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Resistencia

 

 

Seudónimo: La Isabelina

 

¨Aquel que tiene un porqué para vivir

 puede enfrentar todos los cómos¨

Frederich Nietzsche

 

Era increíble como Antonio se había mantenido más de un año sin salir de casa cuidándose de la pandemia y en la primera vez que puso un pie en la calle, se contagió. Ciertamente, ese día, antes de subirse a un taxi, no le quedaba más remedio que ir al cajero expedidor de dinero, en su cartera no tenía ni un peso, como casi todos los días.

Al intentar hacer la extracción con su tarjeta de jubilado, en cada una de las cuatro máquinas instaladas en la calzada, el viejo Antonio comprobó que todos carecían de efectivo. Con razón no tenían cola. El anciano con la frustración reflejada en su rostro, se hizo más notable aún los pliegues dejados por el paso del tiempo.

─¡A seguir caminando! ─ exclamó

Tendría que llegar hasta el banco más cercano, unas ocho cuadras loma arriba y marcar en la fila para los cajeros ubicados al costado de la institución bancaria. Al llegar se esforzó por guardar la distancia establecida para prevenir el virus.

Minutos después, como el resto del público ansioso por tanta espera, fue como todos, acercándose al tumulto próximo a las máquinas. Al fin le llegó su turno. Probó en cada uno de los otros tres expedidores. Ocurrió lo mismo, justo en ese momento se habían quedado sin dinero para entregar a los usuarios.

─Los inventos del desarrollo no logran funcionar bien, dentro del subdesarrollo. ─ Dijo Antonio para sí.

En el último cajero, el cuarto, logró al fin extraer su pensión de jubilado. Con lo cara que se había puesto la vida, después de sus cuarenta y cinco años de trabajo, ese pago mensual era una miseria, una limosna que le sabía a burla, pero, al menos podría continuar hacia casa de Julia, su hermana, donde permanecería por un tiempo.

Allá también Antonio aportaría algo a la economía para entre todos comprar los escasos alimentos que aparecieran, El viejo sentía que le vendría bien cambiar de ambiente. Dentro de su apartamento cada vez resultaban más tóxicas y corrosivas las discusiones con su nieta y con el esposo de esta. Pasaban los días y las noches entre peleas, batallando los tres en medio de tantos infortunios para poder resistir y sobrevivir.

Está claro como para el viejo y achacoso Antonio, irse unos días con Julia, era también un modo de evadir el infarto que, en cualquier momento llegarían a provocarle, entre los altercados y los disgustos iniciados por Dalia, su nieta y el esposo. Unas veces peleaban por la comida, otras por los medicamentos a comprar en la larga y lenta cola de la farmacia y las más discutían, empecinadamente los dos contra él, por la dichosa política y hasta por tratar de dejarlo sin techo.

Lo mejor era irse a casa de Julia durante unos días, tranquilo con ella y con sus sobrinos, pensó el viejo al inicio de aquel fatídico día en que se decidió a salir de su apartamento, luego de largos meses de encierro para evadir la pandemia.

Ahora después de tanto aislamiento dentro de su apartamento, en las calles se sentía torpe, asustado, lento e inseguro. Se acercaba un carro. Antonio desde la acera, extendió el brazo. El auto, ante la señal, se detuvo. El canoso y delgado hombre logro subirse al antiguo automóvil, casi museable, tan viejo y achacoso como él.

Enseguida que llegó a la casa de Julia, saludó y fue a bañarse. Luego Antonio echó a andar la lavadora de su hermana con las ropas que había traído puestas. Apenas unos días después, el anciano se sintió tan débil y  tan mal, que pidió a su hermana que lo acompañaran al policlínico. Una vez allí, le hicieron un PCR rápido que de inmediato dio positivo a la COVID 19.

─¡Ñooo! ─ Exclamó Antonio impulsivamente.

Justo en ese instante el hombre recordó súbitamente y con disgusto todos los teclados donde, otras tantas personas antes que él, también habrían puesto las yemas de sus dedos para extraer los míseros pesos en los cajeros que recorrió, luego visualizó el carro en que viajó, repleto de personas, las manillas de la puerta del carro que tocó al subir y bajar del rústico taxi, al estilo lata de sardinas, en fin...

Cayendo la lluviosa tarde, del Policlínico vinieron a buscar a Antonio. Lo internaron primero en un centro de aislamiento. Días después, cuando se complicó más aún por la deshidratación de las diarreas causadas por el virus, lo trasladaron en una ambulancia hacia un hospital. El pobre Antonio sabía que iba más muerto que vivo, no obstante, en ese momento evocó las voces y las sonrisas de sus bisnietos.

─Tengo que arreglármelas para resistir y volver a mi casa junto a ellos. ─ se dijo.

Permaneció ingresado por muchos días, en batalla con su avanzada edad entre la vida y la muerte, no era esta la primera vez que mantenía en alerta toda su biología para continuar entre los vivos y tal vez no fuera la última. En esta ocasión, de nuevo Antonio le ganó la pelea a la parca, por supuesto que acompañado por el esfuerzo y la dedicación del personal de la salud, quienes junto a él y en contra de la carencia de medicamentos, lucharon tenazmente para mantenerlo vivo. 

Apenas le dieron de alta en el hospital, Antonio viajó de regreso nuevamente a casa de su hermana. En las conversaciones por los respectivos celulares Julia le había estado insistiendo en tenerlo al lado de ella y que permaneciera durante un tiempo con sus sobrinos, que ya eran dos hombres, para juntos cuidarlo hasta que se repusiera de lo que había pasado.

El virus casi arrastra al pobre viejo entre la deshidratación primero y luego la bronco neumonía, que casi lo manda al otro mundo. En su apartamento, su nieta debía permanecer cuidando de los pequeños bisnietos. Antonio había estado muy mal y necesitaba tranquilidad y atenciones por unos días más. Sería mejor que fuera para casa de Julia por unos días.

Antonio agradecía que pudo sobrevivir, algo que muchos no logran, no obstante, el anciano sentía en lo más profundo de su cuerpo adelgazado como la enfermedad lo había estrujado y chupado todo, de adentro hacia afuera, y ahora él cargaba con secuelas respiratorias, fatigas, temblores en las manos, taquicardias y sudoraciones. Muchas veces moría de insomnio, otras se quedaba largo rato dormido donde quiera.

También, inexplicablemente le brotaban erupciones en la piel, sentía punzadas en la cabeza, mareos que lo tambaleaban, además de un  cansancio agotador y perenne entre otras sintomatologías combinadas. Julia, y él eran muy unidos, se querían mucho, así que aceptó ir para casa de ella a continuar recuperándose.

Antonio, atrapado en medio de sus para atrás y para adelante mentales, recuerda ahora cómo ese día, al mirar de repente por la ventanilla del transporte en que viajaba rumbo a casa de Julia, su rostro se alegró al comprobar que, precisamente, en ese momento, recorría calles del barrio donde treinta años atrás, había vivido con su esposa Sandra y su nietecita Dalia.

Por entonces la madre de la niña, su hija, junto a su esposo habían ido a cumplir una misión médica y dejaron la niña al cuidado de sus abuelos. Luego ambos padres de la pequeña -- su hija y el esposo--, murieron repentinamente en un accidente y Dalia, pequeñita aún, quedó para siempre bajo la protección y cuidados de Sandra y de él, quienes en esos tiempos estaban más jóvenes, fuertes y saludables. Sonrió al valorar como habían sido muy felices en aquel apartamento donde vivieron tan liados gracias al enorme cariño entre los tres.

Pero entonces, fue preciso mudarse de zona por la salud de Dalia. A la niña, le afectaba la proximidad a la fábrica de tabacos y cigarros que, además con la cercana fundición, le revolvían las alergias. El y Sandra estaban  continuamente con la niña en el hospital pediátrico, de susto en susto con los ataques de asma, catarros, neumonías, otros problemas respiratorios y alérgicos, siempre angustiados velándole el sueño y la fiebre entre constantes ingresos de la niña y las licencias laborales pedidas por Sandra en el trabajo para poder quedarse cuidando a la pequeña Dalia en casa.

Antonio evoca ahora como con el cambio de barrio la niña se fue curando de los problemas de salud. Ahora, al viejo le parece que los años han corrido con demasiada prisa, en nada, él había enviudado y Dalia es una mujerona bonita, madura, casada y con un par de niños deliciosos quienes con sus risas y besos lo derriten como un helado bajo el sol. Los pequeños son su razón y alegría para vivir.

Antonio los estaba extrañando tanto que, tan pronto se sintió más fuerte y animado, escapó de los cuidados de Julia, para de inmediato volver junto a ellos, en busca de abrazarlos y revivir las imágenes mantenidas en su memoria. Disfrutar otra vez de sus pillerías, ocurrencias y sonrisas que lo habían ayudado a escapar de los más terribles momentos y mantener su resistencia para poder sobrevivir.

Estaba curado del virus, hacía más de un mes, no obstante, Antonio se dijo que cumpliría las medidas al máximo y aunque se había bañado antes de salir, de la casa de Julia, al llegar a su apartamento volvería a hacerlo de pies a cabeza para poder darle un buen estrujón lleno de cariño a los tres pícaros bisnietos, a Dalia y, por qué no, también al esposo de ella y por supuesto que a su cariñoso y fiel perro.

El auto se detuvo y de golpe, el viejo Antonio apartó la madeja de sus pensamientos colmados de evocaciones. Abandonó el transporte y se paró frente al edificio. Contempló la elevada construcción de arriba abajo, Con tristeza, el hombre recordó que tuvo momentos en el hospital en que lo asustaba la idea de no poder regresar con vida a su hogar y de no volver a besar a sus nietos. Ya dentro del ascensor, sonrió al imaginar con la alegría y la sorpresa que lo recibirían al reunirse todos nuevamente.

─Lo malo quedó atrás. ─ Se dijo el viejo, moviendo las manos sobre su cabeza, como quien espanta moscas.

Mientras avanzaba por el pasillo, Antonio, con las manos temblorosas, buscó las llaves en el interior de su bolsillo y se dispuso a abrir la puerta. Por unos instantes se detuvo dudoso y pensativo. Al estar próximo al reencuentro, el cansado viejo no pudo evitar que se le agolparan y empañaran las ideas repletas de remembranzas y que, súbitamente, le atiborraron el cerebro otra vez con la evocación de amargos momentos.

Retornaron a sus oídos los gritos, las discusiones y los disgustos bien fuertes provocados por su nieta a causa del dichoso apartamento. Con frecuencia, Dalia le insistía al anciano en que se lo entregara, que pasara la propiedad del apartamento a su nombre. Quería vivir sola con el esposo y los niños. Pero, el viejo se preocupaba por las consecuencias de esa decisión. Si pasaba el apartamento a ser propiedad de ella, ¿donde viviría él? ¿Cómo iba a quedarse sin nada...?

A Dalia le disgustaba la idea de tener que esperar que él muriera para disponer de un techo propio como único patrimonio que le dejaría el anciano. La alternativa de comprarle él a su nieta un apartamento o que se lo compraran ellos era una entelequia, una ficción. Todos sabían que ni juntando lo que entre todos ganaban durante años, sin comer, ni vestirse, ni calzarse, podrían materializar esa solución y menos con lo que se gasta con dos niños pequeños.

Tampoco ella nunca aceptó, cuando Antonio como alternativa, proponía vender este apartamento donde vivían juntos, para comprar dos apartamentos independientes, que estuvieran cercanos, y así poder seguir ayudándose ambos, aunque quizás tendrían que ser con habitaciones más pequeñas. No, nada de eso, Dalia quería quedarse con el de su abuelo, amplio y por supuesto si se iba él de ahí, los niños tendrían mayor comodidad.

En casa de Julia el viejo sabía que podría estar una temporada durmiendo con sus sobrinos, pero, ya eran casi dos hombres y la cama les iba quedando insuficiente para los tres y no había más espacios en la vieja y desvencijada casa de su hermana.

En los reiterados enfrentamientos, Antonio siempre defendía que este apartamento era de su propiedad, su casa, donde tenía su cuarto, las cosas a su modo, sus libros, sus nietos con las risas estrepitosas, los besos y las algarabías, y sus pedazos de mar cuando se asomaba al balcón o a cualquier ventana. ¡Cuánto extrañó en el hospital poder contemplar ese mar!

Antonio sacudió la cabeza como si con ese movimiento espantara de una vez todos los recuerdos desagradables que se enredaban, se enmarañaban unos con otros y confundían sus pensamientos. El coronavirus también le había dejado eso de mezclar y barajar unas ideas con otras y entre otras. Sonrió y se decidió a abrir la puerta. Le extrañó que el perro no hubiese ladrado todavía.

─Está como yo, viejo y ya no oye bien, ni me olfatea como antes, ha pasado casi dos meses sin verme─ Dijo para si. Y de inmediato, Antonio pensó. ─ Qué alegría regresar cuando todos daban por seguro que moriría, con mi edad, la presión, el corazón, las complicaciones... Es una felicidad estar de nuevo en casa, reencontrarse y conversar con Dalia y volver a jugar con sus niños. Apenas introdujo la llave el perro comenzó a olfatear y a ladrar alegre tras la puerta.

─¡Hola a todos, estoy aquí de nuevo! ─ Exclamó Antonio, inmensamente feliz de estar de vuelta en su casa.

─¡Abuelo!

Exclamaron alegres y a dúo los niños. Antonio tuvo que en segundos pedirles que no se le acercaran todavía y fue bien difícil, además, lograr que su perro se tendiera y se quedara quieto en la sala.

Estaban todos sentados a la mesa, comiendo. La expresión del padre de los muchachos fue de susto. Quedó tieso, como si viera a un fantasma. En cambio en el rostro de Dalia se fusionaban la sorpresa, la ira, la furia, la rabia. Antonio respiró profundo, mostró al grupo la mejor de sus sonrisas, aunque se sentía caer por un barranco o ser engullido por un agujero negro. Apeló a su calma y paciencia dispuesto a lidiar con la situación. El enjuto anciano contempló al grupo como si nada le molestara y les dijo:

─Buenas, vine en un carro alquilado repleto de personas y aunque ya lo hice en casa de Julia, antes de salir, ahora debo bañarme primero, de pies a cabeza. Voy directico a la ducha para poder abrazarlos después. Los amo a todos. Llegué a pensar que no volvería a verlos. ─ Dijo el viejo a la vez que movió los brazos como si entrelazara en su interior a los cinco. Luego dirigiéndose a Dalia, Antonio preguntó;

─¿Acaso estás disgustada por ver a tu abuelo otra vez aquí y vivo?

El viejo suspiró y sin darle tiempo a responder, agregó enseguida:

─Pensaba que se alegrarían de tenerme de regreso en casa, aunque en todo este tiempo, apenas me han llamado, ni me han puesto casi a los niños al teléfono.

Sin suavizar la expresión del rostro la hermosa joven le respondió, casi con voz iracunda:

─¡Pues pensaste mal! Creí que te quedarías a vivir con mi tía Julia. Hubiera sido la mejor solución. Aquí no nos haces falta para nada.

Antonio, mantuvo el control, la cabeza fría y los pensamientos distantes. El anciano, con una combinación de tristeza y amor en la mirada, atinó a responderle a Dalia:

─Mi querida nieta, ahora fuiste tú quien pensó mal. Me salvé y aunque tengo secuelas, no contagio nada. Me iré recuperando poco a poco. Los extrañé, los quiero, y aquí estoy, feliz con mi resistencia ante la muerte y mi retorno a la vida para estar junto a ustedes. 

─¡Además, para colmo, te apareces sin avisar! ─ Le interrumpió, evidentemente malhumorada, la muchacha.

─No sabía que para regresar aquí, después de tantos días de permanecer casi moribundo, pasar tiempo para recuperarme junto a mi hermana y contener las ganas de verlos hasta hoy, debía avisar antes de volver a mi casa. Tú lo sabes. Quiero estar aquí, con mi familia y con mi perro, él sí me quiere.

─¡Nuestra casa, coño! ─ Volvió a interrumpirlo ella frenética, con intención de rectificarle.

El anciano recibió de golpe la brisa marina que entró por los ventanales. Tomó todo el aire que cabía en sus pulmones y dijo en voz casi ininteligible, bien por lo bajo:

─He vencido al virus y ahora no voy a permitir que me provoquen un infarto.

Apeló a su autocontrol y con gran firmeza en voz más alta y bien firme, el viejo Antonio le respondió a Dalia:

─¡Claro que es nuestra casa! Has crecido al lado mío y de tu abuela, nuestra querida Sandra, quien ya no está entre nosotros. Desde mucho antes que tus padres murieran en aquel fatal accidente has estado escuchando mi voz y recibiendo mi cariño. Siempre te he acompañado, a ti que eres mi nieta y a mis bisnietos, en las buenas y en las malas. ¡Carajo, Dalia! ¡Eres tú quien olvidas que esta es nuestra casa, conmigo incluido, viviendo aquí todos, dentro de este apartamento. ¡Coño!

Antonio respiró bien profundo, hizo un paneo recorriéndolos con la mirada y agregó:

─Mejor voy de inmediato a bañarme. Así me refresco después de este recibimiento tan ¨cálido y emotivo, al que ya debía estar acostumbrado y no hacerme ilusiones¨.

Antonio por unos segundos nuevamente respiro hondo y sentenció:

─¡Ah, mi querida nieta, ten en cuenta que tus hijos aprenden de ti, de todo lo que te escuchan decir, de lo que te ven hacer y sobre todo, de cómo me tratas a mi, tu propio abuelo, que con tanto amor y dedicación he cuidado de ti y de tus hijos como un padre, aunque ahora estoy convertido en un viejo achacoso, que casi regresa de la tumba, débil y medio ciego, pero resistente a tu agresividad y violencia!

Una vez más, Antonio inhaló la brisa marina que desde el balcón invadió sus pulmones. El anciano sonrió a cada uno de sus bisnietos, les lanzó besos y disfrutó los besos y sonrisas que los niños le enviaron de vuelta. Conservó esa feliz imagen en su mente y acopió fuerzas para avanzar hacia el baño lo más erguido posible.

Como un fiel guardián, su perro lo siguió y se tendió delante de la bañera. Segundos después bajo el agua de la ducha, en silencio, Antonio permitió el derrumbe de sus emociones contenidas. Las lágrimas rodaron por entre los pliegues de su arrugado rostro. Una vez más, las pequeñas gotas resbalaban, se escurrían hasta disolverse sobre su piel. Jamás él permitiría que fueran vistas por nadie. 



 

Comentarios

  1. Me gustó mucho!!! Nos da una perfecta visión de la vida de un anciano en nuestra ciudad y los problemas que enfrentan la mayoría de ellos por la falta de vivienda, transporte y solvencia económica.

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