, una voz ratificó
que en efecto era la clave.
─¿Mesalina?
Estuviste muy cálida… ¿Cómo es que en la biblioteca…
─¿Con cuál
número desea comunicarse?
─Sí, claro.
994…
─Imposible
realizar esa llamada.
─Probemos a
un celular.
─Cuelgue y vuelva
a intentarlo en par de minutos.
Esperó, mirando la máquina de escribir.
Si al menos
fuera una computadora podría entretenerse jugando al Solitario.
Marcó el código otra vez y contestó la
phone´s-bitch-bibliotecaria-cubridora-de-todos-los-frentes.
─No hay
transferencia satelital.
─Necesito hablar
con mi padre.
─¡¿A mí qué
me cuenta?!
─Entonces
déjame llamar a una extensión de aquí mismo.
─Sea preciso.
─Con la
Enfermería, por favor.
─Manténgase
en línea y espere…
─…
─Enfermería.
Soy Alicia, ¿qué desea?
─¡Hablar
con alguien, por dios!
Hubo un silencio del otro lado de la línea.
─Alicia…
─Oh, sí, te
escucho.
─Estoy
desesperado; no sé exactamente cuánto tiempo llevo en este lugar.
─Esto es
Black Hadal; con la desconexión de la creencia en la realidad, no queda otra
que centrarse en el campo de la “vida de conciencia” en la que...
─No ayudas
mucho… Los perros me atacaron, ¿podrías curarme, por favor?
─Cuando
escuches el cañonazo, sigue el ruido del agua a través de las viejas tuberías y
cruza los umbrales que tienen arcos, siempre a la derecha. Me encontrarás allí.
─No entiendo…
¿Sigues en línea?
Se sentía muy incómodo: de pronto se
había vuelto grande, como la Alicia Carroll, y el espacio era terriblemente
angosto.
Si no permanecía
alerta jamás lograría oír el famoso cañonazo.
Recordó las
palabras de Macario: Cinco bloques con seis pasillos. En cada pasillo, veinte
mazmorras: diez a la derecha, diez a la izquierda, y en cada mazmorra, un
criminal.
Tres bajas…
Una enumeración de personas perdidas, ¡y ni la más mínima idea de cómo seguir!
Necesitaba
el cañonazo de las 9:00, ¿am? ¿pm?... Tenía cita con alguien que no sabía cómo
encontrar. ¡El tiempo le jugaba malas pasadas ahí dentro!
Finalmente
una descarga de cañón retumbó.
Caminó
hacia adelante, asustado. Las tuberías lo condujeron hacia la primera entrada
con arco. Siguió cruzando arcos y doblando a la derecha, hacia donde le había indicado
Alicia.
En efecto, allí,
abrazando un botiquín de primeros auxilios, estaba ella.
Le curó las
heridas de los brazos y le pidió que se quitara el pantalón para revisar la
mordida de la pierna.
Rangel tenía la carne abierta y una
costra de pus con mal olor.
─Lleva
puntos.
─Hazlo. Duele
de todas formas.
─Esos
perros están entrenados para matar.
─Entonces
soy dichoso. ¿Sabes cómo se llaman las bestias?
─Sí, claro.
Lo sabe todo el mundo: Ted-Bundy, Hijo-de-Sam, Fred-West, Spree-killer y Jack-el-destripador.
─Ay, por
dios. ¿Cuántos perros hay aquí?
─Cinco, los
mismos de toda la vida.
─Dime otra
cosa, ¿es de día o de noche?
─De noche.
─Me estoy
volviendo loco, Alicia.
Respiró profundo.
Le dijo que era lo más real que había
encontrado en Black Hadal, y que tenía manos de seda. Ella se sonrojó y terminó
de suturar.
─Tengo que huir
de aquí.
─No lo
intentes.
─Si me
dices cómo llegar al mar…
─Olvídalo.
─Se supone
que estamos en una isla, aunque es muy raro. Me trajeron en un tren, luego en
un barco que se convirtió en submarino, así que…
─¿Realmente
quieres saber dónde estás? Bajo el océano, en su fosa más profunda. Más allá
del abismo, ¿entiendes?
─¡Por todas
las Colt del planeta! No puede ser...
─Yo un día
abrí los ojos, y pufff, ¡Black Hadal!... Mañana, después del cañonazo, vuelve
aquí – la enfermera cortó y se fue.
Regresó a su oficina más asustado aún.
Quizás había
soñado otra vez. ¡Pero eran tan suaves y cálidas aquellas manos!
Se desnudó
y fue a bañarse. No tenía otra cosa en la mente que las manos de Alicia.
Macario y
el oficial gordo entraron en el baño.
Sintió un
fuerte golpe por detrás.
Y apareció
vestido y lleno de dolor en una celda.
Sentado en el piso, frente a él, había
un tipo de mediana edad, amoratado y con un párpado caído.
─Esto es lo que hacen, confundirte. Y
de pronto no sabes ni quién eres.
El prisionero levantó la cabeza.
─Las
torturas son terribles, hasta el punto en que deseas atragantarte con las
espinas del rodaballo que tampoco existe.
─¿Por qué
estás aquí?
─Patria es una
palabra dolorosa.
Rangel sintió tantas ganas de llorar que por un instante
quiso abrazar a aquel hombre.
─¿Qué tipo
de reclusos hay en el bloque 5?
─Presos
políticos…
Cerró los ojos intentando organizar
las ideas.
Dentro de
su cabeza la oruga azul, fumando sobre un hongo gigante, empezaba a preguntar: ¿Quién
eres tú?... ¿Quién eres tú?
Despertó en su oficina. Alzó el
auricular y salió la operadora.
─Mesalina,
comunícame con la Enfermería.
─Lo siento,
no hay servicio.
No logró que la operadora volviera a
contestar. ¡Maldita puta!, y marcó números a los que no tuvo acceso.
¡Maldita
puta! ¡Maldito lugar!
Agarró el
teléfono y lo lanzó contra el piso.
Llamaron a
la puerta par de veces.
Era Dámaso.
─Los
hombres con esperanza demoran en enloquecer. Pero aquí sucede, más tarde o más
temprano – dijo el viejo entregándole una bandeja.
─Mi padre…
Tengo que hablar con mi padre.
─No dejes ni
una cucharada; es sopa de Falsa-tortuga.
─¿Realmente
hay comida en esta bandeja?
─Todo es
relativo.
─La Falsa-tortuga
tiene un sabor peculiar – dijo mordiendo con avidez un trozo de carne que
nadaba en la sopa. ─ Entonces, ¿no crees que mi padre logre regresarme a casa?
─Llevo
tanto tiempo frente al fogón que solo sé de calderos y sazones. Pero te traje
algo ─ el viejo sacó un pequeño cuchillo de su delantal. ─ Úsalo con cuidado.
Cogió el cuchillo despacio, lo envolvió en un papel y lo
guardó en la gaveta del escritorio.
─Estoy seguro de que eres el poli
bueno – dijo el cocinero dándole una palmadita en el hombro. – Ven conmigo.
Caminaron por el ala oeste, una parte
que Rangel no conocía de aquella cárcel.
Dámaso le
pidió ayuda para mover un estante.
Había un
agujero en la pared, bastante reducido, como la madriguera del Conejo Blanco.
A duras
penas entraron por ahí y tuvieron acceso a un túnel muy estrecho. El túnel daba
a una especie de sótano. Necesitaron buen acopio de fuerzas para levantar la
cubierta de una trampilla en el piso; estaba como soldada. Finalmente lograron bajar
unas escaleras.
El olor a humedad y a madera podrida
se intensificaba a medida que descendían.
─Llegamos – anunció el viejo.
Se vieron de pronto en una cueva.
Había cascajos de embarcaciones y cosas
de todo tipo.
─Balseros –
dijo Dámaso posando su mano sobre algunos objetos. – Se lanzaron al mar desesperados.
Gente como tú, como yo, sorprendida por los radares de los guardacostas. ¡Aquí terminaron
sus ilusiones de una vida mejor!
─El famoso
Museo de la Desolación… Cargueros, lanchas, gomas de tractor… ¡Cuánta angustia
en estas pertenencias!
─Ya sabes
la historia: los mataron en el agua, sin poder defenderse, y cuando las
familias no recibieron noticias, culparon al mar, a las tormentas, a los
tiburones.
─Nunca
hubiera imaginado encontrar todo esto aquí.
─Amigo mío…
“El hombre está condenado a ser libre”, Jean Paul Sartre – masculló el viejo y
se evaporó otra vez.
De repente todo fue niebla.
Hubo un
tiempo perdido en el que solo sintió dolor.
Tenía los
músculos adormecidos y su cuerpo pesaba.
Recordaba
haber salido de la cueva por el mismo camino.
Intermitentemente
algunos hombres le lastimaban la herida de la pierna.
Y en aquel
letargo oyó el cañonazo de las 9:00.
─Pensé que
no venías – la muchacha parecía mustia, más preocupada que la vez anterior.
─Estoy
sangrando de la herida, Alicia. Fueron ellos, después que estuve con Dámaso.
─Déjame ver.
Con una pinza, la enfermera hurgó en la mordida abierta y
terriblemente infectada.
─Espera.
Veo algo… Oh, ¡por dios!
─¿Qué
carajo es?
De la ulceración removida Alicia extrajo
un pequeño objeto ensangrentado y lo examinó.
Era un prendedor, no de alfiler de
gancho, sino de los otros; una condecoración diminuta en forma de estrella.
─¡Nadie
está a salvo en este infierno! – tembló de pies a cabeza.
─Calma… Ven
aquí, déjame abrazarte… – él también necesitaba un abrazo.
Y buscaron sus bocas con un hambre
triste.
Querían más, los dos, pero no era oportuno.
─Tengo que irme
– Alicia se apartó bruscamente.
─Déjame besarte
de nuevo, por favor.
─No puedes.
─Alicia, vi
el Museo de la Desolación.
─Shhhh… No
vuelvas a hablar de eso. ¡Debo irme!
Debo irme… tengo mucha prisa… llego
tarde… dijo el conejo blanco y se desvaneció.
El hombre
está condenado a ser libre… El hombre está condenado… a ser… libre…
El tiempo también
dejó de existir.
Ante la
puerta del despacho del gobernador Lobo, Rangel recordó cuando clavó el
cuchillo en el abdomen de Macario y la cortada profunda que hizo en el cuello
del tipo gordo.
Había
necesitado veinte segundos, quizás más.
Quizás los
apuñaleara varias veces, no podía asegurar nada.
Entró
precipitadamente.
El gobernador lo esperaba; estaba a la
expectativa, repochado en su asiento.
─Terminé mi
trabajo – gruñó arrojando el montón de papeles sobre el buró. – ¿Qué coño le hicieron a Alicia?
─¿Te
refieres a la enfermerita imprudente?
─¡Hijos de
puta! ¿Dónde está?
─Digamos
que ya no era muy útil. Sigues equivocándote, Rangel Cuesta. Sigues
infringiendo la ley. ¡Nunca serás un buen patriota!
─Patria es
una palabra que no duele a monstruos como tú.
─O me das el
cuchillo, o te abro el pecho de un balazo – una Makarov apareció en las manos del gobernador, lista para ser
disparada.
Rangel apretó con
fuerza el cuchillo por el mango, sin intenciones de entregarlo.
─Tu
trabajo, oficialito de porquería, sigue inconcluso. ¡Pon el cuchillo en el
escritorio!
─Metieron
esta mierda en mi pierna. ¡Enfermos!
La condecoración de estrellita dio contra el pecho del mandamás-de-Black-Hadal.
─Ah… ¡por qué cosas tan nimias te
preocupas!
La imagen del hombre erguido, apuntando con el arma, se
transformó de pronto en la de una mujer, una mujer igual que Mesalina.
─¿Has oído
sobre la Hipótesis de la Reina Roja, precioso? Es una conjetura evolutiva que
describe la adaptación continua de las especies solo para mantener su statu quo.
─¿De qué
mierda hablas?
─Ah Rangel,
pudiste ser el mejor… Pudiste correr como nosotros, lo más rápido que te dieran
los pies, solo para permanecer. ¿Acaso no ves que el país se mueve? Hay que
moverse junto con el país… Entiende, tu deber como policía es apalear a las
masas.
─¿Papá?
Ya no era Mesalina o la Reina Roja
quien sostenía la pistola.
Era el
coronel Arsenio.
─Tu deber
es defender nuestras consignas…
Rangel no
aguantó la presión.
Las
imágenes iban y venían. Estaba con Alicia mirando al mar. El aire cálido tenía
olor a salitre. Con el cuchillo intentaban abrir una ostra y Alicia reía y se
dejaba mordisquear los labios.
El viejo
Dámaso asaba rodaballos en una fogata. Los rodaballos olían muy bien.
El cuchillo
logró abrir la concha y, en lugar de una perla, adentro había una decoración
diminuta en forma de estrella.
Cinco
pastores alemanes salieron de la nada. Una voz de ultratumba pronunció sus
nombres: Stalin, Kalinin, Mao Tse Tung, Lenin y Trotski. Y volvió a
pronunciarlos al revés. Uno, sabrá dios cuál, se aferró a la pantorrilla de la
muchacha. Otro la haló por un brazo.
El cuchillo
de Rangel alcanzó a apuñalear a las dos bestias…
El cuchillo
alcanzó a quebrar la carne. Y el coronel Arsenio cayó en medio de la oficina.
Dentro de
la celda olía muy mal.
Por un
instante le pareció oír la voz de su padre; ya no sabía lo que era cierto y lo
que no lo era.
Ya había estado
en una de esas celdas horrorosas.
Ahora no
había nadie más que él.
El techo
amenazaba con desplomarse.
Un peso
enorme lo aplastaría; el peso del océano entero, de todas las zonas
hidrográficas.
Allá en su
despacho, el gobernador Lobo con pasmosa tranquilidad, comenzó a leer las
planillas. El hombre está condenado a ser libre… El hombre está condenado a ser… El hombre está condenado…
Era la única frase que había escrito Rangel Cuesta en aquellos folios.
Una única frase repetida cientos de veces.
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