Sueños
recurrentes
Jorge Navarra
El doctor Manuel Quiroga tuvo un sueño raro. Un muchacho de unos quince o veinte años caminaba por calles abiertas, céntricas, sin mucha iluminación, aunque flanqueadas por edificios altos. Sus pasos eran largos, casi felinos. Llevaba una camisa blanca, pantalones negros muy anchos, que el viento movía como una bandera, y zapatillas que en su época debían haber sido blancas, pero ahora estaban embarradas de un color rojo o terracota. Usaba una gorra tipo béisbol, calzada hasta las orejas, de la cual asomaba una cabellera larga y de un color casi blanco. En una esquina, el joven se detuvo y volteó su rostro. El doctor Quiroga pudo ver que los ojos del muchacho eran rojos sangre y su rostro blanco como la nieve. El muchacho era albino. Después, en el sueño, aparecían otros cuatro jóvenes. Todos se conocían y avanzaban juntos hasta una plaza que al doctor Quiroga le pareció la plaza San Martín. Los jóvenes se reunían con unas chicas, algunas de polleras cortas y tacos altos; una tenía el pelo negro y largo hasta la cintura, vestía de negro y usaba borceguíes. El doctor Quiroga no vio su rostro. Tomaban cervezas, y fumaban cigarrillos (quizás de marihuana) que se pasaban unos a los otros. Luego, el albino, con su melena blanca y larga, tomaba a la joven de cabellera negra de la mano y se alejaban, flotando sus cabellos al viento. En el fondo, la imagen de la Catedral.
El
doctor Quiroga se despertó alterado. Fue a la cocina, tomó un vaso de agua y se
desplomó en un sillón del living. En su mente giraba la pregunta: ¿qué
significaba ese sueño con un albino?
Su
mujer lo zamarreó a las nueve de la mañana.
—¿Qué
hacés durmiendo en el living? ¿Te pasa algo?
—No,
nada. Me desperté con sed y me quedé en el living para no molestarte.
El
Doctor Manuel Quiroga se había jubilado hacía seis meses como miembro del
superior tribunal de justicia.
Su vida
transcurría entre la intrascendencia y la monotonía de su nueva existencia. Pero
había surgido un problema: al dormir lo invadían alucinaciones. Sueños
recurrentes de seres que había enviado a la prisión lo visitaban ahora, de
jubilado. Pero esto del albino era distinto, no entendía qué significaba.
Tres
veces por semana, el doctor Quiroga se reunía con sus colegas de tribunales en
un café de Arturo M. Bas y Caseros. Se comentaban las causas penales de todo
orden, fueran viejas o nuevas.
En
cierta ocasión, uno de sus colegas dijo:
—Estuve en Brasil de vacaciones. En los
diarios nombraban a la banda Velha Guarda en un enfrentamiento con la policía,
en una favela. ¿Será la misma que nos trajeron a juicio hace años? Había una
mujer, no recuerdo el nombre, estaba embarazada, y luego un quilombo con su
bebé en la maternidad, ¿vos te acordás?
—No
recuerdo, son tantas las sentencias que hemos dictado. A uno ya se la mezclan
en la memoria --comentó el doctor Quiroga.
Pasaron
varias semanas y una noche volvió el sueño del albino y la joven. Caminaban
bajo la lluvia, en un camino bordeado de bananos y cocoteros; a su lado pasaban
dos caballos alazanes, con sus ancas que brillaban con la llovizna, las crines
al viento. Los caballos corrían juntos y a la par, como poseídos, hasta
perderse en una senda de palmeras.
Ese
sueño lo obligó a levantarse e ir al baño, pasar a la cocina a tomar leche, dar
una vuelta por el living en la oscuridad. Recién se tranquilizó con el alba.
—Tenés
que ir a ver al médico o a una psicóloga por las pesadillas --le sentenció su
mujer.
A su
mente volvió la conversación con los colegas y la mujer embarazada. Releyó
viejos expedientes y diarios de años atrás. Ahí recordó todo. Ella se llamaba
Anabela Flor Preto. Le dictaron prisión y había dado a luz un niño albino.
El Doctor
Manuel Quiroga era reconocido como un abogado muy ajustado a derecho, un
técnico de la ley le decían, quizás ateo. No creía en los fantasmas, pero
reconocía que el sueño es un recordatorio de algo que quizás no se haya vivido
pero que pugna por dejar una marca en la mente. La misma moneda con dos caras.
Tuvo
otro sueño más. El albino, con esos ojos color sangre, rostro de nieve
inexpresivo e indescifrable, junto con su amiga de cabellera negra hasta la
cintura, volvieron a visitarlo. Se pararon a los pies de su cama, ella sin
mostrar el rostro. Con voz calma y pausada, le dijeron:
—Estamos
para acompañarte y cuidarte.
Despertó
empapado de sudor, temblando, quizás llorando y con unas líneas de fiebre.
Su
mujer, le organizó una entrevista con una psicóloga. El doctor Quiroga, dejó de
lado la consulta programada por su mujer y fue a ver una conocida vidente de la
ciudad. En las primeras consultas, como viejo zorro en interrogar gente y sacar
conclusiones, no fue muy amplio en el tema de sus pesadillas.
Después
de la tercera sesión algo se explayó.
—Tengo
sueños con un chico que es albino. No quiero ver nunca más a esa persona.
La
vidente le dijo:
—Manuel,
¿usted se siente perseguido?, ¿hay algún tema pendiente con un albino en su
familia o en sus amistades? Algo en su vida sentimental. Quizás, con las
mujeres que envió a prisión haya habido alguna relación.
Quiroga
se incorporó, quizás para retirarse, tomó un sorbo de agua y se desplomó en el
diván.
—Hace
años iniciamos un juicio a una banda brasileña por robo y contrabando. Había
una mujer en el grupo, llamada Anabela. Estaba embarazada, lo cual no constaba
en el expediente, así que tuvimos que hacer otro trámite por esa anormalidad.
Yo la entrevisté. Era una mujer muy seductora, rubia, alta, de ojos celestes,
piel blanca. Dijo que era inocente y que quería conservar a su hijo. La banda
fue a la prisión. Ella, a los dos o tres meses, dio a luz. Nació un varón que
resultó tener la particularidad de ser albino. Uno o dos días después, el niño
desapareció de la Maternidad. Inicié un sumario para determinar qué había
sucedido. Y se originó un escándalo publicado en los periódicos. Los médicos y
las enfermeras eran posibles partícipes del robo. La cuestión es que el sumario
no arribó a nada. Yo seguí con mis juicios y no presté más atención al tema.
Anabela, apenas salió en libertad, se presentó en el juzgado, armó un escándalo
en tribunales y me acusó de haberme borrado de la desaparición del recién
nacido, de no ocuparme de encontrar al albino.
Manuel
Quiroga se tomó un tiempo antes de seguir.
—Se
corrió la voz de que yo había estado involucrada con ella. Fueron varias
semanas de gran angustia para mí. Luego, la chica huyó a Brasil por estar
implicada en otros delitos. De esto pasaron quince o más años, nunca más supe
de ella ni del niño. Hasta ahora, que apareció un albino en mis sueños. Es
raro, surge siempre con alguien, a quien no le puedo ver la cara, y todo eso me
atormenta.
—Usted
debería tratar de averiguar qué fue del albino. ¿Cree que puede hacerlo? --preguntó
la vidente.
Para
localizar al joven albino, el Doctor Manuel Quiroga contactó a sus conocidos de
tribunales y de la policía de Córdoba y de otras provincias.
La
información que llegaba la comprobaba personalmente. Era como volver a sus
épocas en la justicia. Se sentía vital. El albino, mientras tanto, seguía
apareciendo en sus sueños, ahora no en la ciudad sino en una selva.
Casi un
año después, leyó una denuncia sobre la desaparición de una joven en Misiones. No
le prestó atención hasta que, días después, un reporte decía que la joven que
buscaba había sido vista en compañía de un albino.
Se
comunicó con un juez de Oberá, quien le confirmó que estaban investigando la
desaparición y que el albino sabía andar por la localidad de Alba Posse, sobre
el río Uruguay.
El
doctor Manuel Quiroga no lo dudó y sacó un pasaje para el día siguiente. Apenas
el colectivo arribó a Oberá, Quiroga se reunió con el juez y luego siguió para
Alba Posse.
El
primer día, recorrió el pueblo, se presentó en la policía y en la iglesia
evangélica. Todos les dieron indicaciones vagas; se sintió observado y nadie le
aportó nada.
Un
taxista le comentó:
—Al
albino no lo he visto, pero si usted se anima lo llevo hasta cerca de un
caserío que hay hacia el norte. Allí viven unos lugareños de piel blanca y ojos
claros, son albinos o casi albinos. Son dos horas por un camino de tierra y
luego a pie. Debe internarse en el monte hacia el río para llegar hasta el
poblado.
Al día
siguiente, Quiroga se hizo llevar hasta el final del camino de tierra. Arregló
con el taxista para que lo esperara todo el día y se metió en el monte. Abundaban
las palmeras de más de veinte metros, los bananos, los pinos, las chircas con
espinas y la gramilla.
Todo
dificultaba el caminar a un extranjero dentro de la selva misionera, pero
siguió motivado. Escuchaba el sonido y el olor del agua en el del río. Sus
zapatillas se hundían en la tierra colorada, y el paso era cada vez más
dificultoso: la edad y su estado físico no eran lo adecuado para esa expedición.
Estaba
agitado, así que se apoyó en un bananero y allí se tendió.
Escuchó
un ruido a su espalda. Un albino lo miraba fijamente, apoyado contra un árbol.
Sus ojos no se veían de rojo sangre, como en los sueños, sino de un celeste
casi tornasolado. Tenía puesta la camisa blanca de mangas largas, la gorra de
béisbol mostraba la cabellera larga y blanca, pero el pantalón ahora era una
bermuda desteñida. Las zapatillas blancas y sucias con barro de tonalidad roja
tenían el color de la tierra misionera.
Quiroga
se pegó un tremendo susto. Allí estaba lo que había buscado después de tanto
tiempo, pero ahora tenía miedo porque no se encontraba en su oficina de
tribunales sino en medio de la nada, solo e indefenso.
Levantó
una mano en señal de saludo o como queriendo decir que todo estaba bien y que
lo suyo era en son de paz.
El
albino no devolvió el saludo, pero tampoco hizo ningún gesto hostil.
Se
arrimó hasta unos tres metros de Quiroga y se colocó junto a él, mirando el
río, casi sin prestar atención al doctor. Ninguno dijo nada.
El
albino siguió un rato más de cara al río.
Después dio media vuelta y se perdió monte adentro.
Quiroga
se quedó cómo estaba, sin moverse, quizás sin querer pensar en nada más.
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