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Yo sigo siendo aquel

 

aguilarjlr

 

«Supongo que Dios tiene un plan para todos nosotros…

Dios es un niño con una granja de hormigas, señorita.

No está planeando nada»

John Constantine, en Constantine.

 

«El que tiene un vicio, o se mea en la puerta o se mea en el quicio»

Refrán español.

 

 

Se las daba de culto y de docto por chapurrear algunos latinajos y escuchar La Traviata en las noches de lluvia. Sí, él era de esos que ocultan bajo su sotana un deseo inmenso de ser otro, porque en su tiempo no lo había podido ser. Por eso, en las tardes de domingo, después de misa, se transformaba en Toña la Negra o en Rosita Fornés. Se escondía a escribir sus novelas picantonas, llenas de escenas tomadas de las múltiples confesiones que le hacían los travestis, proxenetas, delincuentes y prostitutas que asistían a su parroquia buscando quien los perdonara. Pero en silencio, a través de la magia de la literatura, ocupaba el espacio y el rol protagónico de cada cuento, añorando haber sido ultrajado, golpeado o violado por todos y cada uno de esos tórridos seres nocturnos que merodean el Parque Central, el Bulevar de San Rafael o las inmediaciones de la Fuente de la India.

Un día se sentó a escribir sus memorias. ¡Eran tantas! De allá, de cuando los tranvías eran de palo o de cuando mamá y papá lo castigaban por intentar leer revisticas de relajo, de sus años mozos (que no fueron tantos) y de los que pasó de correcorre por la Escuela de Derecho (que no pudo enderezarlo) hasta que se fue a Roma a estudiar para cura, el mismo año en que aquí la cosa se puso buena. Corría 1957 y a la universidad la habían cerrado por revoltosa. Él nunca se metió en nada, aunque después alardeara que sí, y de su fuerte amistad con Chivás, con Roa y hasta con el mismo Fidel. ¡Candela! Como le encantaba el protagonismo, el estar ahí, situado en medio de la cosa, rodeado, solicitado, aclamado por su público. Y para esa gente se decidió a escribir: para esos que veneran lo divino en lo mundano, para los que no entienden las homilías plagadas de datos inexactos y de citas vacías, que no hacen falta; para los pocos y fieles lectores de la voz de la diócesis.

A eso sonaba su melodía empalagosa de culteranismos y notas al azar, y su firma. Había sabido calzarse bien sus apellidos, entre guiones, para así parecer de más alcurnia y de abolengo en un tiempo en que nada de eso importaba, porque la Revolución había convertido a todos los hombres en iguales y en donde él se escabulló gracias a conocer muy bien a Mostesquieu y a Rousseau.

Tampoco fue a la Umap, lo que casualmente era muy extraño, porque en esa época quien no se adaptaba a las normas del proceso (los homosexuales, los bitonguitos, los intelectualoides, los hippies, los profanadores de cualquier mandato prohibitivo que rosara la contrarrevolución y los curas o religiosos), iba a parar de cabeza a uno de esos «campos de apoyo a la producción», en medio del Camagüey, donde pasaría más de un domingo.

Pero, como todo buen estratega, cuando la situación empeoró se pasó para el lado de los detentores. Y sus nuevos y poderosos amigos lo acunaron. Fue uno de los pocos que siempre cayó en gracia por los de arriba, que hasta le llamaban Monseñor. Lo mismo le pasó con todo, y cuando en el Consistorio se hizo necesario incorporar a un miembro que no fuera de la línea oficial, pero que simpatizara, lo propusieron. Tampoco se podía caer en la debilidad de poner al primero que apareciera, porque entre los intelectuales hay mucha disidencia. Y así, casi por obra Divina, fue elegido, votado y aceptado en el Muy Honorable, para bochorno de todos, por lo poco que hizo, aunque escribió hasta el cansancio. Y un día, sin pensarlo demasiado, sacó toda su papelería y la dispuso en manos de los Predicadores, al amparo de una posible edición razonada.

La modestia de quien había permanecido oculto tras el disfraz de un pobre cura de pueblo, se vio quebrada de momento por la posibilidad casi inmediata de saltar la cancela, de explayarse en medio de un mundo aún inconquistable, donde la grey desbordaba de fanatismos y él, misionero de la más rancia y aburguesada Iglesia, los traería al redil. Pero también, y no menos interesante, quedaba enmarcada la realidad económica que ilusionaba una buena venta de sus Obras, incluso, en la venidera Feria del Libro.

Lo demás fue una tarea de héroes, porque quitarle todo el «polvo y la paja» a las Completas no era harina de otro costal, sino de uno inmenso, pesado, complejo y agrio. De todo ese inmenso amasijo de hojas sin foliar, lo único que se salvaba era un par de novelas cortas, antojadas como relatos de noche, sacadas, por así decirlo, de las voces más inverosímiles y procaces del barrio y en secreto de sus desahogos. Pero iba a ser, a la vez, la suya propia a los ojos de su nuevo público de lectores intrigados por conocer las aventuras y desventuras de un cura nocturno.

Los Predicadores estaban decididos a embolsillarse una buena suma de los santos dividendos, pero todo con cordura. Y aunque algunos ojos brillaron más por la posibilidad de hacer dinero que por la calidad de los trabajos, las censuraron. El Superior de todos era una figura lúgubre, tan o más retorcida que el propio Monseñor y con muchos más deseos de protagonismo. El Rector Magnífico, como prefería que le llamaran, gustaba de pasearse por los amplios pasillos de sus dominios encasullado en su traje de gala. Bajo la túnica de gruesa lana, oscura y sucia por lo difícil de lavarla, sus manos aprovechaban para tocar las partes más sacras de su anatomía, al compás de su paso o al simple recorrido de su mirada sobre el físico de cualquiera de esas cándidas y adorables criaturas que, como buen pastor, había atraído a su rebaño. Él, junto a sus acólitos, pasaban largas horas de retiro en los pisos superiores del Convento, donde la recholata tenía que ser disimulada y bajito, para no despertar a las otras almas que intentaban dormir la siesta. Ninguno de ellos era impoluto, ni el alto Superior, quien mantenía una entrañable relación extra conventual y cuasi matrimonial con un vecino del barrio. Y por las tardes partía emperifollado y perfumado como cuando era más joven y las miradas sobre la Iglesia eran más disimuladas.

Hablaba inspirado en una lengua acentuada, como si fuera extranjero, y mentía cada vez que le preguntaban, porque odiaba tanto su origen campesino y pobre como al comunismo. Por eso, no perdía tiempo en cada sermón para disparar sus balas de plata. Allí, sobre el púlpito o desde el ambón, enloquecía y rugía demarcando los límites entre la verdad, la vida, el deber, lo correcto y el futuro. Y su feligresía lo aplaudía y él vibraba en silencio, regocijado ante tanta pasión, ante esa popularidad inmerecida que lo sobrecogía y que en él depositaban sus admiradores, como cuando en el Aula Magna hizo las primeras introducciones de aquel evento donde el Monseñor hablaría. Y éste lo miró de reojo, primero, preocupado por su protagonismo; ¿le estaría robando a su público?, y después, extasiado al descubrir en el Rector un aire de complicidad.

Desde ese mismo día, entre los dos creció la atracción. Cada vez, con mayor frecuencia, intercambiaban papeles, libros, correos, apostillas a una presentación, notas de última hora… Y una cosa llevó a la otra. La casa parroquial a media luz, con la voz de la Tebaldi como Violetta Valéry, un buen Prosecco frizzante y el mantón a cuadros verdes sobre el sofá de fino astracán, mullido por el roce y el ajetreo que sobre él frecuentemente ocurría, fue el espacio reservado para desnudarse en cuerpo y alma ante los ojos desorbitados del Predicador. Así le gustaban a él: altos, de voz gruesa y apresurada, morenos, vigorosos, lampiños y de mirada lujuriosa. Pero, sobre todo, ocultos. Monseñor los prefería discretos en su exterior y desatinados para sus adentros.

Dio unos pasos y entreabrió su excéntrico albornoz antes de entregarse rendido, como una fierecilla loca, arrebatada, al placer más mundano, al pecado que tantas veces gustaba sermonear y condenar y que él infringía desesperadamente, con la manifiesta intención de poseer, de gozar, de sentirse forzado, deshonrado y dominado.

Esta fue la primea de las muchas batallas que ganó en los predios de El Vedado, a donde frecuentaba cuando los aires húmedos le provocaban esa desazón con su pasado. No había tenido la oportunidad de ser el ilustre caballero que fue su abuelo, la insigne dama que fue su prima, exiliada en Roma desde quién sabe cuándo, el pundonoroso tío abuelo, general mambí y héroe de la Gran Guerra, o su hermano, que ni pinchaba ni cortaba mucho pero ya era más que él, algo que tanto anhelaba y que sufría en silencio. Sabía muy bien que ya no tendría la gracia papal, porque de él se hablaba demasiado, desde siempre, de sus amigos en el poder y del coqueteo que había sabido mantener con la Revolución, y eso nunca se lo perdonarían. La mancha permanecía ahí, ¡y mira que había intentado limpiarla! Había luchado tanto, había traicionado tanto, había perjurado tanto. Había caído en la simonía avariciosamente, sin medida, sin el más mínimo recato ni detalle, porque su meta era vestir el purpurado. Quería más, pero su tiempo se acababa. Él lo sabía y, como si con eso ganara vida, había adelantado su padecer. Le gustaba verse rodeado de aquellos que le profesaban un cariño adulón, porque para él era su santo y seña. Se encasquetaba su sombrero de toquilla y su guayabera negra, rematada con un alzacuello de blanco inmaculado, tomaba su bastón y ponía cara de enfermo.

Le gustaba renguear de una pierna y subirse las patas del pantalón cuando estaba en confianza, para lucir sus pantorrillas y recordar su niñez. También le encantaba mecerse en esos cómodos sillones Windsor que tenía en la casa parroquial y que a nadie dejaba ocupar, excepto cuando él invitaba. En el obispado, en la habitación de Su Ilustrísima, también tenía preferencia sobre la alta poltrona, de la cual se aferraba como una chinche a la carne, porque en ella se sentía amo, dueño y sucesor de una mitra cercenada. Él debía ser el regente, el pastor de las almas citadinas, su verdadero monsignore y no aquel otro, inculto y poco agraciado, altisonante, que no escribía ni sus propias homilías y que todo lo resolvía poniendo carita de muchachita deseosa y sibilina. Desde que el polaco lo intituló Chorepiscŏpus se sintió traicionado in pectore y desde lo profundo comenzó a conspirar. En lo adelante, su arma sería la palabra…, pero escogió mal. La escritura no era su fuerte; tampoco la lengua. Tenía mala dicción y era duro de oír, porque arrastraba un ligero ceceo que, como muletilla sonora, tal vez sostenida como una cómoda herencia familiar, le hacía empalagoso y regodeante. Sus largas presentaciones, aquí o allá, se volvían insufribles porque gustaba de leer sus textos, decía, para no equivocarse ni improvisar. Eran mamotretos espantosos sobre cualquier cosa; todo le venía bien, lo mismo un programa de televisión que una función del ballet. Mezclaba los pasajes más ilustres de la cultura con la mundanidad de una escena callejera, porque para él todo tenía sentido; todo estaba estrechamente relacionado. Y lo peor era que después las publicaba. No le bastaba el anonimato de un aula con pocas personas o de su parroquia. No; necesitaba estar presente, necesitaba ser recordado, tomado en cuenta por esa masa inconforme y poco constante, porque ese era el camino que lo elevaría a la Sede episcopal, la que le correspondía.

Se esforzó por hacer más: por enturbiar el mar de la paciencia, por refrenar las cálidas historias de las plumas más jóvenes y por retirar de en medio a quienes no se atrevieron a postrarse; todo matizado por esa increíble habilidad fucheriana de saber tramar la sordidez en lo oculto y reflotar como un corcho, cada vez que las aguas cambiaban de dirección. Pero, sobre todo, se esforzó en seguir escribiendo como un loco poseso. Acumuló cientos y cientos de páginas mecanografiadas o escritas a mano y recortes de periódicos sobre los cuales anotaba alguna idea para luego desarrollar. Desempolvó su enorme biblioteca y releyó alguna que otra literatura sagrada, intentó recordar lo olvidado y comenzó a citarse convenientemente en una o dos historias. Embelesado por el Impromptus de Chopin, se dejó arrastrar y grabó sus largos discursos de agradecimiento para cuando lo ascendieran a la Cátedra. Cada una de esas «joyitas de la literatura» sucumbieron en el triste naufragio que merecían, excepto cuatro hojas que en el sopor de su demencia escribió y nunca grabó, y que recitaban la aceptación de la regitura de la diócesis. Traspapeladas, fueron a caer en las manos incorrectas y en la boca de quien nunca quiso tener como enemigo. Su «querido cardenal» lo tachó de la lista y lo mandó al final: quousque tandem abutere, Carolus, patientia nostra?

Aferrado ahora a su nueva geografía, al destierro forzado, apostó por la edición rápida de sus novelas. Así que no le quedó más remedio que hacer lo que se suponía: tocar puertas, apretar por aquí y por allá, llamar, pedir favores y prometer otros. Le dieron el nihil obstat y comenzaron a salir. Fueron un dolor de cabeza, un verdadero suplicio de lectura. Cada página ilustraba la figura decadente de quien las escribía. Su estilo amelcochado, ampuloso y emperifollado terminaba por decir nada. Asesinaba con elipsis, metáforas y juegos de palabras una parte de la historia, algunas escenas oportunas y hasta el desenlace. Cada novela culminaba una etapa fecunda de devaneos en amores propios, en deseos de sobresalir y triunfar; un verdadero monumento de la banalidad y el mal sentir.

Y las dos se amontonaron en una vitrina de la parroquia, a donde ocasionalmente iban a comprarlas las viejitas beatas, las cegatas de pasión, las oradoras permanentes y las almidonadas damas del rosario, aquellos antiguos jóvenes del Abecé, que ya se contaban con los dedos, y los viejos camaradas desdentados y pro franquistas, ex militantes de la Juventud Católica, los que aún recitaban en la soledad de la noche sus votos por una patria libre del comunismo; las Legionarias de María y los fieles soldados del Opus Dei. Toda una pléyade de insignes figuras, tanto o más retorcidas que él, como su presentador, el vigoroso Rector, quien tan buenos momentos le propinó, y sus dos empolvados acólitos, la señora de la blanca melena, a lo Rafaela Carrá, y el viejo chivato de barrio. En la cajita del dinero no sonó mucho el rutilante metal de la divisa y, menos todavía, la anhelada moneda de cambio, por la que tanto se desvivían y trabajaban.

Pero, a pesar de todo, Monseñor estaba feliz. Había cumplido una parte importante de su ministerio. Ahora recogería los frutos, sentado, haciéndose el enfermo y dejándose amasar como a una buena hogaza de pan. Sin querer menos, intentaba tener más. Iría allá, a las parroquias más lejanas. Llevaría su palabra a los confines de la vicaría y, si lo dejaban, hasta la ilustre tierra primada, desde donde regresaría al frente de una Invasión diferente, con la antorcha en alto, en una cruzada religiosa, como lo hizo Cachita, porque así recuperaría lo suyo, lo que le pertenecía. No se andaría en juegos.

Pero murió atragantado y no como quería. Quién sabe si en su último suspiro se reflejó en Casal o en su querido Rector. Quién sabe si esa última noche gritó a voz rasgada el nombre de su amado poseedor, si entre los olores de su bata se encontraba la huella inequívoca de su asesino. Todo en la habitación permaneció igual, detenido, como el conjuro de una inagotable catilinaria. En la mesita de noche un papel con tres palabras dejadas al descuido, recitaban el mantra de toda su vida: yo sigo siendo aquel.

 

FIN

 

Marianao, 20 de marzo 2022.




NUEVAS ENTRADAS DE OBRAS AL II CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO PRIMIGENIOS

 

El II Concurso Internacional de Cuento Primigenios publica de manera exclusiva las obras concursantes en el blog de la Editorial “Memorias del hombre nuevo”. En esta edición un jurado determinará el cuento ganador, pero la interacción de los lectores con los cuentos publicados es algo importante para la promoción y divulgación de la obra y los contenidos editoriales de Primigenios, Lunetra e Isliada.org.

Las obras publicadas en el blog no han sido editadas ni corregidas, según la regla del Concurso. Los autores son responsables de las erratas que puedan aparecer.

El Concurso Internacional de Cuento Primigenios ha recibido hasta la fecha más de 50 obras ya publicadas en el blog “Memorias del hombre nuevo”, para que los lectores puedan acceder a todos los cuentos concursantes. Además se publicarán las estadísticas de lectores por obra y otros datos de interés que nos permitirán promover la lectura y el amor por la nueva literatura, esa que se escribe desde cualquier lugar del mundo.



 






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