Desprendimiento
Seudónimo:
Mandrágora
Conozco
la historia…
la
he escuchado en ecos,
desde
que fui concebido.
Kapat miró fríamente a los clientes que entraron a la
tienda, les tiró al piso los arneses y se los señaló con el dedo. Se miraron
entre sí, comunicando su desconcierto con la mirada, entendían sus
instrucciones, pero no era la forma más diplomática de brindar un servicio.
Carraspearon algunas palabras en un idioma en común y empezaron a prepararse,
hubo algunas sencillas interacciones acompañadas de sonrisas chuecas y dudosas.
El grupo salió de la tienda que estaba dentro de un
mercado. Tenían que caminar con el arnés y las cuerdas a través de los puestos,
lo que les daba a los extranjeros un elemento más para identificarlos como foráneos,
pero que los hacía sentir aún más aventureros. Algunos mostraban una leve sonrisa
y los ojos desorbitados acompañaban su asombro ante tantas cosas desconocidas exhibidas.
Kapat los acechaba con una mirada dura, que concordaba con
su piel y sus gestos.
Llegaron a la roca y tras breves indicaciones empezaron a
organizarse en pares.
─Tú
la vas a sostener. Le dijo a Sofía, dándole la cuerda.
Sofía la sostuvo un momento, le hubiera gustado saber perfectamente qué
hacer, pero no lo sabía y entendía que el riesgo era alto.
─No,
no tengo experiencia en esto, prefiero que usted lo haga.
Kapat torció la boca en una mueca reprobadora y le arrebató
la cuerda para guiar a Verónica, quien estaba por escalar. El ambiente era innecesariamente
tenso.
En la otra línea iba subiendo Lola, guiada por su novio. A
mitad del ascenso realizó unos movimientos extraños, tenía que asegurarse, pero
dudó en haberlo logrado, sintió que estaba suelta, que no se había agarrado de
ningún soporte y empezó a gritar.
─¡Estoy suelta, me voy a caer, ayúdenme!
Se agarraba de la cuerda, de la roca, buscaba
desesperadamente el seguro, completamente cegada por el pánico. Kapat empezó a
hablarle en un tono agresivo, exigiendo que se tranquilizara.
El grupo estaba expectante, Lola se estaba poniendo cada
vez más nerviosa. Desde abajo se podía percibir que estaba llorando y temblaba.
Un escalador que estaba cerca de ella se aproximó muy despacio, hablándole en
lo que percibíamos como melodiosos susurros y pudo cerciorar que estaba
conectada, que podía bajar, no había peligro.
Lola, una vez que estuvo en tierra, se acercó a Kapat con la
cara enrojecida y los ojos hinchados. Como buena española, en un tono directo y
rudo, le empezó a reclamar diciéndole que era un pésimo guía, que sus descuidos
la habían puesto en peligro, no podía creer su poca capacidad para manejar una
situación de riesgo, no le pagaría nada. Se empezó a quitar el equipo y lo tiró
al piso, quería irse inmediatamente y no volver a verlo jamás. En ese momento,
la rigidez que lo caracterizaba se deshizo, su expresión dura se convirtió en
arena que se desprendía de su piel revelando un gesto de desolación. Sofía y
Verónica se quedaron con él mientras arreglaban las cuerdas y el equipo para
llevarlo de regreso a la tienda.
Después de un largo silencio, empezó a recitar toda su
experiencia en la escalada. Había nacido en Bangkok, pero había escalado en
muchas partes del mundo: Estados Unidos, Europa. Llevaba en KoPiPi más de 20
años y conocía esa isla como la palma de su mano. Se sentía ávido por demostrar
que era una persona experta, que lo que le habían dicho era injusto. Las chicas
le dijeron que era necesario que fuera más sutil, que seguro estaba capacitado;
sin embargo, la situación se había salido de control y en una actividad de este
tipo había que ser más comprensivo. Parecía no escucharlas, siguió divagando y les
revelo que su esposa lo había dejado, se había llevado a su hijo y hubo una sucesión
de confesiones de las que se desprendía con cada vuelta que daba adujando las
cuerdas. Estaban presenciando una catarsis, entendían poco de lo que decía,
pero estaba abordando muchas partes de su vida que parecían estar conectadas solo
por el dolor.
De regreso a la tienda, caminando por la orilla del mar, se
les ocurrió preguntar si él había estado ahí en el Tsunami. Después de dudarlo,
se atrevieron.
La mirada de Kapat continuó en el suelo, verificando su
andar.
Respondió que sí.
No continuó, así que lo incitaron a seguir.
─Estaba con un amigo en una tienda, se escuchaban unos
ruidos muy extraños. Salió a verificar y regresó pálido, me dijo que venía el
agua que debíamos de correr, pero yo no me moví. El agua llegó, el sitio se
empezó a inundar salvajemente y ya no me era posible salir. El agua subía cada
vez más y solo permaneció una equina sin agua, me sostuve de las paredes respirando
el aire que ahí subsistía. Pasaron horas y horas en que estuve dependiendo de
un mínimo espacio de vida, contenido en ese pequeño relicto seco.
Cuando salió fue un escenario devastador, la mitad de los
habitantes de la isla se habían muerto, amigos, familia, se habían ido. El mar
había llegado por ambos lados de la isla, pocos habían sobrevivido, algunos
habían alcanzado las partes más altas desde donde habían sido testigos de la
fragilidad humana.
Después de eso todos guardaron silencio. No se podían
generar más preguntas, no habría más confesiones.
Conforme se acercaban a la tienda el caparazón de Kapat se fue
reconstruyendo. Cuando se encontraron en el punto donde todo inició, parecía
que nada había pasado. La expresión dura había regresado, en el aire se
instauró la sensación de estar en una alucinación. Las chicas esperaban un
gesto de despedida emotivo, después de todo lo acontecido, pero no sucedió.
Salieron de ahí un poco trastornadas por lo que habían presenciado y los
caminos de todos quienes ese día convivieron trazaron líneas que no volverían a
cruzarse.
Kapat no lograba deshacerse de un malestar continuo que lo
acechaba, que se le había enraizado en la boca del estómago, una necesidad de
desaparecer, de volver a nacer. Empezaba cobrando intensidad al recordar las
palabras de Lola y en cascada se venían sobre él estas sensaciones.
Pasó un año hasta que pudiera regresar a la roca, listo
para retomar su práctica y, de un momento a otro, la tierra se cimbró y el mar
se reveló nuevamente, mostrando todo su poder. Él sabía que la única forma de
salvarse era seguir hasta la cima y sin puntos de seguridad llegó hasta ella. Con
horror, reconoció el sonido que años atrás había escuchado y comenzó a sentir cómo
parte de la isla se desgajaba, empezando a derivar en un mar desbordado y él,
mi creador, estaba solo, sobre ella.
El pedazo de tierra flotaba, a la deriva y por alguna razón
que aún no entendía, no se hundía en las profundidades. Kapat, desesperado,
trataba de correr; sin embargo, era como si corriera en un barril gigante. Si
corría por el centro, giraba sobre su eje, si se dirigía a algún extremo, se
inclinaba del lado contrario con peligro de volcarse y ser arrojado al mar. Parecía
que sus movimientos guiaban la dirección de su nuevo mundo y comprendió que él
era el centro del mismo.
Asumir esa verdad no le fue fácil. Representaba una
responsabilidad ineludible que tal vez lo condenaría a la muerte, ya que no
podía explorar en busca de alimento o agua. Mientras cavilaba en ello, le vino
a la cabeza el nombre de Errat.
Desolado, se encontró siendo el eje de un mundo que no
podía regir y empezó a cavilar mi creación o, más bien, recordar la necesidad
de tenerme. Debía estructurar algo que tomara su lugar y que fungiera como
estabilizador, pensó en el golem y acto seguido vislumbró a Adán. Dedujo que
gran parte de los males que aquejaron a ese ser fue el carecer de un centro, un
lazo con el mundo, así que lo primero que moldeó fue mi obligo alineándolo con
una de sus estrellas preferidas. En él colocó una semilla, la cual germinó al
momento, uniendo el cielo y el punto medio de esa porción de tierra flotante y,
a partir de ese punto, estructuró mi cuerpo, usando de modelo su propia
fisionomía para esculpirme.
A partir de mi creación logró alejarse y comprobó que Errat
se había estabilizado. Corrió por toda la superficie, se sujetó de unas raíces
y se arrojó al mar para sentir el agua. Al sentir el líquido escociendo su
piel, cayó en la cuenta de que la luz nunca se había ido, el anochecer parecía
no existir. Tal vez hubiera derivado hasta el polo, por ello no se ponía el
sol, pero no hacía frío y no había forma de saber cuánto tiempo había pasado.
La idea de fraccionar la vida en minutos había dejado de existir en cuanto se
había separado de la isla, junto con las reglas que regían el mundo de dónde
venía y que ahora sentía tan lejano.
Empezó a protegerse, ocultándose en la poca vegetación que
quedaba, para evitar más estragos y encontró una caverna, lo que le llevó a
descubrir un enorme hueco, el vacío que se estructuraba era lo que permitía la
flotación.
En cuanto Kapat consiguió satisfacer sus necesidades
básicas y, ya que había explorado todo lo existía, se encontró falto de sentido.
El malestar que lo invadía antes del desprendimiento regresó con más fuerza que
nunca y me miró con envidia. Yo era su nuevo ser, tenía pinta de ser muy feliz
y empezó a creer que todo lo existente, incluyendo el cielo y el mar, me rendía
pleitesía.
Los días sin noches estaban minando su cordura, tanta luz
le inundaba de recelo. Me concibió como el centro del universo mismo y acudía a
mí en busca de consejo, ante lo cual lo sorprendía en un continuo monólogo.
Respondía a sus preguntas de la misma forma en que yo le respondería, pero no
lograba entender su destino.
Hubo un momento en que ya no pudo controlar su ira. Yo le
gritaba las respuestas que buscaba, pero no podía hacerme escuchar. Empezó pisando
mis extremidades. Previendo un castigo, se alejó consternado de su conducta,
pero días después arremetió con más furia y deshizo mi cabeza. Al ver que no
sucedía nada, acabó con mi cuerpo y terminó arrancando el árbol que
estructuraba mi ombligo, todo en afán de recuperar su lugar. Pero yo no desaparecí,
porque una vez creado, no se puede destruir el espíritu de las cosas.
Desesperado y arrepentido, vagó por ese pedazo de tierra
que se le antojó infinito, pero tarde o temprano siempre daba con mi cuna. En
un último acto de transgresión, se sentó en el sitio primigenio y lo invadió
una corriente de placer que lo hizo permanecer ahí. Notó cómo su respiración
disminuía y se iba integrando a mí ser, que era el suyo, en un mismo espíritu,
por siempre y en paz y, así… se hizo la oscuridad.
NUEVAS ENTRADAS DE
OBRAS AL II CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO PRIMIGENIOS
El II Concurso Internacional de Cuento
Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la
Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el
cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados
es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos
editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.
Las obras publicadas en el blog no han
sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son
responsables de las erratas que puedan aparecer.
El Concurso Internacional de Cuento
Primigenios ha recibido hasta la fecha más de 50 obras ya publicadas en el blog
“Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los
cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por
obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor
por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo.
...testigos de la fragilidad humana. Una historia que con dolencia explora el trauma de saberse un sobreviviente. Me resultó interesante el desarrollo , ya que el trauma es un evento extremo....su protagonista explora la exposición en el abismo como una terapia que lo rescate...o no...
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