La Virgen del Bozal
Dominic Mical
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ven! ¡Tengo algo en la
espalda!
A Sara, aún con sueño a cuestas, le
sonaron lejanos los gritos aunque la voz le era familiar. Apenas unos minutos
antes se había despertado cuando su celular repicó con la alarma de las 6:00
AM. Se acostó tarde apartando el agua que por fin había caído tras semanas de
espera. Desde que empezó la pandemia, prácticamente colapsó el servicio
hidráulico municipal. Así que anoche, apoyada por sus hijos menores, Jesusito y
Verónica, logró llenar dos tambos de 55 galones antes de que el municipio
cortara el servicio. Fueron seis cansadas horas que no ha logrado recuperar en su
poco dormir.
Bostezando, Sara había bajado del
primer piso para recoger las cubetas y botellas que usaron antes de que alguien
de la “familia” los hiciera perdedizos. Aún estaba molesta porque nadie de los
otros siete cuartos se preocupó por apoyarla. Aún entre sueños reflexiona sobre
la falta de ayuda por parte de la “familia y demás” pero bien que desperdician
el agua en el único baño del piso de abajo.
—¡Mamá! ¿Dónde estás? ¡Mamá!
Los gritos, ya en tono de histeria absoluta, sacan a Sara de su estupor. Es
su hija Verónica quien ha salido de su cuarto-depa donde viven
en el primer piso y se asoma sobre el barandal. Sara levanta su vista a ese
pasillo del primer nivel y, al ver la cara de su hija, se espanta. Nunca la
había visto tan angustiada. Toma impulso, da un paso y casi se tropieza con el
jalador que traía en la mano, así que lo avienta a un rincón, sube las
escaleras lo más rápido que puede procurando no resbalarse con las chanclas
húmedas. Dobla a la derecha y nota que su hija no trae más ropa que unos
calzones. Ve que llora con desesperación en espera de que mamá llegue y haga
algo. Abajo se escuchan ruidos: el resto de la familia se ha despertado por el
escándalo y de inmediato se aprestan para el chisme. Sin pensarlo, Sara toma a
su hija de los hombros y rápido la mete al cuarto-depa cerrando la puerta con
el pasador.
—¿Qué tienes, bebé?
—¡Mira! —solloza Verónica y trata de zafarse del abrazo
materno. Cuando lo logra gira su torso para mostrarle la espalda a su mamá.
—¡Virgen María purísima! —Sara susurra con espanto, se
persigna y retrocede un poco sentándose de golpe en la cama que domina el
cuarto. Jesusito sigue dormido sin inmutarse por el impacto.
—¿Sí es una virgen? ¡Mamá! ¿Vi bien? ¿Es una virgen? —Verónica
pregunta una y otra vez. Al no obtener respuesta se acerca a su mamá, la toma
de los hombros y la agita para que reaccione— ¿Mamá? ¿Qué es esto? ¿Cómo
apareció allí?
Verónica le muestra de nuevo su espalda. Cubriéndola del
cuello hasta donde empiezan los calzoncillos, está delineada la figura de la
virgen de la Basílica de Guadalupe. Es el contorno de la imagen en tonos
negros, violáceos y cafés, preciso, bello, totalmente idéntico a la que está
retratada en la fotografía sobre la repisa a un lado de la puerta. Sara no sabe
qué decirle a su hija, pasa la vista una y otra de vez de la imagen en la
espalda de su hija a la que está enmarcada y flanqueada por veladoras. Entonces
cae en cuenta que la “familia y demás” del piso inferior está disfrutando el
espectáculo a placer por las ventanas que dan al cuarto-depa. Los sobrinos no
dejan de mirarle las tetas a su hija mientras las comadres están santiguándose
o rezando. Eso sí, como siempre, las primas critican entre ellas con mirando a
Vero con envidia. Sara se pone de pie súbitamente y jala a Verónica hacia la
otra habitación, cerrando la sábana entre ambas habitaciones para no ser ser
observadas.
Trata de recordar lo que pasó anoche. Sabía que, de seguro,
al llenar los tambos se iban a empapar así que bajaron con ropa ligera.
Verónica vestía con una playerita sin mangas, un short y chanclas, Jesusito se
puso una sudadera vieja, mezclilla y sus tenis de siempre. Durante esas horas
no le notó nada raro en la espalda de su niña, Sólo sintió un poco de
incomodidad por que pensó que exponía piel de más por la playerita.
—Párate y enséñame de nuevo —le pide a su hija quien
obedece de inmediato. Sara observa con detenimiento la imagen y le asaltan
varias dudas. Hay algo que no cuadra así que sale del cuarto teniendo cuidado
de correr la sábana de regreso, se acerca a la puerta, quita las veladoras y
descuelga la foto. Afuera, el griterío de la familia se acalla cuando hace su
aparición y hacen gestos de que quieren entrar. Jesusito está sentado en la
cama mirando el espectáculo de afuera.
—Mamá, ¿qué pasa? ¿Y Vero? —pregunta su hijo mientras se
talla los ojos para quitarse las lagañas.
—Jesusito, no les abras hasta que yo te diga, ni siquiera a la abuela, ¿entendido?
O te las verás conmigo, ¿estamos? —Sara remarca lo dicho haciendo un gesto de
que le dará de nalgadas. Su hijo es buen muchacho aunque luego tiene sus
arranques de desobediencia como de distracción.
Sin hacer caso que les tocando la puerta y las ventanas, da la vuelta para regresar a
la otra habitación con la fotografía. La deposita en la cabecera de una de las
camas y coloca a su hija al lado. Compara ambas vírgenes.
—¡Dios mío! Esto no puede ser, Verónica, ¿es una broma?
Muy por dentro sabe que no. Anoche su hija tenía una
espalda inmaculada y las dos durmieron en la misma cama. Incluso, cuando se
levantó, su bebé seguía dormida a su lado. Además, les ha prohibido a los
cuatro vástagos el que se hagan hacerse perforaciones o tatuajes antes de que
sean mayores de edad. A las dos más chicas, que viven con su papá, no las deja
que se maquillen a menos que cumplan sus XV años y sólo será por esa ocasión.
—Claro que no mamá, esto no lo tenía
ni me lo hice. ¿Por qué no me crees? No es broma. ¡Jesús! Salte del cuarto, ¡no
me veas! —de inmediato Vero se cruza de brazos para taparse los senos.
—Mamá, tampoco tengo nada que ver —comenta Jesusito
adelantándose a cualquier posible regaño—. Te juro, por lo que más quieras, que
yo no le pinté el cubrebocas a la virgen —inocentemente afirma con sus diez
años recién cumplidos.
Sara se deja caer en la cama. En efecto, la imagen en la espalda de Verónica es la
misma figura que la de la foto, idéntica en los rayos que salen en su costado,
en el trazo de la ropa, las manos, el leve embarazo, la Luna a sus pies, el
querubín, el vestido y las estrellas con una excepción: el rostro indígena de
la virgen en la espalda de su hija porta un tapabocas.
—No, no es posible que algo así suceda. Debe ser una broma de
esa familia, ganas de jodernos a todos nosotros —reniega Don Agustín Santibáñez
muy molesto porque una multitud lo sacó a rastras de su iglesia unos minutos
atrás—. Son ganas de llamar la atención, burlarse, hacer un negocito. Es
inconcebible que esto sea un milagro. Toda esa familia de personas son un
desmadre, sólo algunos vienen a misa, tienen testigos de Jehová en sus filas,
más de uno se cae de borracho o drogadicto y ahora resulta que son bendecidos
por un milagro. ¡Ni madres!
—Pero padrecito, ¿es que no acaba de ver la imagen en
la espalda de la chamaca? —le pregunta Anselmo con humildad y esperanza. Es de
los devotos más fieles y constantes en la iglesia. Por una década, incluso,
pagó penitencia por sus excesos alcohólicos en su juventud. Cada año acude
arrodillado desde su casa a la Basílica de Guadalupe para estar a tiempo en el
cumpleaños de la Virgen.
—¡Ni madres! ¿Cómo creen que… —Don Agustín corta de tajo
lo que iba a decir: “un pinche lugar como este le llegaría un milagro?”. Ya
está fastidiado de la colonia, de las confesiones que son puros chismes y de no
poder sacar de la quiebra la miniglesia que le asignaron pero ¿una imagen
aparecería con un cubrebocas?— Es una tomada de pelo de esta familia —señala el
portón abierto que está a sus espaldas desde donde una los susodichos también
lo observan.
—Pero padrecito, ¿no será una señal divina? Ya sabe que
con todo esto de la pandemia pues el gobierno no deja de decirnos que hay que
cuidarnos y taparnos la cara. Es más, ¿no lo comentó usted también en la misa
de la semana pasada —insiste Anselmo mientras un coro de “si, así lo dijo”, “yo
oí”, “claro que es una señal de Dios”! recorre la multitud que rodea a Don
Agustín.
El cura calla ante tan sencillo y contundente señalamiento. Es
lo bueno y malo de tener fieles como Anselmo que, además, tienen memoria
fotográfica para todo lo que expresa en el púlpito. El coro calla en espera de
su respuesta cuanto antes, es perceptible la impaciencia de la multitud.
Lamenta su suerte, estaba por ser transferido a Culiacán donde, fuera como
fuera, tendría mayor fortuna que en este lugar perdido de la mano de Dios. No era el momento para
una mala jugada desde el cielo.
—Déjenme consultarlo —finalmente comenta en un susurro.
—¿Qué dijo padrecito?
—Que lo consultaré más arriba, que lo consultaré —responde
mucho más fuerte mientras se abre paso entre los fieles—. Mis superiores sabrán
qué procede.
—Y mientras, ¿qué hacemos? —pregunta Anselmo sin
despegarse de él. El cura ya logró atravesar la multitud y empieza a bajar la
cuesta que da a su miniglesia casi un kilómetro más abajo.
—Hagan lo que quieran —comenta apresuradamente Don Agustín tratando
de quitarse el problema de encima—, hagan lo que quieran.
Anselmo se detiene junto con la multitud que los seguía mientras
el padre sigue a solas su camino. Usando sus manos como altavoz grita a la
concurrencia:
—¡Ya lo dijo el padrecito, hay que seguir sus instrucciones!
¡Hagamos que todos se enteren del milagro! ¡La Virgen nos necesita!
Monseñor Guillermo Rosete tiene que correr para alcanzar a Sor
Inés. El cardenal Carlos Tapia lo ha mandado llamar de urgencia a mitad de la
noche. Es tanta la prisa que le ordenó que se presentara como estuviera
vestido. Apenas tuvo tiempo de cambiarse el camisón que usa en esta época del
año por un pijama para que se viera más decente. Afuera ya lo esperaba un
vehículo y en pocos minutos llegó a la sede episcopal. La monja, asistente de
Monseñor, se detiene para abrir la puerta que da al despacho del cardenal.
—Ya era hora que llegaras cabrón, ¿cómo chingados dejaste que
esto pasara? Sor Inés, puede retirarse —el cardenal Tapia, con el rostro
enrojecido, se nota muy molesto. Está sentado en la salita junto a su
escritorio y lo acompaña el vicario general Pedro Domínguez. Los dos no visten
ropa oficial sino pijama o un camisón. En la mesita entre ellos se encuentra
una tableta con la pantalla encendida—. En serio, ¿no te pusimos como rector de
la Basílica porque sabías cómo chingados manejar redes sociales, multitudes,
medios y toda esa pendejada del marketing? ¿Como carajos no nos avisaste de
esto? —el cardenal le señala la tableta.
Dudoso, monseñor Rosete toma la tableta. Muestra un
video en pausa, casi en su final. Desliza el indicador del tiempo de ejecución
al principio y da tap para que corra. Es el video de un reportaje.
Apenas una semana atrás en una colonia
como cualquier otra —la cámara enfoca a un reportero en
medio de una calle cuesta arriba, muy empinada, luego panea rápidamente a un
conjunto de casas de formas y acabados desiguales que pueden estar en cualquier
zona popular urbana de la capital, y se
centra de nuevo en el reportero que posa recortado contra el cielo— una
familia fue testigo y tuvo el privilegio de ser el centro de una situación
extraordinaria, casi milagrosa —el reportero da media vuelta y empieza a
subir— que hoy les presentaremos. Ustedes serán nuestros testigos.
La cámara gira a la derecha para mostrar una larga fila de
personas en silencio absoluto. Todas están con cubrebocas y miran, expectante,
hacia adelante como arriba. El reportero sigue su marcha pasando junto a las
personas formadas, se detiene y continúa su narración. Su voz está entrecortada
por el esfuerzo de subir una cuesta tan empinada:
Como pueden apreciar, la fila baja y
luego gira hacia la iglesia que está en la placita allí a la derecha. Las
personas no dejan de llegar de diversas partes del país. La entrada al pueblo
está cerrada por sus habitantes para evitar problemas y sólo dejan pasar a pie
a quienes van llegando. Los que desean ver el milagro no tienen más remedio que
formarse desde la plaza central tomando su turno, aunque también se les da la
oportunidad de acudir a misa en la iglesia, ir a los servicios sanitarios o a
los puestos de comida que se han colocado por doquier —la
cámara, tras hacer acercamientos diversos a la iglesia, a la plaza central del
pueblo, a los autobuses detenidos en la carretera donde bajan personas y a un
puesto de fritangas centra el lente de nuevo sobre el reportero—. Veamos qué
es lo que ha cobrado tantísimo interés de toda esta gente. Lo que están por
apreciar sólo nosotros hemos podido grabarlo. Quien se forma no puede llevar
celular o cámara. Así que tuvimos que pedir un permiso muy especial para
transmitirles esta exclusiva.
Corte a un pequeño templete montado
frente a una construcción diferente a las demás, pero igual de indistinguible.
El templete es de color blanco en sus postes al igual que los plásticos que
cubren el frente y techo. Hay arreglos florales por doquier. Arriba de él, en
medio, está una joven con un vestido parecido al de una quinceañera, muy
recatado de color azul celeste que la tapa desde el cuello. Incluso sus manos y
brazos están cubiertos por largos guantes. A su derecha, una mujer que a leguas
luce como su mamá, viste con un traje sastre de otra época y en el que apenas
cabe. Mira al frente, seria, como si rindiera honores a una bandera
inexistente. Del lado izquierdo hay un niño engalanado que, con orgullo, mira
la cámara. Las tres figuras están de pie frente a sus sillas, dos de ellas
comunes a cualquier fonda y la tercera, donde se sentaría la adolescente, es un
simple y lindo trono blanco improvisado con manteles sobre una silla de
comedor. Los tres portan cubrebocas, blancos los de la mujer del traje sastre y
el niño. El de la chica es de un color azul que hace juego con el vestido.
Abajo, a los lados del templete, hay
un grupo dispar de mujeres y hombres de todas las edades pegados hombro con
hombro haciendo una guardia en se ve en declive, debido a la inclinación de la
calle. Todos intentan estar serios, mirando al frente pero lanzan tanto miradas
como sonrisas furtivas al periodista y la cámara que les apunta. Visten con sus
mejores galas como si fueran a una boda o unos XV años.
—Esta es la afortunada familia que ha
sido bendecida por un maravilloso milagro —anuncia el reportero que ha
entrado a escena frente a esa improvisada guardia de honor que se mantiene
inmóvil—, un milagro tan extraordinario que sólo pudo ocurrir en un país de
enorme fe como el nuestro —el reportero se abre al lado izquierdo y señala
al templete, a la joven. La cámara hace zoom hacia ella quien lentamente gira
mostrando su espalda, totalmente expuesta, para enseñar el trazo de la virgen
sobre su piel. El acercamiento continúa hasta centrarse en el virginal rostro
con el cubrebocas—, ¡la virgen del bozal!
—¡La virgen del bozal! ¿A quién
carajos se le ocurrió semejante nombre? —interrumpe Monseñor Rosete— Y ni sigas
viendo el video. Entrevistan a la chamaca esta, a su madre, a un anciano que es
el guardián y a alguien con el que ajustaremos cuentas después, el padrecito de
esa pinchurrienta iglesia. Pedro investigó y el cabrón del curita este nomás
avisó que no se iba a Culiacán quesque había sentido la voz del señor y que
debía quedarse a cuidar a sus fieles, ¡fieles mis güevos! En una semanita ya se
embolsó como un millón de pesos y no los ha reportado. Pero eso sí, ya empezó a
remodelar la‘inche iglesia. Ni idea de lo que se ha llevado esa familia y el
guardián, pero cuando menos debe ser veinte veces en dinero y especie. Si le
pones al minuto diez verás que entrevistan al Dr. José Rojas. A ese güey lo
conozco muy bien: me trató el cáncer de la piel. Afirma que lo que tiene la
pendejita esa no es un tatuaje ni pintura, que es un lunar.
—¡Un lunar! —exclama sorprendido
monseñor Rosete— ¿Un lunar de ese tamaño y forma?
—Cabrón, ¡no me interrumpa si le estoy
hablando! Si, es un lunar, pero estoy seguro de que le tomaron el pelo al
doctor, debe ser algo que venden los chinos. O alguien es chingonsísimo
tatuando. No importa, ya descubriremos la verdad y les callaremos el hocico a
todos esos vatos. Lo que necesito, para ayer, es que haga algo urgente, en
chinga, antes de que empiece toda la movida por el doce de diciembre. Por
fortuna la televisora nos envió el reportaje antes de lanzarlo al aire, para
que aportáramos nuestro reputísimo “punto de vista” —hace un gesto burlón con
los dedos remarcando las comillas— aunque más bien para ver cómo nos la
arreglábamos. Eso es asunto mío, yo hablo con la televisora pero usted necesita
que haga algo y, ¡ya que se nos hizo tarde!
—Mamá, vente que ya van a pasar la
entrevista —Verónica, levantada desde temprano y arreglada como si fuera a
salir en un día común, con una blusa, jeans y huaraches, está sentada en la
cama de la habitación principal—. Los del canal prometieron que la pasarían a
las ocho de la mañana.
—Ya voy m´bebé. ¿Sabes si Anselmo ya
se llevó las cosas que ayer estuvieron regalando? —responde Sara mientras le
indica a Jesusito que haga espacio para que ella se siente entre los dos.
—Si, vino a avisarme que irá al bordo
a repartir lo que ayer nos dieron. ¡Cómo es necia la gente, mamá! Por más que
les dice que no se traigan regalos pues no dejan de darnos dinero o darnos lo
que sea. Ayer nos dejaron varias gallinas.
—Lástima que no entienden, esto nos
ahorraría tiempo y esfuerzo a todos. Si la virgen te dejó un presente estoy
segura de que no es algo para hacer dinero —Sara se sienta— diga lo que diga la
“familia y anexas” —que mira también desde las ventanas y por la puerta la tele
que está en el cuarto—. ¡Ya empieza!
—Y pasamos el micrófono a Benito
Martínez, nuestro reportero que se encuentra en la Basílica de Guadalupe.
—Muchas gracias, Desirée —la cámara
enfoca al reportero que se encuentra en el amplio interior de ese recinto—. Se
encuentra con nosotros el eminentísimo Rector Guillermo Rosete quien está a
cargo de la Basílica de Guadalupe. ¿Nos podría contar lo que pasó por favor?
—Claro que si Benito, muchas gracias
por estar con nosotros en un momento tan importante. Anoche tuvimos que cerrar
este santo lugar para realizar diversas labores de reparación que urgían antes
de que empezara la semana de celebraciones antes del cumpleaños de Nuestra
Señora de Guadalupe. De repente, de forma muy misteriosa, —la cámara
empieza a enfocar hacia arriba hacia donde está la imagen de la tilma— se
fue la luz un instante y, cuando regresó Joaquín, uno de los albañiles que
trabajaba junto al altar, se dio cuenta —el zoom prosigue hacia la imagen— que
la imagen milagrosamente había cambiado —el acercamiento se detiene en el
rostro— y apareció así: con su rostro cubierto con un tapabocas.
—¡Ah, chingá! —se le sale a Jesusito
quien de inmediato tapa su boca.
—¡Cállate, Jesús! —Sara le avienta una
servilleta a su hijo— ¿Cuántas veces te he dicho que no se permiten groserías
en la mesa ni en ningún lado!
—¡Mamá! ¿Qué es esto? —Verónica está
estupefacta y señala la televisión— Esto no es lo que dijeron que grabaron.
¡Ay! ¡Mi espalda! ¡Me duele mucho!
Mientras la familia y anexas ha
entrado en tropelía al minúsculo espacio del cuarto—depa exclamando “¿Ya
vieron?”, “Y para eso nos hicieron formarnos tan temprano”, “Es un engaño” Sara
se gira para levantar la blusa blanca de su hija. La tela presenta unas húmedas
manchas carmesí que crecen. Descubre que la imagen sigue allí, pero de sus ojos
salen un río lágrimas de sangre que escurren dejando su rastro en el tapabocas
como en el resto de la espalda. En la televisión, en simultáneo, el tapabocas
se desdibuja ante el mar de lágrimas de sangre que brotan de la imagen.
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