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Descenso

 

Anisley Miraz Lladoza

 

 

 

El joven policía Rangel Cuesta entró en el despacho y se sentó en un taburete.

La Makarov de 9 mm le pesaba como un jodido Browning.

─Otra vez aquí, y por la misma razón… ─ refutó el mandamás de Vacamuerta.

─Por mí estaría en una playa, capitán.

─¡Con que te crees chistoso! ¿Piensas que tienes huevos para esto?

─Quiero que mi padre sienta orgullo.

Hacía demasiado calor.

─¿Orgullo? El coronel Arsenio nunca aprobará tu mano blanda con los criminales.

─Esos, los de ayer, no eran criminales. Por eso me rehusé a usar la tonfa.

─Y desprestigiaste tu uniforme nuevamente… Hay que transferirte hoy mismo.

─¿Es “secreto de Estado”?

─Oh, no, puedes saber a dónde… – el capitán encendió un Cohiba Espléndido. – Cierto lugar no muy cerca de aquí necesita individuos de tu clase. ¡La Unidad de Black Hadal!  

─Black H-a-d-a-l…

─Los imperialistas, enemigos de toda la vida, no son los únicos que ponen nombres interesantes a sus lugares. Aunque quizá te suene mejor en español…  ─el capitán se echó a reír.

─Debo avisar a mi padre.

─No puedes, el tiempo vuela, o-fi-ci-al.

─Pero supongo que necesite…

─Oh, allá no te hará falta na-da.

El capitán Terry hizo varios anillos de humo con su Cohiba, como la oruga azul de Alicia en el país de las maravillas. Empezaría a preguntar ¿Quién eres tú? en cualquier momento, a juzgar por la mueca de su rostro.

Pero todo quedó ahí.

El transporte que vino a buscar al oficial Rangel era un jeep igual a los que remolcaban cañones antitanques en el desierto del Sahara, en la selva de Nueva Guinea y en los campos nevados de Islandia.

Lo ubicaron en el jeep, custodiado por dos guardias con caras de pocos amigos.

Fue un trayecto corto, sin palabras.

El jeep se detuvo frente a una estación de trenes.

Allí lo recibieron otros gendarmes que también parecían estar molestos con la vida.

Al vislumbrar un teléfono público, Rangel les pidió permiso para llamar a su padre, pero recibió una negativa rotunda y un golpe en la cara.

Luego lo obligaron a abordar el vagón.

La vía era primitiva; estaba hecha de troncos de alerce clavados sobre otros troncos más cortos. Y el tren parecía de ficción; sin embargo, saldría de aquella terminal rumbo a la Unidad-del-Infierno-Negro, y eso era una verdad irrefutable.

─Hay un error – dijo mientras lo esposaban al asiento.

─No hay error – respondió uno de los milicos.

─Soy policía, ¡por el amor de dios!

─¿Has visto a dios aquí? – se burló el otro. – Un poli flojo que incumple con su deber, ¡eso eres!

─¿Qué mierda de Unidad es Black Hadal?

Otro golpe sirvió para que no hiciera más preguntas.

La risa de los gendarmes se unió al silbido de la locomotora y el vagón comenzó a moverse.

(La casa en el sueño no se caía a pedazos; estaba organizada, limpiecita. Los viejos hablaban de cuando salieran las crónicas del periodista Rangel Cuesta en periódicos que no tenían el nombre de un “yate revolucionario”, sino algo así como Nueva Era, o La Voz de Hoy).

Cuando abrió los ojos, el vagón había perdido el techo y las paredes, y ya no existían ni línea ferroviaria, ni militares pedantes, ni el recuerdo de haber estado esposado.

Venía en un barco tan desvencijado como el tren, junto a un montón de hombres enjutos.

Entre aquellas caras parecidas se destacó un rostro ovalado, un dulce rostro femenino que miraba al mar.

De pronto, tras una ola enorme, volvieron a aparecer techo y tabiques.

Viajaba ahora en una especie de submarino, y no hacia adelante sino hacia abajo, alcanzando cada vez más profundidad.

No tenía ánimos para preguntarse por los cambios absurdos de medio de transporte.

Solamente logró reacomodar el cuerpo; los otros seguían allí, excepto la chica del rostro ovalado.

¡Y en un abrir y cerrar de ojos estaba en Black Hadal!

Aquella construcción no se parecía a Vacamuerta, no se parecía a las unidades policiales donde había servido.

Su primera impresión fue la oscuridad, una oscuridad densa.

Su primera reacción, obedecer a la voz autoritaria que lo fue guiando hasta la oficina de aquel sujeto de alta jerarquía.

─Gobernador Tomás Lobo. Siéntate.

Se sentó. Con un nudo en la garganta preguntó en qué lugar exactamente estaba.

─Por si te dice algo, el océano está dividido en varias zonas: la mesopelágica a casi 1000 metros de la superficie; luego la batial y la abisal. Por último, justamente donde estamos, “el reino de Hades”.

Pensó que la estadía allí no podría ser muy agradable si el dios de los muertos estaba metido en el asunto.

─Nada más y nada menos que el hijo del coronel Cuesta…

─Así es, señor; yo no golpeo a inocentes.

─Por supuesto que no los golpeas, lo sabemos. ¡Haces mal! Cuando te mandan a golpear, tienes que golpear. La inocencia es indeterminada; todos somos culpables de alguna forma.

─Bien, ¿cuáles son mis tareas aquí?

─Esa es la actitud; estamos entrando en confianza.

 

Midió el espacio. Sobre un buró había un teléfono arcaico y una máquina de escribir. Contra la pared, un desvencijado sofá. Del otro lado, un librero pequeño y muchas, muchísimas hojas de papel.

Recalcando el pronombre posesivo, el gobernador le había dicho: Puedes utilizar todo lo que hay en TU oficina, TU misión es hacer listados, mejor que correr tras delincuentes de poca monta y disconformes con el sistema.

Salió al pasillo y vio que un hombre muy alto revisaba las celdas de la derecha, y otro más bajo y grueso, las de la izquierda.

Era una cárcel sin principio ni fin. Le recordó el Castillo de If, algo así, algo como eso...

Quiso regresar donde el gobernador, tenía muchas dudas.

Pero no encontró el camino y le pidió ayuda al hombre grueso.

Logró entrar nuevamente al despacho, el mismo de un rato antes, solo que el orden de las cosas se había alterado.

─¿Qué se supone que debo hacer con tanto papel?

─En esos folios debe ser recogido TODO – respondió el gobernador con una mueca.

─¿TODO?

─Lo que se mueva y respire. El orden de los datos y la manera de hacerlo es asunto tuyo. Solo te aconsejo que no pierdas tiempo contando ratones – el tal Lobo rió.

─A ver si entiendo… – abandonó la silla y dio un breve recorrido por el despacho para sentarse de nuevo, como si esa acción hubiera bastado para comprender. –  Debo censar a los trabajadores de la unidad, o sea, el recurso humano.

─Humano y TODO aquello que parezca… Me refiero a los habitantes vivos y muertos del abismo; dígase los que ya no están, los presos “en pie”, el personal de la cocina, la biblioteca, la enfermería, los que mutan y los que no… También los entrenadores y los perros…

─¿Tienen perros?

El gobernador se echó a reír otra vez.

─Oh, cinco magníficos pastores alemanes: Stalin, Kalinin, Mao Tse Tung, Lenin y Trotski.

─¿Cuáles nombres ha dicho?

Stalin, Kalinin, Mao Tse Tung, Lenin y Trotski. Así se llaman.

Le pareció bastante excéntrico poner tales nombres a cinco perros policía.

¡En aquel lugar todo era jodidamente raro!

─Los nombres en realidad no importan, prescinde de ellos. No te alcanzarían ni diez cadenas perpetuas para saber cómo nos llamamos aquí ─ el gobernador tenía una expresión de burla cuando le indicó con la mano que era momento de salir. ─ Regresa a mi oficina únicamente cuando tengas el inventario completo. Mientras, solo moléstame por un asunto de vida o muerte.

Salió de allí todavía lleno de incertidumbre, ¿cómo hacer un listado del recurso humano sin nombres?, y atravesó unas cinco puertas antes de encontrarse con SU buró, SU máquina de escribir, SU librero y SU montón de folios.

Si el teléfono estaba allí entonces también era SUYO y podía utilizarlo.

Levantó el auricular y escuchó la voz de la operadora.

─Por favor, marque la clave.

¡Jamás había visto un teléfono con clave!

Colgó y quiso intentarlo nuevamente.

─Por favor, la clave.

─Debí caerle a tonfazos a aquella gente…

─Sin dudas.

─Ah, ¿usted puede oírme?

─Claro, ¡tiene la boca pegada al auricular! Si le mandan a golpear discrepantes, golpee y punto.

─Eran buenos ciudadanos, inocentes la mayoría.

─No hay inocentes absolutos y a usted no le paga el Estado para absolver a nadie. Marque la clave.

─No sé qué hacer.

─¿No sabe? Búsquela, ahí mismo, dentro del disco de marcar. En la gaveta del buró encontrará una herramienta útil.

En la gaveta además de files viejos, baterías hinchadas y trozos de cable había un destornillador.

─Gracias.

─Soy Mesalina, ha sido un placer.

Colgó y se dispuso a desarmar el teléfono, pero lo interrumpió un alarido.

Al mirar fuera de SU oficina, vio que el patilargo y dos sujetos más entraban a una celda.

Sintió otro grito y se quedó escondido entre las sombras.

Al poco rato el grupúsculo uniformado desapareció.

No pudo con la curiosidad y se asomó a la pequeña ventanilla de la puerta de hierro.

Tendido sobre un charco de sangre había un hombre, herido o muerto, no podría asegurar.

¡Qué susto!

Volvió en tres zancadas a su oficina y después de poner el buró contra la puerta, cayó como un bulto en el sofá.

No tenía su Makarov, ¡ni siquiera la tonfa de golpear disidentes!

El capitán Terry le había dicho que no necesitaría nada… ¿Realmente estaba a salvo?

Tocaron a la puerta. Dudó en abrir.

Volvieron a tocar. Corrió el buró cuidando no hacer mucho ruido y finalmente abrió, temeroso.

Era un viejo con barba larguísima y ropas muy sucias. Le traía comida.

─Pescado para hoy…

─Oh, gracias. Entre, por favor. ¿Trabaja en la cocina?

-            Soy el único loco que prepara pescado; ahora soy el único allí. Éramos cuatro: dos ayudantes desaparecieron sin dejar rastro y el último cocinero de verdad terminó en el horno... Llámame Dámaso y tutéame, es más cómodo.

─Bien, Dámaso… Llevo un día aquí, ¡pero me parece que ha pasado un mes!

─¿Sancionado? ¿Incumplimiento del deber? Qué lástima; puedo reconocer de una ojeada cuando un hombre merece podrirse en este abismo, y cuando no  – dijo Dámaso mirando cómo devoraba el pescado. – ¿Para mañana quieres sopa de Falsa-tortuga?

─No sé qué es; suena a algo que no se come.

─Pues te equivocas. Falsa-tortuga es una criatura compuesta de partes de dos animales: tronco, caparazón y aletas de tortuga marina, y cabeza, cola y patas de novillo. ¡Un  manjar exquisito!

─Por Dios… Yo solo necesito salir de aquí – Rangel se chupó los dedos.

─¿Estaba bueno el rodaballo?

─Sí. Tenía hambre.

─Amigo mío, ¡cuán pronto has perdido el control de tu mente!

─¿Cómo dices?

─Simplemente estás comparando objetos intencionales para destacar una esencia común. Te has aferrado al recuerdo que tienes de un sabor y un olor y luego has dado cumplimiento de esas vivencias y evi-den-cias. Mira la bandeja.

Obedeció al momento.

La grasa cálida de la bandeja, las pocas espinas que dejara Rangel y hasta el viejo cocinero, se esfumaron de pronto.

Había sido una ilusión probar la delicada carne del pez pleuronectiforme.

Sin embargo se sentía satisfecho.

Volvió a oír la voz de Dámaso sin verlo, así como la Alicia de Lewis Carroll debió percibir la presencia del gato de Cheshire, que estaba y no estaba al mismo tiempo:

─Pudo tocarte chícharos con gorgojos y un poco de arroz…

Sí… dijo para sus adentros, ¡Siempre puede ser peor!

Todavía tenía sabor a pescado en la boca.

Colocó una hoja en la máquina de escribir y tecleó: el gobernador Tomás Lobo, el oficial alto, el oficial gordo, dos oficiales más, dos ayudantes de cocina, un cocinero de verdad, Dámaso el cocinero de rodaballo, Mesalina la operadora, un muerto o herido…

Pero los nombres carecían de valor…

Se acordó del teléfono y alzó el auricular.

─¿Intentó hallar la clave?

─Aún no. Dime algo, Mesalina… Los barcos…

─¿Cuáles barcos? No divague más y vaya a lo importante.

─¿Podrías ayudarme?

─Ah, por supuesto… Pensé que no lo pedirías… Relájate, queridito. A ver, cierra los ojos e imagíname desnuda, toda para ti…

Se relajó apoyado en el escritorio, como si acabaran de hipnotizarlo por teléfono.

Mientras Mesalina le susurraba al oído, desfilaron por su mente las chicas picantes de Sex-App.

Había transcurrido otro día cuando volvió en sí.

Por el pasillo caminaban varios oficiales jóvenes, algunos en su dirección y otros en sentido contrario.

¿A esos también debería sumarlos en las planillas?

¿Cuántos prisioneros había en Black Hadal?

El tipo alto estaba parado en medio del pasillo.

─¡Al fin te encuentro! ─ lo palmoteó en el hombro con un exceso de confianza.

─He estado todo el tiempo en mi oficina.

─Eso crees, pero no. Soy Macario, debo mostrarte las instalaciones. Ah, ¡y guarda energías para lo que viene!

Siguió al tal Macario y comenzaron el recorrido por las celdas, en cuyos ventanucos logró asomarse.

Vio a los presos; unos babeándose en sus propias heces, otros nerviosos como vacas locas.

La celda donde antes descubriera al muerto (o al herido), estaba vacía.

─Cinco bloques con seis pasillos. En cada pasillo, veinte mazmorras: diez a la derecha, diez a la izquierda, y en cada mazmorra, un criminal. Toma nota.

─¿Qué pasó con el prisionero de esta celda, Macario?

─Murió, amigo mío. ¡Aquí también llega la parca!

─¿Lo asesinaron?

─Estaba enfermo, ¡todos estamos jodidos de alguna forma!

─¡Vi a ese hombre en un charco de sangre!

─Una ilusión mal construida, poli. Pero ya no está, nadie vive para semilla. Hoy tuvimos otras dos bajas, anótalas también. Continuamos… Allá, ¿ves las puertas?, están los lavabos. Acá, la biblioteca… Sígueme, conoce a nuestra fascinante Mesalina.

Sonriendo, la muchacha se dejó tocar las nalgas por Macario.

Era hermosa, rubia, con unos ojos de encanto.

─Creí que era operadora telefónica – Rangel todavía entornaba los ojos mientras se alejaban de la biblioteca.

─Mesalina cubre cualquier frente, puede estar en todas partes. Pero jamás hagas estancia: ella no es para ti, ni para mí… Pasillos, más pasillos… ¡La cocina! Ahí está Dámaso.

─Lo conozco, ya probé su rodaballo al horno.

El viejo guiñó un ojo y siguió en lo suyo.

─Así que rodaballo al horno… En fin, continuamos. Aquello, ya sabes, es el despacho del gobernador Lobo, donde no debes entrar a no ser que el asunto sea…

─Antes de seguir, Macario, necesito saber cuáles son los itinerarios del transporte náutico.

─¿Itinerarios del transporte náutico? ¿Eso qué es? De aquí nada sale, poli. No hay vuelta posible a ningún sitio.

─Pero no todos somos reclusos.

─Pero la inocencia es imprecisa, no hay cómo medirla.

─Eso lo he oído otras veces... Y los muertos, ¿quién recoge a los muertos?

─Los perros se encargan.

─¿¡Los perros?!

La risa de Macario estremeció las paredes.

Rangel cerró y abrió los ojos.

Pensó que estaba en un espacio abierto. En realidad, se trataba de una superficie cercada, con un techo traslúcido que dejaba ver el cielo.

Del mar no le llegaba ni el olor.

Un joven se presentó como el-entrenador-Guto.

Al momento aparecieron cinco pastores alemanes.

Uno de ellos le enseñó los dientes y a la señal del tal Guto se echó inmediatamente.    

─Hermosas criaturas, ¿no es cierto? Temo que demasiado perspicaces.

A Rangel siempre le llamó la atención el entrenamiento canino; era lo que más le gustaba hacer en Vacamuerta. Pero cuando más a gusto se sentía entre los perros, lo enviaban a cualquier otra misión.

─Eso es, Chispaetren, buen chico. Oh, creo que Mazambala está cojeando un poco. Por suerte, Matarratas y Guafarina empezaron a llevarse bien.

─Tenía entendido que los perros se llamaban Stalin, Kalinin, Mao Tse Tung, Lenin y Trotski.

─¿Quién pondría tales nombres a cinco perros policía?

‘El gobernador me dijo…

─¡El gobernador! Claro, esa es su idea, su reducción trascendental. Tú cuídate de él. En realidad, desconfía hasta de tu sombra.

─Necesito un barco.

─¿A dónde vas a ir, amigo mío?

Uno de los perros le gruñó.

─Tranquilo, Chispaetren. Parece que el oficialito nuevo no les ha caído muy bien, ¿eh, Matarratas? Guafarina… Huesoetigre…

Los perros se pusieron en guardia.

─Hazme caso. ¡Ni en tu sombra!

El entrenador chasqueó los dedos y los perros se le echaron encima.

Todo en un abrir y cerrar de ojos.

De repente volvía a estar frente a la máquina de escribir y al teléfono, como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, había pasado; tenía las manos llenas de arañazos y un dolor punzante en la pierna derecha.

Agarró el destornillador y abrió el teléfono con bastante trabajo.

Adentro había un papel.

Una vez que lo sacó, estuvo mucho rato uniendo las piezas del teléfono, parecía una misión imposible. Finalmente consiguió dejarlo como estaba.  

Leyó. Se trataba de una relación de “personas perdidas”.

Había un número escrito con tinta diferente, quizás la fecha en que se comenzó aquel informe que parecía inconcluso.

De modo que presumió fuera la dichosa clave para utilizar la telefonía. Marcó 1─9─8─1 y, acto seguido, una voz ratificó que en efecto era la clave.

─¿Mesalina? Estuviste muy cálida… ¿Cómo es que en la biblioteca…

─¿Con cuál número desea comunicarse?

─Sí, claro. 994…

─Imposible realizar esa llamada.

─Probemos a un celular.

─Cuelgue y vuelva a intentarlo en par de minutos.

Esperó, mirando la máquina de escribir.

Si al menos fuera una computadora podría entretenerse jugando al Solitario.

Marcó el código otra vez y contestó la phone´s-bitch-bibliotecaria-cubridora-de-todos-los-frentes.

─No hay transferencia satelital.

─Necesito hablar con mi padre.

─¡¿A mí qué me cuenta?!

─Entonces déjame llamar a una extensión de aquí mismo.

─Sea preciso.

─Con la Enfermería, por favor.

─Manténgase en línea y espere…

─…

─Enfermería. Soy Alicia, ¿qué desea?

─¡Hablar con alguien, por dios!

Hubo un silencio del otro lado de la línea.

─Alicia…

─Oh, sí, te escucho.

─Estoy desesperado; no sé exactamente cuánto tiempo llevo en este lugar.

─Esto es Black Hadal; con la desconexión de la creencia en la realidad, no queda otra que centrarse en el campo de la “vida de conciencia” en la que...

─No ayudas mucho… Los perros me atacaron, ¿podrías curarme, por favor?

─Cuando escuches el cañonazo, sigue el ruido del agua a través de las viejas tuberías y cruza los umbrales que tienen arcos, siempre a la derecha. Me encontrarás allí.

─No entiendo… ¿Sigues en línea?

Se sentía muy incómodo: de pronto se había vuelto grande, como la Alicia Carroll, y el espacio era terriblemente angosto.

Si no permanecía alerta jamás lograría oír el famoso cañonazo.

Recordó las palabras de Macario: Cinco bloques con seis pasillos. En cada pasillo, veinte mazmorras: diez a la derecha, diez a la izquierda, y en cada mazmorra, un criminal.

Tres bajas… Una enumeración de personas perdidas, ¡y ni la más mínima idea de cómo seguir!

Necesitaba el cañonazo de las 9:00, ¿am? ¿pm?... Tenía cita con alguien que no sabía cómo encontrar. ¡El tiempo le jugaba malas pasadas ahí dentro!

Finalmente una descarga de cañón retumbó.

Caminó hacia adelante, asustado. Las tuberías lo condujeron hacia la primera entrada con arco. Siguió cruzando arcos y doblando a la derecha, hacia donde le había indicado Alicia.

En efecto, allí, abrazando un botiquín de primeros auxilios, estaba ella.

Le curó las heridas de los brazos y le pidió que se quitara el pantalón para revisar la mordida de la pierna.

Rangel tenía la carne abierta y una costra de pus con mal olor.

─Lleva puntos.

─Hazlo. Duele de todas formas.

─Esos perros están entrenados para matar.

─Entonces soy dichoso. ¿Sabes cómo se llaman las bestias?

─Sí, claro. Lo sabe todo el mundo: Ted-Bundy, Hijo-de-Sam, Fred-West, Spree-killer y Jack-el-destripador.

─Ay, por dios. ¿Cuántos perros hay aquí?

─Cinco, los mismos de toda la vida.

─Dime otra cosa, ¿es de día o de noche?

─De noche.

─Me estoy volviendo loco, Alicia.

Respiró profundo.

Le dijo que era lo más real que había encontrado en Black Hadal, y que tenía manos de seda. Ella se sonrojó y terminó de suturar.

─Tengo que huir de aquí.

─No lo intentes.

─Si me dices cómo llegar al mar…

─Olvídalo.

─Se supone que estamos en una isla, aunque es muy raro. Me trajeron en un tren, luego en un barco que se convirtió en submarino, así que…

─¿Realmente quieres saber dónde estás? Bajo el océano, en su fosa más profunda. Más allá del abismo, ¿entiendes?

─¡Por todas las Colt del planeta! No puede ser...

─Yo un día abrí los ojos, y pufff, ¡Black Hadal!... Mañana, después del cañonazo, vuelve aquí – la enfermera cortó y se fue.

Regresó a su oficina más asustado aún.

Quizás había soñado otra vez. ¡Pero eran tan suaves y cálidas aquellas manos!

Se desnudó y fue a bañarse. No tenía otra cosa en la mente que las manos de Alicia.

Macario y el oficial gordo entraron en el baño.

Sintió un fuerte golpe por detrás.

Y apareció vestido y lleno de dolor en una celda.

Sentado en el piso, frente a él, había un tipo de mediana edad, amoratado y con un párpado caído.

─Esto es lo que hacen, confundirte. Y de pronto no sabes ni quién eres.

El prisionero levantó la cabeza.

─Las torturas son terribles, hasta el punto en que deseas atragantarte con las espinas del rodaballo que tampoco existe.

─¿Por qué estás aquí?

─Patria es una palabra dolorosa.

Rangel sintió tantas ganas de llorar que por un instante quiso abrazar a aquel hombre.

─¿Qué tipo de reclusos hay en el bloque 5?

─Presos políticos…

Cerró los ojos intentando organizar las ideas.

Dentro de su cabeza la oruga azul, fumando sobre un hongo gigante, empezaba a preguntar: ¿Quién eres tú?... ¿Quién eres tú?

 

Despertó en su oficina. Alzó el auricular y salió la operadora.

─Mesalina, comunícame con la Enfermería.

─Lo siento, no hay servicio.

No logró que la operadora volviera a contestar. ¡Maldita puta!, y marcó números a los que no tuvo acceso.

¡Maldita puta! ¡Maldito lugar!

Agarró el teléfono y lo lanzó contra el piso.

Llamaron a la puerta par de veces.

Era Dámaso.

─Los hombres con esperanza demoran en enloquecer. Pero aquí sucede, más tarde o más temprano – dijo el viejo entregándole una bandeja.

─Mi padre… Tengo que hablar con mi padre.

─No dejes ni una cucharada; es sopa de Falsa-tortuga.

─¿Realmente hay comida en esta bandeja?

─Todo es relativo.

─La Falsa-tortuga tiene un sabor peculiar – dijo mordiendo con avidez un trozo de carne que nadaba en la sopa. ─ Entonces, ¿no crees que mi padre logre regresarme a casa?

─Llevo tanto tiempo frente al fogón que solo sé de calderos y sazones. Pero te traje algo ─ el viejo sacó un pequeño cuchillo de su delantal. ─ Úsalo con cuidado.

Cogió el cuchillo despacio, lo envolvió en un papel y lo guardó en la gaveta del escritorio.

─Estoy seguro de que eres el poli bueno – dijo el cocinero dándole una palmadita en el hombro. – Ven conmigo.

Caminaron por el ala oeste, una parte que Rangel no conocía de aquella cárcel.

Dámaso le pidió ayuda para mover un estante.

Había un agujero en la pared, bastante reducido, como la madriguera del Conejo Blanco.

A duras penas entraron por ahí y tuvieron acceso a un túnel muy estrecho. El túnel daba a una especie de sótano. Necesitaron buen acopio de fuerzas para levantar la cubierta de una trampilla en el piso; estaba como soldada. Finalmente lograron bajar unas escaleras.

El olor a humedad y a madera podrida se intensificaba a medida que descendían.

─Llegamos – anunció el viejo.

Se vieron de pronto en una cueva.

Había cascajos de embarcaciones y cosas de todo tipo.

─Balseros – dijo Dámaso posando su mano sobre algunos objetos. – Se lanzaron al mar desesperados. Gente como tú, como yo, sorprendida por los radares de los guardacostas. ¡Aquí terminaron sus ilusiones de una vida mejor!

─El famoso Museo de la Desolación… Cargueros, lanchas, gomas de tractor… ¡Cuánta angustia en estas pertenencias!

─Ya sabes la historia: los mataron en el agua, sin poder defenderse, y cuando las familias no recibieron noticias, culparon al mar, a las tormentas, a los tiburones.

─Nunca hubiera imaginado encontrar todo esto aquí.

─Amigo mío… “El hombre está condenado a ser libre”, Jean Paul Sartre – masculló el viejo y se evaporó otra vez.

De repente todo fue niebla.

Hubo un tiempo perdido en el que solo sintió dolor.

Tenía los músculos adormecidos y su cuerpo pesaba.

Recordaba haber salido de la cueva por el mismo camino.

Intermitentemente algunos hombres le lastimaban la herida de la pierna.

Y en aquel letargo oyó el cañonazo de las 9:00.

 

─Pensé que no venías – la muchacha parecía mustia, más preocupada que la vez anterior.

─Estoy sangrando de la herida, Alicia. Fueron ellos, después que estuve con Dámaso.

─Déjame ver.

Con una pinza, la enfermera hurgó en la mordida abierta y terriblemente infectada.

─Espera. Veo algo… Oh, ¡por dios!

─¿Qué carajo es?

De la ulceración removida Alicia extrajo un pequeño objeto ensangrentado y lo examinó.

Era un prendedor, no de alfiler de gancho, sino de los otros; una condecoración diminuta en forma de estrella.

─¡Nadie está a salvo en este infierno! – tembló de pies a cabeza.

─Calma… Ven aquí, déjame abrazarte… – él también necesitaba un abrazo.

Y buscaron sus bocas con un hambre triste.

Querían más, los dos, pero no era oportuno.

─Tengo que irme – Alicia se apartó bruscamente.

─Déjame besarte de nuevo, por favor.

─No puedes.

─Alicia, vi el Museo de la Desolación.

─Shhhh… No vuelvas a hablar de eso. ¡Debo irme!

Debo irme… tengo mucha prisa… llego tarde… dijo el conejo blanco y se desvaneció.

El hombre está condenado a ser libre… El hombre está condenado… a ser… libre…

El tiempo también dejó de existir.

 

Ante la puerta del despacho del gobernador Lobo, Rangel recordó cuando clavó el cuchillo en el abdomen de Macario y la cortada profunda que hizo en el cuello del tipo gordo.

Había necesitado veinte segundos, quizás más.

Quizás los apuñaleara varias veces, no podía asegurar nada.

Entró precipitadamente.

El gobernador lo esperaba; estaba a la expectativa, repochado en su asiento.

─Terminé mi trabajo – gruñó arrojando el montón de papeles sobre el buró. –  ¿Qué coño le hicieron a Alicia?

─¿Te refieres a la enfermerita imprudente?

─¡Hijos de puta! ¿Dónde está?

─Digamos que ya no era muy útil. Sigues equivocándote, Rangel Cuesta. Sigues infringiendo la ley. ¡Nunca serás un buen patriota!

─Patria es una palabra que no duele a monstruos como tú.

─O me das el cuchillo, o te abro el pecho de un balazo – una Makarov apareció en las manos del gobernador, lista para ser disparada.

 Rangel apretó con fuerza el cuchillo por el mango, sin intenciones de entregarlo.

─Tu trabajo, oficialito de porquería, sigue inconcluso. ¡Pon el cuchillo en el escritorio!

─Metieron esta mierda en mi pierna. ¡Enfermos!

La condecoración de estrellita dio contra el pecho del mandamás-de-Black-Hadal.

─Ah… ¡por qué cosas tan nimias te preocupas!

La imagen del hombre erguido, apuntando con el arma, se transformó de pronto en la de una mujer, una mujer igual que Mesalina.

─¿Has oído sobre la Hipótesis de la Reina Roja, precioso? Es una conjetura evolutiva que describe la adaptación continua de las especies solo para mantener su statu quo.

─¿De qué mierda hablas?

─Ah Rangel, pudiste ser el mejor… Pudiste correr como nosotros, lo más rápido que te dieran los pies, solo para permanecer. ¿Acaso no ves que el país se mueve? Hay que moverse junto con el país… Entiende, tu deber como policía es apalear a las masas.

─¿Papá?

Ya no era Mesalina o la Reina Roja quien sostenía la pistola.

Era el coronel Arsenio.

─Tu deber es defender nuestras consignas…

Rangel no aguantó la presión.

Las imágenes iban y venían. Estaba con Alicia mirando al mar. El aire cálido tenía olor a salitre. Con el cuchillo intentaban abrir una ostra y Alicia reía y se dejaba mordisquear los labios.

El viejo Dámaso asaba rodaballos en una fogata. Los rodaballos olían muy bien.

El cuchillo logró abrir la concha y, en lugar de una perla, adentro había una decoración diminuta en forma de estrella.

Cinco pastores alemanes salieron de la nada. Una voz de ultratumba pronunció sus nombres: Stalin, Kalinin, Mao Tse Tung, Lenin y Trotski. Y volvió a pronunciarlos al revés. Uno, sabrá dios cuál, se aferró a la pantorrilla de la muchacha. Otro la haló por un brazo.

El cuchillo de Rangel alcanzó a apuñalear a las dos bestias…

El cuchillo alcanzó a quebrar la carne. Y el coronel Arsenio cayó en medio de la oficina.

 

Dentro de la celda olía muy mal.

Por un instante le pareció oír la voz de su padre; ya no sabía lo que era cierto y lo que no lo era.

Ya había estado en una de esas celdas horrorosas.

Ahora no había nadie más que él.

El techo amenazaba con desplomarse.

Un peso enorme lo aplastaría; el peso del océano entero, de todas las zonas hidrográficas.

Allá en su despacho, el gobernador Lobo con pasmosa tranquilidad, comenzó a leer las planillas. El hombre está condenado a ser libre… El hombre está condenado a ser… El hombre está condenado…

Era la única frase que había escrito Rangel Cuesta en aquellos folios.

Una única frase repetida cientos de veces.


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  Nuevos títulos de la editorial primigenios   Qué fácil sería si sólo se tratase de ser recíproco. Qué sencillo hubiese sido si no tuviese tanto que decir. Cuando el pasado 9 de marzo Héctor Reyes Reyes me envió el poemario "Veinte gritos contra la Revolución y una canción anarkizada ", para que le escribiera el prólogo, sentí que de algún modo nuestra amistad corría por los más sinceros senderos, y ¡eso que hacía nueve largos años que no nos veíamos! No recuerdo bien cómo conocí a Héctor, pero estoy casi seguro que fue al final de algún que otro malogrado concierto de rock o alguna madrugada a la sombra de un noctámbulo trovador, todo esto en nuestra natal ciudad Santa Clara. Lo que sí sé es que para finales de 1993 era ya un asiduo contertulio a mi terraza del barrio Sakenaf. Para ese entonces en nuestras charlas no hablábamos de poesía, y mucho menos de poetas, sino más bien sobre anécdotas y relatos históricos en derredor a mi maltrecho librero.Tendría Héctor unos 14 a
 Tengo menos de un dólar en mi cuenta de banco y sigo publicando libros de otros.   A menudo me pregunto si vale la pena el tiempo que dedico a publicar libros de otros. Son muchas horas a la semana. Los días se repiten uno tras otro. A veces, en las madrugadas me despierto a leer correos, mensajes y comentarios en las redes sociales sobre esos libros, a los que he dedicado muchas horas. Algunos de esos comentarios me hacen dudar de si estoy haciendo lo correcto. No por las emociones negativas que generan algunos de esos comentarios, escritos por supuestos conocedores de la literatura y el mundo de los libros. Desde hace mucho tiempo, estoy convencido de que existen dos tipos de personas en el mundo: los compasivos y los egoístas. Los compasivos (y me incluyo en ese grupo) vivimos en el lado de la luz, los egoístas no, por mucho que brillen en sus carreras, en sus vidas, o profesiones, son seres oscuros. Ayudar a otros, no pensar en uno, dedicar tiempo para que otros puedan lograr sus
 COMO SI ESTUVIERAN HECHOS DE ARCILLA AZUL COMPILACIÓN DE CUENTOS DEL SEGUNDO CONCURSO INTERNACIONAL PRIMIGENIOS Un maestro dijo una vez que se escribe para ser leído, pero si la obra no se publica, resulta difícil llegar a otros. En aquel entonces, no existían Instagram, Gmail, blogs digitales, ni siquiera teníamos internet, computadoras o teléfonos inteligentes. Por lo tanto, esa frase no es aplicable para explicar el Concurso Internacional de Cuentos Primigenios. Por lo general, los autores que participan en certámenes literarios tienen tres objetivos principales: publicar, obtener reconocimiento y visibilidad, o ganar un premio en metálico. El Concurso de Primigenios, organizado por la Editorial Lunetra y el blog de Literatura cubana contemporánea Isliada.org en su SEGUNDA edición, cumplió con estos tres objetivos, pero con una gran diferencia: los cuentos enviados a la editorial fueron publicados en el blog "Memorias del hombre nuevo". Aunque esto no es algo novedoso,